Authors: Ana María Matute
El viento inmóvil que yo distinguí claramente, se desató. Un múltiple rugido brotó de las raíces de los árboles, y creí partiría en dos la tierra. Lo primero en abrirse fue el vientre, grande y seca fruta que ofreció la extraordinaria visión de sus entrañas, encrespadas en una blanquísima y grasienta luz: tan blanca como sólo luce el relámpago. Mas no uno, sino mil relámpagos se habían detenido allí. Y un olor denso y vagamente apetitoso invadió el aire que respirábamos y se introdujo tan arteramente en mi nariz, boca y ojos, que empecé a vomitar de tal guisa que creí volvíase mi cuerpo entero del revés, como una bolsa.
Mi madre me sacudió entonces por brazos y piernas, alzó mi cabeza entre sus fríos dedos, y rugió a su vez (pues toda voz se volvía allí rugido):
-¡Recuerda siempre este castigo!
Me pregunté atónito qué cosa debía recordar, a quién o a qué. Y otro grito más áspero y sonoro se levantó por sobre el exaltado clamor de horror, o júbilo, o venganza que envolvía el humo sobre la carne quemada. Era mi propio grito, nacía de mí desde alguna inexplorada gruta de mi ser. Pero nadie sino yo pudo oírlo, ya que se enredó en mi lengua y lo sentí crujir como arena entre los dientes.
En aquel instante el viejo odre se estremeció de arriba abajo y pareció que iba a derretirse, como manteca. Tomó luego los colores del atardecer, negreó sobre sus bordes abiertos, fue tornándose violeta. Aquí y allá se alzaron resplandores de un verde fugaz y crepitante. Al fin, convertido enteramente en árbol, con llameantes ramas en torno a un calcinado tronco, se deformó.
Tan sólo quedó el fuego, recreándose en cárdenos despojos, allí donde otrora alentaba tan sospechoso espíritu. Y me pareció entonces que la noche se volvía blanca, y el día negro; cuando, en verdad, no había noche ni día sobre las viñas. Sólo la tarde, cada vez más distante.
De este modo, asistí por vez primera al color blanco y al color negro que habían de perseguirme toda la vida y que, entonces, creí partían en dos el mundo.
Durante tres días permanecí sin poder cerrar la boca. En tan molesto incidente creyó ver mi madre -y otras muchas gentes a quienes ella lo relató, con toda clase de pormenores- la confirmación del último maleficio de la bruja. Según opinión de algunos presentes, la anciana no apartó sus ojos de mi persona, mientras tuvo fuerza, aliento (o simplemente ojos) para ello. Pero yo no vi nunca esa mirada, como tampoco vi su rostro, ni a su hija, que ardía junto a ella.
Perdí la voz por algún tiempo. Luego, poco a poco -no sé con precisión de qué manera- la fui recuperando. En mi memoria quedó, en cambio, un firme convencimiento: la anciana -bruja o no bruja- no me había maldecido. Antes bien, de entre todos los hombres, mujeres, niños y bestias que presenciaron su tormento, me supe objeto de su especial elección.
Muchos días anduve mohíno y solitario, sin mezclarme a otros niños de mi edad, ni gente alguna. Incluso huía de mi madre. Luego, el invierno interrumpió mis solitarias correrías en torno a viñas y bodegas. Y el frío me encerró en el torreón, junto a mi madre y las demás mujeres.
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A medida que el tiempo pasaba, fui olvidando -o al menos relegando en el arcón de la memoria- la certidumbre de que entre la anciana y yo existía un pacto y de que aquel viento inmóvil, que con mis propios ojos vi, me apartaba a distancias muy grandes de los seres con quienes convivía, y entre los que había nacido.
Tan sólo a veces me estremecía el espectáculo de una luz demasiado blanca, junto a una sombra demasiado oscura; pues entonces una especie de lucha, atroz y exasperada, se ofrecía a mis ojos. Creo recordar que en tales ocasiones, solía revolcarme por el suelo, entre alaridos. Pero mi madre -que siempre vio en estas cosas los restos del último mal de ojo de aquella desdichada- me volvía a la razón metiéndome de cabeza en una tinaja de agua (previamente bendecida por el buen capellán). O, simplemente, cubriéndome de bofetadas.
Algún tiempo aún discutieron mi madre y las mujeres sobre si debieron obligar a la anciana a presenciar el suplicio de la hija, antes de sufrir el propio, o a la inversa. Las solteras inclinábanse a lo último, y las casadas con hijos, a lo primero. Pues, según aseveraciones exhaladas por entre los fruncidos labios maternos, ninguna otra cosa en el mundo, por mala que sea, puede compararse al tormento de una madre que ve morir, o padecer, al fruto de sus entrañas. Oyéndola hablar así, mientras cardaba lana, hilaba o desgranaba legumbres, sentía mucha extrañeza de ser un fruto suyo. Y me imaginaba a mí mismo como uno de aquellos higos secos y arrugados que conservaba en melaza, con destino a endulzarnos las frías noches de invierno.
Y meditando estas cosas sentía un malestar muy grande.
Al fin, las pláticas femeninas se perdieron en otros temas más fútiles, o de más provecho, que las discusiones en torno a una tortura y una hoguera ya aventadas. Encaramado en un arcón, a través de las estrechas ranuras que se abrían en la cámara de mi padre, divisé una mancha, negra y grasienta, sobre la tierra. Sin razón alguna -desde aquel lugar no podía alcanzarla- se me antojaron las cenizas del odio y de la hoguera. Día tras día miré aquella mancha, hasta que el viento invernal la borró por entero. De forma que también aquel vestigio, real o imaginario, lo devoró el tiempo.
Pero no para mí. Porque jamás el olvido borraría de mi memoria el humano árbol de fuego, ni el grito colérico de la vendimia.
A partir del día en que el Barón Mohl, elevó su condición, los hombres de mi familia se entregaron de lleno al servicio y arte de la guerra. Abandonaron toda preocupación e interés en manos de sus sirvientes, campesinos y siervos. Y a cambio, recibieron título, tierras en propiedad y derecho a su herencia.
Según tales usos, mi padre me encaramó al caballo apenas tuve edad suficiente para sostenerme en él con cierto aplomo. Y puede decirse que, desde ese punto y hora, aquel animal constituyó mi único maestro, amigo y bien en este mundo. Como la vida de mi padre —así como su ineptitud para lo que no fuese la satisfacción de sus apetitos— se prolongó de forma en verdad inusual, cuando yo nací ya había dilapidado la casi totalidad de su fortuna. Mis hermanos se llevaron los últimos, aunque modestos, esplendores de aquella casa, y a mí no me correspondió ni un mísero alón de su oca vespertina.
Egoísta y enajenado por los achaques y los años, varado en vicios del todo insulsos por mal gozados —tal como suele depararlos la senilidad—, el autor de mis días poco o nada se ocupó de mí; de mi valor y suerte dependían, tan sólo, mi futuro y aun vida presente. En cuanto a mi madre, apenas me apartaron de su tutela —como si considerara, en aquel punto y hora, vencida su penosa deuda materna y única razón que hasta el momento debió mantenerla en tan desabridas compañías—, pidió permiso a su marido para retirarse a la vida de oración y recogimiento. Mi padre consideró con excelente ánimo tal decisión. Incluso la bendijo y despidió con rara dulzura, recomendándole que orase por la salvación de su alma, la de sus hijos, y la de todos aquellos que, a su buen juicio, hubieran menester tan pías dedicaciones. Una vez prometido esto, mi madre tomó sus ruecas y en compañía de algunas buenas mujeres, unas cuantas ovejas y un saco de simientes, partió a una cercana ermita en ruinas, otrora incendiada y saqueada por las hordas ecuestres. Allí, dedicóse a restaurar su nuevo habitáculo, vistieron todas sayal, cortaron sus cabellos y comenzaron a desbrozar y cultivar el abandonado huerto. Con el producto de éste, la lana, leche y compañía de las ovejas, subsistían, entre viento y balidos. Probablemente dedicadas, aparte esos afanes, a la penitencia y salvación tanto de las almas ajenas como de la propia. Pero también, sin duda alguna, a vivir a su antojo, cosa que dudo mucho tuvieran antes ocasión de practicar.
Una vez apartado de su tutela, cumplidos ya mis siete años, apenas vi a mi madre. Sólo algunas tardes, la divisé de lejos. Caminaba hacia las dunas, en unión de sus compañeras, seguramente me reconocía, porque solía hacerme señas, agitando el brazo en el aire.
Yo también sabía que era ella, por su mano, que no se parecía a la mano de ninguna otra mujer: con ella me había abofeteado.
Los campesinos cuidaban y aun regalaban a sus hijos niños; les vestían con telas de colores vivos tejidas por sus madres. Pero esto ocurría hasta que llegaban a una edad en que la niñez es sólo un sueño. Entonces, despojábanles bruscamente de todo mimo, les arrojaban cara a la tierra y desde ese momento arrastraban una vida tan poco envidiable como la suya propia.
Contrariamente, apenas separados del halda materna, los jóvenes nobles debíamos efectuar bajos menesteres, afrontar duras pruebas y aun solventar crueles circunstancias. Una vez crecidos, se nos destinaba, en cambio, al más alto puesto de la comunidad humana. Así, tal y como oí repetidas veces —a mi madre, y a todos los que me rodeaban—, aleccionados en la escuela de virtud y severidad de la infancia, podríamos afrontar, una vez en posesión de honores y privilegios, el rigor y equidad de juicio que exigía nuestra alcurnia.
Huelga decir que apenas asomé tras el muro de mi primera edad, a humo de paja me sonaron estas cosas. Según me mostraba con gran evidencia cuanto me rodeaba, el noble varón, una vez asida con ambas manos —y lo más fuertemente posible— su codiciada situación en el mundo, más bien semejaba que las antiguas sobriedades no tuvieran otro objeto, llegado su fin, que desquitarse con gran regodeo de cuantos pesares reportaran tan adustas enseñanzas. Sólo bastaba contemplar a mi padre para reafirmarme en tal idea. No obstante, debo señalar (en descargo a la desconfianza que a tal respecto animó mis tiernos años) que, en nuestros desérticos parajes, no tuve mayormente ocasión de comprobar cómo puede llegar a comportarse un verdadero caballero.
Aún no tenía cumplidos ocho años, cuando hube de pasar, sin mayor transición, desde la alcoba de mi madre al puesto más bajo de la servidumbre. Y como el torreón de mi padre se desmoronaba a trechos, y la desidia y la incuria se paseaban a su antojo por las estancias, no tuve, desde aquel día, ni lecho fijo, ni aun alimento seguro que me nutriese convenientemente. Como era de tan voraz naturaleza como mi padre y mis hermanos, mucho sufrimiento hallé en estas cosas, a pesar de que mi madre jamás me distinguió con arrumacos de ninguna especie.
Solía armar mi yacija en la parte más oscura y fría de la torre, sobre las mazmorras, por ser éste el único lugar despreciado por los demás. En el invierno, oía correr el agua bajo las piedras, y el frío y la humedad me tenían en continua tiritona. Pero esto era lo mejor de que disponía, ya que cualquier otro lugar hallábase, por lo general, ocupado y defendido a mamporro limpio por los guerreros-vagabundos aduladores de mi padre. Y suerte tuve —o tal vez la fiereza de mi porte les contuvo— que no me echaran a patadas, también, de tan inhóspito cobijo. De forma que, más de una vez, hube de refugiar mi sueño bajo las escaleras de la torre: allí donde se amontonaban los mendigos y gentes de camino que llegaban a nuestra casa en busca de amparo nocturno. Mas todo lo que entonces perdí en holgura y bienestar, lo gané en experiencia, conocimiento y aun maravilla del comportamiento y proceder humanos. Pues lo que allí vi y oí, no fueron lecciones a desestimar.
Debo advertir, empero, que mi situación era tan precaria en gracia a la casi total imbecilidad en que por aquel entonces cayó mi padre. Hallábase tan oscurecido su entendimiento, que sólo en ocasiones importantes —como algunas fechas decisivas en mi vida— un rayo de luz se abría paso entre el sebo y turbulencias que, por lo común, sofocaban su mente. En estas ocasiones, llegó a dar órdenes oportunas sobre el rumbo que debía tomar mi vida. Y mucho se lo agradezco.
Puede decirse que desde el día en que inicié mi aprendizaje de hombre, tuve por almohada la silla de mi montura, y el polvo o el galope de mi caballo como únicos compañeros.
Aquel caballo significó mucho para mí, y le recordaré siempre con una emoción muy especial. Le llamé Krim, y el caso es que este nombre es el mismo con el que distingue mi memoria al maestro de armas que me diera mi padre (y del que antes hablé). Nombrándoles a ambos por igual no acierto a descifrar cuál de ellos dio al otro su nombre: tan escasos eran los modelos en que se apoyaba mi imaginación.
Cierta noche, durante las libaciones que solían prolongarse mucho tras la cena, mi padre llegó en ellas a un punto en que, ora se exaltaban sus sentimientos patriarcales, ora una aguda nostalgia hacia tiempos mejores reblandecía su natural aún belicoso. En medio de estas fluctuaciones, dio un puñetazo sobre la mesa que lanzó al aire huesos y vino y encabritóse en el apasionado deseo de que alguno de sus truhanes capturase un caballo estepario para mí, pues según manifestó (sin falta de razón), esto sería lo único que podría darme, verdaderamente digno de mi alcurnia, en este mundo.
Aquel arruinado vestigio de antañas fierezas que yo distingo como Krim-Guerrero, escuchó con especial interés tales deseos y lamentaciones. Ya entonces solía instruirme en los inicios del arte de atacar y defenderme. Aunque yermas sus antañas robusteces, creo que con sus ejemplos y argucias había conseguido de mi aprendizaje resultados harto estimables. Unido a un natural temor, inspirábame mi maestro de armas una fascinación desusada: tanto cuando me narraba descabelladas empresas y feroces combates, en los que, por descontado, la figura más heroica y descollante era la suya, como cuando le veía montar de un salto sobre su montura, y así, dando alaridos, desaparecer hacia las dunas en patética carga contra la arena. Del centro de su cráneo (por lo demás totalmente pelado) brotaba un mechón que él anudaba con tirilla de cuero; y, en el curso de tales galopadas, la requemada coleta flotaba al viento: ajado banderín, superviviente de una tan injusta como heroica derrota. Aún resuenan sus alaridos en las grutas de mis recuerdos, del mismo modo en que aún puedo ver, a veces, el jinete resplandeciente de la gloria. Pues, en tales ocasiones, lo vi galopar, como otro sol, por el cielo de mi infancia.
Aullidos muy parecidos empleaba Krim-Guerrero, como único lenguaje, en el curso de nuestras lecciones. Él colocó por vez primera en mi ansioso puño infantil el pomo de la espada con que mis hermanos, a edad semejante, aprendieron a lanzar tajos al viento. Krim-Guerrero alzaba su brazo corto, recubierto de montoncitos de carne resbaladiza y maltrecha, que otrora significarían espléndida musculatura (si habían de creerse, como creía yo, las muchas victorias en airosas escaramuzas que, por descontado, protagonizaba). Emitiendo oscuros bramidos lograba estimular, de no helarme la sangre y paralizar mis movimientos, tanto el ingenio como la fiereza del auténtico guerrero en su discípulo. Nunca oí de sus labios otra clase de explicaciones ni cómo debe empuñarse o no empuñarse un arma. A fuer de lacónica, he de admitir que aquella particular manera de instruirme revistió gran eficacia. No existe mejor maestro, en trances semejantes, que el ansia de salvar no digo ya el pellejo, sino siquiera una oreja.