Tutankhamón abandonó las zonas más privadas de palacio y se dirigió hacia el salón de recepciones, donde solía encontrarse con los funcionarios y gobernadores de los nomos, las divisiones administrativas en las que se repartía el territorio del Estado. En ese salón habían atendido sus funciones otros faraones de su misma familia, y por él habían desfilado reyes de países limítrofes o lejanos que traían regalos y tributos a Kemet. Ay, el general Horemheb e incluso el propio Maya le habían aconsejado que empleara un salón más pequeño y cómodo para minimizar sus problemas de movilidad, pero Tutankhamón siempre se había negado: quería despachar desde el mismo lugar en que lo habían hecho sus gloriosos ancestros de las Dos Tierras.
La distancia entre ese salón y las habitaciones donde el rey solía pasar el día no era grande, pero sus dificultades para caminar le impedían cubrir ese recorrido en poco tiempo. En ocasiones se negaba a que los porteadores le llevaran en la silla de un lugar a otro. «Eres un dios encarnado, mi señor», le decía Ay para justificar el uso de la silla, pero el hijo del Faraón Hereje había heredado la tozudez de su padre, y ése era uno de esos días en los que no encontraba justificación alguna para no ir caminando, aunque fuera apoyado en su bastón, hasta el salón de palacio.
Acompañado de un pequeño grupo de su guardia personal, Tutankhamón se dirigió hacia el punto donde tendría lugar la reunión.
Mientras caminaba, el joven faraón pasó revista mentalmente al estado de cosas. En verdad no podía decirse que hubiera grandes problemas en el país; al contrario, la situación parecía tranquila y sosegada. Más allá de las necesarias reformas que se iban realizando paulatinamente en diferentes campos de la política, el pueblo había recuperado la calma y la paz previas al reinado de su padre. Él nunca negó que durante el reinado de Akhenatón se hubieran cometido errores, o que las decisiones que tomó el faraón junto a su esposa Nefertiti no fueran las más correctas. Algo debió de hacer mal cuando el pueblo, la sólida base sobre la que descansaba la fuerza del país, no estaba conforme. Pero lo que sí criticó Tutankhamón ante las personas que rigieron el país junto a su padre fueron los métodos expeditivos que se llevaron a cabo para poner fin al régimen. Lógicamente, siendo niño había delegado todo su poder en las manos de Ay, pero poco a poco el trabajo de éste pasó a limitarse a asesorar las decisiones que él mismo tomaba, muchas de las cuales valoraba antes junto a su hermana y esposa, Ankhesenamón, perfecta conocedora del escenario en el que se habían desarrollado los últimos años del régimen de su padre.
La presencia de Ramose en la reunión no auguraba nada bueno; siempre que asistía, surgían desencuentros entre los presentes, y el faraón no esperaba que en esa ocasión las cosas fueran de otro modo. La labor de Ay y de Horemheb era vital para encontrar ese punto de equilibrio que sosegara el movimiento de los platos en la balanza de la diosa Maat. Y la causa del balanceo era siempre la misma: Amón, es decir, hablar de política económica maquillándola con religión y creencias ancestrales.
A medida que se acercaba al salón de reuniones, el humor del faraón se iba encrespando. Apretaba con fuerza el mango de su bastón, moldeado en la forma de un prisionero asiático. Cuando alcanzó el largo pasillo final, a cada paso que daba, la punta del bastón golpeaba con más fuerza el enlosado de piedra. Al fondo del corredor había una puerta de madera pintada de color azul; un guarda apostado junto a ella la abrió cuando el rey se hallaba a pocos pasos de ella. Frente al trono se encontraban los hombres con los que debía reunirse. Todos ellos guardaron silencio en el momento en que se abrió la puerta lateral por la que siempre accedía el rey de las Dos Tierras.
—Dejad de doblar el espinazo —dijo Tutankhamón mientras tomaba asiento en el trono que su familia le había otorgado para gobernar el país—. Sé que me consideráis un estorbo, un muchacho inválido e inservible…, no es necesario que finjáis que me respetáis ni que sentís compasión hacia mí.
Dichas estas palabras, el soberano observó a sus sorprendidos asesores. Ninguno de ellos abrió la boca para replicar.
—Veo que estáis de acuerdo con mis palabras —añadió entonces—. El que calla, otorga.
—Al contrario, faraón, Vida, Salud y Prosperidad —intentó recular Ay—. Disculpa nuestra actitud, simplemente no esperábamos oír un comentario tan infundado.
—¿Dudáis del comentario de un dios? —replicó desafiante el joven rey.
El silencio volvió a reinar entre los presentes.
Horemheb se disponía a hablar cuando la mano del faraón se lo impidió.
—Veo que, a pesar de los cambios que se promulgan a los vientos del Nilo señalando el retorno de los dioses de Egipto, vosotros sois los primeros que no creéis en ellos. Vuestro comportamiento es falso e hipócrita. Especialmente el tuyo, Ramose.
Tutankhamón lanzó una mirada fulminante al gran sacerdote de Amón, pero éste, haciendo gala de la soberbia que siempre le había caracterizado, no movió ni un solo músculo del rostro.
—Tu comportamiento es característico de los hipócritas que pueblan el gran templo de Ipet-isut —continuó el faraón, cada vez más encolerizado—. Me pregunto qué pretendes viniendo a la reunión de hoy. Sorpréndeme con tus propuestas; a buen seguro habrán sido meditadas y cotejadas con las opiniones de otros sabios del templo.
Ramose permaneció en silencio. Todos sabían que cuando al rey le daban esos ataques de ira, lo mejor era permanecer callados y esperar a que se le pasara.
El rey dejó a un lado el bastón y apoyó los dos brazos en los reposabrazos del trono. Tomó aire y se tranquilizó.
En ese momento Horemheb, el general en jefe de los ejércitos de Kemet, se hizo con la palabra.
—Hemos llamado a Ramose para que exponga una serie de asuntos que le inquietan. Quizá entre todos podamos hallar una solución ecuánime al problema.
—Bien, Ramose, explícale al dios encarnado cuál es esa cuestión que tanto te preocupa.
Las palabras del faraón, lanzadas en tono burlesco, no amedrentaron al experimentado sacerdote, al contrario.
—Mi señor, hemos venido observando cierto retroceso hacia el culto del dios Atón —dijo sin rodeos; no pudo ser más directo en su planteamiento.
—¿Cómo puede ser eso, Ramose? ¿Has descubierto a antiguos seguidores del dios de mi padre cometiendo el horrible crimen de dar gracias al disco solar por las bondades de la vida? ¿Quizá algún anciano de los que se niegan a abandonar la ciudad de Akhetatón ha increpado a los guardas que protegen y custodian los nuevos santuarios? Peor todavía, ¿ha sido el propio Amón quien te ha manifestado que existen brotes del culto de mi padre que pueden hacer tambalear los cimientos del templo de Ipet-isut?
El gran sacerdote sabía que el faraón intentaba ridiculizarlo, pero evitó seguirle el juego.
—Como bien sabes, mi señor, hace unos días la tumba de tu padre..,,Akhenatón…,Vida, Salud y Prosperidad…, fue saqueada.
A Ramose le costó y le incomodó decir todas esas palabras.
—Te veo muy bien informado… —atajó Tutankhamón—. Sin duda cuentas con buenas fuentes cuando ese triste suceso se ha llevado en el más absoluto de los secretos.
—En palacio las noticias vuelan —intervino Ay intentando ayudar a Ramose—. A mí se me informó personalmente de lo sucedido…
—¿Y quién fue, si se puede saber? —le cortó el rey—. Esa información sólo era conocida por Maya y por mí, además, como es lógico, de los guardas de la necrópolis de mi padre. Mi tesorero cuenta con mi absoluta confianza, sé que no diría nada al respecto.
El sumo sacerdote torció el gesto al oír el nombre de Maya. Lo consideraban un peligro para sus planes, era demasiado poderoso para caer sin llamar la atención. Su lealtad al faraón, fuera quien fuese, era una garantía para aquel que alcanzaba el trono de las Dos Tierras.
—A mí me llegó la noticia desde el acuartelamiento de la ciudad de Akhetatón —dijo Horemheb—. Luego se lo comenté a Ay y le expresé mi preocupación por lo que podría estar sucediendo. —La voz del general sonó lo suficientemente convincente como para apartar las dudas de la cabeza del joven faraón.
Tutankhamón sabía que le mentían. Era consciente de que la política que sus asesores proyectaban junto a él era una falacia, una cortina de humo que ocultaba los verdaderos intereses de aquellos hombres, sumidos en un futuro de ambiciones de oscuro desenlace. Pero no quiso seguir por ahí; discutir no le llevaría a ningún lado. Aunque aquello no había hecho más que empezar, ya estaba cansado de la reunión.
El faraón se restregó la cara con las manos como un chiquillo —lo que realmente era— e intentó recuperar energías para luchar contra aquel hastío.
—¿Qué era lo que querías decirme, Ramose? Prosigue, por favor.
Como el que toma carrerilla antes de dar un salto, el gran sacerdote de Amón miró a sus compañeros antes de continuar con su discurso.
—En el clero de Amón tenemos miedo de que se recuperen las creencias que defendía el disco solar de Atón.
—¿Y en qué basáis ese temor?
—Mi presencia aquí no pretende cambiar tu forma de ver las cosas, mi señor, sino asesorarte sobre lo que puede ser lo mejor en estos momentos.
—¿A qué te refieres? Sé más claro, no tengo toda la mañana.
El sacerdote volvió a girar ligeramente la cabeza hacia sus compañeros con la esperanza de que alguno de ellos le ayudara en su discurso, pero ni Horemheb, que ya había expresado su deseo de mantenerse al margen, ni Ay, que no se caracterizaba precisamente por su valentía, abrieron la boca.
—La desaparición de los restos de tu padre…, el faraón Akhenatón, Vida, Salud y Prosperidad, nos ha hecho sospechar que los has mandado traer a Uaset.
—¿Qué habría de malo en ello? —protestó el soberano.
—No habría nada malo, mi señor, pero tampoco… nada… bueno.
Tutankhamón tuvo que contenerse para no arrojar su bastón al gran sacerdote de Amón. Dando muestras de una calma que sorprendió a sus asesores, hizo un gesto con la mano para que el sacerdote continuara.
—La Necrópolis de Millones de Años no es el mejor lugar para que descanse la momia de tu padre, mi señor.
—Deduzco que has estado husmeando como un perro hambriento entre desperdicios hasta seguir la pista de mis intenciones.. .
—La tierra de Kemet nunca se ha caracterizado por ser un lugar en el que los secretos estén seguros. En cualquier caso…
—En cualquier caso, no es algo que te competa, Ramose —atajó el faraón sin levantar la voz—. Ni a ti ni a ninguno de vosotros. El encargado de supervisar los trabajos en la necrópolis es Maya, y por encima de él… estoy yo. El jefe del Tesoro se limita a ejecutar mis órdenes.
—Nadie lo pone en duda, faraón, Vida, Salud y Prosperidad. Sin embargo, tu decisión puede abrir viejas heridas que todavía están sin cicatrizar.
—No veo qué problema puede haber en que los restos de mi padre descansen en la necrópolis junto a otros miembros de mi familia. El lugar en el que será enterrado es un espacio secreto. Si a esto le añadimos el hecho de que nadie del pueblo llano puede acceder al cementerio, no sé en qué se basa tu preocupación.
Los tres hombres comenzaban a inquietarse ante la obcecación del rey y las nulas habilidades del gran sacerdote de Amón para solventar aquella afrenta.
—Cuando fuiste coronado faraón, Vida, Salud y Prosperidad —prosiguió Ramose—, se adoptaron una serie de medidas con el fin de recuperar la tradición. Volver a las antiguas creencias, las verdaderas, y olvidar el culto al disco solar de Atón… que tantos… problemas había traído a nuestro pueblo.
Tutankhamón escuchó impasible las palabras del sacerdote de Ipet-isut. Estaba acostumbrado a oír críticas hacia todo lo que guardara relación con el reinado de su padre o la religión de Atón, así que dejó que Ramose continuara con su nada improvisado discurso.
—Una de las prerrogativas que se ofreció, en un claro gesto conciliador por nuestra parte, fue la continuidad de la ciudad de Akhetatón. Había gente que quería seguir viviendo allí, y nosotros respetamos su deseo. Tendimos la mano a los que querían volver a Tebas, en el Alto Egipto, o a Men-nefer, nuestra capital, sin embargo muchas familias prefirieron quedarse allí, y así fue, pero a condición de zanjar definitivamente el culto al disco solar.
—Y así se ha hecho —dijo Tutankhamón—. Creo que tu miedo es infundado, Ramose. El clero de Amón no se verá afectado por el hecho de que en la necrópolis se excave una tumba para mi padre. No pretendo que se vuelva a su antiguo credo.
—Te entiendo, mi señor, pero es posible que otros reyes, quizá otras familias que puedan gobernar la tierra de Kemet en un futuro, no vean con buenos ojos que vuestro padre descanse en el mismo lugar donde lo hacen nuestros ancestros más gloriosos.
—A ver, Ramose. —Tutankhamón empezaba a perder la paciencia—. Mandé levantar en vuestro templo una estela el doble de alta que yo, en el mejor granito rojo de las canteras del sur, en la que decretaba la reorganización del Estado y la vuelta a las antiguas tradiciones. Es cierto que cuando se erigió esa estela yo no era más que un niño. Fuisteis vosotros quienes manejasteis realmente la situación en mi nombre. Y yo nunca os lo he reprochado. Nunca os he preguntado por el final del reinado de mi padre, el sagrado Akhenatón, Vida, Salud y Prosperidad, ni el de mi hermano, Semenkhare, Vida, Salud y Prosperidad, de quien heredé el trono de las Dos Tierras. Me adapté a vuestras premisas porque sabía que sería lo mejor para la Tierra Negra de Kemet.
Los tres hombres dieron la callada por respuesta.
-Podría ordenar que derribaran esa estela y todo lo que ello implica. En ella se me puede ver haciendo ofrendas al dios Amón y a su esposa Mut. Nadie habla de Atón en ese lugar. Fue colocada en la sala de columnas del templo de Ipet-isut, frente a la entrada construida por mi abuelo, el todopoderoso Nebmaatra Amenofis
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, para que todo el mundo pudiera verla y los dioses quedaran satisfechos con mi bondadoso gesto. Yo hice que todo lo que estaba ajado floreciese como un monumento de eternidad. Expulsé el engaño de las Dos Tierras. Cuando subí al trono, descubrí que los templos de los antiguos dioses y diosas, desde el sur hasta el Delta, habían caído en el abandono; sus tabernáculos estaban deteriorados, se habían convertido en campos llenos de hierba, sus patios eran como caminos trillados… El país estaba en desorden, los dioses se olvidaban de nosotros, y yo, Tutankhamón, restauré la antigua tradición. ¿Qué más quiere el clero de Amón?