Carter, sombrero y cartera en mano, entró con decisión en la oficina.
—Buenas tardes, señor Carter. Es un placer para mí volver a tenerle trabajando en Luxor.
El inglés no esperaba en absoluto semejante acogida.
—Muchas gracias, excelencia. El placer es mutuo, añoraba esta ciudad y trabajar en el Valle de los Reyes. Aquí traigo los documentos que necesito que firme para empezar mañana mismo —dijo Carter mientras dejaba los papeles sobre el escritorio.
—Por supuesto que sí, no hay ningún problema —señaló Jehir Bey sentándose y tomando una pluma—. Esto no es más que un simple formalismo burocrático, señor Carter —añadió el egipcio mientras estampaba su firma en los papeles oficiales—. El Valle de los Reyes le echaba de menos.
—Me complace oír esas palabras de quien no hace mucho ansiaba verme muy lejos de allí —dijo Carter sin poder evitarlo.
Jehir Bey le deslizó el documento firmado y lo miró disgustado.
—No han conseguido encontrar nada, ¿verdad? —continuó el egiptólogo. Con el documento en la mano y todo a su favor, ya le era indiferente lo que Jehir Bey pudiera decir. Aunque seguía manejando el lado más oscuro de la política de Luxor, sus tentáculos se habían visto muy reducidos después del cambio de gobierno.
—Usted sabe perfectamente que esa tumba no existe. Hemos excavado en todas y cada una de las zonas donde podría hallarse y el resultado siempre ha sido el mismo. Nada. —Jehir Bey resaltó la última palabra.
—¿Y qué me dice del fragmento de ushebti del faraón Akhenatón? ¿No se trata de una buena pista? La tumba perdida podría ser la del Faraón Hereje, Amenofis IV, Akhenatón, el padre de Tutankhamón. —Carter jugaba con fuego y parecía que disfrutaba.
—Suena muy atractivo, sin embargo todo indica que el ostracon no es exacto. Seguramente esa localización de tumbas es errónea. Es posible incluso que se refiera a otra necrópolis que no sea el Valle de los Reyes.
—Nunca lo había considerado desde ese ángulo —repuso Carter con fingida sorpresa—. Pero yo soy del parecer que no han mirado en el lugar exacto.
—En los últimos meses no hemos dejado un solo palmo del Valle de los Reyes por excavar. Nuestras pesquisas han sido intensas aunque infructuosas. Sólo hemos encontrado tres tumbas que no tienen mayor interés para nosotros; las hemos vuelto a tapar y a dejar como estaban.
—Veo que el interés científico ha sido su principal objetivo.
—Como me consta que usted descubre tumbas siguiendo las pistas de otros —dijo el gobernador haciendo caso omiso del comentario del inglés—, le informaré que en el centro del valle, bajo las cabañas de los obreros…
—Hay un almacén con restos de un ritual de momificación: siete ataúdes negros y varias docenas de vasijas blancas. Ya lo sabía, excelencia.
Jehir Bey parecía perplejo.
—De igual forma —continuó Carter—, imagino que habrán dado con las dos tumbas que hay en la loma occidental. Una de ellas entre las de Ramsés II y Merneptah, ¿no es así? Yo diría que ésta perteneció a Ramsés VIII. Luego, muy cerca del sendero que lleva a Tutmosis III, existe otra entrada con idéntica estructura a las de la XVIII dinastía, pero, ¡ay!, no es la que buscan. ¿Por qué? Porque no está llena de tesoros y ustedes dan por sentado que la tumba perdida del ostracon es un enorme almacén de oro y joyas. No sé de dónde se sacan eso, la verdad. Han hecho bien en volver a tapar esas tres tumbas y dejar que las generaciones venideras las descubran. El Valle de los Reyes tiene todavía mucho que ofrecer.
Sorprendido por todo lo que Carter sabía acerca del cementerio real, Jehir Bey se levantó y fue hacia un mueble de caoba que había en un extremo de su despacho. Del bolsillo de su chaqueta sacó una pequeña llave dorada, la introdujo en la cerradura de uno de los cajones, lo abrió y sacó una tela de lino de color verde. El tejido parecía envolver algo; una pieza que Carter identificó antes de que el egipcio le desvelara de qué se trataba.
—Esto es suyo. Puede quedárselo; a nosotros no nos interesa.
Carter recogió el envoltorio que le ofrecía el gobernador, lo dejó sobre la mesa del escritorio y separó con cuidado las esquinas del pañuelo. El ostracon apareció ante él tal como lo recordaba. Igual de blanco y misterioso que meses atrás, cuando lo vio por última vez.
—Así pues, ya no les interesa.
—Exacto, señor Carter. La información que da no es correcta; no alude a ninguna tumba perdida.
—Por eso en Estados Unidos hicieron correr el rumor de su existencia, ¿no es así?
Jehir Bey no esperaba que Carter saliera con aquello; el inglés volvía a sorprenderle. El gobernador permaneció en silencio.
—Imaginé que había sido usted —continuó Carter—. Nadie tan mezquino como el gobernador de la provincia de Kena para airear una polémica que podría estar respaldada por un acontecimiento de importancia universal. Y todo por el despecho de sentirse un fracasado. No han sabido llegar a la meta que se habían marcado y, con un gesto muy poco deportivo, por cierto, arremetió contra mí.
—Me consta por las publicaciones en la prensa que no supuso ninguna dificultad para usted esquivar esas preguntas.
—Veo que se mantuvo bien informado…
—Así es, señor Carter; en Luxor hemos seguido con la máxima atención su periplo por Estados Unidos. Es una lástima que el ostracon no ofrezca datos provechosos, pero será un bonito recuerdo en las vitrinas de su colección particular.
—Sin embargo, según usted yo me basé en él para descubrir la tumba de Tutankhamón. Si el ostracon hace referencia a otras sepulturas, cuesta creer que la localización de los otros enterramientos no sea correcta. Quizá, insisto, no han mirado bien.
—Olvídelo. Puede entregarlo al Servicio de Antigüedades. Le aseguro que no encontrará nada más en el Valle de los Reyes; esa tumba no existe.
—Entonces, ¿cómo explica que yo diera con la tumba del Faraón Niño? —preguntó Carter intentando sacar del egipcio la mayor cantidad de información posible.
—Mi secretario, Lyon, cree que la localización de la tumba perdida se marcó en el mapa pero su ejecución nunca se llevó a cabo. Nadie comenzó la excavación.
—¿Así de sencillo? —Carter sonreía.
Jehir Bey se limitó a encogerse de hombros y enarcar las cejas. Era cuanto sabía.
—Si realmente es así —prosiguió el inglés—, ¿por qué llegaron al extremo de atacar a la gente de mi servicio? —protestó Carter.
—Eran otras circunstancias —se defendió el gobernador egipcio con una frialdad pasmosa.
—Sigo pensando que no han sabido leer el mensaje. Esta mañana he estado paseando por el Valle de los Reyes y he sido testigo del destrozo que han causado en el lado occidental de la necrópolis. Más que una excavación, parecía la obra de furtivos. En el fondo, eso es lo que son. Carecen de cualquier método de trabajo: levantan tierra aquí, la arrojan allá, y mientras tanto van tapando toda la información.
—No hay información que valga, señor Carter, créame.
—En fin, excelencia —dijo el egiptólogo saludando con su sombrero a modo de despedida—, me alegra que haya desistido. Veo que es usted un absoluto ignorante no sólo en política sino también en arqueología. Que le vaya bien.
—Intente buscarla usted mismo. Será inútil, no me cabe la menor duda. La tumba perdida no existe.
Carter, aferrando los documentos —lo más valioso que tenía en ese momento— y el ostracon, realizó una ligera inclinación y salió del despacho.
Cuando la puerta se cerró, Jehir Bey permaneció unos segundos con la mirada clavada en ella, reflexionando, y sus pensamientos comenzaron a confundirse. Carter era el mejor excavador del Valle de los Reyes, tal como había afirmado Lyon. Sabía todo lo que había en él. Conocía las tres tumbas que ellos habían localizado. Sus últimas palabras le habían incomodado. Ya era demasiado tarde para retomar los trabajos en el valle. Habían tenido su oportunidad y el resultado siempre había sido el mismo: no había tesoros.
Sin embargo, el ostracon no hablaba de tesoros. En ese punto Carter también tenía razón.
Se levantó, fue hasta el enorme ventanal que daba a la calle y vio alejarse a Howard Carter, decidido y seguro de sí mismo. Envidiaba su entereza para afrontar las cosas. Después de haber permanecido tanto tiempo fuera de su cargo, lo retomaba con absoluta naturalidad, convencido de que las cosas eran como él creía que eran.
Pero Jehir Bey estaba seguro de una cosa: aquella tumba era un mito.
Volvió a su escritorio. Tomó unos papeles, llamó a sus asesores y comenzó a trabajar en los asuntos cotidianos. La tumba perdida ya era historia. Sencillamente, no existía.
Una de las zonas de mayor tránsito del palacio eran los establos reales. La entrada y salida de mensajeros y soldados hacían de este lugar uno de los más bulliciosos de la residencia del soberano.
El sol comenzaba a despuntar por el horizonte e iluminaba la montaña sagrada en la otra orilla. Debido a la calima, los primeros momentos que acompañaban al alba eran bastante frescos incluso en aquellos días de la estación de Ajet.
Por la mañana se había programado un paseo en carro por los marjales y algunas vías de comunicación bien conocidas. El rey iría acompañado por hombres de la guardia y, en esta ocasión, también por la reina. Ankhesenamón, hija de Akhenatón y esposa del rey, estaba casi recuperada del percance vivido días atrás. Los médicos le habían recomendado que saliera de palacio y disfrutara de la agradable temperatura del desierto a primera hora de la mañana. Acompañada de un selecto grupo de doncellas, la reina llegó en un carro cuyas bridas eran manejadas con soltura por un hombre de confianza del faraón.
Ramose estaba presente, pero Tutankhamón lo ignoró en todo momento. El gran sacerdote de Amón, que tampoco se acercó a él, observaba a cuantos se hallaban ahí: algunos encargados del mantenimiento de las caballerizas, los componentes de la guardia real que solían acompañar al faraón en sus escapadas al desierto, el médico y sus ayudantes. Él era el único de los altos funcionarios del gobierno que estaba allí. Y eso le tranquilizó. Había bajado para tener la certeza de que Maya no estaría presente en la salida de los carros, y así era. De ese modo, el éxito de su plan estaba casi asegurado.
Ramose abandonó el patio y se adentró en las caballerizas. Buscaba a uno de sus encargados, Neferhotep, un hombre malencarado que trabajaba allí gracias a la intercesión de Ay, a quien servía desde los tiempos de la ciudad de Akhetatón. Neferhotep había trabajado en los asuntos más oscuros, pero esta vez su cometido superaba cualquier otro: matar al faraón.
Neferhotep no había puesto impedimentos. A cambio, recibiría una bolsa repleta de oro y la documentación necesaria para desaparecer durante un tiempo. Cuando el nuevo faraón ascendiera al trono de las Dos Tierras, podría volver a la Tierra Negra, al regazo del nuevo poder.
Ramose lo encontró embridando uno de los caballos del cortejo real.
—El rey irá acompañado de su hombre de confianza —señaló Neferhotep antes de que el gran sacerdote tuviera tiempo de decir nada—, el mismo con el que suele ir de caza. Se limitarán a ir a los marjales, junto al río. Como la reina los acompaña, quieren que sea un paseo sosegado.
—Aun así, ¿está todo previsto? —quiso asegurarse el gran sacerdote.
—Cambié el eje del carro. Ahora es fuerte, pero la madera está gastada. Nadie notará el cambio, ni siquiera después del accidente… En el momento en que tomen más velocidad de la normal, el carro se romperá por el lado en que va el rey.
—Si sólo pretenden dar un paseo, quizá no alcancen la velocidad necesaria —comentó Ramose un tanto escéptico.
—No os preocupéis. Conozco estos carros como la palma de mi mano. Además, en los marjales hay un tramo donde al rey siempre le gusta azuzar a los caballos y correr. Es una recta de casi mil pasos.
El gran sacerdote confió en Neferhotep. Nunca les había fallado, tampoco cuando fue necesario actuar con sigilo y contundencia contra el padre de Tutankhamón.
—Cuando vuelvas al establo principal —dijo el gran sacerdote de Amón—, en el lugar donde se guardan los carros, dentro del arcón de los utensilios encontrarás una bolsa. Nadie mirará allí hasta el final de la mañana, después de que haya pasado todo y se dispongan a guardar los carruajes. Coge la bolsa y desaparece como hemos hablado. Si alguien pregunta por ti, te cubriré. En caso de que te echen de menos, sospechen o nuestros planes se tuerzan, tendrás tiempo suficiente para alcanzar la frontera sur.
Dicho esto, Ramose abandonó la caballeriza y regresó al patio.
Neferhotep esperó pacientemente a que se abrieran las puertas del patio y los miembros de la comitiva empezaron a salir. Cuando el gran sacerdote abandonó el lugar, Tutankhamón lo siguió con la mirada. Neferhotep observó que nadie se fijaba en él, ni siquiera el faraón. Pensó que podía estar tranquilo por su seguridad y que todo saldría como habían planeado.
Cuando las puertas del patio se abrieron, la primera en salir, después de un nutrido grupo de la guardia real, fue Ankhesenamón. El ajetreo de los caballos y de los guardias corriendo junto a ellos levantó una enorme polvareda.
El primer bloque de la comitiva había salido cuando Tutankhamón se acercó a su carro.
—¿Está todo en orden, Huy?
—Todo en orden, faraón, Vida, Salud y Prosperidad —respondió el experimentado militar.
Huy era un antiguo soldado de la sección de caballería, un experto consumado tanto en montar a caballo como en la conducción de carros. Gracias a su excelente manejo de las bridas y a su habilidad para hacer giros increíbles en espacios muy reducidos, había sobrevivido a diferentes batallas en las fronteras del norte.
Tutankhamón subió al vehículo. No llevaba bastón, le gustaba no depender más que de sus piernas y sus brazos y sentir el viento en el rostro a medida que ganaban velocidad.
La gente se arremolinaba en la calle para ver siquiera por un instante al dios encarnado.
Cuando las puertas de las caballerizas se cerraron, Ramose intentó reflexionar sobre los acontecimientos que tendrían lugar en breve, pero su mente fría, carcomida por la ambición, le impedía ahondar en los problemas. Marcharía al templo de Ipet-isut para participar en una serie de rituales. A eso dedicaría la mañana; no pensaría en nada más.
Mientras, no lejos de allí, la comitiva real se acercaba a la zona de marjales que había junto a los embarcaderos, frente al templo de Opet del Sur. El verde intenso de las columnas comenzaba a reflejar la luz del sol. Junto a ellas estaban las galerías con los relieves en los que se representaba a Tutankhamón participando en los festivales de los dioses, lo que confirmaba el regreso a la religiosidad tradicional, tal como el faraón había afirmado en la reunión que había mantenido con Ramose, Ay y Horemheb no hacía mucho.