La tierra de las cuevas pintadas (76 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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—¡Mirad! —exclamó la mujer.

Ayla y la Primera se volvieron y, atónitas, contuvieron la respiración. Era una serpiente pequeña, seguramente muy joven, y por las franjas rojas en el cuerpo se sabía que no era venenosa, pero cerca de la parte delantera las franjas se bifurcaban en forma de «Y». ¡La serpiente tenía dos cabezas! Sacaba y metía las dos lenguas en sendas bocas, saboreando el aire, y de pronto empezó a moverse, pero el movimiento era un poco errático, como si no supiera muy bien hacia dónde ir.

—Rápido, coge algo para atraparla antes de que escape —ordenó la Primera.

Ayla encontró un pequeño cuenco de mimbre impermeable.

—¿Se puede usar esto? —preguntó a la Zelandoni Primera.

—Sí, ese servirá —respondió la mujer.

Justo cuando Ayla se acercaba a la serpiente, esta hizo amago de escaparse, pero Ayla, poniendo el cesto boca abajo, la cubrió con él. El propio animal metió la cola bajo el cesto cuando Ayla apretó con fuerza para que no pudiera escabullirse bajo el borde.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó la Zelandoni Primera.

—¿Tienes algo plano que pueda pasar por debajo? —dijo Ayla.

—No lo sé. Tal vez una pala con la hoja alisada. ¿Eso serviría? ¿Como esta? —Cogió una pala empleada para sacar la ceniza del hogar.

—Sí, eso es perfecto —respondió Ayla. Cogió la pala y colocó la parte plana debajo del cesto; luego levantó a la vez lo uno y lo otro y le dio la vuelta—. ¿Este cuenco tiene tapa? ¿Y hay por ahí algún cordel para atarla?

La Zelandoni Primera encontró un pequeño plato poco profundo y se lo entregó a Ayla, que dejó el cuenco con la serpiente en el suelo y, tras retirar la pala, lo tapó con el plato, que luego ató. Las tres mujeres se marcharon juntas a por la comida de la mañana.

Si bien habían previsto celebrar la reunión cuando el sol alcanzara su cenit, la gente había empezado a congregarse en la pendiente antes de hora a fin de encontrar sitio para sentarse o quedarse de pie a una altura que les permitiera ver y oír bien. Aunque todos sabían que un asunto serio los había llevado hasta allí, se respiraba un ambiente de celebración y festejo, porque el hecho de estar juntos los predisponía a la cordialidad, sobre todo porque el encuentro no había sido planeado. Y porque la gente se alegraba de que hubieran atrapado al brutal malhechor.

Para cuando el sol estaba ya en lo alto, la zona de reunión se hallaba llena a rebosar. La Zelandoni inició la sesión dando la bienvenida a la Primera Entre Quienes Servían a la Gran Madre Tierra y al resto de los visitantes. Explicó que la Primera acompañaba en su Gira de la Donier a su acólita, y a su antiguo acólito, que ahora era Zelandoni, y pasaba por allí para visitar el Lugar Sagrado Más Antiguo. También mencionó que la acólita de la Primera y su compañero habían capturado a Balderan y tres de sus hombres cuando intentaron atacarla. Ante esta información, un murmullo se elevó de entre el público.

—Ese es el principal motivo por el que hemos convocado esta reunión. Balderan ha causado dolor y sufrimiento a muchos de vosotros durante años. Pero ahora que lo hemos atrapado, debemos decidir qué hacer con él. Sea cual sea el castigo que le impongamos, debe parecernos correcto a todos —dijo la Zelandoni Primera.

—Hay que matarlo —musitó alguien entre el público, pero en voz lo bastante alta para que lo oyeran todos, incluidos los zelandonia.

—Es posible que ese sea el castigo correcto —contestó La Que Era la Primera—. Pero ¿quién lo hará y cómo? Si esto no se maneja bien, podría traer muy mala suerte, traérnosla a todos nosotros. La Madre es tajante en su prohibición de matar a seres humanos, salvo en circunstancias extraordinarias. En el intento de encontrar una solución con respecto a Balderan, no queremos convertirnos en lo mismo que él.

—¿Cómo lo cogió? —quiso saber alguien.

—Eso pregúntaselo a ella —contestó la Primera, volviéndose hacia Ayla.

Esas situaciones siempre la ponían nerviosa, pero respiró hondo y contestó:

—He cazado desde muy joven, y el primer arma que aprendí a usar es la honda —explicó. Su acento sorprendió a quienes no la habían oído hablar antes. No era habitual que una forastera formara parte de la zelandonia y tuvo que esperar a que la gente callara antes de seguir—. Ahora ya lo sabéis, no soy zelandonii de nacimiento —dijo con una sonrisa.

Su comentario provocó breves carcajadas entre el público.

—Me crie en el este, muy lejos de aquí, y conocí a Jondalar durante su viaje —continuó. La gente empezó a acomodarse, preparándose para escuchar lo que prometía ser una buena historia—. Cuando Balderan y sus hombres me vieron, yo había ido a buscar intimidad tras unos árboles. Al erguirme para subirme los calzones, descubrí que me miraban fijamente. Su grosería me enfureció, y así se lo dije. Pero no sirvió de nada. —Eso provocó más risas entre el grupo—. Suelo llevar la honda colgada del cuello; es una manera fácil de tenerla siempre a mano. Cuando Balderan vino hacia mí, no entendió, creo, que lo que yo desenrollaba era un arma.

Se descolgó la honda mientras hablaba, metió la mano en la bolsa y sacó dos de las piedras que había cogido en el lecho seco del río cerca de su anterior campamento. Juntó los dos extremos de la honda y colocó una piedra en el centro de la tira de cuero, donde se había formado una concavidad por el uso. Previamente había elegido ya un blanco: una liebre con su pelaje marrón estival, sentada junto a una roca cerca de su madriguera. En el último momento también divisó un par de patos reales que levantaban el vuelo desde sus nidos a corta distancia del río. Con movimientos rápidos y ágiles, lanzó la primera piedra, y de inmediato una segunda.

La gente manifestó su sorpresa.

—¿Habéis visto?

—¡Ha abatido al pato en pleno vuelo!

—¡También ha matado una liebre!

Ante semejante demostración, todos se formaron una idea de la destreza de Ayla.

—Yo no quería matar a Balderan —dijo Ayla.

—Pero podría haberlo hecho —intervino Jondalar, lo que provocó más murmullos.

—Como sólo quería detenerlo, apunté al muslo. Imagino que debe de tener aún una buena magulladura que da fe de ello. Al otro hombre lo alcancé en el brazo. —Llamó con un silbido a Lobo, que acudió de inmediato. También eso causó una avalancha de comentarios entre los allí reunidos—. Al principio Balderan y los otros no vieron a Lobo. Este lobo es amigo mío y hace todo lo que yo le pido. Cuando un tercer hombre intentó huir, ordené a Lobo que lo detuviera. No lo atacó ni intentó matarlo; lo mordió en el tobillo, y el hombre tropezó. Entonces apareció Jondalar de detrás de los árboles con su lanzavenablos.

»Mientras traíamos a los hombres hacia aquí, Balderan intentó huir. Jondalar le disparó con el lanzavenablos, y Balderan, al notar que el dardo le pasaba rozando la oreja, se detuvo —explicó Ayla—. Jondalar tiene muy buena puntería con el lanzavenablos.

Se produjeron más risas.

—Ya te dije que tenían todas las de perder —comentó Willamar a Demoryn, que estaba a su lado. Se turnaban para vigilar a Balderan y los otros hombres, que también oían todo lo que se decía.

—Cuando vi cómo se portaban esos hombres conmigo, pensé que debían de ser alborotadores. Por eso los traje, a pesar de que no querían venir. Pero sólo cuando llegamos a la Tercera Caverna de los Guardianes comprendimos la magnitud de los trastornos que habían causado a lo largo de los años —continuó Ayla. Calló por un momento, bajando la mirada. Era evidente que tenía algo más que decir—. Soy sanadora, curandera, y he ayudado a muchas mujeres a dar a luz. Por suerte, la mayoría de los hijos de la Madre nacen perfectamente sanos, pero algunos no. He visto varios casos. Normalmente, si el problema es grave, no sobreviven. La Madre se los lleva de vuelta porque sólo Ella puede repararlos, pero algunos poseen una fuerte voluntad de vivir. Incluso con problemas serios, sobreviven, y a menudo aportan muchas cosas a los demás.

»A mí me crio un hombre que era un gran Mog-ur, como se llama en el clan a los zelandonia. Sólo podía usar un brazo y cojeaba, por un defecto de nacimiento; además era tuerto, y el brazo débil le quedó aún peor cuando un Oso Cavernario lo eligió y se convirtió en su tótem. Era un hombre muy sabio que servía a los suyos, y todos lo respetaban mucho. No muy lejos de nuestra caverna vive un joven que nació también con un brazo deforme. Su madre temía que nunca pudiera cazar, y quizá no llegara a ser un auténtico hombre, pero aprendió a usar el lanzavenablos con el brazo ileso, llegó a ser un buen cazador y se ganó el respeto de la gente. Ahora tiene a una excelente mujer como compañera.

»Cuando nace un niño muerto, o cuando abandona este mundo para caminar por el otro poco después de nacer, es porque una persona que no nace bien sólo puede ser reparada volviendo con la Madre, y por eso Ella se la lleva. Aunque es mucho más fácil decirlo que hacerlo, no debería lamentarse la pérdida de esos niños: la Madre se los ha llevado para repararlos.

Ayla metió la mano en un morral que llevaba al hombro y extrajo un pequeño cuenco con una tapa. Lo abrió y sacó la serpiente de dos cabezas. Se oyeron exclamaciones de asombro.

—Algunas cosas no están bien cuando nacen, y salta a la vista. —Mientras enseñaba la criatura, esta metía y sacaba las dos lenguas de ambas cabezas—. Esta serpiente sólo podrá ser reparada si es devuelta a la Madre. A veces eso es lo que hay que hacer.

»Pero a veces hay quien nace mal, y su problema no es tan obvio. Esas personas, al verlas, parecen normales, pero no están bien por dentro. Al igual que esta pequeña serpiente, sólo pueden ser reparadas devolviéndolas a la Madre. Ella es la única que puede arreglarlas.

Balderan y sus hombres escuchaban las palabras de Ayla.

—Vamos a tener que buscar nuestra oportunidad pronto, si queremos salir de aquí —musitó Balderan. No sentía el menor deseo de ser devuelto a la Madre. Por primera vez en su vida empezó a experimentar el mismo miedo que tan a menudo había infligido él a los demás.

—Creo que eso ha sido una manera muy acertada de plantear lo que debe hacerse —opinó la Zelandoni Primera mientras regresaba al pabellón de los zelandonia junto con la Primera, Ayla y Jonokol. Lobo seguía a Ayla dócilmente, como le había indicado ella con una seña. Quería que la gente supiese que si bien era un eficaz cazador cuadrúpedo, él, a diferencia de Balderan, no mataba indiscriminadamente—. Así la gente lo aceptará mejor si considera que lo está enviando a Balderan de vuelta a la Madre para enmendarlo. ¿Cómo se te ha ocurrido?

—No lo sé —contestó Ayla—. Pero cuando vi al joven enano que llegó con la gente de Beladora, supe que ninguna medicina podía ayudarlo a crecer hasta alcanzar un tamaño normal, o al menos ninguna que yo conozca. Después, esa pequeña serpiente me ayudó a comprender que hay ciertas cosas que la Madre puede reparar, si no en este mundo, sí quizá en el otro.

—¿Te han presentado ya a ese joven? —preguntó la Zelandoni Primera.

—No, todavía no.

—A mí tampoco —dijo la Primera.

—Pues vayamos a conocerlo.

Las tres mujeres y el hombre se dirigieron hacia el campamento de los giornadonii. De camino pasaron por el de la Novena Caverna para recoger a Jondalar, Jonayla y Willamar, casualmente los únicos que estaban allí. Beladora y Kimeran se hallaban ya en el campamento de los giornadonii con sus hijos. Ayla se preguntó si la madre de Beladora lograría convencerlos para que volvieran con ellos y se quedaran un año. No la culpaba por intentarlo. La mujer deseaba conocer a sus nietos, pero Kimeran era el jefe de la Segunda Caverna.

Los amigos se saludaron rozándose las mejillas y a continuación procedieron a una serie de presentaciones formales con la madre de Beladora, la jefa de la caverna, y unos cuantos más. Al final el joven se acercó.

—Deseaba conocerte —dijo a Ayla—. Me ha gustado lo que has dicho sobre la serpiente y algunas de las personas que conoces.

—Me alegro —respondió Ayla, y se inclinó y le cogió las dos manos, pequeñas y de una forma peculiar. También tenía las piernas y los brazos muy cortos. Su cabeza parecía casi demasiado grande para él—. Soy Ayla de la Novena Caverna de los zelandonii, emparejada con Jondalar, maestro tallador de pedernal de la Novena Caverna de los zelandonii, y madre de Jonayla, Bendecida por Doni, y soy acólita de la Primera Entre Quienes Sirven a la Gran Madre Tierra. Antes pertenecía al Campamento del León de los mamutoi, que viven al este, muy lejos. Me adoptó el Mamut, como Hija del Hogar del Mamut, Elegida por el espíritu del León Cavernario, Protegida por el Oso Cavernario, Amiga de los caballos, Whinney, Corredor y Gris, y del cazador cuadrúpedo, Lobo.

—Yo soy Romitolo, de la Sexta Caverna de los giornadonii —se presentó en zelandonii con un ligero acento. Hablaba fluidamente las dos lenguas—. Yo te saludo, Ayla de la Novena Caverna de los zelandonii. Tienes muchos lazos inusuales. Quizá alguna vez puedas explicármelos. Pero antes me gustaría hacerte una pregunta.

—Por supuesto —dijo Ayla, advirtiendo que él no sintió la necesidad de recitar todos sus nombres y lazos. En realidad, era ya de por sí bastante singular, pensó. Parecía joven, y a la vez era difícil precisar su edad.

—¿Qué vas a hacer con esa pequeña serpiente? —preguntó Romitolo—. ¿Piensas devolvérsela a la Madre?

—Me parece que no. Creo que la Madre se la llevará cuando lo considere oportuno.

—Tú ya tienes caballos y un lobo. ¿Podrías darme a mí la pequeña serpiente? Yo cuidaré de ella.

Ayla se detuvo a pensar por un momento.

—No sabía bien qué hacer con este animal —contestó por fin—, pero me parece una buena idea, si tu jefa no pone ningún inconveniente. Algunas personas tienen miedo a las serpientes, incluso a las que no son venenosas. Deberás averiguar qué come; quizá yo pueda ayudarte. —Metió la mano en el morral y sacó el cuenco tejido con la tapa bien atada. Se lo entregó a Romitolo. Lobo le rozaba la pierna y gimoteaba—. ¿Te gustaría conocer al lobo? No te hará daño. Cuando era cachorro, le cogió mucho cariño a un niño que tenía ciertos problemas. Creo que tú se lo recuerdas.

—¿Y dónde está ahora ese niño? —preguntó Romitolo.

—Rydag era muy débil. Ahora camina por el otro mundo —contestó Ayla.

—Yo estoy cada día más débil y creo que pronto caminaré por el otro mundo —dijo Romitolo—. Ahora lo veré como una manera de volver junto a la Madre.

Ella no le contradijo. Probablemente él conocía su cuerpo mejor que nadie.

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