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Authors: Ana María Matute

La torre vigía (2 page)

BOOK: La torre vigía
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Tan grande era la distancia, en años y en naturaleza, que me apartó siempre de mi familia, y gentes todas.

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Era yo muy pequeño cuando mis hermanos partieron al castillo de Mohl y apenas los recuerdo como tres oscuros jinetes, que solían galopar junto al Gran Río. Si tropezaban conmigo, me propinaban puntapiés, insultos y escupitajos, con lo que tuve pronto idea aproximada de sus sentimientos. Luego supe que se adiestraban para nobles guerreros y, si así lo merecían, llegar, en su día, a ser investidos caballeros por el propio Barón Mohl. "A su debida hora -solía decirme mi madre-, tal destino y suerte se repetirá en tu persona".

Hablé de casi todo cuanto componía nuestra casa y hacienda; pero no dije que lo más valioso de ella consistía, sin duda alguna, en los viñedos. Daban éstos un vino entre rosa y dorado, fino y muy aromático. El actual Barón Mohl sentía por él la misma debilidad que sus antecesores y por Navidad mi padre se veía obligado a entregarle el tercio de su cosecha. Era éste un derecho al que ningún Mohl renunció, que yo sepa. Junto al poderío, el carácter altivo y belicoso, las tierras, los hombres y el temor de sus semejantes, los Mohl heredaron puntualmente, uno tras otro, idéntico deleite por el zumo de nuestras viñas. Vendimia tras vendimia, oí los mismos o parecidos denuestos y maldiciones en labios de mi padre, íntegramente dedicados a tal obligación y a su destinatario. Pero jamás tuvo arrestos (ni armas) con que enfrentarse a tan contumaz afición, y hubo de soportarla como mejor pudo, mientras tuvo vida.

Su malhumor y resentimiento resultan fáciles de comprender, porque mi padre gustaba tanto o más que toda la estirpe de Mohl en peso del vino claro y aromático. Y este vino, paladeado por el autor de mis días con una mezcla de frenesí y desesperación, constituía a su vez la parte más sustanciosa de su patrimonio.

Entre unas cosas y otras, las fiestas de la vendimia se distinguían por un clima de apretada violencia. Como fondo de marmita mantenida a fuego lento, bullían en su entraña largas historias de humillación y agravio, y sobre todas ellas, cierta ansia de reivindicar o de recuperar remotos esplendores (y aun violencias) de oscuro origen y significado.

Estas mal reprimidas violencias condimentábanse, año tras año, en el vientre de la ira. Y así como las sospechas de mi ilegitimidad hubieron de producirse en tales fechas, en iguales ocasiones solía estallar algún odio más o menos oculto, o disperso en la conciencia de señores y de villanos. En tales jornadas, este odio hallaba buena excusa a su explosión y era rápida y colectivamente aireado por cuantas gentes componían aquel pequeño mundo. El ave de la venganza rondaba con vuelo bajo y despacioso la fiesta de la vendimia. Y una vez satisfecha su sed -real o aparentemente- la niebla que ascendía del Gran Río, especie de turbio ensueño, cubría el lugar.

Al día siguiente, barrido ya el último vestigio de la fiesta -en verdad exultante y desprovista de toda moderación-, solía amanecer un cielo limpio, inmerso en la calma otoñal. Calma que lentamente languidecía hacia el invierno.

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Pero no era una calma verdadera. En profundo y desconocido lugar ardían los sarmientos, manteníanse rojas las cenizas. Y había conciencia en nuestra tierra y gentes de algún culto, respeto, tradición no desaparecidos. Ritos y costumbres, sacrificios donde se vertía sangre, aunque ya no humana, subsistían en honor de nuestros viejos y desaparecidos dioses; aunque éstos fueran ya sólo sombras de una religión perdida o deformada. Todavía conservaban los campesinos, hincadas en la trasera de sus chozas o huertos, resecas y antiquísimas estacas, con signos misteriosos. Remotos espíritus y temores anidaban allí. Y los labriegos no vacilaban en compartirlos o amañarlos con los ritos y la fe que nos dio Roma. He de señalar que mi propio padre conservaba en su cámara -y mientras viví en su casa, siempre la vi allí- una escuálida y vieja cabra, de origen desconocido, a la que todas las noches y madrugadas, si no estaba borracho o dormido, dedicaba una especie de oración o salmodia en una lengua que ya ni él mismo comprendía. No obstante, aquello no ofrecía obstáculo alguno para que en la misma estancia venerase cierta reliquia de San Arlón, aunque modesta -las de los verdaderos Patrones de la Caballería estaban por encima de sus posibilidades-. Y encomendábase a este Santo Protector en todo momento y ocasión. No era hombre devoto, mi padre, pero había levantado una capilla en el recinto de la torre, mantenía un capellán, y a menudo hacía ofrendas al cercano convento de Monjes Silenciosos. Donativos que estaban muy por encima de su fortuna y que le valieron fama de generoso y desprendido con las gentes de Dios.

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El día que cumplí seis años mi madre me arrancó del sueño con gran brusquedad. Aún no me había separado de su tutela -esto no ocurriría hasta el año siguiente- y sea en razón de la austera vida que se veía obligada a llevar, sea porque mi rostro y físico en general le recordaban en demasía a mi padre, lo cierto es que no solía mostrarse blanda ni festiva conmigo. Tras la comida de aquel día, me hallaba dormido sobre el heno dulcemente, cuando me sentí arrastrado sin contemplación alguna. Y aún medio dormido de tal guisa me arrebató fuera de la torre y aun del recinto empalizado.

Detúvose al fin en una alta explanada, desde donde se dominaban el lagar, las viñas, parte del Gran Río y, en suma, el panorama entero de la fiesta de la vendimia. Una vez allí, y zarandeado entre sus huesudas manos, no tardé en comprender que mi madre no me llevaba a presenciar fiesta ni regocijo alguno. Antes bien, deseaba convertirme en testigo de una ejemplar punición, para que ésta se grabase bien en mi memoria y no llegase a olvidarla jamás. "Eres terco", me decía, en tanto me vapuleaba y estiranojaba tras ella. "Eres salvaje, malcarado y feroz como tu padre; pero ten por seguro que he de inculcar en tu mollera, aunque sea a mamporros, el respeto a las buenas costumbres y el temor de Dios o moriré en el empeño". Como yo bien sabía que ella no estaba dispuesta a morir, ni en el susodicho tesón, ni en ningún otro, acepté con resignado silencio los devenires y acaloramientos de su ímpetu educador. Sabía que en tales días solía permitirse a siervos y campesinos, así como a todo sirviente de la casa, los excesos y relajamientos propios del que se entrega sin rebozo a la bebida, y por tanto no atinaba a presumir qué clase de ejemplo o enseñanza me tocaría presenciar. En verdad no me llevaba mi madre a contemplar un castigo, sino a participar, por así decirlo, en una venganza colectiva, exultante y casi jubilosa.

Pasto de tales sentimientos eran, según vi de inmediato, dos mujeres, madre e hija, que habitaban en la linde de los bosques. No dependían de señor alguno, por lo que su existencia de villanas libres era mucho más dura que la del último siervo. Sólo poseían una cabra, de cuya leche y quesos se alimentaban, y solían dedicarse a cortar y vender leña, por cuyo beneficio debían pagar tributo a mi padre. En tiempo de revueltas y tropelías, o en el curso de ataques a las villas por las bandas de forajidos que infestaban nuestros bosques, no tenían quien las cobijase tras muralla de castillo o mansión. Sólo el Abad las acogía en los recintos del Monasterio. A pesar de tan calamitosa existencia, no movían a las gentes a compasión alguna, sino todo lo contrario. Y no había robo de gallina u otro animal cualquiera del que no se las culpara. Puede asegurarse que de tales acusaciones y juicios salían maltrechas y apaleadas y aún recuerdo cómo, en cierta ocasión, dos labriegos enfurecidos por la muerte de una cabra cortaron a la más vieja de las mujeres tres dedos de la mano derecha.

En aquella ocasión acusábanlas de brujería, mal de ojo y pactos inconfesables con el Señor de los Abismos, pues de un tiempo a aquella parte venían acumulándose en nuestro lugar muchas desgracias: una desconocida epidemia diezmó los rebaños de cabras, cierta lluvia seca y amarilla -Rocío de Satanás- cubría gran parte de los racimos y para colmo, en el intervalo de pocos días, se produjeron varias muertes de niños, totalmente inesperadas. Niños que aún no habían abandonado las cunas donde les sorprendiera semejante fulminación.

Los ánimos rebullían muy exasperados. Una oscura sangre de cuya existencia jamás dudé fluía soterradamente bajo los viñedos, amenazaba saltar y verterse sobre la tierra, en cualquier instante. quién sabe bajo qué astutas persuasiones se logró arrancar a ambas mujeres la confesión y reconocimiento de culpa en tamaños desmanes; lo cierto es que así fue. Y acto seguido, una sensual ferocidad agitó el apretado bosque de las conciencias, y creí percibir un aleteo, innumerable y ronco, sobre la fiesta de las uvas. Cien, doscientos dedos, rugosos y oscuros como sarmientos señalaron a las dos mujeres. Y la sentencia no se hizo esperar.

Apenas me asomó mi madre -en rigor, casi me precipitó- al borde de la alta explanada, pareció abatirse sobre la quietud de la primera tarde un vendaval tan insólito que sólo podía percibirse cerrando los ojos. Pero una fuerza superior a mi voluntad me obligó a abrirlos. Y se me antojó que, únicamente así, retornaba a las viñas el silencio maduro y encendido como sol de otoño.

Las jornadas de fiestas tocaban a su fin. Como era costumbre aquellos días, el vino había corrido en abundancia, toda la tierra hasta el río parecía empapada en él, impregnada en su olor. Se alzó en la tarde una voz: gemía, tal como suelen hacerlo los perros en noches de luna; y reconocí en aquel lamento la voz del maestro herrero de mi padre. Este hombre se había casado con una niña vagabunda, y pese a que ella sólo contaba nueve años, le dio un hijo. Por lo que pude entender entre sus gemidos, aquel niño había sido víctima de súbitas convulsiones y pataletas, hasta el punto de ahorrarle la vida en este mundo. Según sollozaba el maestro herrero, habíalo perdido por culpa del maleficio de aquellas dos arpías y ahora demandaba sin resuello un favor o don.

Ya estaban apilados la estopa, la paja y los sarmientos bajo los pies de las dos brujas y el herrero suplicaba le fuese permitido acercar a la hoguera la primera llama, la que empezara y acabase con tanta superchería. De tanto en tanto interrumpía la súplica, una especie de bramido (aunque esto tal vez fuese su forma de sollozar) que estremecía el aire hasta el río mismo. Y acto seguido pronunciaba una y otra vez el nombre muerto de la criatura en cuestión. Muchas lágrimas caían y mojaban entretanto sus peludas mejillas. Y aquel nombre de niño, tan obsesivamente pronunciado, se vio avanzar muy claramente, nubes adelante, en dirección a las estopas.

Pronto obtuvo el privilegio que tan desgarradoramente impetraba. Y, de súbito, tuve conciencia de que yo conocía, o había conocido tiempo y tiempo atrás (más allá del firmamento o río sin orillas hacia donde caía, como ave alcanzada, un nombre de niño) aquella misma vendimia, y aquellas mismas voces. Incluso el fuego que aún no habían prendido; y aún más: innumerables vendimias pasadas o aún por suceder yacían en lo más hondo de mi mente, teñidas de un color y un aroma que languidecían o se exaltaban en llamas sobre la sangre o tal vez sobre algún claro y perfumado vino.

Cuando al fin obtuvo su permiso, un júbilo poco común sacudió los ojos del herrero. Pronunció entonces muy despacio (ignoro con qué motivo) los nombres de sus tres cabras más queridas, tomó la antorcha, prendió la estopa y la acercó a la leña. Luego, agitado por convulsiones y jerigonzas propias de un hombre repleto de vino o de dolor, inició una suerte de cabriolas y de gritos en torno a la pira seguido por otros muchos hombres, mujeres e incluso creo recordar que animales.

Contemplando estas cosas supe que en mí yacía el suplicio desde muy remotas memorias, que seguiría conociéndolo y reconociéndolo aún muy largamente, a través de muchos hombres y de muchos tiempos.

Un fuerte olor a tierra y uvas se mezcló al doblar de la campana que en la capilla de mi padre zarandeaba el fraile. Y no atiné a descifrar si la campana y el aroma y el sabor que notaba en mi lengua pedían piedad o venganza. Ascendió a todo mi ser un olor a sarmientos quemados, a cielo mojado por la lluvia, a vino. Se introdujo por todo mi cuerpo y mi ánimo. Y ése será para mí, por siempre y siempre, el olor y el sabor del día en que nací.

Tal como hicieron otras mujeres con sus hijos, mi madre me abofeteó abundantemente. Según le oí gritar, de este modo no olvidaría el castigo que merecen quienes se apartan del bien y caen en los abismos de la impiedad, la herejía, los hechizos o cualquier otra iniquidad por el estilo. Quise hablarle, entonces: decirle que mal podía olvidar lo que de muy antiguo, desde infinitas vendimias anteriores a la que rodeó mi nacimiento, tan bien conocía. Pero un niño de seis años mal puede expresar estas cosas. Por contra, me convertí en un par de ojos inmensos, tan intolerablemente abiertos que acaso hubieran podido abarcar el más lejano confín del mundo.

Todos mis sentidos se fundieron en uno solo: ver. Y vi tan claramente como si apenas la zancada de un galgo nos separara uno de otro el cuerpo de la mujer más vieja; tal que uno de aquellos odres desechados y vacíos, que se apilaban al fondo de las bodegas y servían a los muchachos para fabricarse caretas el Día de los Muertos. Un odre era, en verdad. Mordido por los perros hambrientos, perros sin amo que buscan por doquier una sustancia con que nutrir sus viejos huesos; un cuero astroso, vejado por las ratas, con grandes manchas de humedad verdinegra. Degollados pingajos, desechos inútiles, a menudo vi en mis correrías infantiles odres semejantes, destinados a espantar en forma de caretas el fantasma de la muerte o del olvido.

Aunque el aire se mostraba todavía cálido, pareció helarse sobre mi frente. Entonces vi el viento. Diferente a cuantos vientos conocía (y muchos soplan en nuestras planicies). No movía la hierba, ni las hojas, ni el cabello o ropas de la gente.

Como a los odres, también al cuerpo de la anciana le faltaba el rostro. En su lugar, un jirón de cuero parecido a las pieles de ardilla oreándose en el cobertizo se mostraba a la furia general. Y vi al odre rugoso en todos sus arañazos y miserias: dos ubres llegábanle hasta el vientre, y rozaban en sus colores de otoño, que iban del siena al malva, el muy plegado ombligo. Así, distinguí el mísero contraste que ofrecía la ancianidad de aquel ser con el insólito nido de vello rojo (tal que el mismo fuego que se aprestaba a devorarla) bajo su vientre; resaltaba allí de modo tan singular, que apenas si pudo extrañarme la avidez de las llamas que prestamente lo prendieron. Fue lo primero que ardió en ella.

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