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Authors: Nacho Ares

Tags: #Aventuras, Historico

La tumba perdida (8 page)

BOOK: La tumba perdida
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Siempre que viajaba a El Cairo, Carter se alojaba en el hotel Continental Savoy, en la plaza de la Ópera, no lejos del bullicioso mercado local de la ciudad, Khan el-Khalili. El Continental era un lugar emblemático, punto de encuentro de aristócratas y políticos extranjeros que visitaban el país de los faraones. Como era un cliente habitual, Carter siempre conseguía la misma habitación, algo que le hacía sentir más cómodo y que agradecía con una generosa propina. No obstante, no quería quedarse mucho tiempo en El Cairo. El trabajo en la tumba del Valle de los Reyes lo reclamaba antes incluso de que hubiera abandonado Luxor. Era consciente de que cualquier tipo de retraso agravaría los problemas que fueran apareciendo en el futuro.

—Mohamed…, cuando lleguemos al hotel, no despidas al cochero. Dile que espere unos minutos, el tiempo suficiente para dejar el equipaje y refrescarme un poco.

—¿No quiere descansar, señor? La cita en el museo está prevista a las tres de la tarde y apenas es mediodía…

—Lo sé, pero iremos al museo antes e intentaré adelantar la reunión con monsieur Lacau. Si eso no es posible, aprovecharé para encontrarme con algunos colegas. Por la tarde iremos a comprar al mercado de Khan el-Khalili.

—Como usted desee, señor.

La calesa siguió su camino hacia el centro de la ciudad. Mohamed se levantó y se colocó junto al conductor para informarle del cambio de planes. Carter sonrió al ver la mueca torcida del cochero mientras se quejaba con forzados aspavientos de esa inesperada alteración de la ruta y los horarios.

—Se le compensará con una buena propina —añadió el arqueólogo guiñando un ojo a su criado.

El conductor cambió el gesto, dijo un discreto «shukran», gracias, y continuó su camino hasta el Continental. A buen seguro el cambio de planes no generaba ningún trastorno en el programa del cochero, pero sabía que si no manifestaba su contrariedad no se vería recompensado con un dinero extra. En Egipto todo funcionaba en la misma línea, y Carter lo sabía perfectamente.

Siguiendo sus deseos, la parada en el Continental fue breve. Apenas habían pasado quince minutos cuando el egiptólogo apareció de nuevo en la recepción, donde lo esperaba Mohamed.

Ambos salieron hacia el coche de caballos, que aguardaba junto a los jardines que se extendían frente al edificio.

El Museo Egipcio no quedaba lejos de allí. Las irregularidades del suelo hacían que la calesa avanzara dando tumbos. El inglés pensó que también en esos pequeños detalles Luxor estaba mejor preparada que El Cairo… Librerías, panaderías, tiendas de ropa y decenas de puestos ambulantes ponían una nota de color en el mediodía cairota. Pocos minutos después entraban en la plaza del museo por la calle Champollion, dejando a un lado el espléndido palacio que llevaba su nombre. A su paso, Carter observó el magnífico edificio, rodeado de bares y cafés donde los hombres jugaban al backgammon o fumaban una shisha, la siempre presente pipa de agua.

El Museo Egipcio de El Cairo se había construido hacía dos décadas gracias a los esfuerzos de Auguste Mariette, uno de los egiptólogos a los que el país más debía. Aunque Mariette no lo vio terminado, fue el primero en acabar con el expolio de piezas arqueológicas y poner cierto control en los trabajos arqueológicos fundando el Servicio de Antigüedades, cuya dirección había estado siempre en manos francesas. Sus restos reposaban en un extremo del jardín, en homenaje a una vida entera dedicada a la conservación del patrimonio faraónico. Carter admiraba el trabajo de Mariette y, en especial, el de su sucesor, Gaston Maspero, buen amigo suyo y a quien tanto debía en su vida profesional. Pero las cosas habían cambiado: Maspero había fallecido y el Servicio de Antigüedades estaba dirigido por Pierre Lacau. Carter siempre había luchado por que los objetos descubiertos en las excavaciones se quedaran en Egipto, pero ahora él se encontraba al otro lado de la mesa de negociaciones… La razón de su encuentro con monsieur Lacau no era otra que pactar el destino de las piezas que hallaran en la tumba de Tutankhamón.

En compañía de Mohamed, atravesó el jardín y se encaminó hacia la escalera que llevaba a las oficinas que el gobierno tenía en el museo.

—Bienvenido, señor Carter —dijo uno de los porteros—. Es un placer contar con su presencia entre nosotros.

Carter no recordaba haberlo visto antes, pero devolvió el saludo levantando el sombrero e inclinando la cabeza. Antes del descubrimiento del Faraón Niño, el arqueólogo ya era un hombre muy conocido por su dilatada dedicación al Servicio de Antigüedades. El museo estaba fresco y tranquilo a aquella hora del mediodía. Las dos gigantescas estatuas de Amenofis III y su esposa Tiyi le dieron la bienvenida desde el fondo del enorme salón que se abría ante la entrada principal. Carter se detuvo un instante en el centro de la sala y no pudo evitar preguntarse dónde irían a parar finalmente las piezas que en breve se trasladarían a los almacenes del museo para su restauración y conservación final. Esperaba que algunas pudieran viajar al Reino Unido, al castillo que lord Carnarvon tenía en Highclere. Para eso precisamente estaba allí.

Miró el reloj. Apenas pasaban unos minutos de la una de la tarde; tenía tiempo de sobra. Indicó a Mohamed que le esperara en la entrada, y con el sombrero en la mano se dispuso a dar un paseo por la planta baja para recordar viejos tiempos.

Pasando inadvertido entre turistas estadounidenses y europeos, Carter observó con añoranza algunas piezas magníficas que tiempo atrás habían motivado sus investigaciones en el Bajo Egipto. La estatua de diorita del faraón Kefrén y las figuras de Rahotep y Nofret, cuya policromía intacta hacía creer a muchos que habían sido pintadas el día anterior, evocaron en él hermosos recuerdos. Al llegar a uno de los extremos del gran salón central, no pudo evitar escuchar la conversación que un guía local mantenía con un matrimonio estadounidense.

—Este sarcófago de cuarcita amarilla fue extraído de las montañas del Valle de los Reyes por el insigne arqueólogo Howard Carter. ¿Saben quién es? —preguntó el guía.

—Claro que sí —contestó la mujer—. ¿Cómo no lo vamos a conocer? Su nombre está en todos los periódicos.

—Es el descubridor de la tumba del faraón Tutankhamón —añadió el marido.

En efecto, ese sarcófago lo había sacado él mismo de las entrañas de la Montaña Tebana en 1905, cuando trabajaba para Theodore Davis, un abogado estadounidense millonario que nunca había confiado realmente en el descubrimiento del Faraón Niño. Carter sonrió y siguió caminando. «Es el descubridor de la tumba del faraón Tutankhamón», repitió en su cabeza como si fuera un eco del pasado. Quizá todavía no era consciente del valor de lo que había logrado… Borrando de su mente la vana idea de la fama y la popularidad, se dirigió hacia el vestíbulo. El ir y venir de operarios, arqueólogos y funcionarios era mucho mayor en esa parte del museo. Mohamed se acercó a él.

—Ya he gestionado todo para que monsieur Lacau le reciba inmediatamente —anunció el egipcio.

—Muchas gracias, Mohamed. —Carter le dio una palmada en un hombro para reforzar su trabajo y se encaminó hacia el despacho del director del Servicio de Antigüedades.

El despacho no quedaba lejos de los baños que había en esa parte del edificio. El inglés pensó que no era el lugar más idóneo para la oficina de un cargo de esa importancia, pero se dijo que si no se había cambiado en todos esos años era porque o no había otro sitio o a los que habían pasado por el puesto no les incomodaban demasiado los olores resultantes de los más que frecuentes atascos de las cañerías. Junto a la puerta había un funcionario sentado a una mesa sobre la que descansaba un periódico abierto. Carter se percató enseguida de que el hombre estaba leyendo una copia de una de las últimas ediciones de The Times en la que se hablaba del hallazgo de la nueva tumba en el Valle de los Reyes. El arqueólogo se acercó y echó un vistazo a las páginas. La noticia estaba ilustrada con un dibujo un tanto fantasioso que pretendía reconstruir el interior de la cámara que habían abierto recientemente. El funcionario se disponía a levantarse, solícito, cuando Carter le puso una mano en el hombro para indicarle que no hacía falta, llamó a la puerta del despacho y entró. Las ventanas de la sala, dos paneles acristalados de gran tamaño, estaban abiertas y hasta ahí llegaba el ruido del tráfico y las voces de los vendedores ambulantes de pan y frutas. No era un despacho grande, muchos pensaban que aquel cargo merecía un espacio más amplio, pero los tiempos no estaban para buscar nuevos emplazamientos. Había que aprovechar lo que se tenía. El lugar no había cambiado desde la última vez que Carter había estado ahí, pocos meses atrás. No siempre se reunía con el director del Servicio de Antigüedades en aquel edificio; cualquier lugar de Luxor era bueno para intercambiar opiniones y perfilar detalles de la excavación. Además, monsieur Lacau viajaba con frecuencia al Alto Egipto para verse con otros colegas.

—Señor Carter, es un placer recibirle en El Cairo —dijo el francés levantándose y tendiéndole la mano.

—Monsieur Lacau, el gusto es mío.

El director del Servicio de Antigüedades, un cincuentón de cabello y barba canos que hablaba un inglés perfecto pero con acento francés, era todo fachada. Al contrario que su predecesor en el cargo, Maspero, su relación con los ingleses nunca había sido buena, pero intentaba solventar las asperezas con gestos que en la mayoría de los casos sólo conseguían acentuar las tensiones. Desde luego, monsieur Lacau no se caracterizaba por su diplomacia, por lo que los encuentros con Carter, quien tampoco contaba con este don, podían ser difíciles, pero los dos eran conscientes de ello y desde un principio acordaron tácitamente que la cordialidad regiría sus entrevistas.

—Quisiera reiterarle mi felicitación por el sensacional descubrimiento que ha realizado en el Valle de los Reyes —añadió el director—. Llega en un momento excepcional, cuando nadie pensaba que podría hallarse una tumba más en la necrópolis.

Pierre Lacau se hacía eco de la idea que Theodore Davis había expresado a lord Carnarvon al poco de renunciar a su permiso para excavar en el cementerio real. Davis creía firmemente que el valle estaba agotado y que, de haber habido una tumba más, él la habría encontrado hacía tiempo. Por el contrario, Carter opinaba que la única manera de saber si quedaba alguna tumba más era vaciar, literalmente, de escombros el valle. Esos mismos escombros que durante siglos se habían ido moviendo, de forma totalmente anárquica, de lado a lado del wadi. Es más, Davis creía que la tumba de Tutankhamón era el diminuto pozo que él había descubierto a pocos metros al sur de la ubicación real del Faraón Niño. «Tan cerca y tan lejos», había pensado Carter en muchas ocasiones acordándose de su antiguo mecenas. En cualquier caso, un simple pozo no podía considerarse una tumba real, fuera cual fuese la importancia del soberano. El enterramiento de Tutankhamón debía de estar en otro lugar. Carter buscó y encontró.

—Bueno, hemos demostrado que Davis estaba equivocado —repuso el inglés.

—Siéntese, por favor. —Lacau señaló una de las sillas que había frente a su mesa—. Usted dirá en qué puedo servir al descubridor de la tumba de Tutankhamón.

—El motivo de mi visita —comenzó Carter sin hacer mucho caso al halago—, como le hice saber en el telegrama que le envié ayer, está relacionado con la repartición de los objetos que encontremos en la tumba. Me gustaría que lord Carnarvon, a quien represento, pudiera disfrutar de las piezas que no fueran únicas, aquellas que estén duplicadas y no supongan ninguna merma a los intereses del Museo Egipcio de El Cairo ni al gobierno que usted representa. Por supuesto, el Servicio de Antigüedades podría disponer del resto, es decir, de la gran mayoría de los tesoros.

Monsieur Lacau había escuchado a Carter sin inmutarse. Con los brazos cruzados sobre el pecho, miraba impasible un relieve de una tumba de Sakkara que había en la pared de enfrente. Siguió un momento de silencio.

—Se me hace extraño oírle hablar de tesoros, señor Carter —dijo Lacau por fin—. Le creía más sensibilizado con la nueva realidad de la arqueología en este país. Pero antes de nada quisiera decirle que las leyes han cambiado y que mi deber es salvaguardar los intereses de Egipto.

—Por supuesto, monsieur Lacau —señaló Carter, decidido a ganarse su confianza.

—Las nuevas leyes dicen… —continuó el director— que en el supuesto de encontrarse una tumba intacta, como es el caso de la de Tutankhamón, todos sus teso…, quiero decir, todo su contenido pasará automáticamente a manos del gobierno egipcio. Me consta que está al tanto de los recientes cambios habidos en el ejecutivo, señor Carter. El rey Fuad está preparando unas elecciones para que en pocos meses el Parlamento acoja un nuevo ejecutivo completamente egipcio. Los extranjeros poco a poco tenemos que empezar a desligarnos de los estamentos administrativos. El partido WAFD, con Saad Zaghlul a la cabeza, recién llegado del exilio, tiene cada vez más poder y es posible que obtenga más escaños de los que a sus compatriotas les gustaría.

—Entiendo esa nueva ley, pero la tumba fue saqueada al menos dos veces en la Antigüedad, y así se demuestra en los informes que le he hecho llegar. Usted no es un político, usted es arqueólogo.

—Conozco esos informes —señaló el francés pasando por alto el último comentario de su colega—. Sin embargo, el comité científico no está tan seguro de esa afirmación…

El rostro del director del Servicio de Antigüedades empezaba a adquirir un gesto cínico que no agradó al inglés.

—¿Cómo que no está tan seguro? —dijo Carter subiendo el tono de voz—. En la parte superior del pasillo había un agujero hecho sin duda por los saqueadores, la puerta de la entrada fue sellada en dos ocasiones, y entre los escombros que llenaban el pasillo encontramos restos de los objetos perdidos por los ladrones en su huida, así como de las telas empleadas para transportar y proteger las piezas. El inspector del Servicio de Antigüedades que nos acompañó en todo momento así lo constató.

—Insisto en que las leyes han cambiado —dijo el francés.

—No es justo y usted lo sabe.

—Ésa es una opinión que no me toca valorar a mí —repuso Lacau—. Las leyes y el comité están ahí para que respetemos sus designios. Como bien sabe, el nuevo gobierno es muy estricto en el cumplimiento de la legislación. Los egipcios no quieren que ningún país extranjero se lleve sus piezas a Europa o América. A partir de ahora todo se quedará aquí. Por lo tanto, señor Carter, me temo que no puedo hacer nada. Le ruego que transmita a lord Carnarvon mi enhorabuena por el descubrimiento. El permiso para excavar quedará automáticamente renovado si así lo desean. El Servicio de Antigüedades no ve ningún impedimento en ello. Por lo demás, si puedo serle útil en algún otro asunto… —El director se puso de pie dando a entender que el encuentro había acabado; no quería que el asunto fuera a mayores.

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