Mientras se dirigía hacia la escalera principal del museo, apenas oía los comentarios de la gente que la reconocía como una de las protagonistas del sensacional descubrimiento. Su marido, enfermo, había preferido quedarse en casa, y su hija Patricia, que había heredado su carácter, decidió evitar el alboroto que sin duda se crearía alrededor de la exposición.
Al pie de la escalera, Eiddon Edwards, comisario de la muestra y máximo artífice de su éxito, la esperaba.
—Buenos días, lady Beauchamp —saludó el egiptólogo con una amplia sonrisa—. Es un verdadero placer recibirla. Le agradezco infinitamente que aceptara nuestra invitación.
Eiddon Edwards rondaría los sesenta años, pero su rostro, casi infantil, desprendía bondad a raudales. Unas gafas redondas de pasta enmarcaban dos ojillos pequeños que se movían tímidamente a ambos lados mientras hablaba.
—Buenos días, señor Edwards —respondió la hija de lord Carnarvon—. Soy yo la que les está agradecida. —Realmente, el que se hubieran acordado de ella le agradaba—. Me consta que han realizado un trabajo excepcional.
—Su hermano, el conde de Carnarvon, ha llegado hace unos minutos. Para nosotros es muy importante que la familia que sufragó el hallazgo y el estudio de la tumba esté aquí hoy.
Edwards parecía exultante, y no era para menos. Lady Evelyn sabía de la dificultad de las gestiones que habían tenido que realizar para traer aquellos objetos a Londres: decenas de viajes a El Cairo, reuniones al más alto nivel con toda clase de autoridades, y encuentros de trabajo maquillados en forma de fiesta habían sido la norma en los últimos cuatro años.
Lady Evelyn agradeció las palabras del comisario de la exposición y, con una sonrisa que pronto se disipó, siguió los pasos del asistente de protocolo que le indicó el camino hasta el hall, donde todos los invitados esperaban a Su Majestad.
A los pocos minutos, el bullicio que se oyó en la plaza anunció la llegada de la reina.
Después de saludar a su hermano, lady Evelyn se dirigió hacia las salas que albergaban los tesoros del faraón. Sentimientos enfrentados empezaron a aflorar en su interior a medida que se acercaba a las vitrinas, hasta que, de pronto, se topó con el pasado y su envejecido pulso se aceleró: casi medio siglo después volvía a ver el brillo del oro de la joyería de Tutankhamón. Y en aquellas vitrinas lucía de una manera espectacular. Había piezas que lady Evelyn nunca había visto. El brillo del oro estaba en todas partes, y en su cabeza comenzaron a brotar recuerdos de voces, sonidos y escenas de cincuenta años atrás. Por unos instantes perdió la noción del tiempo y el espacio y se vio en la antecámara de la tumba caminando con cuidado entre los miles de objetos preciosos que había por todas partes. Vio a Ahmed Gerigar, que era testigo como ella de la escena. Vio a su padre, que iluminaba boquiabierto los lechos funerarios. Vio a Carter, que pasaba la mano sobre la tapa de uno de los baúles de madera que descansaban junto a los carros, y a Callender, que se acercaba a la segunda puerta de la habitación, la que llevaría más tarde a la cámara funeraria. Todos deambulaban en silencio por aquel escenario casi teatral.
Lady Evelyn era la única superviviente de cuantos habían estado presentes en aquel momento. Y allí estaba, cincuenta años después, protagonista casi olvidada de ese recuerdo.
Cuando el ruido de los flashes de las cámaras anunció la llegada de la comitiva real, la anciana regresó al enmoquetado hall, pero prefirió quedarse en un segundo plano.
Después de cortar la cinta inaugural, la reina Isabel abrió la comitiva acompañada de varias autoridades egipcias que hacían de guías. Su Majestad lucía un bonito abrigo de color rojo con cuello de piel de color negro y sombrero a juego, y portaba un ramo de flores en la mano. Mientras Edwards le relataba anécdotas relacionadas con las piezas de la exposición, la reina mostraba gran interés por los objetos y por la intrahistoria de cada uno de ellos.
El momento de mayor intensidad llegó cuando alcanzaron la vitrina que protegía la máscara del joven rey. La pieza encabezaba la primera de las salas: una bienvenida casi faraónica.
Era la primera vez que esa pieza abandonaba Egipto para una exposición de esas características. Sumada al resto de los objetos —medio centenar, uno por cada año transcurrido desde su descubrimiento—, el resultado era realmente increíble: muebles, joyas, capillas, estatuas funerarias y esculturas doradas creaban un escenario como nunca antes se había visto. Al igual que sucedió medio siglo antes, el periódico The Times junto a The Sunday Times habían hecho un gran esfuerzo en patrocinar aquel logro.
Mientras la reina admiraba con detenimiento el rostro dorado del rey, nadie se atrevía a mover un músculo, las cámaras dejaron de lanzar flashes y se hizo un silencio tal que el tiempo pareció detenerse.
Lady Evelyn observaba desde la distancia la escena cuando, de pronto, su mirada se cruzó con la de la reina. Ésta le sonrió con discreción y prosiguió el itinerario arrastrando tras de sí al séquito de egiptólogos y autoridades.
La hija de Carnarvon se acercó entonces a la vitrina donde descansaba la máscara del rey Algunos fotógrafos se habían quedado rezagados para, aprovechando la ausencia de invitados, reproducir cómodamente aquella joya, emblema de la culminación del mayor descubrimiento arqueológico de la historia de Egipto.
—Es un sueño tener la máscara en esta exposición.
La voz de Eiddon Edwards le hizo volver la cabeza.
—Los egipcios son muy duros a la hora de regatear —continuó el egiptólogo sin perder la sonrisa—, pero al final los convencimos de que en una muestra como ésta, en la que se conmemoraba el cincuenta aniversario del descubrimiento de la tumba, esa pieza no podía faltar.
—Es una obra magnífica, desde luego —dijo la hija de lord Carnarvon volviendo la mirada a los ojos del faraón—. ¿Puede creer que es la primera vez que la veo?
Edwards la observó sorprendido.
—Sí, así es —prosiguió Evelyn—. Abandoné Egipto en 1923 para casarme y desde entonces no he vuelto al Valle de los Reyes. Cuando me fui del país, los trabajos en la cámara funeraria apenas habían comenzado. Luego… mi familia no ha querido verse involucrada en nada relacionado con la egiptología, a mi esposo no es un tema que le apasione y… paulatinamente lo hemos ido arrinconando hasta casi olvidarlo.
—Olvidar una cosa así no puede ser fácil. Debió de ser una época llena de emociones.
—Por supuesto —admitió la anciana—. En muchas ocasiones he sopesado lo positivo y lo negativo que vivimos todos en aquellos años, y la verdad es que no sé con qué quedarme. Yo siempre le decía al señor Carter que al final solamente recordaríamos las cosas buenas.
—¿Y ha sido así?
—Sí, de lo contrario le aseguro que no estaría en esta exposición. —La aristócrata sonrió, pero de pronto su rostro adquirió una seriedad desconocida. Tenía la mirada fija en una vitrina.
—¿Le sucede algo, lady Beauchamp? —preguntó el egiptólogo, preocupado.
Junto a una estatua de oro que representaba al faraón sobre una pantera negra, acicalado con sus ropas y cetros reales, había un objeto que lady Evelyn no esperaba encontrar allí. La luz de la lámpara que lo iluminaba se reflejaba en su blancura y lo hacía brillar de una manera especial.
La anciana se acercó hasta la vitrina, seguida de Edwards.
Sí, no se equivocaba, ahí estaba el ostracon que marcaba la ubicación de varias tumbas del Valle de los Reyes, el ostracon que Carter y ella habían utilizado medio siglo atrás en el intento de hallar la tumba perdida…
Evelyn casi se había olvidado de ella; una búsqueda infructuosa que no les había traído más que problemas con el gobierno egipcio.
—Ah, ya veo, lady Beauchamp —dijo Edwards arqueando las cejas—. Intuyo que pocos entenderán esta pieza… La gente se fijará sobre todo en el brillo del oro, los tesoros más conocidos por las fotos de las revistas. Este ostracon pasará desapercibido…
—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó lady Evelyn, intrigada.
—Estaba entre los objetos personales de Howard Carter. Al parecer, su sobrina Phyllis Walker lo entregó al Museo de El Cairo cuando el arqueólogo falleció en 1939. En su colección había algunas piezas comprometidas que podrían proceder de la tumba. Ésta era una de ellas. Para evitar problemas legales, la señorita Walker decidió entregarlas al gobierno egipcio. Al igual que las otras, este ostracon no se encuentra en los inventarios ni en las fotografías realizadas por Burton de los objetos aparecidos en la tumba.
—Es que no apareció en ella.
La serenidad y seguridad con que la anciana lanzó aquella afirmación sorprendió a Edwards.
—¿Cómo dice? ¿Conoce este ostracon?
—Carter me explicó que lo descubrió Omar, el hermano pequeño de su capataz, junto a la tumba de Tutmosis IV. Pero no apareció en la tumba de Tutankhamón.
»Carter lo guardó siempre consigo en su casa de Luxor, en Elwat el-Diban. Sólo unos pocos sabíamos de su existencia. Burton lo fotografió, pero para el archivo privado de Carter.
Al instante lady Evelyn recordó la cena en casa del fotógrafo en la que comenzaron a desatarse los problemas con aquel misterioso texto.
—Es una pieza extraña.
—¿Por qué lo dice, doctor Edwards?
—Hay algo que no me encaja. Parece que indica la ubicación de varias tumbas de un cementerio de Tebas. Por lo que usted me acaba de decir, podría ser el Valle de los Reyes. Pero aun así falta algo.
Junto al ostracon había una cartela en la que se podía leer el contenido del texto.
—«Desde el sauce al General en Jefe… —leyó en voz alta la hija de lord Carnarvon— dieciséis metros, y a la tumba de Meryatum, el más Grande de los Supervisores, trece metros.» —Lady Evelyn miró a Edwards y añadió—: No entiendo por qué no han puesto un espejo debajo del ostracon para que se pueda observar el reverso de la piedra; el jeroglífico continuaba por detrás.
—¿Cómo dice? Disculpe pero no la entiendo.
—Sí. Recuerdo que en la parte de atrás el texto proseguía y había un símbolo.
—Debe de haber un error…, quizá hablamos de piezas diferentes. El texto de este ostracon no prosigue en el reverso.
La mujer clavó la mirada en los ojos del conservador del Museo Británico.
—Estoy segura de ello, doctor Edwards —dijo de forma pausada—. He tenido este ostracon en mis manos y vi los dibujos que Howard había hecho de él.
—Le aseguro que la pieza que hay en la vitrina sólo tiene el texto que mostramos. Por detrás no hay nada. ¿No podría tratarse de otra antigüedad similar?
—Estoy segura de que es el mismo. Carter fue transcribiendo el jeroglífico a un mapa del valle…
—Si así fuera, lady Beauchamp, se trataría de una pieza extraordinaria. Un dibujo ayudaría a aclarar la ubicación de las tumbas que aparecen en el listado, incluso la que todavía sigue sin aparecer en el cementerio y que se menciona en el jeroglífico.
—Pero Harry Burton fotografió el ostracon. Recuerdo que Carter me lo dijo. Esa noche cenamos en casa del fotógrafo.
—Sí, conocemos esas fotos. Estaban en la documentación de Howard Carter, pero en ellas se aprecia lo mismo que ve usted ahora.
—La tumba perdida… —masculló la anciana entre labios.
—¿Cómo dice?
—Perdóneme, hablaba sola. Estaba recordando cosas.
Lady Evelyn rememoró vivamente el momento en que Carter señalaba con el dedo un lugar muy concreto del Valle de los Reyes, un punto localizado entre las tumbas de Ramsés II y Merneptah. «Aquí», había dicho el descubridor de Tutankhamón con absoluta seguridad. Sabía que era un lugar donde nadie había excavado de manera sistemática. Pero si era así, ¿por qué se negó a continuar la búsqueda de la tumba perdida y llegó incluso a decir que «era una quimera»?
—Entonces, dice usted que en el reverso de este ostracon no hay nada…
—Estoy completamente seguro, lady Beauchamp. Es una pieza curiosa, la incluí en la exposición por su originalidad. Salvo usted, pocos la conocen.
—¿Tiene una linterna, doctor Edwards?
—Por supuesto —respondió el egiptólogo sin ocultar su extrañeza mientras metía la mano en el bolsillo de su chaqueta negra y sacaba una linternita de pilas—. Siempre llevo una de bolsillo para… ocasiones como ésta.
Estaba claro que esa ocasión jamás había pasado por la imaginación de Eiddon Edwards, pero antes de que pudiera decir nada más, la mujer cogió la linterna, la encendió e iluminó la parte más oscura de la vitrina, justo debajo del ostracon.
Lady Evelyn se agachó para intentar ver el reverso de la caliza. El objetivo era pequeño y la luz no era todo lo idónea que cabría desear, pero dado que la superficie del ostracon no era plana pudo comprobar que, en efecto, por detrás no había nada. Y, sin embargo, ella recordaba perfectamente cómo las líneas se perdían por los bordes de la pieza. Esas marcas deberían verse con la linterna. Pero allí no había nada. Era totalmente blanca.
Durante unos segundos guardó silencio.
Edwards la contemplaba con curiosidad, preguntándose qué pasaba por la cabeza de aquel personaje que había presenciado el descubrimiento. ¿Había algo que él desconocía?
De pronto lady Evelyn abrió los ojos como si estuviera contemplando una visión.
—¿Se encuentra bien, lady Beauchamp? —preguntó el egiptólogo, asustado—. ¿Necesita algo?
—Gracias, doctor Edwards. Creo que debo irme —contestó ella de forma atropellada—. Me ha sido de gran ayuda. Mi familia le está enormemente agradecida por el detalle que ha tenido de acordarse de nosotros.
Las últimas palabras de la hija de lord Carnarvon sonaron con eco al fondo de la galería, ahora vacía. La mujer había salido casi corriendo en dirección a la entrada principal. Una vez fuera, se dirigió hacia su coche.
—Steven —dijo a su chófer—, hemos de ir a casa enseguida.
—¿Sucede algo, señora?
—No, pero vámonos ya, necesito comprobar una cosa.
El Mercedes color burdeos de la casa Carnarvon cruzó la reja del Museo Británico. Cientos de curiosos se agolpaban alrededor de la entrada intentando identificar al aristócrata, político o famoso que salía a toda velocidad.
El coche se dirigió hacia la abadía de Westminster, la zona donde el matrimonio Beauchamp tenía su lujosa casa y donde vivían muchos parlamentarios. En pocos minutos alcanzaron la puerta. Dos personas del servicio la esperaban junto a la puerta. Lady Evelyn entró con tal presteza que apenas tuvieron tiempo de tomar su bolso y su abrigo. Sin aminorar el paso, se dirigió a la biblioteca situada en un amplio salón de la planta baja. Los volúmenes no estaban organizados por temas ni nada parecido. En ocasiones se lamentaba de su desgana y torpeza a la hora de intentar hacer cualquier tipo de catalogación. Los libros se iban colocando a medida que llegaban, y tampoco había un espacio dedicado a los suyos.