La travesía del Explorador del Amanecer (15 page)

BOOK: La travesía del Explorador del Amanecer
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¡Oh, Aslan! —le dijo—. Fuiste muy bueno al venir aquí.

He estado aquí todo el tiempo —dijo él—, pero me acabas de hacer visible.

—¡Aslan! —le dijo Lucía casi como un reproche—. No te rías de mí. Como si cualquier cosa que
yo
pudiera hacer te volviera visible a
ti.

Así fue —dijo Aslan—. ¿Crees que no iba a obedecer mis propias reglas?

Después de una breve pausa, el León habló nuevamente.

—Niña —le dijo—. Pienso que has sido indiscreta.

—¿Indiscreta?

—Escuchaste lo que dos de tus compañeras de colegio hablaban de ti.

—¡Ah, eso! Yo nunca pensé que eso era escuchar a escondidas, Aslan. ¿No era magia?

—Espiar a las personas con magia, es exactamente igual que espiarlas de cualquier otra manera. Y tú juzgaste mal a tu amiga. Ella es débil pero te quiere. Le tuvo miedo a la muchacha mayor, y dijo algo que no sentía.

—Creo que jamás podré olvidar lo que la oí decir.

—No, no lo olvidarás.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó Lucía—. ¿Lo eché todo a perder? ¿Quieres decir que de no haber sido por esto, habríamos seguido siendo amigas, realmente buenas amigas, durante toda la vida quizás, y que ahora jamás lo seremos?

—Hija —dijo Aslan—, ¿no te expliqué una vez que a nadie se le dice jamás lo que
podría haber pasado?

—Sí, Aslan, sí, me lo dijiste —respondió Lucía—. Perdóname. Pero, por favor...

—Continúa, mi querida niña.

—¿Podré alguna vez volver a leer esa historia, aquella que no puedo recordar? ¿Me la contarás, Aslan? ¡Oh, cuéntamela, por favor, cuéntamela, cuéntamela!

—Por supuesto que sí, te la voy a contar por años y años. Pero ahora ven. Debemos saludar al dueño de esta casa.

Los Zonzopodos fueron felices

Lucía siguió al gran León hacia el pasillo y de inmediato vio a un hombre viejo y descalzo, vestido de rojo, que se dirigía hacia ellos. Su cabeza blanca estaba coronada por una guirnalda de hojas de roble, la barba le llegaba hasta el cinturón, y se apoyaba en un bastón curiosamente labrado. Al ver a Aslan, el viejo se inclinó en una profunda reverencia y dijo:

—Bienvenido, Señor, a la más humilde de tus casas.

—Coriakin, ¿estás cansado de gobernar a esos súbditos tan tontos que te encargué?

—No —dijo el mago—. Son bastante estúpidos, pero no hacen daño. Incluso hasta he llegado a sentir cariño por esas criaturas. A veces, tal vez, me impaciento esperando que llegue el día en que pueda gobernarlos con sabiduría en vez de tener que hacerlo con esta burda magia.

—Todo a su tiempo, Coriakin —dijo Aslan.

—Sí, Señor, todo a su debido tiempo —fue la respuesta—. ¿Piensas mostrarte ante ellos, Señor?

—No —dijo el León con un semigruñido que parecía una risa (pensó Lucía)—. De seguro los asustaría hasta la locura. Habrá muchas estrellas que envejecerán y bajarán a descansar a alguna isla, antes de que tu pueblo esté preparado para verme. Y hoy día, antes de que se ponga el sol, debo visitar a Trumpkin, el Enano, que está en el palacio de Cair Paravel, contando los días que faltan para que vuelva Caspian, su amo. Le relataré toda tu historia, Lucía. No estés triste. Pronto nos volveremos a encontrar.

—Por favor, Aslan —dijo Lucía—. ¿A qué llamas pronto?

—Para mí, cualquier plazo es pronto —dijo Aslan, y desapareció en un instante, y Lucía se quedó sola con el mago.

—¡Se ha ido! —dijo él—, y nos ha dejado bien alicaídos. Siempre pasa lo mismo, no lo puedes retener como si fuera un león domesticado. Pero, dime, ¿te gustó mi libro?

—Algunas partes me gustaron mucho —dijo Lucía—. ¿Tú sabías todo el tiempo que yo estaba aquí?

—Por supuesto que sí. Desde que dejé que los Zonzos se volvieran invisibles supe que pronto vendrías a quitarles el hechizo. No sabía el día exacto. Y esta mañana no estaba vigilando en una forma especial. Verás, ellos me volvieron invisible a mí también, y el ser invisible siempre me ha dado muchísimo sueño. ¡Ouuu!, ya estoy bostezando de nuevo. ¿Tienes hambre?

—Sí, tal vez un poco —dijo Lucía—. No tengo idea qué hora será.

—Ven —dijo el mago—. Puede que para Aslan todas las horas sean pronto, pero en mi casa todas las horas de hambre son la una de la tarde.

El mago guió a Lucía un poco más allá por el pasillo, y abrió una puerta. Al entrar, Lucía se encontró en una habitación muy agradable, llena de sol y de flores. La mesa estaba vacía, pero no cabía duda de que era una mesa mágica; y a una palabra del anciano aparecieron un mantel, fuentes y cubiertos de plata, copas y botellas de cristal, y comida.

—Espero que te guste —le dijo—. He tratado de darte la comida más parecida a la de tu mundo, que tal vez no hayas probado últimamente.

—Es delicioso —dijo Lucía.

Y de hecho lo era: una tortilla muy caliente, cordero frío con arvejas, helado de frutilla, jugo de limón para tomar con la comida y después una taza de chocolate.

Pero el mago sólo tomó vino y comió pan. En él no había nada que infundiera temor, y pronto ambos estuvieron charlando como viejos amigos.

—¿Cuándo funcionará el conjuro? —preguntó Lucía—. Los Zonzos, ¿se harán visibles de inmediato?

—¡Oh, sí! Ellos ya son visibles, pero probablemente estén todos dormidos todavía; siempre toman un descanso a mediodía.

—Y ahora que son visibles, ¿harás que dejen de ser feos y que vuelvan a ser como eran antes?

—Bueno, este es un asunto un tanto delicado —dijo el mago—.
Ellos
son los únicos que piensan que antes eran bonitos. Dicen que los afearon, pero yo no diría eso. Mucha gente pensaría que el cambio fue para mejor.

—¿Son muy vanidosos?

—Lo son, o al menos el Jefe lo es, y les ha enseñado a los demás. Siempre creen todo lo que les dice.

—Ya nos dimos cuenta —dijo Lucía.

—Sí, nos habría ido mejor sin él, en cierta manera. Claro que yo podría convertirlo en alguna otra cosa, o incluso poner sobre él un hechizo para que no creyeran ni una palabra de lo que dice, pero no me gustaría hacer eso. Es mejor que lo admiren a él, antes de que no admiren a nadie.

—¿No te admiran a ti? —preguntó Lucía.

—¡Oh, no! A mí no —dijo el mago—. Ellos no me admirarían a
mí.

—¿Por qué los volviste feos?..., digo, lo que ellos llaman feo.

—Bueno, ellos no querían hacer lo que se les ordenó. Su trabajo consiste en cuidar el jardín y producir el alimento, no para mí, como ellos imaginan, sino para ellos mismos. No harían nada si no los obligara. Y, por supuesto, en un jardín necesitas agua. Cerca de media milla arriba, en el cerro, hay un hermoso manantial y desde allí fluye un arroyo que pasa justo por el jardín. Lo único que les pedía era que recogieran agua en el arroyo, en vez de hacer la cansadora caminata con sus baldes dos o tres veces al día hasta el manantial, agotándose y derramando la mitad del agua al regresar. Pero ellos no entendieron y, al final, se negaron categóricamente.

—¿Son en realidad tan estúpidos? —preguntó Lucía.

El mago suspiró:

—No te podrías imaginar los problemas que he tenido con ellos. Hace algunos meses decidieron que lavarían los platos y cuchillos antes de comer; decían que así ahorrarían tiempo después. Otra vez los sorprendí plantando papas cocidas, para no tener que cocinarlas cuando las cosecharan. Un día, el gato se metió en la lechería, y veinte de ellos se dedicaron a sacar fuera toda la leche; ninguno pensó en sacar al gato. Bueno, veo que terminaste. Vamos a mirar a los Zonzos ahora que se pueden ver.

Entraron a otra habitación que estaba llena de instrumentos muy pulidos y que era difícil entender para qué servían, tales como astrolabios, planetarios antiguos, cronoscopios, poesímetros, coriambos y teodolitos... Al llegar a la ventana, el mago dijo:

—Allá están tus Zonzos.

—No veo a nadie —dijo Lucía—. Pero ¿qué son esas cosas que parecen hongos?

Las cosas que ella mostraba estaban esparcidas por todo el pasto y, ciertamente, eran muy similares a los hongos, pero mucho más grandes; el tallo medía como un metro de altura, y el paraguas, más o menos lo mismo de un lado a otro. Al observarlos más detenidamente, Lucía se dio cuenta también de que el tallo estaba unido al paraguas no en la mitad, sino a un lado, lo que les daba un aspecto de desequilibrio. Y había algo, una especie de pequeño bulto apoyado en el pasto al pie de cada tallo. Pero mientras más fijo los miraba, encontraba que tenían menos apariencia de hongos. La parte del paraguas en realidad no era redonda como creyera en un principio. Era más larga que ancha, y se ensanchaba más en un extremo. Eran muy numerosos, había cincuenta o más.

El reloj dio las tres.

En ese momento ocurrió algo extraordinario. De pronto todos los hongos se pusieron boca arriba. Los pequeños bultos que estaban a los pies de los tallos eran cabezas y cuerpos. Los tallos eran piernas, pero cada cuerpo no tenía dos piernas, sino sólo una pierna gruesa, justo debajo (no a un lado como si fuera un hombre con una sola pierna), y al final de ésta, un gran pie, un pie de dedos anchos que se curvaban un poco hacia arriba, de modo que semejaban pequeñas canoas. Lucía comprendió de inmediato por qué le parecieron hongos. Habían estado tendidos de espalda, cada uno con su única pierna estirada muy derecha, en el aire, y su enorme pie extendido. Más tarde, supo que esa era la forma en que acostumbraban descansar, porque el pie los protegía tanto del sol como de la lluvia, y que para un monópodo recostarse bajo su propio pie es como estar en una tienda.

—¡Oh! Son lo más divertido que he visto —gritó Lucía, rompiendo en carcajadas—. ¿Tú los hiciste así?

—Sí, sí. Yo convertí a los Zonzos en monópodos —dijo el mago, riéndose también, mientras le corrían las lágrimas por las mejillas—. Pero míralos —añadió.

En realidad era digno de verse. Como es lógico, estos hombrecitos de una sola pierna no podían caminar ni correr como nosotros. Se desplazaban a saltos, igual que si hubieran sido pulgas o sapos. ¡Y qué saltos daban!... Como si cada uno de esos enormes pies fuera un manojo de resortes. ¡Y qué rebotes daban al caer! Esto era lo que producía el ruido de golpes que tanto había confundido a Lucía el día anterior. En este momento saltaban por todas partes, gritándose unos a otros.

—¡Oigan, amigos, somos visibles de nuevo!

—Somos visibles —dijo uno que usaba una gorra con borlas rojas y que, sin lugar a dudas, era el Jefe de los monópodos—. Y me parece que somos visibles, porque nos podemos ver unos a otros.

—Eso es, Jefe, eso es —gritaron los demás—. Ese es el punto. Nadie tiene una mente más clara que la tuya. No lo podías haber dicho más claro.

—Pilló al viejo desprevenido, esa niñita —dijo el Jefe monópodo—. Esta vez lo hemos vencido.

—Es justo lo que íbamos a decir nosotros —cantó el coro—. Hoy estás más fuerte que nunca, Jefe. ¡Sigue, sigue!

—¿Ellos se atreven a hablar así de ti? —preguntó Lucía—. Ayer parecían temerte tanto. ¿No saben que podrías estar escuchándolos?

—Esa es una de las cosas divertidas de los Zonzos respondió el mago—. A veces hablan de mí como si yo lo organizara todo y oyera todo, y como si fuese sumamente peligroso, y al minuto siguiente piensan que me pueden engañar con trucos que hasta un niño puede descubrir. ¡Son increíbles!

—¿Tienen que volver a su verdadera apariencia? preguntó Lucía—. Ojalá no sea una crueldad dejarlos como están. ¿Crees que a ellos les importaría mucho? Se ven tan contentos. ¡Mira, mira ese salto! Pero dime, ¿cómo eran antes?

—Simples enanitos —dijo el mago—, aunque no tan simpáticos como los que hay en Narnia.

—Sería una lástima volver a transformarlos —dijo Lucía—, son tan graciosos y muy simpáticos. ¿Piensas que vale la pena que se los diga?

—Estoy seguro de que sí, si es que logras metérselo en la cabeza.

—¿Vendrás conmigo a intentarlo? —No, no. Te irá mucho mejor sin mí.

—Un millón de gracias por el almuerzo —dijo Lucía, y se alejó con rapidez.

Bajó corriendo la escalera, que con tantos nervios había subido esa mañana y al llegar abajo chocó con Edmundo. Todos los otros estaban esperando con él y, al ver sus caras de ansiedad, a Lucía le remordió la conciencia y se dio cuenta de todo el tiempo que había pasado sin acordarse de ellos.

—No se preocupen —gritó—. Todo está bien. El mago es un tesoro... y ¡lo he visto a
él...,
a Aslan!

Después de esto se alejó de ellos, rápida como el viento, y salió al jardín. Allí la tierra se estremecía con los saltos de los monópodos, y en el aire resonaban sus gritos, que se redoblaron al divisar a Lucía.

—Aquí viene, aquí viene —gritaron—. ¡Tres vivas por la niñita! Engañó muy bien al viejo, esta niña.

—Lamentamos muchísimo —dijo el Jefe monópodo— que no podamos darte el placer de vernos como éramos antes que nos afearan, pues no podrías creer la diferencia, y es cierto, ya que no se puede negar que ahora somos mortalmente feos, de modo que no te vamos a mentir.

—Eso es lo que somos, Jefe. Eso es lo que somos —corearon los demás, rebotando como si fuesen pelotas de juguete—. Tú lo has dicho, tú lo has dicho.

—Pero yo no creo que lo sean en lo más mínimo —dijo a gritos Lucía, para hacerse oír—. Pienso que se ven muy bien.

—¡Oigan, oigan lo que ella dice! —vocearon los monópodos—. Dices la verdad, querida. Nos vemos muy bien. No podrías encontrar otro grupo más hermoso.

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