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Authors: Nacho Ares

Tags: #Aventuras, Historico

La tumba perdida (2 page)

BOOK: La tumba perdida
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Pero Carter no contestó. No sabía qué decir. Extasiado ante el sueño arqueológico que estaba contemplando, se sentía incapaz de hallar las palabras que pudieran describir lo que estaba viviendo.

—Carter…, ¿ve usted algo? —insistió el lord.

Tras una nueva pausa, Carter al fin recobró el aliento y pudo responder.

—¡Sí, cosas maravillosas!

Capítulo 1

De todas las ventanas de Castle Carter salía una luz tenue pero suficiente para dar forma al edificio entre las sombras de Elwat el-Diban, al pie del camino que llevaba hasta el Valle de los Reyes, en la orilla oeste de Luxor. Era finales de noviembre, pero el calor en esa zona desértica todavía se dejaba notar. Por las ventanas, ligeramente entornadas, corría una ligera brisa fresca. Del interior llegaban las voces alegres y emocionadas de cuantos participaban en la fiesta organizada por lord Carnarvon. El motivo de la celebración lo merecía: el quinto conde de Carnarvon acababa de descubrir, junto al egiptólogo Howard Carter, la tumba intacta de un faraón en el cercano cementerio real de Biban el-Moluk, el Valle de las Puertas de los Reyes, más conocido como el Valle de los Reyes.

En el silencio de la noche, en la Montaña Tebana se elevaban exclamaciones, risas y conjeturas ingenuas sobre los posibles tesoros que pudiera contener el sepulcro. Ése era el único tema de conversación. El nombre del faraón, Tutankhamón, corría de boca en boca.

Lord Carnarvon caminaba entre los invitados saludando y recibiendo las felicitaciones de arqueólogos, amigos y autoridades. Tras el accidente automovilístico que había sufrido años atrás, nunca se separaba de su bastón. Aun así, el aristócrata deambulaba entre los presentes con soltura. De elegancia innata, bigote y cabello rubios y recortados con esmero, y profunda mirada de ojos azules, Carnarvon encarnaba al perfecto inglés, el prototipo de una imagen señorial que durante generaciones había heredado la familia de Highclere.

El conde se sentía henchido de orgullo por el sensacional hallazgo tras dos décadas de infructuoso trabajo en las que lo descubierto en los diferentes lugares donde había excavado casi cabía en un pequeño baúl.

De pronto Carnarvon se percató de que entre los asistentes a la fiesta faltaba el más importante. La reunión tenía lugar en la casa que el conde había construido hacía una década para su amigo y colega de aventuras Howard Carter, a quien en ese momento no veía por ninguna parte. Se acercó a uno de los muebles con bebidas y refrescos, colocados contra la pared del pequeño salón, junto al que se hallaba lady Evelyn Herbert.

—¿Dónde está Howard? —preguntó a su hija mientras apuraba el whisky de su vaso y paseaba la mirada por encima de las cabezas de los asistentes.

—No lo sé. En el jardín interior no está, vengo de allí. Creí que estaba contigo… —respondió ella con expresión aburrida—. ¿Quieres que vaya a buscarle? —añadió con un brillo de entusiasmo en los ojos.

—De acuerdo, quizá se encuentre en la cocina con Ahmed.

Lady Evelyn Leonora Almina Herbert, la bella hija de lord Carnarvon, no dudó un instante en complacer los deseos de su padre y, tras hacer un breve asentimiento con la cabeza, abandonó el salón. Era una muchacha activa, delgada, con un cuello fino y elegante del cual pendía un hermoso collar de perlas del que pocas veces se separaba. El cabello, negro, liso y muy abundante, con un flequillo caracoleado, a la moda de la época, enmarcaba un delicado rostro de rasgos finos y cierto aire de ingenuidad. Junto a la nariz asomaban algunas pecas, casi imperceptibles, cuyo color sólo se intensificaba en las temporadas que pasaba en Egipto, acentuando así ese semblante inocente que la caracterizaba. Sus ojos castaños sorprendían en una Carnarvon, pero, desde luego, su personalidad era fiel a su estirpe.

Sus veintiún años de edad la convertían en el centro de atención de los encuentros sociales. Sin embargo, en esta ocasión el protagonismo de Evelyn se había visto relegado a un segundo plano. El culpable no era otro que el faraón Tutankhamón. Y eso le gustaba. Detestaba dar explicaciones sobre su vida, sus viajes, su próxima boda con un joven inglés y sonreír continuamente cuando lo que de verdad deseaba era salir huyendo lo antes posible de la reunión de turno.

Lady Evelyn se dirigió hacia la cocina, al final del pasillo; sus collares y pulseras tintineaban a cada paso. Pero en la cocina sólo encontró a dos hombres del servicio preparando más bandejas con bebidas y dulces para los invitados. La puerta que daba al patio estaba abierta.

—¿Está en el patio el señor Carter? —preguntó mientras alcanzaba la puerta y se asomaba al exterior.

—No, señorita…

Pero cuando el egipcio respondió, ella ya había abandonado la cocina en dirección de nuevo al corazón de la casa.

En opinión de lady Evelyn, Castle Carter, el «castillo de Carter», no hacía honor a su nombre. Nadie en su sano juicio afirmaría que aquel lugar era grande y mucho menos un castillo. Los libros de la biblioteca de su querido castillo de Highclere, en Newbury, apenas cabrían en aquella casa. Castle Carter era una vivienda de una sola planta, con tres habitaciones, un salón, un despacho, una cocina y un baño. Sólo era un poco más grande de lo que durante muchos años fue la primera casa del arqueólogo, en Medinet Habu, a pocos kilómetros de allí, en la orilla oeste de Luxor. «Y a aquella covacha también la llamaban Castle Carter», recordó, incrédula, la joven.

La nueva vivienda, construida hacía diez años, era modesta pero cubría las necesidades más elementales de su principal morador; era cómoda, funcional y, lo más importante, muy fresca. Las cúpulas que coronaban cada una de las habitaciones propiciaban que el aire corriera y no se acumulara en el interior, creando un ambiente fresco incluso en las épocas más calurosas del año.

Pero esa noche de noviembre el calor tenía su origen en la gran cantidad de invitados reunidos en la casa. Muchos de ellos se habían visto obligados a salir a la explanada de tierra que se extendía frente a la entrada principal. Con tanta animación, Castle Cárter aún parecía más pequeño.

Evelyn se dijo que Howard Carter no podía estar muy lejos y, en efecto, no se equivocó. El despacho tenía la luz encendida y la puerta entreabierta.

—Howard… ¿estás ahí? —preguntó apoyando la oreja en la puerta.

La única respuesta que recibió fue el crujir de un disco de pizarra en un gramófono.

Empujó la puerta y vio el humo de un cigarrillo elevándose en el destello de la lámpara que iluminaba el despacho.

—Howard, ¿qué haces aquí? Todo el mundo está en el salón pasándolo bien.

Howard Carter alzó despacio la mirada, esbozó una sonrisa y la invitó a pasar con un movimiento de la cabeza.

Carter y Evelyn eran grandes amigos. Algunos rumores afirmaban que el arqueólogo mantenía una tórrida relación con la hija de su mecenas. Les reprochaban que protagonizaran a ojos vista un trato excesivamente familiar y próximo. Pero todo eso no eran más que habladurías. El egiptólogo, casi treinta años mayor que ella, simplemente era un buen amigo. Había sido uno de los primeros en conocer, de boca de la propia Evelyn, que en unos meses contraería matrimonio con sir Brograve Campbell Beauchamp, lo que alegró enormente al solitario explorador; el noviazgo se había mantenido en secreto, sólo los más allegados estaban al tanto. La joven consideraba a Carter un confidente, casi un miembro más de la familia Carnarvon.

Los rumores sobre su supuesto amor no eran nuevos, y en gran parte se basaban en el reservado y arisco carácter del maduro arqueólogo. Hombre insociable, reservado y de formas en ocasiones un tanto bruscas, Howard Carter se había granjeado a lo largo de sus años de estancia en Egipto decenas de conocidos y enemigos, pero pocos amigos. Nunca se le había conocido ninguna amante, algo que llamaba enormemente la atención de los egipcios, que no comprendían que un hombre de su edad no se hubiera casado y tuviera ya una prole numerosa, como era costumbre en el país africano. Las malas lenguas llegaban incluso a afirmar que Carter contaba con los servicios de un joven egipcio, cosa que el arqueólogo siempre evitaba confirmar o desmentir. En el fondo le agradaba que en torno a su figura se construyera una inmensa leyenda a la que cada cual añadía cosas de su propia cosecha. Egipto era así.

El inglés no dejaba indiferente a nadie. Entre los europeos causaba perplejidad que aquel individuo de nula formación académica hubiera llegado hasta donde lo había hecho. Carter lo había aprendido todo sobre el terreno trabajando como dibujante desde casi la adolescencia con los mejores expertos. Había desempeñado los cargos más importantes en el Servicio de Antigüedades de Egipto, dibujaba y pintaba de manera excepcional y tenía un olfato sin parangón para el trabajo de campo. Fruto de todo ello, y de una tenacidad como pocos hombres habían demostrado en el Valle de los Reyes, era la culminación del éxito con el hallazgo de la tumba de Tutankhamón.

Entre el grupo selecto de personas que merecían su amistad se hallaba la hija de su mentor. Carter veía en Evelyn a una joven entusiasta, capaz de valorar y comprender su trabajo más allá de los empalagosos halagos a los que muchos de sus colegas le sometían casi a diario. Disfrutaba estando con ella en la excavación, describiéndole los últimos hallazgos. No obstante, fiel a su profesionalidad, nunca permitía que la joven sacara de la tierra ningún descubrimiento. Esa responsabilidad sólo le concernía a él.

Lady Evelyn lo observó desde el umbral. De fondo seguía escuchándose el quejoso sonido del gramófono, hasta que la aguja acabó de leer el último surco del disco. Carter, sentado frente a su escritorio, lleno de cajones de los que sobresalían papeles, dibujos y planos ilegibles para cualquiera que no fuera él, la observaba con aquella sonrisa de bigote negro de la que era imposible discernir qué pasaba por la cabeza del explorador.

—Howard… ¿no estás contento por el descubrimiento?

Carter se levantó, tomó la mano de la joven, la hizo pasar y luego cerró la puerta. Se acercó hasta el gramófono, cambió el disco y puso el aria de la Reina de la Noche, de Mozart. Luego fue hasta la ventana y la abrió para que entrara la brisa. Hasta allí llegaban las alegres conversaciones de los que participaban de la fiesta en el exterior de la casa.

Con el inicio del disco, el canario dorado que le habían regalado a Carter unas semanas atrás comenzó a cantar. Evelyn miró la jaula colgada junto a la ventana y sonrió.

—Qué bonito es… ¿Recuerdas lo que decían los egipcios cuando papá te lo regaló? —dijo ella en un intento de introducir a su amigo en la conversación—. Lo llamaban el «Pájaro de Oro». Decían que anunciaba el descubrimiento de un gran tesoro, de enormes riquezas de oro y piedras preciosas. Y no se han equivocado…

Carter se sentó en el borde de su escritorio y siguió observándola en silencio.

—¡Acabas de dar con el sueño de cualquier arqueólogo! —intentó animarle de nuevo.

—Me consta que así es —dijo él al fin mientras golpeaba el suelo al compás de la música—. Es el hallazgo más hermoso descubierto no sólo en Egipto sino en el planeta.

Más tranquila, lady Evelyn soltó el aire al escuchar aquellas palabras en el característico acento de Norfolk que el excavador no había perdido.

—Bueno, al menos parece que has vuelto en ti. Entonces, ¿estás contento…?

—¿Cómo no lo voy a estar? —respondió Carter al tiempo que cerraba un cuaderno de trabajo que había sobre la mesa—. Sólo hemos apartado los escombros del pasillo de acceso y hemos entrado en un par de habitaciones. Gracias a este pajarito dorado hemos encontrado algo especial…, algo que nadie, ni en sus mejores sueños, podría imaginar: una tumba repleta de cosas maravillosas —dijo resaltando las últimas palabras.

—Sí, cosas maravillosas… pero te quedas aquí encerrado como si lo que has descubierto fuera lo más vulgar del mundo, algo que uno encuentra todos los días cuando da un puntapié a una piedra en el desierto. Además, me parece una grosería, una falta de respeto hacia tus invitados.

—No son mis invitados sino los de tu padre —repuso Carter haciendo gala de su arisco carácter.

—A veces creo que te tienes ganada la fama de impertinente y antipático que te achacan.

—¿Eso dicen de mí? —Carter rió—. Tú sabes bien que no soy así. Los que dicen eso son los estirados amigos de tu padre, incapaces de reconocer el trabajo que lleva un hallazgo como el que he conseguido. Seguramente no valorarían nada de lo que hemos hecho si lord Carnarvon no poseyera un título.

—Pues sal ahí fuera y demuéstrales lo que piensas —le espetó la joven enarcando las cejas.

—Yo no tengo que demostrar nada. Que me reúna o no con esa gente no va a incrementar o disminuir la importancia de la tumba. Ninguno de los que hay ahí fuera sabe absolutamente nada de la cultura faraónica.

—Supongo que te sientes un poco abrumado por el trabajo que se os viene encima… Papá me ha dicho que queréis formar un buen equipo de profesionales con gente del Metropolitan de Nueva York.

Evelyn se acercó a la ventana y miró al exterior, donde un nutrido grupo de personas se divertía sobre la arena tamizada del desierto.

—En efecto, grandes profesionales que sabrán hacer su trabajo —añadió el egiptólogo—. Pero no, Evelyn, ahora mismo no me preocupa Tutankhamón.

A la hija de Carnarvon le sorprendió el tono en las palabras de su amigo. Al instante se percató de su inquietud. Algo no iba bien.

—¿Qué pasa, Howard? Papá no me ha dicho nada…

Antes de que acabara la frase, Carter estaba señalando su mesa. Evelyn se acercó. Entre los papeles había una pequeña lasca de piedra caliza. Era muy blanca y pequeña; apenas medía unos diez centímetros. Estaba grabada con extraños símbolos en escritura jeroglífica cursiva incomprensibles para Evelyn. La muchacha dio la vuelta a la piedra. En el reverso estaba la continuación del texto y un dibujo. Unas líneas curvas de color negro con otras líneas rojas superpuestas daban forma a un extraño diseño. Aunque tachado, podía distinguirse un círculo con varias líneas saliendo de él, quizá rayos, que acababan en manos. El inexplicable diagrama, a caballo entre el garabato que uno puede hacer en una hoja de papel para probar si una pluma tiene tinta y el esquema de algo abstracto, resultaba difícil de definir. Junto a la lasca, un pliego reproducía la pieza de forma exacta.

—Dibujas muy bien… ¿Qué es?

—Léelo —contestó el arqueólogo con sequedad.

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