—Creí que íbamos a hablar de asuntos administrativos relacionados con la próxima campaña —dijo el inglés mientras estrechaba con frialdad la mano de los dos hombres—. No tenía idea de que íbamos a debatir asuntos de importancia menor, como el mercadillo de antigüedades.
—Señor Carter —comenzó el egipcio con tono solemne—, me preguntaba si, tras la muerte de lord Porchester, la familia Carnarvon estaría dispuesta a renunciar a la excavación en el Valle de los Reyes. Podríamos llegar a un acuerdo financiero sumamente ventajoso tanto para usted como para ellos.
Carter no daba crédito a lo que estaba oyendo.
—Mi querido amigo —intervino el francés—, lo que Jehir Bey quiere decir es que usted seguiría excavando en la necrópolis real. Unicamente cambiarían algunas cláusulas del firman que acredita de forma oficial el permiso para excavar en el valle…
—Permitiendo así —le cortó el arqueólogo— que las excavaciones ilegales que se están realizando en las últimas semanas en el cementerio de los faraones adquieran, de pronto, una carta de formalidad y legalidad. ¿Se refiere a eso, monsieur Lacau?
—El Valle de los Reyes no es de su propiedad —dijo Jehir Bey jugueteando con los flecos del tarbush que sostenía entre sus manos—. Es un cementerio que pertenece a los ancestros de los habitantes de este país.
—Y eso le da permiso para saquear sus tumbas y vender al mejor postor lo que ustedes llaman «tesoros», todo bajo un nacionalismo que, perdóneme, no se cree absolutamente nadie —espetó Carter subiendo el tono de voz.
—Como le manifesté en su momento —intentó mediar el francés—, existen algunas irregularidades en el proyecto que quizá harían recomendable una apertura de miras… Me refiero a que alguien ajeno a su equipo tuviera algún tipo de iniciativa en los trabajos que se están realizando en el valle.
—El contrato que lord Carnarvon firmó con el Servicio de Antigüedades es muy claro en determinados puntos que ustedes no parecen recordar. En su lectura es evidente que la exclusividad de las excavaciones en el valle pertenece a la familia del fallecido lord Porchester.
—Señor Carter —intervino el gobernador de Kena—, lo que mi colega intenta hacerle ver es que sería bueno que aceptara las condiciones que le proponemos porque, de esta manera, evitaría que salieran a la luz ciertos hechos. Me refiero al método que empleó para descubrir la tumba, al…
—¿Se refiere a que ustedes mismos están llevando a cabo intrusiones ilegales en el valle? —le cortó el inglés sin amedrentarse—. ¿A que para conseguir sus deleznables propósitos son capaces de cualquier cosa, incluso de asesinar a una persona inocente?
Monsieur Lacau y Jehir Bey cruzaron una mirada en silencio.
—¿Acaso me está amenazando, excelencia? —continuó Carter—. ¿Es ésta la prueba que necesitábamos para demostrar su injerencia en las actividades del Servicio de Antigüedades?
El francés, que no sabía a qué lado arrimarse, intentó mediar con los únicos argumentos con que podía hacerlo.
—Le recuerdo que todos los periódicos hablan de la posible relación de la muerte de lord Carnarvon con la participación de extranjeros en los trabajos. El ambiente político está un tanto crispado estos últimos meses… La cesión de parte de esos derechos de excavación a una misión egipcia, aunque realmente estuviera dirigida por usted, aplacaría un poco las miradas recelosas que se han posado en su forma de actuar.
—Señores, no es el mejor día para bromear. Los luctuosos acontecimientos de las últimas fechas no ofrecen el escenario ideal para este tipo de burlas. Ni Tutankhamón ni ninguna otra tumba del Valle de los Reyes está en venta. Le ruego, excelencia, que abandone esta reunión. Sus argumentos son completamente contrarios a lo que monsieur Lacau y yo teníamos pensado tratar esta mañana.
La postura de Carter era firme y no iba a cambiar. Ni sus principios morales ni su dignidad le permitirían dar un paso atrás. Llevaría la excavación de Tutankhamón, en solitario, hasta sus últimas consecuencias.
Jehir Bey fue consciente de ello. El francés le miró e hizo una mueca de condescendencia. No era el momento apropiado para negociar.
El egipcio se levantó y, con el tarbush en las manos, caminó hacia la puerta.
En aquel momento apareció lady Carnarvon acompañada de su hija, lady Evelyn. Ésta, al ver al gobernador de Kena, se estremeció. Miró a Carter con un gesto de incomprensión y se apartó a un lado para dejar salir a aquel indeseable.
—Espero que no hayamos interrumpido nada importante —señaló con tono ingenuo la viuda de Carnarvon, desconocedora de lo que se había debatido en la habitación poco antes.
—En absoluto —dijo monsieur Lacau—. El señor Jehir Bey sólo quería saludar al señor Carter antes de regresar a Luxor.
—Lady Carnarvon, lady Evelyn…, quiero manifestarles de nuevo mi más profundo y sentido pésame por la irreparable pérdida de lord Porchester.
Las palabras del gobernador de Kena sonaron tan falsas que ninguna de las dos mujeres se dignó mirarle a la cara. Lady Carnarvon intuía que aquel hombre no inspiraba ninguna simpatía a su hija, y ese hecho bastaba para que tampoco ella confiara en el egipcio.
—Muchas gracias, Jehir Bey —se limitó a decir mientras entraba en la habitación seguida de su hija—. Seré breve, monsieur Lacau. En pocas horas regresamos a Inglaterra. La razón por la que le he citado aquí esta mañana es transmitirle mi decisión de renovar el firman. La casa de Carnarvon seguirá sufragando los gastos de la excavación de la tumba de Tutankhamón, al mismo tiempo que se garantiza la exclusividad en el Valle de los Reyes. Mi colaborador, el señor Carter, aquí presente, realizará y liderará todas las gestiones.
En la puerta, Jehir Bey escuchó contrariado estas palabras mientras observaba con desprecio al arqueólogo inglés. Acto seguido se marchó con el rostro desencajado.
Lady Evelyn miraba a su amigo con una sonrisa. Desconocía lo que había sucedido antes de que ellas llegaran, pero por la cara del francés se lo podía imaginar. Aquel gesto de su familia era una nueva victoria y un paso adelante para conseguir dar con la tumba mencionada en el ostracon.
—Supongo que ha traído los documentos que le solicité —dijo lady Carnarvon al director del Servicio de Antigüedades—. Mi abogado en El Cairo y el señor Carter se encargarán de las formalidades de las firmas, como ya han hecho en otras ocasiones. —Y, dicho esto, dio la reunión por finalizada.
Pocos minutos después las dos mujeres y Carter estaban en la recepción del hotel. El arqueólogo sujetaba con firmeza el legajo de documentos de la campaña del año siguiente.
—Howard, quería agradecerle personalmente todo su esfuerzo y su trabajo en estos últimos años. —Las palabras de Lady Carnarvon sellaban el reconocimiento que el egiptólogo esperaba—. Sé que éstos son momentos de incertidumbre también para usted.
—Le agradezco sus palabras, lady Almina —repuso Carter aferrado al brazo de la hija de los Carnarvon—. Soy yo el que le está agradecido por su apoyo incondicional.
—Confío en que los documentos estén en regla y que baste con añadir su firma y la del abogado. Estaremos encantadas de recibirle en Highclere cuando vuelva a Inglaterra. Sabe que allí tiene usted su casa.
—Es muy amable, será un honor visitarlas. Le deseo que tenga un buen viaje de regreso y que, una vez en Inglaterra, recupere la calma tras estos nefastos días.
—Muchas gracias, Howard.
Y con estas palabras lady Almina se dirigió al mostrador del hotel.
Carter y Evelyn se quedaron solos en el centro de aquella lujosa y bien iluminada entrada.
—Bueno, ya no queda más que decir hasta pronto.
—Aprovecharé la tarde en El Cairo para ir a ver al abogado y mañana regresaré a Luxor para retomar los trabajos.
—Ten mucho cuidado —dijo la joven mirándole a los ojos.
—Descuida. Ojalá todo salga estupendamente el día de tu boda y ojalá que después seas la mujer más feliz del mundo.
Carter no era amigo de las despedidas. Para él, aquello no era un adiós sino un hasta luego. Después de una intensa mirada, los dos amigos se abrazaron. Fue un abrazo largo y cálido, hasta que Carter se separó de ella y se encaminó hacia la puerta del hotel, donde Mohamed, el primo de Ahmed Gerigar, le esperaba para ir al centro de la ciudad.
No se dio la vuelta. Ni siquiera pensó en hacerlo. Si cuando se sentó en el coche de caballos se hubiera vuelto, habría visto a lady Evelyn con la mano levantada despidiéndose de él. Pero no lo hizo.
Con gesto grave, ordenó al cochero que le acercara a la plaza del museo. Sin embargo, a pesar de su aparente insensibilidad, algo le oprimía el corazón. Empezaba una nueva etapa, sí, pero sabía que nada sería como antes.
La contratación de más obreros permitió que los trabajos en la tumba del rey Tutankhamón no se detuvieran cuando Amenemhat, con la mayor discreción posible, empezó a excavar una nueva tumba en el sector occidental de la necrópolis.
A los obreros no les extrañó; no era la primera vez que se excavaban varias tumbas en el valle al mismo tiempo. Evitaban hacer preguntas, pero deducían que, al igual que sucedió en el reinado del abuelo del faraón, Amenhotep III, alguien de la familia del rey deseaba descansar en aquel lugar sagrado. Por otra parte, el topar con una veta de piedra extremadamente dura que impedía el avance por el interior de la montaña, un cambio de decisión en los planes del jefe de los capataces, o la muerte precipitada del soberano eran sólo algunas de las razones por las que se podía empezar a trabajar en otro emplazamiento.
Antes de que los primeros rayos de sol despuntaran por el horizonte, el valle se había llenado de obreros. Organizados en cuadrillas que desempeñaban diferentes tareas, unos estaban destinados a la supervisión y el mantenimiento del cementerio, y otros a los trabajos de excavación. Éstos portaban cestillos hechos con hojas de palma en los que llevaban las herramientas, de metal o pedernal, necesarias para una jornada de trabajo; se las habían entregado, junto a una lámpara para iluminarse en el interior de las galerías, justo antes del amanecer, al salir de la aldea: colocados en fila, tras recibir los utensilios, se apuntaba su nombre en una lasca de piedra que se archivaba en el inventario de los objetos entregados. Cada uno era responsable de esos instrumentos; al final del día, desgastados ya debido a su uso, los devolvían, y al día siguiente recibían herramientas afiladas, en perfecto estado para encarar una nueva jornada de trabajo.
En ese momento, Amenemhat, el capataz de las obras, despachaba con los jefes de las cuadrillas bajo un toldo, justo en el centro del valle. Maya, el tesorero, había anunciado su presencia a primera hora de la mañana. Quería comprobar cómo avanzaban los trabajos para luego comunicárselo al faraón en la reunión que tendrían a última hora de la tarde.
El estío era cada vez más caluroso. Se imponía evitar el sol del mediodía, cuando la temperatura podía ser extrema. Con ese objetivo, los trabajadores se habían construido en los límites del valle, en el otro lado de la montaña, unas cabañas donde poder refugiarse a descansar. Otros, en cambio, más valientes, preferían cruzar la montaña bajo el ardiente sol y descansar en su aldea, con su familia.
Maya llegó en su silla, acompañado de un pequeño cortejo, cuando los obreros ya llevaban algún tiempo picando la roca. A una señal suya, los porteadores se detuvieron y lo bajaron. Después caminó con su naturalidad acostumbrada hasta el toldo bajo el que se encontraba Amenemhat.
—Buenos días —saludó el jefe del Tesoro.
—Buenos días, Maya.
El tesorero vio sobre una mesa varios rollos de papiro. Dos de ellos estaban extendidos y sujetos en los extremos con piedras blancas. Maya supo qué eran al primer vistazo. Había visto el dibujo de la tumba real de Tutankhamón en varias ocasiones, pero era la primera vez que observaba con detalle el dibujo de la tumba de su padre, Akhenatón. El plano de la tumba del joven faraón llevaba en un extremo los nombres sagrados del rey.
Por el contrario, el de la tumba de su padre sólo constaba de un cúmulo de líneas que formaban cámaras unidas por galerías y una escalera en la entrada. No había ningún nombre.
—¿Sigue todo en orden? —preguntó el tesorero.
—Desde luego, de lo contrario habrías recibido algún mensaje.
—Lo sé, pero el faraón, Vida, Salud y Prosperidad, quería que viniera personalmente para comprobar que todo iba bien.
—Los trabajos continúan a buen ritmo, pero vayamos a ver las obras para que puedas informarle.
Los dos hombres ascendieron por la loma de la montaña hasta alcanzar la zona donde los obreros habían comenzado no hacía muchas fechas la nueva tumba. A Maya le sorprendió la eficiencia de los trabajos. Pocos pasos antes nadie habría sospechado que allí se estaba excavando una galería. Amenemhat había ordenado que las herramientas quedaran siempre escondidas al comienzo del túnel que perforaban. La cuadrilla de trabajadores estaba integrada siempre por los mismos hombres; su salario era mayor que el que percibían los otros constructores de tumbas. Venían de otra aldea y llegaban hasta allí por un camino adyacente, evitando así cualquier contacto con los otros trabajadores. Maya sabía que su número iría disminuyendo a medida que los trabajos aumentaran, pero entonces serían sustituidos por prisioneros de guerra, tal como se había propuesto al joven rey; bastaría su fuerza bruta y un puñado de guardas para contenerlos. Y al final todos serían aniquilados.
—Veo que sigues fielmente el plano inicial —señaló el tesorero al ver que en la roca se había picado exactamente el mismo número de peldaños que los dibujados en el papiro.
—Así es, Maya. Seguimos las premisas del faraón, Vida, Salud y Prosperidad. De haber cambios, tendría que dar el visto bueno después de escuchar nuestras explicaciones.
El tesorero echó un vistazo a los alrededores. Como había afirmado el capataz, aquel lugar era magnífico. La soledad del valle se sentía en cada uno de sus recodos. Aunque realmente no estaba lejos de la tumba de Tutankhamón, parecía apartado de todo. En la cima del risco, Maya vio un solo guarda. No eran necesarios más hombres para vigilar aquel espacio. Si existía en la Grande y Majestuosa Necrópolis de Millones de Años de los Faraones un lugar idóneo para realizar lo que el rey estaba buscando, Amenemhat, el hombre que mejor conocía aquel terreno, había dado con él.