—Muy bien. No me dejas opción.
A una señal del tesorero, dos guardias entraron en la habitación; traían a un hombre atado.
Ramose sintió que su sangre se helaba poco a poco a medida que reconocía los rasgos de aquel desgraciado cubierto de golpes y heridas. Cuando uno de los guardias le agarró del cabello y levantó el rostro del prisionero para que todos pudieran verle, no hubo dudas.
Neferhotep, el antiguo caballerizo real, permanecía mudo.
—Creo que no tenéis salida —dijo por fin Horemheb, y sus palabras sonaron como la sentencia de un juez.
Con un gesto, Maya hizo salir a los guardias. Éstos se llevaron a Neferhotep y el tesorero volvió a su mesa en silencio. Todo estaba dicho: la sentencia estaba firmada y a punto de ejecutarse.
Amenhotep perdió el control, derramó el poco vino que aún quedaba en su copa y ésta cayó al suelo de manera estrepitosa.
Ramose lo observó, pero ya no podía hacer nada: los ojos de Amenhotep se pusieron en blanco, echó la cabeza hacia atrás con una horrible mueca de dolor y su cuerpo sin vida cayó sobre el lateral de la silla.
El gran sacerdote de Amón lanzó una mirada repleta de odio al general en jefe.
—Nos has traicionado, hijo de una hiena del desierto.
Ramose miró la copa que tenía en sus manos y vio con horror que había bebido casi todo el vino. El recipiente, de un azul intenso, tenía un disco solar de Atón con rayos acabados en manos. Al verlo, el sacerdote lo arrojó con fuerza al suelo y la fayenza se rompió en mil pedazos.
El veneno comenzó a hacer efecto en él. La vista se le nubló. Un fuerte dolor le recorrió el interior del cuerpo, desde el estómago hasta la boca, y la sagrada piel de leopardo, símbolo de su rango sacerdotal, quedó cubierta de vómito.
Ramose cayó hacia delante, a los pies de Maya.
A medida que pasaban los días, lady Evelyn estaba más segura de que nada había cambiado en Egipto en el último medio siglo. No tenía la sensación de que la célebre revolución de Nasser de los años cincuenta, fallecido hacía casi dos años, hubiera servido para algo. Las casas eran idénticas a las que ella había conocido en la década de 1920. No pudo alojarse en el hotel Continental Savoy, como era su deseo, porque el edificio, en pleno corazón de la plaza de la Ópera, había ardido durante la revolución. En su rehabilitación habían conservado la estética del original pero con fines alejados del turismo.
Cuando cruzó la entrada, siguió a un grupo de turistas americanos. En la cola frente a la taquilla les había oído decir que irían directamente a ver el tesoro de Tutankhamón, en la última planta. Lady Evelyn atravesó el museo para subir por la escalera lateral de piedra que había en una de las esquinas y que llevaba al tesoro del Faraón Niño.
Al ver los lechos funerarios dentro de las vitrinas, desnudos de los cientos de objetos que había sobre ellos, recordó de inmediato aquel momento mágico frente a la antecámara de la tumba: «Carter…, ¿ve usted algo?», oyó que preguntaba su padre, y luego la respuesta emocionada del egiptólogo resonó en su cabeza: «¡Sí, cosas maravillosas!».
En las paredes de la sala colgaban grandes reproducciones de las fotografías que Harry Burton había tomado en la tumba los días siguientes. Las capillas que envolvían el sarcófago y los ataúdes estaban montadas por separado en grandes vitrinas individuales; las mismas que construyó Carter para cubrirlas medio siglo atrás. En una estancia independiente se hallaban, protegidos por una verja, los objetos más preciosos del tesoro. La vitrina vacía en el centro de la sala era la destinada para acoger la máscara del faraón, en ese momento en el Museo Británico de Londres. Durante su ausencia, los enormes ataúdes de madera dorada y oro macizo que antaño envolvieron la momia del Faraón Niño eran las estrellas del museo.
La anciana volvió a salir a la galería principal y retrocedió el camino hacia la escalera por la que había llegado a la primera planta. Junto a los lechos funerarios comenzaba un nuevo pasillo repleto de objetos de Tutankhamón. Allí estaban los modelos de barcas, los arcones, las figurillas funerarias, las estatuas del faraón asimilado a diferentes divinidades, lámparas de alabastro de todos los modelos imaginables, escudos, sillas, tronos, abanicos, bastones, las estatuas a tamaño natural y pintadas de negro que custodiaban la entrada a la cámara funeraria de la tumba… Le resultaba extraño ver todas esas obras descontextualizadas del lugar del que procedían y que ella tan bien conocía.
Había también muchos objetos que ni siquiera sabía que estaban en la tumba que Carter y su padre descubrieron; era la primera vez que los veía. Pero ahora todo eso quedaba en un segundo plano. Lady Evelyn buscaba una pieza muy concreta de la colección.
A lo largo de los últimos años la había visto en innumerables libros de arte, por lo que dedujo que tendría que estar en la exposición permanente del museo. Sólo había que saber dónde.
Y no le costó mucho dar con ella.
Junto a una columna del centro de la galería, una antigua vitrina guardaba la cabeza de Tutankhamón saliendo de una flor de loto.
Su amigo Carter siempre le había dicho que era una de las obras más importantes del tesoro del Faraón Niño. Lástima que protagonizara la historia a la que los egipcios se aferraron injustamente para comenzar la polémica contra los arqueólogos ingleses y, en concreto, contra él.
Los ojos abiertos del joven faraón la observaban con el esbozo de una sonrisa; lady Evelyn pensó que ésa era la expresión propia de alguien que guarda un secreto. Los ojos de Tutankhamón.. . ¿Era ésa la mirada que había mencionado Carter al salir de la tumba perdida? Omar le había pedido que fuera hasta allí para que le preguntara qué debía hacer con la tumba perdida. Tenía que ser esa figura. Carter nunca pudo explicar el sitio exacto donde apareció, siempre dijo que se descubrió en el pasillo descendente hacia la antecámara. Era cierto que según los dibujos estaba allí, pero no existían fotografías ni fichas de la pieza. Éstas sólo se hicieron cuando monsieur Lacau la descubrió casualmente dentro de una caja de vino en la casa del egiptólogo.
Lady Evelyn empezó a unir las piezas de aquel extraño puzle. El desencuentro con el director del Servicio de Antigüedades se produjo meses después de la apertura de la antecámara…, meses después de que Carter empezara a buscar la tumba perdida y —ahora estaba segura— la encontrara.
Las ideas comenzaron a bullir en la cabeza de la hija de lord Carnarvon. Los recuerdos se mezclaban con la conversación que días atrás había tenido con Omar en el Valle de los Reyes. Aquélla era la figura a la que debía preguntar si debía sacar la tumba a la luz. Y en ese momento comprendió que el rostro de Tutankhamón guardaba el secreto de la tumba de su padre, Amenofis IV, Akhenatón. Lady Evelyn observó con detalle el rostro del rey. La brecha abierta en la madera por el lado izquierdo no era mayor que la que había visto en las antiguas fotografías tomadas por Burton después de que Lacau viera la talla en la caja de Fortnum & Mason. Por detrás de la cabeza había un espejo. En él se podía ver la parte posterior del cráneo apepinado del joven rey y, al fondo, grupos de turistas que deambulaban por la galería. De repente la anciana notó un pequeño pálpito en las sienes y vio una imagen que la hizo estremecerse: frente al grupo de turistas que se reflejaba en el espejo se hallaba Howard Carter.
Lady Evelyn no se giró. Miraba pasmada el reflejo de aquel hombre venido del Más Allá que, vestido como siempre lo había hecho —traje gris, camisa y zapatos blancos—, la miraba sonriente y, tras señalar la cabeza del Faraón Niño, se llevaba el dedo índice a los labios y pedía silencio a su amiga. El inglés permaneció unos segundos en esa posición y luego comenzó a caminar hacia el fondo de la galería.
Lady Evelyn estaba a punto de volverse cuando de pronto sintió casi vergüenza. La anciana sonrió. Aquella imagen no era más que el producto de su imaginación.
Pero el mensaje había sido claro: la tumba debía permanecer oculta, así se lo había dicho su corazón. Aquella cabeza sumamente hermosa era la única figura que había salido de la tumba perdida.
Quizá el mayor descubrimiento de Howard Carter.
En una mesa de ofrendas, Maya portaba la escultura de la cabeza del rey que había recogido poco antes en el taller de Tutmosis. Siguiendo los deseos de su faraón, el tesorero había organizado un férreo despliegue de sus guardias más fieles, quienes cercaron los puntos de acceso al interior de la Grande y Majestuosa Necrópolis de Millones de Años de los Faraones, Vida, Salud y Prosperidad, en el occidente de Uaset.
Acompañado de Amenemhat, Maya había llegado antes de que las luces del alba despuntaran por detrás de los riscos del valle. No había música fúnebre, ni sacerdotes salmodiando textos antiguos, ni grupos de plañideras rasgándose las vestiduras o lanzándose barro al rostro en señal de duelo.
En el momento de mayor fuerza del sol, todo estaba preparado. Pocas horas antes, un grupo de fieles había trasladado los restos de Akhenatón desde el escondite en la residencia real hasta su nueva morada para la eternidad. Sólo quedaba cerrar la sepultura construida en el lugar secreto del valle, donde nadie pudiera encontrarla nunca.
Dentro de la tumba, los ojos de la escultura del rey Tutankhamón miraban con tal realismo al tesorero que éste se estremeció cuando la depositó sobre una de las mesas que había en la habitación de columnas. Allí no había imágenes de Osiris, de personajes del inframundo, de habitantes del Amduat, ni pasajes del recorrido de la barca de Ra por las oscuras horas de la noche en busca del sagrado amanecer. En la tumba de Akhenatón sólo había escenas en las que se representaba al rey compartiendo con la reina su poder mediador entre el disco solar de Atón y el pueblo de Kemet: en su ventana del palacio, en su carro de guerra, en las habitaciones de la residencia real, acompañado de su familia…, imágenes que Maya ya casi no recordaba.
Pero aquél era el lugar donde Tutankhamón quería también estar presente durante toda la eternidad. Y la figura elaborada por Tutmosis era el símbolo inequívoco de su renacimiento en la vida eterna. El loto era la metáfora por antonomasia del nacimiento y la vida eterna: al igual que la flor se cerraba y se sumergía en las aguas al llegar la noche para renacer y brotar del líquido primigenio con los primeros rayos del sol, la figura de Tutankhamón renacería en la vida eterna infinidad de veces, como lo hacía el sol cada amanecer.
Después de dejar la escultura, Maya retrocedió hacia la salida del sepulcro sin dar la espalda en ningún momento al enterramiento. Fuera aguardaban Amenemhat y dos albañiles, prisioneros nubios que desconocían su macabra suerte. Pero la situación obligaba a no conceder licencias. Nadie debía saber dónde estaba la tumba y qué guardaba en su interior.
Cuando el tesorero abandonó el sepulcro, los reos rellenaron el pasillo hasta el techo con gruesas piedras y tapiaron la entrada. Sobre su puerta no se colocó sello alguno con el nombre del rey que habitaba su interior. Luego cubrieron la escalera con escombros y arena, hasta que el agujero desapareció completamente.
Maya observaba la escena desde muy cerca. El tesorero no podía hacer más. Se aseguraría de que esa tumba quedara marcada en los registros con un símbolo que sembrara el terror y alejara de ella a quienes quisieran profanarla. Era lo mínimo que podía hacer por el faraón que había muerto por dar a su padre la digna sepultura que merecía.
Ojalá nadie en el futuro traicionara ese secreto.
Como toda obra de ficción histórica, esta novela mezcla elementos rigurosamente ciertos con otros que son fruto de la imaginación del autor.
El reputado arqueólogo Howard Carter (1874-1939) descubrió el primer escalón de la tumba de Tutankhamón el 4 de noviembre de 1922. Tres semanas después, el día 26 de noviembre, abrió la puerta que daba a la antecámara. Junto a él estaban lord Carnarvon y los demás participantes en la excavación que aparecen en la novela; entre ellos se encontraba también lady Evelyn Herbert, hija del citado lord.
El ostracon que centra parte de la intriga de esta novela es una pieza auténtica (J72460) y se halla actualmente en los almacenes del Museo Egipcio de El Cairo. Tal como se relata en estas páginas, fue encontrado por Carter cerca de la tumba de Tutmosis IV, en el Valle de los Reyes. Auténtica es también la traducción de la inscripción que consta en esa piedra, pero todo lo referente a la tumba perdida, su simbología y ubicación, es creación del autor.
Del mismo modo, la célebre talla que representa la cabeza de Tutankhamón saliendo de una flor de loto es una pieza real que se conserva en el Museo Egipcio de El Cairo. Carter siempre dijo que se hallaba en el pasillo de acceso a la antecámara, pero no hay registro alguno de ese hecho, lo cual deja la puerta abierta a la explicación ficticia que se da en esta novela. El que fuera descubierta en los almacenes en una caja de vino es también un hecho constatado, así como la polémica que se generó alrededor de este malentendido.
La tumba que descubrió François Lyon (KV63) y los dos pozos que se mencionan (KV64 y KV65) también existen tal como se describen en estas páginas.
En 1972, el Museo Británico organizó una exposición para conmemorar los cincuenta años del descubrimiento de la tumba de Tutankhamón. A su inauguración, que contó con la presencia de la reina Isabel II de Inglaterra, asistió lady Evelyn Beauchamp, entonces la única superviviente de quienes vivieron en primera persona aquel acontecimiento histórico de importancia capital para la arqueología.