La travesía del Explorador del Amanecer (16 page)

BOOK: La travesía del Explorador del Amanecer
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Decían esto sin ni asomo de sorpresa, y parecían no darse cuenta de que habían cambiado de opinión.

—Ella quiso decir —aclaró el Jefe monópodo— que qué bien nos veíamos antes de que nos afearan.

Tienes razón, Jefe, tienes razón —cantaron los monópodos—. Eso fue lo que ella dijo, nosotros la oímos.

Yo no dije eso —gritó Lucía—. Dije que son muy agradables
ahora
.

Lo dijo, lo dijo —reiteró el Jefe—. Dijo que éramos muy agradables entonces.

—Escúchenlos, escúchenlos —dijeron los monópodos—. Hacen un par perfecto. Siempre tienen la razón. No podrían haberlo dicho mejor.

—Pero si estamos diciendo justo lo contrario —dijo Lucía, golpeando impacientemente con el pie.

—Eso es, seguro, eso es —dijeron todos—. No hay nada como lo contrario. Sigan ustedes dos.

—Ustedes son capaces de volver loco a cualquiera —dijo Lucía y se dio por vencida.

Pero los monópodos parecían estar perfectamente felices y Lucía decidió que, en el fondo, la conversación había sido un éxito.

Aquella tarde antes de acostarse ocurrió algo más que hizo que los monópodos estuvieran aún más satisfechos de tener una sola pierna. Caspian y todos los narnianos volvieron a la playa lo antes posible para dar noticias suyas a Rins y a los demás a bordo del
Explorador del Amanecer,
que ya estaban bastante preocupados. Por supuesto que los monópodos los acompañaron rebotando como pelotas de fútbol y afirmando a grandes voces lo que decían los demás, hasta que Eustaquio dijo:

—Me gustaría que el mago los hiciera inaudibles en vez de invisibles.

Pronto se arrepintió de lo que había dicho, pues tuvo que explicarles que una cosa inaudible es algo que no se puede oír y, aunque le tomó mucho trabajo hacer esto, nunca supo si los monópodos entendieron o no. Y lo que más le molestó fue lo que dijeron al final:

—Oye, tú no puedes hablar como nuestro Jefe, pero algún día aprenderás, jovencito. Escúchalo a él, y él te enseñará cómo decir las cosas. ¡Ahí tienes a un gran orador!

Al llegar a la bahía, Rípichip tuvo una brillante idea. Hizo bajar su pequeña barquilla y se dedicó a remar, hasta que los monópodos se manifestaron sumamente interesados. Entonces se puso de pie dentro de su embarcación y dijo:

—Respetables e inteligentes monópodos: ustedes no necesitan botes, ya que cada uno posee un pie que puede reemplazarlo. Sólo tienen que saltar sobre el agua lo más suave que puedan, y verán lo que ocurre.

El Jefe monópodo se quedó atrás y advirtió a los otros que encontrarían el agua sumamente mojada, pero uno o dos de los más jóvenes hicieron la prueba casi de inmediato y, luego, unos cuantos más siguieron su ejemplo y finalmente el grupo entero hizo lo mismo y todo salió perfectamente bien. El único e inmenso pie de los monópodos hacía las veces de una balsa o bote natural, y cuando Rípichip les enseñó cómo cortar remos firmes para ellos, todos remaron por la bahía y alrededor del
Explorador del Amanecer,
dando la impresión de que se trataba verdaderamente de una flota completa de pequeñas canoas con un enano gordo parado en la popa de cada una de ellas. Hicieron carreras, y del barco bajaron botellas de vino para dárselas como premio, y los marineros se asomaban por los costados del barco
,
riéndose hasta que empezaron a dolerles sus propios costados.

Los Zonzos también estaban contentos con su nuevo nombre de “monópodos”, que les parecía un nombre magnífico, a pesar de que nunca lo pudieron aprender bien.

—Eso es lo que somos —gritaban—. Monipudos, Pomonodos, Podimonos. Justo el nombre que teníamos en la punta de la lengua.

Pero muy pronto se les enredó con su antiguo nombre de Zonzos; finalmente se acostumbraron a llamarse Zonzópodos, y lo más probable es que así se llamarán por siglos.

Esa noche los narnianos cenaron con el mago en el piso de arriba, y Lucía se dio cuenta de lo diferente que se veía todo ahora que no le tenía miedo. Los misteriosos signos en las puertas continuaban siendo misteriosos, pero ahora parecían tener significados amables y alegres, e incluso el espejo barbón ahora parecía más divertido que atemorizador. Por arte de magia, cada uno tuvo a la cena lo que más le gustaba comer y beber, y después el mago realizó una obra de magia muy hermosa y útil. Extendió sobre la mesa dos hojas de pergamino en blanco y pidió a Drinian que le relatara detalladamente su viaje hasta esa fecha y, a medida que Drinian hablaba, todo lo que decía quedaba grabado en el pergamino, con líneas claras y delgadas, hasta que al final cada una de las hojas quedó transformada en un mapa espléndido del océano oriental, donde veían Galma, Terebintia, Las Siete Islas, las Islas Desiertas, la Isla Dragón, Isla Quemada, Aguas de Muerte y la propia Isla de los Zonzos, todas del tamaño correcto y en las posiciones adecuadas. Estos fueron los primeros mapas de esos mares y mejores que los que se han hecho después sin la ayuda de la magia. Porque en ellos, aunque al principio los pueblos y montañas se veían como en cualquier mapa común, cuando el mago les prestó un magnífico cristal, podías ver que eran perfectas fotografías en miniatura de las cosas reales, de modo que veías el verdadero castillo y el mercado de esclavos y las calles de Cielo Angosto, todo muy claro, aunque muy distante, como se ven las cosas por el revés del telescopio. El único inconveniente era que la línea de la costa estaba incompleta en la mayoría de las islas, puesto que el mapa mostraba sólo lo que Drinian había visto con sus propios ojos. Cuando terminaron, el mago se quedó con uno para él y el otro se lo regaló a Caspian; aún está colgado en la Sala de los Instrumentos en Cair Paravel. Pero el mago no pudo decirles nada sobre mares o tierras más hacia el este. Sin embargo, les contó que cerca de siete años atrás había anclado en sus mares un barco narniano y que a bordo viajaban cuatro caballeros: lord Revilian, lord Argoz, lord Mavramorn y lord Rup. Dedujeron, por lo tanto, que el hombre dorado que habían visto muerto en Aguas de Muerte debía ser lord Restimar.

Al día siguiente, el mago, con su magia, reparó la popa del
Explorador del Amanecer
que había sido dañada por la serpiente marina, y lo cargó con regalos de gran utilidad. Hubo una despedida muy amistosa, y cuando zarparon, dos horas después del mediodía, todos los Zonzópodos los acompañaron remando con sus paletas hasta la entrada del puerto y los vitorearon hasta que el barco estuvo fuera del alcance de sus gritos.

La Isla Oscura

Después de esta aventura, navegaron hacia el sur y un poco en dirección este durante doce días, con viento suave, los cielos casi siempre claros y el aire tibio, y no vieron pájaros ni peces, salvo una vez que divisaron una ballena lanzando su chorro, a lo lejos, a estribor. En esa etapa Lucía y Rípichip jugaron mucho al ajedrez. Al decimotercer día, Edmundo, desde la cofa de combate, avistó algo parecido a una gran montaña oscura que surgía del mar a babor de la proa.

Alteraron el curso y se dirigieron hacia esa tierra, a remo la mayor parte del tiempo, porque el viento no era favorable para navegar a vela en dirección noreste. Al caer la tarde, aún estaban muy lejos y continuaron remando toda la noche. A la mañana siguiente, había buen tiempo, pero una calma aplastante. La masa oscura estaba al frente, mucho más cercana y grande, pero muy borrosa todavía, de modo que algunos pensaban que aún estaba bastante lejos, y otros, que estaban entrando en una bruma.

De súbito, alrededor de las nueve de la mañana, estaban tan cerca que pudieron ver que no era tierra en absoluto, ni siquiera una bruma en un sentido correcto de la palabra. Era una Oscuridad. Es bastante difícil describir una oscuridad, pero comprenderás mejor si te imaginas que estás mirando la boca del túnel de un tren, pero un túnel tan largo, o con tantas curvas, que no puedes ver la luz al final. Y tú sabes cómo debería ser. A los pocos metros verías los rieles, los durmientes y el ripio a plena luz de día; luego vendría un sector donde se estaría en el crepúsculo; y después, muy de repente, pero por supuesto sin una línea divisoria definida, todo se desvanecería completamente en una negrura pareja y densa. Lo mismo ocurría aquí, pues a pocos metros frente a proa podían ver el oleaje del agua de brillantes tonos verde-azul. Más allá, podían advertir que el agua se veía un poco más pálida y gris, como se ve al atardecer. Pero aún más allá, una completa oscuridad, como si hubiesen llegado al límite de una noche sin luna y sin estrellas.

Caspian gritó al contramaestre que detuviera el barco, y todos, menos los remeros, se precipitaron a proa a mirar, poro no había nada que ver a simple vista. Tras ellos estaban el mar y el sol; delante, la Oscuridad.

—¿Nos metemos allí? —preguntó Caspian finalmente.

—Yo no lo aconsejaría —dijo Drinian.

—El capitán tiene razón —opinaron varios marineros.

—Yo también lo creo —dijo Edmundo.

Lucía y Eustaquio no hablaron nada, pero en su interior estaban muy contentos del aspecto que parecían estar tomando las cosas. Pero de pronto la voz clara de Rípichip rompió el silencio:

—¿Y por qué no? —dijo—. ¿Alguien me puede explicar por qué no?

Ninguno tenía muchas ganas de explicar nada, así es que Rípichip continuó:

—Si hablase a campesinos o esclavos —dijo—, pensaría que tal proposición nace de la cobardía. Pero espero que jamás se pueda decir en Narnia que un grupo de personas nobles y príncipes en la flor de la edad, pusieron pies en polvorosa por temor a la oscuridad.

—Pero ¿qué clase de utilidad tendría abrirse camino por esa negrura? —preguntó Drinian.

—¿Utilidad? —replicó Rípichip—. ¿Utilidad, capitán? Si por utilidad usted entiende llenarnos los estómagos o los bolsillos, confieso que no sería de ninguna utilidad. Pero hasta donde yo sé, no nos hicimos a la mar para buscar cosas útiles, sino para buscar honor y aventuras. Y aquí se nos presenta la aventura más fantástica que jamás he oído, y aquí, si nos devolvemos, se pone en tela de juicio todo nuestro honor.

Varios de los marineros susurraron cosas como “al diablo con el honor”, pero Caspian dijo:

—¡Oh, qué molestoso eres, Rípichip! Casi desearía haberte dejado en casa. ¡Está bien! Si lo pones así, supongo que tendremos que seguir adelante. A menos que Lucía prefiera que no.

Lucía habría preferido con toda su alma no continuar, pero lo que dijo en voz alta fue:

—Estoy lista.

—¿Al menos hará encender luces, su Majestad? —preguntó Drinian.

—De todos modos —dijo Caspian—. Encárgate de eso, capitán.

De este modo se encendieron los tres faroles, el de popa, el de proa y uno en lo alto del mástil, y Drinian mandó traer dos antorchas para poner al medio del barco. Se veían pálidas y débiles a la luz del sol. Luego mandaron a cubierta a todos los hombres, salvo los que estaban abajo, a cargo de los remos; armados hasta los dientes, se situaron en sus puestos de batalla con las espadas desenvainadas. En la cofa de combate estaban Lucía y dos arqueros con sus arcos tensados y las flechas en las cuerdas. El marinero Rynelf se encontraba en la proa con su sonda lista para medir la profundidad. Rípichip, Edmundo, Eustaquio y Caspian, con su armadura resplandeciente, estaban con él. Drinian se hizo cargo del timón.

—Y ahora, ¡en nombre de Aslan, adelante! —gritó Caspian—. Una remada suave y continua y que todos los hombres se callen y mantengan oído alerta a las órdenes.

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