—Por supuesto. Lisa, telefonee a Tim y dígale que venga.
—Sí, señor.
La hermosa india, de pelo azabache y enormes y expresivos ojos negros, cogió el teléfono de la recepción y marcó el número de su compañero. A los pocos segundos intercambió con él algunas palabras en lengua navaja. Después colgó.
—Tim vendrá enseguida. Está aquí mismo, en el gimnasio.
—Muy bien —dijo el director. Se volvió hacia Jack y añadió—: ¿Quiere acompañarme a mi despacho, señor…?
—Winger. Jack Winger.
—Muy bien, señor Winger. Lisa, en cuanto aparezca Tim dígale que vaya inmediatamente a mi despacho, por favor.
El director puso la mano en la espalda de Jack y le hizo un gesto para que lo siguiera. Cuando llegaron al despacho, decorado con motivos indios algo
kitsch
—al gusto de los turistas—, el director pidió a Jack que se sentara en una de las sillas que había frente a su mesa y le ofreció una bebida.
—¿Jerez, whisky, un refresco?
—Nada, gracias.
Mientras el director del hotel se servía un jerez, Jack se mantuvo en completo silencio y con la mirada perdida en los dibujos geométricos de un tapiz tradicional, colgado en la pared del fondo del despacho.
—Estoy seguro de que resolveremos esta confusión —dijo el director, acomodándose en su sillón frente a Jack.
Éste estuvo a punto de responder que no había ninguna confusión: que él había llegado el día anterior con su mujer y su hijo, que se habían registrado y subido a la habitación; que habían tomado una ducha y comido un bocado antes de salir de acampada a Monument Valley. Pero siguió en silencio.
Unos leves golpes en la puerta le sacaron de su ensoñación. El director levantó ambas manos, indicando que todo se aclararía pronto.
—Pase —dijo.
El joven que había atendido a Jack el día anterior entró en el despacho. No había tenido tiempo de cambiarse de ropa, y llevaba un chándal y una toalla al cuello. Su negro pelo estaba aún húmedo por el sudor del esfuerzo en las máquinas del gimnasio. Tenía en el rostro moreno una expresión recelosa, como si creyera que algún cliente quería presentar una queja contra él.
—Siéntese, Tim —añadió el director, señalando la silla que estaba junto a la de Jack—. El señor Winger llegó ayer durante su turno, ¿no es cierto?
—Sí, señor. Tenía una reserva para dos noches, si no recuerdo mal.
Eso coincidía con la versión de Jack, que apenas tenía los ojos levantados del suelo y se limitaba a escuchar.
—Y vino con su mujer y su hijo, ¿verdad?
El empleado frunció el ceño y negó ligeramente con la cabeza.
—No, señor, llegó solo. La habitación de la reserva era de uso individual. Estuvo arriba unos minutos y luego bajó y se fue.
—¿Está seguro, Tim? Es importante.
—Claro que sí. Estoy completamente seguro.
En ese momento, Jack se giró hacia él. En sus ojos no había cólera, como antes, sino una infinita tristeza.
—Perdonen —dijo en un hilo de voz a ambos hombres.
Se levantó de la silla y se dirigió hacia la puerta del despacho. Ellos lo imitaron. El empleado seguía confuso. Fue el director quien habló.
—¿Está usted bien, señor Winger?
Éste negó con la cabeza, pero no dijo nada más. Se limitó a salir y atravesar la planta en dirección a la recepción y la entrada del hotel. Montó en el todoterreno y sacó de nuevo su teléfono móvil. Aunque era obvio que había ido solo hasta ese lugar del país navajo, necesitaba escuchar la voz de Amy y que
Dennis se pusiera un momento también al teléfono. Seguramente estarían en casa, quizá preocupados. Ignoraba si les había dicho adonde iba. Sus recuerdos no eran reales. No tenían el menor punto de conexión con la realidad. Salvo por un detalle: el cofre metálico que aún estaba sobre el asiento del acompañante.
Jack dejó sonar el teléfono todo lo posible, pero nadie respondía en su casa. Buscó en la memoria el número del móvil de Amy y repitió la operación. Esta vez saltó el buzón de voz. Jack trató de hablar pausada y tranquilamente a la fría máquina digital.
—Cariño, soy yo, llámame en cuanto puedas, por favor. Un beso.
Impotente y frustrado, Jack arrojó el teléfono en el asiento, junto al cofre —cuyo contenido ni siquiera existía ahora para él—, y arrancó el motor del Jeep. Sin ser consciente de nada a su alrededor, se lanzó a la carretera. Sólo le quedaba volver a casa, abrazar a su familia y hacer caso de lo que el doctor Jurgenson le había sugerido: tenía que internarse en un centro especializado. Allí podrían ayudarle. Eso esperaba con toda su alma.
L
a noche había caído sobre la clínica. Los grillos que infestaban el jardín habían reanudado su canto después del extraño día. Ya no quedaba ni rastro del granizo que los cielos habían lanzado contra la tierra. El calor agobiante se había encargado de derretirlo y transformar en fango su pureza cristalina. Los acontecimientos habían logrado convulsionar incluso la normalmente laxa actitud de los huéspedes de la clínica. Puede que tanta agitación fuera también la responsable del presentimiento que había tenido Jack. El cambio para mal que, por fin, se manifestaba.
Kerber y su ejército de enfermeros habían conseguido restablecer el orden y apagar el fuego de la cocina, que al final fue más escandaloso que grave. Los techos ennegrecidos y el estado del hall, aún revuelto y con muebles rotos por todas partes, eran las únicas cicatrices de la lucha entre el bando de Maxwell y el de sus enemigos. Nadie tenía muy claro cómo o por qué empezó la batalla entre ambos, pero había pocos que no le echaran la culpa a Maxwell. Se rumoreaba que Kerber se lo había llevado por la fuerza y, a falta de certezas, todo eran especulaciones acerca de dónde podría encontrarse ahora.
Julia llegó a la puerta de la habitación de Jack sin haber aún decidido si llamar o irse. O, más bien, qué contarle. No había conseguido encontrar el modo de abrir ninguna de las tres puertas subterráneas de la torre. Esperaba hallar respuestas y no hizo sino profundizar todavía más en el misterio. Significara lo que significase el número grabado a fuego en una de esas puertas, no dudaba que tenía relación con ella. Con ella y nadie más. Su convicción no la inspiraba un simple presentimiento, como el de Jack, sino una sensación más poderosa, que no acertaba a definir (
un recuerdo
).
Iba a llamar al fin cuando se dio cuenta de que la puerta estaba entreabierta. La empujó con suavidad y entró en la habitación a oscuras.
—Jack? —dijo en un susurro.
No hubo respuesta. Julia se adentró un poco más, todavía sin encender la luz. No era muy tarde, pero quizá él estuviera ya durmiendo y no quería despertarlo. Por la ventana abierta entraba el resplandor de la luna, igual de frío y blanco que los dientes de un depredador. Le confería a todo un aspecto inquietante. Bañada por él, la silueta de la cama, que debía mostrarse maciza, quedaba hasta cierto punto difuminada. Y en las sábanas, completamente revueltas, parecían capturados los malos sueños de quien dormía en ellas.
Las habitaciones de la clínica no eran muy grandes. Constaban de la zona principal y de un cuarto de baño anexo. Si Jack no estaba en la cama, quizá se encontrara en él.
—Jack? —volvió a preguntar Julia, un poco más alto para hacerse oír a través de la puerta cerrada del baño.
—Aquí —contestó él.
Su voz le llegó apagada. Pero no provenía del interior del baño.
Julia lo vio al fin, sentado en una esquina de la habitación, muy quieto, bajo la ventana y con la mirada perdida en la luna. Una vez más, la noche no les había traído el menor fresco. Con la oscuridad llegaba sólo más humedad, venida del lago, que tornaba todo pegajoso y hedía a peces muertos.
—¿Estás bien? —le preguntó ella.
Jack mantuvo la mirada en la superficie redonda de la luna.
—¿Dónde te has metido? Te he estado buscando por todas partes.
A Julia no le gustó nada el tono de sus palabras. No porque fuera de reproche, sino porque sonaba tan vacío y apático como el de la mayoría de los pacientes de la clínica. Era una mala señal.
Se sentó a su lado. Él despedía calor como un horno.
—¿Qué ha pasado, Jack? Cuéntamelo.
—Ha cambiado.
—No entiendo… ¿Tu pesadilla? Te refieres a tu pesadilla, ¿verdad?
Él asintió con gesto taciturno.
—Ahora ya no soy la víctima, sino el asesino.
Esta vez fue Julia quien asintió.
—A otros les ha pasado también.
El doctor Engels decía que las pesadillas eran un grito de ayuda del inconsciente, que trataba de comunicarse con el plano consciente. Pero la amnesia debía de entorpecerlo. Daba la impresión de no ser capaz de comunicarse como es debido, al menos al principio. Iba haciéndolo mediante una especie de aproximaciones, mostrando desde otros puntos de vista, o de modos distintos, las mismas escenas repetitivas hasta conseguir centrarse.
Jack se volvió hacia Julia. Tenía la frente y la nariz manchadas con lo que parecía ser betún para los zapatos. Aparte de eso, se le veía sereno. Ella esperaba encontrar en sus ojos el mismo abatimiento que mostraba su voz, pero en ellos había una determinación férrea.
—¿A ti también te ha pasado? ¿Tu pesadilla también cambió?
Julia estuvo a punto de mentirle. Sólo en el último momento decidió que ya le había mentido bastante por hoy. En realidad, según sabía, todos los pacientes de la clínica habían pasado por algo similar a lo de Jack. Todos menos ella.
—Mi pesadilla sigue estando fragmentada, incluso después de tantos años… Cosas que no consigo oír o caras que no reconozco. Pero siempre ha sido igual. La víctima siempre soy yo.
—¿Qué está pasando? ¿Qué significa todo esto?
—No lo sé.
En eso, Julia era totalmente sincera.
—Tengo que descubrirlo o me volveré loco. Su mente está podrida… —Julia se dio cuenta de que Jack se refería al asesino de su pesadilla—. Sonríe por dentro mientras le corta el cuello a esa pobre chica, cuando la desgarra y cuando viola su cadáver. ¡Sonrío yo por dentro! No podré aguantar sentir eso cada noche. Voy a encontrarle un sentido a todo esto y a acabar con las pesadillas. Cueste lo que cueste…
El dilema interior de Julia se intensificó. Ella no había sido capaz de abrir aquellas puertas y entrar en la torre, pero quizá lo lograran entre los dos. Allí dentro debía haber respuestas, aunque ni tan siquiera imaginaba cuáles podrían ser.
—Yo… —empezó a decir Julia.
Pero no terminó la frase. Durante los tres años que llevaba en la clínica había confiado únicamente en sí misma. Algo muy dentro de ella le repetía sin descanso que eso era lo que debía hacer
(ni siquiera él me creyó).
Ni siquiera su padre la había creído. No lograba recordar qué era lo que su padre no había podido creer. Pero aquellas palabras eran como un mantra, el argumento definitivo para no confiar en nadie más.
Los dos se mantuvieron callados, cada uno sumido en sus propias reflexiones. La luna seguía brillando sobre sus cabezas, los grillos continuaban su agudo cántico, el calor húmedo insistía en no darles un respiro.
Jack estaba haciendo un febril repaso mental de todo lo que había visto y oído desde su llegada a la clínica. Buscaba alguna pista, por mínima que fuera. Cualquier clavo ardiendo al que agarrarse para lograr salir del pozo en que estaba cada vez más hundido.
—Me dijiste que nadie del exterior había venido nunca a la clínica en todo el tiempo que llevas aquí.
—Ajá.
—Pero había unas excepciones…
Jack recordaba eso vagamente. La revelación de que ningún paciente de la clínica recibía visitas fue tan demoledora, que casi le hizo pasar por alto ese detalle durante su conversación.
—Había unas excepciones, sí —dijo Julia—. El hombre del tornado y…
—«Las sombras» —recordó él por sí mismo, aunque no tuviera la menor idea de a quiénes podría referirse Julia.
—Sí. Las sombras también son de fuera.
—¿Qué hombre del tornado? ¿Y quiénes son esas sombras?
La pregunta era innecesaria. O lo sería si no estuviera hablando con Julia. Era tan reservada que sería capaz de no explicarse si no la interrogaba directamente.
—El hombre que iba corriendo detrás de mí cuando tú apareciste.
A Jack le costó unos segundos comprender de quién le hablaba.
—¿El hombre al que se tragó el tornado?
—Sí. Él no era un paciente de la clínica. Nunca lo había visto, y no porque fuera un recién llegado.
—¿Y quiénes son esas sombras? —repitió Jack.
Ella se encogió de hombros.
—Así es como los llamo yo. Van siempre vestidos de negro, de los pies a la cabeza.
—¡Yo también los he visto!
Jack hizo un movimiento brusco hacia Julia. No sabía muy bien con qué intención. Fue un gesto espontáneo. Pero ella se apartó enseguida.
—Lo siento —dijo Jack—. Yo no…
Dejó la frase colgando porque no sabía cómo acabarla. Jack no había hecho nada malo.
—Es igual. Es culpa mía, ¿vale? Me has asustado. Yo…
Tampoco ella terminó lo que iba a decir. Pero su reacción dio un nuevo contexto a un comentario que le había hecho a Jack esa misma tarde, sobre no haber tenido novios a los quince porque odiaba a los hombres. Julia había ingresado en la clínica con unos veinte años, después de un accidente. Jack se preguntó si habría alguna relación entre ambas cosas.
—Lo siento —repitió él.
—No importa.
Sí importaba. La relativa proximidad de Julia se había esfumado otra vez.
—¿Sabes quiénes son esos hombres de negro? —insistió Jack.
—No. Pero vienen bastante a menudo. Nunca hablan con nadie, salvo con el doctor Engels o con Kerber. Y se nota que hay algo raro entre ellos. Si te digo la verdad,
no sé
quién me inspira menos confianza.
—Te entiendo. Yo sentí lo mismo. También les vi hablando con Engels. Estaba furioso. Les dijo algo sobre… —Se esforzó para recordar con exactitud las palabras del doctor—. Algo sobre que no podía volver a ocurrir y que si permitían escapar a otro habría consecuencias.
A ambos se les pasó lo mismo por la cabeza.
—El hombre del tornado —dijo Julia.
—El hombre del tornado —repitió Jack.
—Pero… ¿se escapó de dónde?
Esa misma pregunta se había hecho él, escondido junto a la fuente mientras espiaba la conversación del doctor y los demás. Pero ahora se le ocurrió una idea mucho más descabellada.