La travesía del Explorador del Amanecer (14 page)

BOOK: La travesía del Explorador del Amanecer
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“No hay absolutamente nada que temer por el momento”, se dijo Lucía.

Desde luego, el pasillo estaba lleno de sol y muy tranquilo; tal vez demasiado tranquilo. Habría sido más agradable sin esos extraños signos pintados con rojo en las puertas, unas cosas retorcidas y complicadas que obviamente tenían un significado, y sin duda un significado no muy agradable. Sería mucho más acogedor aun si no fuera por esas máscaras que colgaban de la pared. No por ser precisamente feas, o no tan feas, sino porque las órbitas vacías tenían un aspecto muy extraño, y si te dejas llevar por la imaginación, pronto verías que las máscaras hacían muecas en cuanto les dieras vuelta la espalda.

Pasada la sexta puerta más o menos, Lucía tuvo su primer gran susto. Por un segundo estuvo casi segura de que de la pared se había asomado una picara carita barbuda y que le había hecho un gesto. Se obligó a sí misma a detenerse y mirar hacia allá. Lo que vio no era precisamente una cara, sino un pequeño espejo del mismo tamaño y forma de su propia cara, con pelo en la parte de arriba, y una barba que colgaba de él, de tal modo que al mirarse en el espejo, tu propia cara calzaba en el pelo y la barba, y parecía que eran tuyos.

“Al pasar por aquí vi por el rabillo del ojo mi propio reflejo en el espejo”, se dijo. “Eso fue todo. Es bastante inofensivo”.

Pero no le gustó cómo se veía su cara con esa barba y ese pelo, y siguió su camino. (No tengo la menor idea para qué servirá el espejo barbón, puesto que no soy mago).

Antes de llegar a la última puerta a la izquierda, Lucía empezó a preguntarse si el corredor no se habría alargado desde que ella comenzó a caminar por él y si eso sería parte de la magia de la casa. Pero finalmente llegó a la puerta; estaba abierta.

Era una pieza amplia con tres grandes ventanas y estaba llena de libros desde el suelo hasta el techo; Lucía jamás había visto tantos libros: libritos diminutos, libros gordos y serios, y algunos más grandes que cualquier Biblia de iglesia que hayas visto; todos forrados en cuero, y olían a antigüedad, a sabiduría y a magia. Pero ella sabía, por las instrucciones que le dieron, que no debía preocuparse por esos libros, ya que
el
libro, el Libro Mágico, estaba sobre una mesa de lectura, justo en medio de la habitación. Lucía se dio cuenta de que tendría que leerlo de pie (además, no había ninguna silla),
y
también que debería dar la espalda a la puerta mientras leía, de modo que se dio vuelta de inmediato para cerrar la puerta.

Pero la puerta no cerraba.

Puede que algunas personas no estuvieran de acuerdo en esto con Lucía; sin embargo, a mi parecer, hizo lo correcto. Dijo que no le habría importado si hubiera podido cerrar la puerta, pero que era desagradable tener que estar parada en un lugar como ése con una puerta abierta justo a sus espaldas. En su lugar, yo me habría sentido igual. Pero no había nada más que hacer.

Una cosa que la inquietaba bastante era el tamaño del Libro. La Voz Jefe había sido incapaz de darle una idea de en qué parte del Libro se hallaba el conjuro para hacer visibles las cosas. Es más, pareció sorprenderse con su pregunta. El esperaba que Lucía comenzara a buscar desde el principio, y siguiera hasta dar con la fórmula. Es obvio que no se le había pasado por la mente que existiera otra forma de buscar algo en un libro.

—¡Pero esto me tomará días y meses! —dijo Lucía mirando el inmenso volumen—; ya me siento como si estuviese aquí desde hace horas.

Se acercó a la mesa y apoyó su mano en el Libro; al hacerlo sintió un hormigueo en sus dedos, como si estuviera lleno de electricidad. Trató de abrirlo, pero al principio no pudo; sin embargo, esto fue porque estaba sujeto por dos cierres de plomo, y una vez que los soltó, el libro se abrió fácilmente. Y ¡qué libro!

Estaba escrito, no impreso. Escrito en una caligrafía clara y pareja, con letra grande, de trazos gruesos hacia abajo y delgados hacia arriba, más fácil de leer que los impresos, y tan hermosa, que Lucía se quedó contemplándola durante unos segundos, y se olvidó de leer. El papel era liso y suave, y despedía un agradable aroma; y había dibujos en los márgenes y alrededor de las grandes y coloridas mayúsculas al principio de cada conjuro.

No tenía títulos ni subtítulos; los conjuros comenzaban de inmediato. Al principio, Lucía no encontró nada importante en ellos. Eran remedios para las verrugas (lavándose las manos a la luz de la luna, en una palangana de plata), para los dolores de muela y calambres, y también había uno para sacar enjambres de abejas. El cuadro del hombre con dolor de muelas era tan real, que si lo mirabas mucho rato podía hacerte doler tus propias muelas; y las abejas doradas, que salpicadas por todos lados en el cuarto conjuro, parecía como si realmente estuvieran volando.

A Lucía le costó mucho salir de esa primera página, mas cuando le dio vuelta se encontró con que la segunda era igualmente interesante.

“Pero tengo que seguir adelante”, se dijo.

Y avanzó cerca de treinta páginas. De haber podido recordarlas, le habrían enseñado cómo encontrar tesoros enterrados, cómo recordar cosas olvidadas, cómo olvidar las cosas que quieres olvidar, cómo saber si los demás dicen la verdad, cómo llamar (o prevenir) la lluvia, el viento, la niebla, la nieve y el aguanieve; cómo producir sueños encantados y cómo dar a un hombre una cabeza de burro (como hicieron con el pobre Bottom). Y mientras más leía, más maravillosos y reales eran los dibujos.

Luego llegó a una página con tal despliegue de ilustraciones que casi no se distinguía la escritura. Apenas se podía leer, pero Lucía

reparó en las primeras palabras. Estas eran: “Un hechizo infalible para hacer de quien lo pronuncie el ser más hermoso de entre los mortales”. Lucía acercó su cara a la página y fijó la vista en los dibujos, y aunque al principio parecían estar amontonados y enredados, ahora podía distinguirlos más claramente.

La primera ilustración mostraba a una niña parada frente a un escritorio leyendo un libro inmenso; estaba vestida exactamente igual a ella. En la siguiente, Lucía (porque la niña del dibujo era la misma Lucía) estaba de pie con la boca abierta y una expresión bastante terrible en la cara, cantando o recitando algo. En la tercera lámina ya tenía la belleza más allá de todo lo mortal. Era extraño, considerando lo pequeños que se veían los dibujos al principio, que ahora la Lucía del cuadro pareciera ser casi del mismo tamaño que la Lucía real; ambas se miraron a los ojos y la verdadera Lucía apartó su mirada a los pocos segundos, deslumbrada con la belleza de la otra Lucía, aunque aún podía ver alguna semejanza con sus propios rasgos en esa hermosa cara. De pronto las ilustraciones comenzaron a agolparse rápidamente una tras otra. Se vio sentada en un trono, en las alturas, en un gran torneo en Calormania, y todos los reyes del mundo peleaban por su belleza. Después de esto, los torneos se transformaron en guerras de verdad, y tanto Narnia como Arquenlandia, Telmaria, Calormania, Galma y Terebintia fueron devastados por la furia de los reyes, duques y grandes señores, que peleaban por sus favores. Luego cambió, y Lucía, que seguía teniendo esa belleza superior a la de todos los mortales, estaba de vuelta en Inglaterra, y Susana (que siempre había sido la belleza de la familia) había regresado de Estados Unidos. La Susana del cuadro era igual a la verdadera Susana, pero menos bonita y con una expresión antipática. Y Susana estaba celosa de la deslumbrante belleza de Lucía, pero esto no tenía importancia, pues a nadie le interesaba Susana ahora.

—Diré el conjuro —dijo Lucía—. No me importa, lo diré.

Dijo “no me importa”, pues tenía el fuerte presentimiento de que no debía hacerlo. Pero cuando volvió a mirar las primeras palabras del conjuro, ahí, en medio de la escritura, donde estaba muy segura de que antes no había ningún dibujo, vio una enorme cara de león, del León, del propio Aslan, que la miraba fijamente. Estaba pintado de un dorado tan intenso, que parecía como si fuera a salir de la página hacia ella; y a decir verdad, más tarde no estuvo muy segura de que no se hubiera movido un poco. De cualquier forma, ella conocía muy bien esa expresión de su rostro. Gruñía mostrando todos sus dientes. Lucía se asustó terriblemente y, de inmediato, dio vuelta a la página.

Poco después llegó a un conjuro que permitía saber lo que los amigos pensaban de uno. Lucía, que había querido de todo corazón ensayar el otro conjuro, el que la haría ser la más hermosa de los mortales, decidió que diría este conjuro para suplir el no haber dicho el otro. Y muy apurada, por miedo a cambiar de opinión, dijo las palabras. (Nada me convencerá a decirles cuáles eran esas palabras). Luego esperó a ver qué ocurría.

Como no pasaba nada, empezó a mirar los dibujos. De pronto vio lo último que habría esperado; en el dibujo había un carro de tren de tercera clase y, adentro, dos colegialas sentadas. Lucía las reconoció de inmediato. Eran Margarita Preston y Ana Featherstone. Y ahora era más real que un simple dibujo, tenía vida. Podía ver que por la ventana se divisaban los postes del telégrafo pasando como flechas. Podía ver a las dos niñas riendo y conversando y, luego, poco a poco (como cuando se sintoniza la radio), escuchó lo que hablaban.

—¿Podré verte un poco más este trimestre? —decía Ana—, ¿o vas a seguir estando tan agarrada por Lucía Pevensie?

—No entiendo qué quieres decir con eso de agarrada —dijo Margarita.

—Claro que lo entiendes —dijo Ana—. El trimestre pasado te morías por ella.

—No pienso —respondió Margarita—. No soy tan tonta. Lucía no es una niña mala, a su manera, pero empecé a cansarme de ella antes de que terminara el trimestre.

—¡Muy bien, entonces no te volverá a pasar nunca más! —gritó Lucía—. ¡Pequeña bestia hipócrita!

Pero el sonido de su propia voz, de inmediato, le recordó que estaba hablando con un dibujo y que la verdadera Margarita estaba muy lejos, en otro mundo.

“Bien —se dijo Lucía—. Yo pensaba mucho mejor de ella; hice montones de cosas por ayudarla en el último trimestre, y fui su amiga cuando pocas se le acercaban. Y ella lo sabe muy bien. ¡Y decírselo a Ana Featherstone, precisamente! Me pregunto si todas mis amigas serán iguales. Aquí hay muchos cuadros más. No. No miraré ni uno más. ¡No miraré! ¡No miraré!”

Con gran esfuerzo volvió la página, pero antes un lagrimón de rabia salpicó la hoja.

En la próxima página encontró un conjuro “para fortalecer el espíritu”. Aquí había menos ilustraciones, pero eran muy bonitas. Y lo que leyó parecía más bien un cuento que un hechizo. Eran tres páginas y, antes de terminar la primera, se había olvidado de que estaba leyendo. Estaba viviendo la historia como si fuera real y todos los dibujos eran reales también. Al llegar a la tercera página, y después de leer el final, se dijo:

“Es la historia más linda que he leído en toda mi vida y que leeré jamás. Me encantaría seguir leyéndola diez años más. Por lo menos, la voy a leer de nuevo”.

Pero aquí entró en juego parte de la magia del Libro. No se podía volver atrás. Las páginas siguientes, las de la derecha, podían ser dadas vuelta, pero las de la izquierda, no.

—¡Qué pena! —dijo Lucía—. Tenía tantas ganas de volverla a leer. Bueno, por lo menos la podré recordar. A ver... se trataba de... de... ¡Dios mío! Todo se está desvaneciendo otra vez. Hasta esta última página está quedando en blanco. Este es un libro bien misterioso. ¿Cómo pude haber olvidado? Se trataba de una copa... y una espada y... un árbol... y un cerro verde, eso lo sé, pero no puedo recordar, ¿qué voy a hacer?

Nunca lo pudo recordar y, desde ese día, para Lucía una buena historia es alguna que le recuerda la historia olvidada del Libro del Mago.

Dio vuelta la hoja y, para su sorpresa, encontró una página sin ningún dibujo; pero las primeras palabras eran las siguientes:

“Un conjuro para hacer visibles las cosas escondidas”.

Lucía leyó todo para estar segura de todas las palabras difíciles y, luego, lo dijo en voz alta. De inmediato vio que había dado resultado, pues a medida que hablaba comenzaron a colorearse las letras mayúsculas del encabezamiento de la página, y empezaron a aparecer los dibujos en los márgenes. Era como cuando uno sostiene junto al fuego algo que está escrito con tinta invisible y la escritura comienza a aparecer en forma gradual; sólo que en este caso, en vez del sucio color del jugo de limón (que es la tinta invisible más fácil), los colores eran dorado, azul y rojo. Eran dibujos extraños con personajes que a Lucía no le gustaban mucho.

Entonces pensó:

“Supongo que habré hecho todo visible, y no sólo a los golpeadores. Debe haber montones de otras cosas invisibles vagando en un lugar como éste. No estoy segura de si me gustaría verlas todas”.

En ese momento oyó pisadas silenciosas y pesadas que se acercaban por el corredor tras ella y, por supuesto, se acordó de lo que le habían dicho acerca del mago, que caminaba con los pies descalzos, sin hacer más ruido que un gato. Siempre es mejor darse vuelta que sentir algo que se acerca con sigilo a nuestras espaldas. Así lo hizo Lucía.

Luego su cara se iluminó por un momento (por supuesto que ella no lo sabía) haciéndola verse casi tan hermosa como la Lucía del dibujo, y corrió hacia delante dando un grito de gozo y con los brazos estirados, pues quien estaba en la puerta era Aslan en persona, el León, el másgrande de todos los grandes reyes. Se veía fuerte y real y amistoso, y permitió que Lucía lo besara y se refugiara en sumelena resplandeciente. Y Lucía hasta se atrevió a pensar que el ruido bajo, semejante a un terremoto que sentía dentro del León, era un ronroneo.

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