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Authors: Ana María Matute

La torre vigía (7 page)

BOOK: La torre vigía
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Cosa extraña, al obedecerle desapareció mi repugnancia y por primera vez me pareció descubrir nobleza y dignidad en su semblante.

De nuevo me recomendó, entonces, que fuera valiente, leal y honesto. Buen cristiano, defensor de la virtud y enemigo implacable del mal. Que venerara las reliquias y el ejemplo de San Arlón, nuestro protector; y (por decirlo de una vez, aunque él así no lo manifestara) que aspirase en esta vida a encarnar una imagen totalmente contraria a la suya propia.

Luego, pidió al herrero —cuyo nombre y vista me hicieron temblar, no sabía si de remordimiento o de odioque me entregase la espada, el escudo y la lanza que le había encargado. Y ordenó también que me dieran la mejor silla para Krim-Caballo, una que perteneció al más amado de sus potros capturado en la estepa.

Tomé todas estas cosas y besé la reliquia de San Arlón. Acerqué mis labios a la mano que mi padre me tendía de nuevo, y me sentí preso de un invencible vómito. Pero por fortuna su mano estaba raramente limpia. Después, aquella misma mano se tendió al vacío, como buscando algo. Y mansamente la vieja cabra colocó el cuello bajo su palma.

—Ve en paz, hijo mío —murmuró cerrando los ojos.

Mas al punto lanzó un aullido de irritado hastío.

—¡Parte de una vez, pasmarote, y déjame dormir tranquilo...!

Así lo hice. Pero antes de salir, sentí en mi nuca unos ojos de fuego. Volví el rostro, y hallé las pupilas amarillas y redondas de la vieja cabra, dilatadas en una fría desesperación. En verdad, el recuerdo más perdurable que guardo de la casa de mi padre —el que me acompañó durante todo el viaje, hacia mi nuevo destino— fue la mirada pálida y fosforescente, casi humana, de aquel misterioso animal.

" " "

Mi padre había despilfarrado su poco lucida fortuna y en la ocasión de mi partida ni tan sólo pudo ofrecerme, como escolta, la compañía de un paje. Así pues, en soledad hice aquel trayecto y en soledad llegué al castillo del Barón Mohl. Pero antes de que esto sucediera me ocurrió algo, aunque insignificante en apariencia, que trastornó mi espíritu muy vivamente.

No era demasiado largo el camino, pero en tales días, aún reciente el hambre del invierno, multitud de vagabundos, ladrones, dudosas gentes de camino y malhechores salían de sus cuevas, como alimañas, en desquite de la miseria. De suerte que anduve con el ánimo alerta, dispuesto a defenderme de cualquier emboscada. Por primera vez vestía un traje digno de mi alcurnia —o así lo creía— y en un pequeño cofre portaba enseres y viandas que podían despertar la codicia de cualquier desesperado, a todas luces mucho más pobre que yo.

Tres días me llevó aquel viaje, siguiendo la ruta del Gran Río, hacia el norte. Y en el transcurso de la última noche —aunque evitaba cuanto podía echarme a dormir, para acelerar la llegada y evitar desagradables sorpresas nocturnas—, rendido de fatiga y sueño, desmonté y apañándome con la silla de montar, y una manta de piel un tanto apolillada, mas portadora de antiguos esplendores (por primera vez se contaba entre mis haberes algo semejante), me dispuse a dormir con un ojo abierto y otro cerrado. Busqué el abrigo de los árboles y, como no quería llamar la atención ni espabilar ojos posiblemente ávidos, a pesar de que las noches eran frías, me abstuve de prender fuego.

Todavía quedaban trozos de escarcha junto a los arroyos y nieve en los altozanos. Comí algo de pan y queso, y reservé la carne ahumada para mejor ocasión. Esta carne de ciervo, en verdad más dura que el cuero de mi montura, fue la primera y última que me llegó, directamente, de manos paternas.

A pesar de que me alimenté muy frugalmente, lo cierto es que, cosa rara, no tenía hambre. Tampoco sentía sed, ni sueño. Me arrebujé en la vieja piel que mi padre mandó descolgar en mi obsequio y que, en rigor, constituía la parte más sustanciosa de mi patrimonio. En vano traté de dormir. Una suerte de paroxismo interior me sacudía, algo que no era impaciencia, ni deseo, ni terror, ni siquiera ambición o esperanzas de gloria y dominio. Algo me mantenía en vela, los ojos muy abiertos, tanto, como sólo había experimentado una vez, a los seis años. Y no sabía si mi espíritu se estremecía por la más extrema forma de gozo o desesperación humana. Me dije entonces que, en verdad, no tenía motivo para ninguna de las dos cosas, pues nada conocía que pudiera justificar, hasta tal punto, estado de ánimo semejante; intenté serenarme, cerrar los ojos, pero no conseguí ni lo uno ni lo otro.

Súbitamente, un terror centelleante pareció atravesarme las entrañas. No era terror a la muerte, ni a criatura alguna, algo atroz y difuso a un tiempo, que me hacía temblar, como un poseído. Por entre las ramas de los árboles donde me había amparado distinguí el brillo lejano y frío de diminutos astros. Y vi, claramente, infinidad de noches transparentes o esferas errantes: praderas de aire y fuego se deslizaban bajo mis pies y sobre mi cabeza, inundándome de un resplandor tan vivo como ningún fuego podía producir. Con lúcido estupor como si de un sueño largo y pesado renaciese, me pregunté hacia dónde rodarían mis noches, hacia dónde erraban o caían todos mis días conocidos y olvidados. Me pareció que por primera vez, a través de aquellas ramas, se me ofrecía la total y absoluta visión de la vida y del mundo. Y que en su resplandor yo persistía y renacía continuamente y aún más: eran parte de mí mismo. Luego, el fuego declinó y de nuevo se interpuso entre mis visiones y mis ojos la noche lisa y dura, con sus lejanísimas estrellas.

Me dormí entonces, con tal abandono y pesadez, que ya estaba muy entrado el día cuando el relincho y coceo de Krim-Caballo me despertaron. Abrí los ojos, dudé si había soñado o en verdad había visto aquellas cosas, y en esta duda continué mi camino, pero con ánimo tan conturbado que bien puedo decir que el muchacho que llegó al castillo de Mohl no era el mismo que salió de la hacienda de mi padre.

En una vuelta del camino los árboles clarearon, se ensancharon cielo y tierra y divisé nuevamente el brillo del Gran Río. Brotó entonces del fondo de la tierra un alarido, que reconocí. Un alarido desprovisto de humanidad, imposible de ser emitido por la garganta de animal alguno. Sólo las grutas o los abismos o el fondo de los océanos podían propagarlo así y sacudir —como en verdad creí que sucedía— desde el cielo a la tierra. Aquel grito me trajo la visión de un odre magullado, ardiente, ennegrecido y aventado hasta que el invierno borró sus huellas. Me así con fuerza a la cruz de mi montura, temiendo que algún rayo me derribase. Sudoroso, me esforcé en dominar el temblor de mis brazos y piernas.

Y entonces, invertida en las aguas del Gran Río, distinguí la silueta y las torres del castillo de Mohl. Por un instante creí presenciar, en el misterioso e incansable fluir de las aguas, cómo el mundo se vaciaba y volvía del revés. Mas luego descubrí mi error. Y apenas salido de mi angustia creí que nuevamente había perdido la voz.

No era así: gritando con todas mis fuerzas, espoleé mi montura. Y galopé, lleno de furia, de alegría y de estupor (del todo inmotivados) hacia el lugar donde, si así lo merecía, algún día sería investido caballero.

IV. Juegos guerreros

En el castillo del Barón Mohl, hallé de nuevo a mis hermanos mayores. Tiempo hacía ya que fueron armados caballeros. Como tales, permanecían al servicio del Barón y formaban parte de su pequeña corte.

Me recibieron con despego y aun diría que franco disgusto. Jamás me habían amado lo más mínimo y recordaba los insultos, puntapiés y desprecio que me prodigaron en casa de mi padre. Desde muy niño les oí designarme como fruto repugnante de seniles concupiscencias, retoño de malsana longevidad y cosas del mismo o parecido tenor. Los encontré tal como los recordaba: inseparables entre sí, hoscos hacia el resto del mundo. Valientes hasta la crueldad, temerarios hasta la insensatez.

Eran altos y fuertes, pero no gallardos. Temidos, pero no respetados. Se apreciaba su fuerza y su valor, pero no eran estimados, y mucho menos amados. De forma que siendo en osadía y coraje lo más florido de las huestes del Barón, eran los menos distinguidos por él. Y de otro lado a ellos era a quien más entrega y sacrificios exigía. Notoria es, sin duda alguna, la falta de equidad con que eran tratados. Pero apenas bastaba una mirada sobre sus personas para que estas cosas pareciesen de todo punto merecidas y aun justificadas. No obstante, ellos tenían de sí mismos muy distinta opinión y tales injusticias enconaban aún más su carácter y más ensombrecían, si cabe, sus espíritus. Se esforzaban en todo momento por dar prueba de su fiereza y gran valor. En encuentros y juegos guerreros —a los que era muy aficionado el Barón Mohl— sobresalían con gran distancia de los demás. Pero jamás consiguieron un puesto de honor en la mesa de su señor (ni en parte alguna). De otro lado, ningún caballero o dignatario del castillo era más aborrecido por vasallos, pajes y sirvientes y, en suma, por todo componente de aquel vasto y poderoso dominio.

Huelga decir que se apresuraron a vengar sus rencores y descargar su amargura sobre mi agreste y recién llegada persona. Y he de señalar que, en el lujo y ornato desplegado en aquel castillo, mi aspecto vino a aumentar su humillación. Llenábales de vergüenza admitir que, bien a su pesar, al fin y al cabo yo era su hermano. Y ocurrió que mis innumerables torpezas recaían sobre ellos y mi zafia y salvaje persona los cubría de oprobio ante unas gentes tan alejadas del ambiente donde había crecido yo.

No hubo de pasar mucho tiempo, desde mi llegada, para que saltara a mis ojos la inmensa diferencia que había entre el castillo, modales y costumbres de un gran señor y el ambiente, costumbres, casa y persona de mi padre. Otros más lerdos que yo hubieran apreciado sin la más mínima dificultad semejantes distancias y tal vez sufrido, como sufrí yo, el aturdimiento y confusión que semejantes cosas me produjeron.

Inmediatamente hizo notar el Barón —aunque en aquel tiempo no me dirigía la palabra directamente— la extrañeza y disgusto que le causaba el que mi padre me hubiera enviado tan tarde y en tan agreste estado a su servicio. Lo que le inducía a pensar cuánto había descuidado mi educación. Por un momento temí que me devolviera a mi padre. Tal vez pensó hacerlo, pero acaso porque apreciara la robustez de mi cuerpo, o porque descubriera en mi persona cualquier cosa de su agrado, el caso es que no lo hizo y me admitió en su grey. Antes empero me envió a lo que podría llamarse el más elemental pulimento de mis modales y aspecto. Con lo que me sentí en verdad muy mortificado, ya que fui objeto de burlas y chanzas por parte de los otros jóvenes escuderos que allí labraban méritos para —tal y como yo mismo aspiraba— ser en su día armados caballeros.

Lo cierto es que hube de comenzar mi vida en aquel lugar junto a muchachos mucho menores que yo —algunos de ellos, apenas rebasaban los ocho años—, y por el más somero y humillante principio. Así, en los primeros tiempos, se me entregó prácticamente en manos de las damas del castillo. Damas entre las que, como resulta presumible, dominaba y descollaba la propia Baronesa Mohl.

Ella fue quien tomó con verdadero interés mi persona, ella quien se ocupó y preocupó, en suma, de acelerar el vejatorio e inusitado aprendizaje que comúnmente sólo destinaban a los más tiernos principiantes y que se suponía yo debía desde hacía tiempo poseer. Suposición absolutamente errónea, pues milagro era ya —entonces tuve conciencia de ello— haber llegado allí con vida, o al menos con todos los huesos y miembros en su debido lugar.

Apenas pisé el recinto del castillo, pude apreciar la diferencia que existía entre la verdadera vida de un noble señor y la que yo arrastrara hasta entonces. Como principio señalaré que aquello que mi propio padre tenía por fortaleza —y aun castillo— no pasaba de ser una destartalada y sucia granja, medianamente protegida por toscas empalizadas donde escaseaba la piedra y sobraba la madera podrida. Y aquel tosco y sombrío torreón que tan orgullosamente se erguía por sobre las antiguas habitaciones de mis abuelos, así como su mezquino recinto y tierra toda, no alcanzaba ni en proporciones, ni en solemnidad, a la más humilde dependencia del castillo de Mohl. Y ni que decir tiene, cuanto había fuera y dentro de él no tenía punto de comparación con todo lo que hasta aquel momento yo había conocido.

Largas y sólidas murallas de piedra, rodeadas de un foso, daban acceso al recinto interior del castillo, al que se entraba a través de una gran puerta de hierro, con puente levadizo, flanqueada por dos estrechas y altas torres. Allí se alojaban los soldados de Mohl, y estos soldados vestían con decencia, ostentaban los colores de su señor y aparecían bien armados y nutridos. En nada recordaban a los desechos humanos, cosidos a cicatrices (y algunos hasta mutilados) que a fuerza de adular y llenar su cabeza con lances, hazañas y glorias fantasmales, subsistían en torno a mi padre.

Tras aquella imponente fortaleza exterior, se alzaba otra empalizada de madera, pero sólida y bien aguzada. El recinto interior (que tenía cuatro grandes torres y otras muchas dependencias) albergaba una granja tres veces mayor que la nuestra, con establos y cuadras repletas de reses y hermosos caballos. Vivían allí dos herreros, tres alfareros, varios carpinteros, albañiles y toda clase de gentes afanadas en las mil tareas que la vida de tal señor exigía. Adosadas a la muralla exterior, junto al foso y en la pendiente que descendía desde su altozano hasta el Gran Río, apiñábanse multitud de cabañas donde vivían los siervos y otra mucha gente que trabajaba para él.

No lejos divisábanse los burgos y las villas nacidas a cobijo del castillo que les defendía. Y todos se afanaban sin reposo en servir a tan grande e imponente dueño de sus vidas y haciendas.

En verdad, Mohl era un hombre importante y puedo asegurar que jamás había visto otro parecido a él. Compartían su vida en el castillo muchos caballeros y escuderos de reconocida nobleza, pero ninguno podía compararse a Mohl, en gallardía, imponente figura, regios ademanes y autoridad singular. Amén de la riqueza y poderío que le hacían tan temido como respetado. Ni tan sólo el Gran Rey (caso de haberse personado en tan lejano punto de sus dominios y acordado alguna vez de nuestras vidas) hubiera empalidecido semejante prestigio.

La torre donde habitaban el Barón, su familia y la pequeña corte que le rodeaba, era la más grande y lujosa o así me lo pareció a mí que pudiera imaginarse. Y en ella se desarrolló mi vida desde entonces.

En un principio realicé las funciones de paje de las damas. La Baronesa era una mujer alta y hermosísima, de cabello tan suave, brillante y dorado que parecía metal bruñido. Hacía peinar por sus doncellas, con gran ostentación, sus largas trenzas, artísticamente entrelazadas en cordones de diverso color (aunque solía preferir el blanco). Su tez era tan pálida que a menudo parecía transparentar sus huesos. Y tenía cejas altas y muy bien curvadas, lo que daba una expresión de continuo asombro, o extrañeza un poco burlona a sus ojos de color de miel (un tanto fijos y como atónitos). pocas mujeres había tenido yo ocasión de conocer. Mi madre fue la única dama, propiamente dicha, que alcanzaron mis ojos hasta aquel momento. Y al recordar y comparar su cuerpo breve y nervudo, sus indiscretos ojos negros —bastante impíos—, su boca fruncida y su naturaleza áspera y lenguaraz, tuve para mí que la aseveración oída tanto a campesinos como a caballeros, de que todas las mujeres son iguales, debió cocerse en molleras muy hueras. No obstante y sin mengua de tanta mesura y elegante porte, el primer "Dios te guarde" con que me acogió la Baronesa fue la orden de que me zambullera en una cuba llena de agua y refregara mi cuerpo y rostro "hasta darle —según dijo— oportunidad de conocer el color de mi verdadera piel". Con gran empeño en complacerla, aunque un tanto asombrado, cumplí este cometido. Luego, me entregaron un jubón con los colores del Barón Mohl. Y éste, aunque resultó algo molesto —ceñía de tal modo bajo los brazos y en el cuello, que no permitía expansión suficiente a mi habitual holgura de movimientos—, me envaneció, sin saber con exactitud por qué razón. Luego, la Baronesa ordenó a sus doncellas que desenmarañasen mi cabello, lo cual resultó operación en verdad tan dolorosa para mí como para ellas. Desanimada al fin ante lo arduo —y hasta peligroso— de semejante capricho, hizo llamar al barbero, para que lo cortara según sus indicaciones. Lo que me apenó, pues estaba ya acostumbrado a los mechones que caían aquí y allá y que, dada mi hosca naturaleza, servían para ocultar el rostro según la ocasión conviniera. Esta tarea fue en verdad ingrata y para mí muy vejatoria ya que constituyó una regocijada diversión para la Baronesa, sus doncellas y damas. Sobre todo me molestó porque entre ellas se hallaban dos jóvenes sobrinas aproximadamente de mi edad y pude oír cómo cuchicheaban con gran aspaviento, que yo olía a cabra, jabalí y leña ahumada. Cosa que me irritó tanto como sumió en gran estupor, pues jamás pensé que tales olores pudieran chocar, ni aún menos ofender a nadie, ya que a mí no me resultaban en absoluto desagradables. A la par, me causó extrañeza que tan finos olfatos no hubieran percibido también otros muchos de los variados aromas que expelía mi persona, tales como el sebo con que me frotaba los brazos y piernas —Krim-Guerrero decía que esto los reforzaba—, o el del queso algo rancio que llenaba mis bolsillos.

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