La tiranía de la comunicación (9 page)

BOOK: La tiranía de la comunicación
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Sin embargo, también hay que decir que la emisión de informaciones - en primer lugar los telediarios - ha cambiado poco a poco de naturaleza y modificado su propio discurso. Las leyes del espectáculo y de la puesta en escena han ocupado el lugar más importante y conmocionado las relaciones con la realidad y con la verdad.

El punto de inflexión se sitúa sin duda alguna tras el fin de la guerra de Vietnam.

Este conflicto marcó el apogeo de un cierto «voyeurismo» informacional. Las cámaras de los reporteros de la televisión se pegaron al terreno de la acción y mostraron de forma cruda los sufrimientos de los combatientes. Unas imágenes que otorgaron a esa guerra toda su aura épica. Los telespectadores pudieron asistir a la derrota del imperio. Y todo el mundo recuerda aquellas trágicas imágenes de helicópteros derribados sobre el mar durante la caída de Saigón en 1975, que favorecieron un giro en la opinión contra los responsables políticos. Para el poder, la televisión alcanzaba de esta forma los límites de su libertad para mostrar la actualidad.

A partir de ese momento, y no solamente en Estados Unidos, las imágenes de guerra iban a ser objeto de un control estricto. De algunos conflictos sencillamente no habrá imágenes. Y cuando se conoce la pasión obsesiva de los telediarios por la sangre y la violencia, puede imaginarse la frustración de las cadenas emisoras. Por ejemplo, en lo que respecta a la guerra de las Malvinas por parte del Reino Unido, a la invasión del sur de Líbano por Israel, o a la ocupación de Granada por Estados Unidos, nada de imágenes, o en todo caso imágenes «limpias»: soldados correctos, prisioneros respetados, violencia nula.

Podemos citar un ejemplo que implica indirectamente a Francia: la guerra del Chad en 1988. Qué no se habrá dicho de las espectaculares victorias de las tropas de Hisséne Habré sobre las del coronel Gaddafi. Los «raids fulminantes» y el «desastre hollywoodiense» teniendo como telón de fondo «la serena majestad del desierto» iban a tener una magnífica cobertura, plenamente cinematográfica, y permitir tomas sensacionales en la época de la información-espectáculo. Pero, como pudo constatar todo el mundo, las imágenes de estos combates no fueron vistas (los primeros reportajes que ofreció la televisión francesa - rodados por el ejército chadiano - no mostraban [dos semanas después de los hechos] más que tomas de material militar y de prisioneros capturados durante la toma de Faya-Largeau).

Los poderes desconfían de la fuerza de las imágenes, porque pueden empañar las más bellas victorias. ¿Qué impresión habrían producido sobre la opinión pública las imágenes de soldados israelíes, en Tiro o en Sidón, maltratando en 1982 a civiles, encerrando en campos a millares de hombres enjaulados, en resumen, comportándose como cualquier ejército en tierra conquistada? O las de los «heroicos combatientes» de Hisséne Habré, liquidando sistemáticamente a los prisioneros libios.

Las guerras, en un universo supermediatizado, son también grandes operaciones de promoción política, que no podrían llevarse a cabo al margen de los imperativos de las relaciones públicas. Deben producir imágenes límpidas, que respondan a los criterios del discurso publicitario. Y ésta es una tarea demasiado seria para dejarla en manos de los reporteros de la televisión.

Únicamente lo falso es estético

Esta preocupación de los políticos coincide en la actualidad con la de los responsables de la televisión.

Éstos desconfían cada vez más de lo real, de su lado sucio, hirsuto, salvaje: no lo encuentran bastante tele-génico, y parecen convencidos de que lo verdadero es difícilmente fumable, de que únicamente lo falso es estético y se presta bien a la puesta en escena. Estiman que, aunque ciertamente el mundo está hecho para ser filmado, no se puede filmar de cualquier manera, porque existe una retórica de lo visual y unas leyes de esa puesta en escena a las que debe plegarse todo lo que vaya a ser mostrado a través de la televisión.

A estas cuestiones se vincula paradójicamente en el caso de las informaciones televisadas, la preocupación por el directo. Porque es el directo lo que crea «la ilusión de la verdad». El telediario se confronta así a un problema muy difícil como mostrar Uve, y con una puesta en escena adecuada, acontecimientos que han sucedido poco antes de la hora de la emisión y que no han sido convertidos en imágenes más que después de que se han producido.

De hecho, tal como sucede en el caso de la prensa escrita, la televisión se ve obligada a reconstruir la noticia y - salvo casos excepcionales - no puede mostrarnos su desarrollo. Lo ideal sería, por supuesto, saber dónde y cuándo se van a producir los acontecimientos y situar adecuadamente a las cámaras. En la película Un mundo implacable, Sidney Lumet relata la guerra que enfrenta a dos grandes redes estadounidenses por superar las audiencias de sus telediarios: hasta el punto de que puede verse a una cadena organizar, en directo y en sus propios estudios, el asesinato del presentador del telediario, cuya cota de popularidad se había hundido...

La información televisada corre cada vez más cerca de lo real. Tiene tendencia a convocarlo a la hora del telediario y en el estudio de la cadena. Con toda seguridad se trata de lograr lo más fácilmente filmable, y en directo.

¿Cómo hacerlo? Hay que reducir antes de manera radical la política a lo concreto. Lo abstracto carece de imagen, ese es su gran defecto ontológico. Únicamente lo real es fumable. No la realidad. Vayamos pues a lo concreto. Por ejemplo, personalizando al máximo la política. Un partido, un país, son un hombre - normalmente, su jefe - , un rostro. La vida pública se convierte en un contraste entre personas localizables, fumables. A las que se puede convocar a los estudios y hacerles hablar. El comentario sobre sus declaraciones ocupa el lugar del comentario sobre la realidad. Sobre ese principio descansan muchas emisiones.

Con frecuencia se produce un efecto ilusorio: las preguntas de varios periodistas, los sondeos en directo, las llamadas de los telespectadores, todo tiende a acreditar la idea de que el líder entrevistado va a ser juzgado respecto a su análisis sobre la situación o respecto a su actuación. Puesto que el sondeo final, el veredicto, determina de hecho si el político ha sido considerado «convincente». Se trata, en efecto, de juzgar al hombre y a su capacidad de convicción, su psicología, su carácter, su habilidad y no a su política. En este sentido no existe diferencia alguna entre una emisión «política» y un programa popular de la noche del sábado. Lo que juzgan los espectadores en los dos casos es la capacidad en el terreno mentira-verdad.

Esta triste concepción de la política (y de la televisión) encanta a algunos: «Mirad a los hombres públicos. Mirad cómo los trata [la televisión]», declara exultante Bernard-Henry Lévy. «Mirad cómo los desvela, los despoja, cómo les perturba, cómo les fuerza a expresarse espontáneamente, a improvisar. En la televisión, ya lo he dicho otras veces, se lee en sus rostros como en un libro abierto, al modo como una jovencita se despoja de su vestido. En esas "horas de la verdad" (23) tan bien tituladas, hay un desnudar al personaje que resulta muy apasionante y que no carece de interés para la democracia, dicho sea de paso» (24).

La víctima, el salvador y el dignatario

En los telediarios, las leyes de la puesta en escena crean la ilusión del directo y, por tanto, la de la verdad. En cuanto se produce un acontecimiento, ya sabemos cómo nos va a hablar de él la televisión, según qué normas, qué criterios fílmicos.

El acontecimiento puede ser inesperado, no el discurso que nos lo va a desarrollar. En este caso, más que en otros, se verifica el sustancioso postulado de Osear Wilde: «La verdad es, pura y simplemente, una cuestión de estilo» (25).

Por ejemplo, imaginemos que explota una bomba en Madrid ocasionando víctimas. ¿Cómo nos mostrará este suceso el telediario de la noche? ¿Qué espacio ocupará en el desarrollo del informativo? La violencia y la sangre le permiten aspirar al espacio principal: la apertura de la emisión.

Las imágenes se organizarán en torno a un escenario inmutable: primera parte, un reportero nos indica desde el lugar del suceso (efecto de emisión en directo) en qué circunstancias se ha producido, recordará los destrozos, que la cámara mostrará ampliamente, y luego un primer testigo (perfectamente una de las víctimas o en su defecto alguien que haya asistido a los hechos) relata lo que ha visto (sus ojos han grabado «en directo» el suceso).

Segunda parte: a modo de confirmación de esta narración, la cámara se demora aún sobre los destrozos, incluyendo un segundo testimonio: se trata siempre del de una autoridad que actúa sobre el terreno (bombero, municipal, policía, militar, etcétera - es indispensable el uniforme - ), explica cómo han intervenido sus dotaciones, evalúa sumariamente los desperfectos, define los riesgos, la naturaleza del explosivo, etc.

Última parte: tras una nueva incursión sobre los lugares destruidos y nuevas imágenes de las ruinas, un testimonio final, el de una autoridad superior (jefe de policía, oficial, alcalde, ministro, político...), que se distancia del acontecimiento en su estricto sentido y lo relaciona con un marco general, por ejemplo el del «terrorismo internacional», relativizando, racionalizando, calibrando.

De esta forma, en tres tiempos y por medio de tres figuras emblemáticas (la víctima, el salvador, el dignatario), el acontecimiento es mostrado a la vez en todo el alcance de su horror y explicado en su lógica. No queda nada de irracional. Los telespectadores se sienten conmovidos a la vez por los efectos de la violencia e impresionados por la buena actuación de las autoridades. La información, construida de esta forma, se dirige a la emoción y a la sensibilidad de los espectadores, pero también a su razón.

Un guión como éste permite a la narración funcionar ante cualquier acontecimiento del tipo que sea. Y a los telespectadores «digerir» todas las noticias. Y todo esto cualesquiera que sean las explicaciones propuestas por las autoridades durante el tercer testimonio de los descritos. Que éstas sean verdaderas o falsas importa poco. El telediario propone así un universo en el que todo es verdadero, y también su contrario (26). Lo que cuenta es la lógica del discurso filmado que va a permitir que se insista visualmente sobre las imágenes más dramáticas, las más violentas, las más sangrientas. La televisión es un arte y «la afirmación de hermosas cosas inexactas, el objetivo mismo de su arte» (27).

Modificar el orden de las cosas

La culminación de esta lógica (planteamientos razonables, imágenes delirantes) se alcanza en ciertas emisiones que se proponen explicarnos los grandes temas políticos de la actualidad: Argelia, el conflicto israelí-palestino, el Golfo, Cuba, Bosnia, etcétera. Mientras que el comentario - oral, narrado cara a cara por un periodista - es serio, histórico, grave, las imágenes desfilan a un ritmo delirante, puntuadas por una música superdramatizante, y no evocan más que (exclusivamente) el sufrimiento más insostenible (mujeres, niños, viejos, son mostrados de forma detallada en todos los ángulos del dolor), la violencia guerrera, las masacres, los incendios... En resumen, una monstruosa yuxtaposición de Fernand Braudel y Cecil B. de Mille; el tono del ensayo con un fondo de spaghetti-western. El colmo de la teratología fílmica y el ejemplo genuino del desasosiego actual de cierta televisión en materia informativa.

También sucede habitualmente que un acontecimiento sea esperado, programado, previsto, con fecha fija. En ese caso, la puesta en escena se impone a todo lo demás. No solamente en la organización del discurso televisual, sino también en el desarrollo del propio acontecimiento. La lógica de la televisión se impone entonces a la de la vida. La retransmisión está ajustada, es verdadera; lo real es lo que es falso. Porque las necesidades de una buena puesta en escena televisual obligan a modificar el orden de las cosas, incluso de las más íntimas.

Umberto Eco, evocando la retransmisión televisada de la boda del príncipe heredero de Inglaterra con lady Diana, y, en especial un cortejo de jinetes, indicaba hasta dónde puede llegar entre ciertos realizadores de la información televisada la preocupación por la puesta en escena: «Los que han visto la televisión han destacado que el color de las boñigas [de los caballos del cortejo] no era ni oscuro, ni pardo, ni desigual, sino que se presentaba siempre y en todas partes en un tono pastel, entre el beige y el amarillo, muy luminoso, de forma que no llamara la atención y armonizara con los colores suaves de los vestidos femeninos. Pronto hemos podido leer, aunque lo habríamos imaginado igualmente, que los caballos reales habían sido alimentados durante una semana con píldoras especiales para que sus excrementos tuvieran un color telegénico. Nada debía ser dejado al azar, todo estaba al servicio de la retransmisión» (28).

Mitos y desvaríos de los media

Durante seis meses (entre agosto de 1990 y febrero de 1991) la atención del mundo se concentró en torno a la crisis del Golfo. Dirigentes del planeta, media y ciudadanos siguieron día tras día la dramática evolución del problema mas grave de la política internacional desde el final de la segunda guerra mundial que desembocó, a partir del 17 de enero de 1991, en un conflicto de gran envergadura.

En numerosos países - Europa occidental, mundo árabe-musulmán, Estados Unidos... - la vida cotidiana se vio conmocionada. En unos casos por el temor a posibles atentados, en otros, por el deseo de acompañar sentimentalmente a las fuerzas enfrentadas en el conflicto. La economía, los transportes, el ocio, sufrieron una fuerte sacudida. Hasta tal punto, que los analistas de la vida política consideraron esta grave crisis como un corte entre dos épocas.

No sólo marcó el verdadero final de la guerra fría, sino también, de forma indudable, el umbral de una nueva era política, cuyos límites no se perciben todavía con claridad, pero que se caracteriza claramente por dos o tres datos-clave.

En primer lugar, el fin del mundo bipolar. Es decir, el fin de un mundo dominado militarmente por la rivalidad entre Estados Unidos y la Unión Soviética (la Rusia que ha sucedido a ésta ha reconocido por su parte que la inmensidad de sus problemas internos le obliga a concentrarse sobre ellos y a desertar de los múltiples frentes abiertos en el planeta).

Segunda característica: sobre las ruinas de este hundimiento ideológico del Este se erige ahora la hegemonía de un sistema de pensamiento, el ultraliberalismo económico, que tiene la vocación de expandirse por todo el planeta y ocupar - en particular en el Este, pero también en el Sur - el espacio que ha dejado libre el socialismo de Estado.

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