Esa última frase resonaba en la cabeza de Carter como el eco en el acantilado de Deir el-Bahari. La conversación que había tenido el día anterior con su inseparable amigo Burton se repitió en su mente de principio a fin.
Tras unos golpecitos en la puerta, Ahmed Gerigar entró en el despacho. No cruzaron palabra alguna. Omar los observaba con tristeza desde la entrada de la casa. Carter volvería, de eso estaba seguro, pero los egipcios sabían que entonces nada sería igual. Tenían la sensación de que el telón había comenzado a bajar, como en esos magníficos escenarios de los que el mudir les había hablado en ocasiones.
La despedida del servicio fue emotiva. Aquellos hombres valoraban el esfuerzo y la dedicación de ese indómito inglés al que muchos consideraban ya uno más del West Bank. Carter les había dejado lo necesario para que en los próximos meses no les faltara nada, ni a ellos ni a sus familias. Sabía que la vida en Egipto era dura, y más aún cuando él no estaba allí.
Omar esperaba en el coche, ya cargado con todo el equipaje. El trayecto hasta el transbordador discurrió en silencio. Carter era consciente de que la próxima vez que viera aquel escenario maravilloso, el decorado que había servido de fondo a los últimos años de su vida, habría cambiado. En cierto modo, se despedía de los monumentos, de las calles y de la gente que lo observaban y saludaban con respeto. Había pasado allí, entre ellos, gran parte de su vida, salpicada de numerosos altibajos, pero sabía que una vez que abandonara Egipto, aunque fuera de forma temporal, en su cabeza sólo perduraría el recuerdo de los mejores momentos, esos que lo encumbraron hacia una cima que ni él mismo imaginaba.
La imagen de su padre diciéndole adiós en la estación de Londres, cuando apenas contaba diecisiete años, le atrapó durante unos segundos. Fue la última vez que lo vio con vida. Murió a los pocos años, cuando Carter ya estaba asentado en Egipto, adaptándose a la nueva realidad que lo alejaría paulatinamente de su país natal.
Por primera vez en mucho tiempo, Omar y Ahmed lo acompañaron en el transbordador. Normalmente lo hacía sólo Ahmed, pero esta ocasión era especial; todos lo sabían.
Al llegar al otro lado, otro coche los estaba esperando. Cargaron el equipaje y emprendieron el camino hacia la cercana estación de tren, situada en el centro de la ciudad, a apenas quinientos metros de la Corniche, que seguía el perfil de la ribera del Nilo.
El barullo que había a la entrada del viejo edificio que daba acceso a los andenes le hizo volver al presente. Había que apresurarse. Aunque tenían tiempo y la reserva estaba confirmada, Ahmed sabía que al mudir no le gustaban las prisas ni las improvisaciones de última hora. Prefería estar sentado en su coche unos minutos antes de que partiera el tren.
Una vez que hubieron colocado el equipaje en el compartimento y todo parecía estar en orden, Carter miró su reloj de bolsillo. Aún quedaban quince minutos para que el vapor hiciera sonar el silbato que anunciaría su partida hacia Alejandría.
—Ahmed, Omar, gracias por vuestra inestimable ayuda. Sé que sin vuestro trabajo nada de esto hubiera sido posible. Gracias de verdad —dijo el arqueólogo llevándose la mano al pecho como hacían los egipcios cuando agradecían de corazón el gesto de un amigo.
Los dos hermanos estaban emocionados. Siguiendo la cortesía de los egipcios, Omar prefirió que fuera su hermano mayor el que hablara en su nombre y en el de su familia.
—Sus palabras suenan a despedida, mudir, pero su vida está aquí, entre nosotros, y la nuestra no tiene sentido si usted no está en Luxor.
—Lo sé, Ahmed —respondió Carter con una sonrisa—. Sólo quería que supierais que valoro el esfuerzo que habéis hecho en estos últimos años para que el proyecto saliera adelante con éxito, como así ha sido. Sois una parte muy importante de él. No quiero que os olvidéis de eso.
Los dos egipcios agradecieron con un asentimiento las palabras del inglés. No era necesario decir más. En su cabeza quedaría grabada esa escena para el resto de sus días y les ayudaría a evocar el recuerdo de los buenos momentos vividos juntos durante tanto tiempo.
—Hasta la próxima, amigos. Cuidaos. Muy pronto estaré de vuelta. Pero antes os enviaré un telegrama desde Londres para que todo esté preparado.
Los ojos de Omar, el más joven, convertido ya en un hombre hecho y derecho, se llenaron de lágrimas. Aun así, ambos hermanos mantuvieron el tipo.
Después de darles un fuerte abrazo, Carter subió presto al tren. Una vez en su compartimento, levantó la ventanilla para despedirse de sus dos sirvientes y en aquel preciso instante el tren se puso en marcha.
El vapor de la máquina hizo su aparición y empezó a cubrir con una densa niebla a los que habían quedado en el andén. Parecía una escena de ensueño. Al poco, el arqueólogo apenas distinguía ya las manos de los dos egipcios entre la humareda.
Bajó el brazo y cerró la ventanilla para que su compartimiento no se llenara de vapor. Dejó a un lado la chaqueta y, por primera vez en su vida, no hizo nada por evitar que una lágrima se deslizara mejilla abajo. Con rostro serio, buscó en el bolsillo de su chaqueta la pitillera, sacó un cigarrillo pero no llegó a encenderlo. Observaba las plantaciones de azúcar, los palmerales y los grupos de jóvenes y chiquillos que saludaban con alegría a los pasajeros. Carter veía en todos ellos el rostro de su fiel Ahmed y el de su hermano Omar. Apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y, con el cigarrillo aún sin encender entre los dedos, cerró los ojos. No los volvería a abrir hasta prácticamente llegar a Alejandría.
En la ciudad conquistada por el militar macedonio le esperaba Ali, un nuevo miembro de la familia de Ahmed Gerigar, el mismo que lo recibía cada vez que llegaba de Europa o viajaba al Viejo Continente. El trámite fue rápido. De la estación al puerto no había mucha distancia. En pocas horas partiría el barco que lo llevaría directamente hasta Marsella, donde tomaría el tren hasta el norte de Francia y desde allí cruzaría el canal de la Mancha en dirección a Inglaterra.
* * *
La estación de Londres lo recibió con el bullicio habitual. Vinieran de donde viniesen, los trenes de la estación Victoria siempre eran recibidos por decenas de personas que anhelaban reencontrarse con familiares y amigos.
—¡Hola, tío Howard!
La voz de Phyllis Walker se alzó sobre los gritos de la muchedumbre que se arremolinaba en el andén 3. Carter miró sonriendo a la hija de su hermana Amy. Phyllis corrió a darle un abrazo de bienvenida, gesto que el egiptólogo agradeció.
La relación de Carter con su familia siempre había sido distante. No es que se llevara mal con sus hermanos, pero su carácter introvertido y, sobre todo, el hecho de vivir en el extranjero, agrandaba la distancia que había entre ellos. No obstante, siempre había tenido una relación especial con Phyllis, si bien las últimas veces que había estado en Londres se vieron menos de lo que a él le habría gustado. Era una joven morena, delgada, de ojos claros y de espíritu vivaracho; una persona encantadora incluso para el exigente Carter.
Ambos caminaron del brazo hasta la salida de la estación, donde los esperaba un chófer que los llevaría hasta el apartamento del arqueólogo, junto al Royal Albert Hall. Varios mozos metieron en el maletero del automóvil el abultado equipaje.
Tras darles una propina, que los jóvenes agradecieron haciendo el amago de quitarse la gorrilla, Carter y su sobrina entraron en el coche.
Mientras la joven hablaba de temas banales, Carter miraba el exterior por la ventanilla del coche. Las calles estaban repletas de gente. Hacía un día magnífico que invitaba a pasear.
—¿En qué piensas, tío Howard? —preguntó Phyllis al verlo tan ensimismado en el paisaje urbano.
—Siento que vuelvo a casa —respondió Carter al instante—. Y es una sensación que no me desagrada.
—¿Significa eso que no vas a volver a Egipto? —La sobrina parecía sorprendida.
—No, querida, pronto volveré a Luxor, de eso no me cabe la menor duda. Sin embargo, es la primera vez que no me siento extraño aquí.
—Aún tienes cosas que hacer allí, ¿verdad?
—Siempre hay cosas que hacer. La duda es si a mí me resultarán lo suficientemente atractivas como para implicarme en ellas.
—Bueno…, ahora vas a publicar el tercer volumen sobre Tutankhamón.
—Así es. Servirá para mantener viva la llama quizá unos meses más, pero luego todo se disipará como una nube de humo. La gente tiene una memoria muy limitada.
—Pero tú nunca has buscado la fama —repuso su sobrina—. Para tu trabajo no es necesario que la gente te recuerde.
Carter guardó silencio y su sobrina no reclamó una respuesta cuando el coche se detuvo frente al número 2 de Prince's Gate Court.
El portero de la casa los saludó y Carter y su sobrina cruzaron el vestíbulo hasta el ascensor. El servicio se encargó de descargar el equipaje y de subirlo al apartamento.
El sonido familiar de la llave en la puerta, la luz en el recibidor y el pasillo que llevaba al salón… todo estaba como lo recordaba.
—Bienvenido a casa, Howard.
La voz de lady Evelyn sonó como una cálida melodía entre las paredes del amplio salón.
Carter dejó la chaqueta en uno de los sillones y fue hasta la hija de lord Carnarvon para abrazarla.
—¿Cómo sabías que llegaba hoy?
—Phyllis me lo dijo. Mark, ella y yo llevamos días preparando la casa para que lo encuentres todo a tu gusto.
Carter miró a su sobrina con una sonrisa agradecida. Aunque Evelyn ya no era la muchacha de años atrás, para Carter siempre sería la joven hija de su amigo y mecenas. Habiendo alcanzado la treintena, seguía teniendo esa expresión tan suya de aparente ingenuidad y una elegancia exquisita propia sólo de la aristocracia.
—Veo que os habéis hecho grandes amigas.
—Creo que tenéis mucho de que hablar —dijo Phyllis mientras recolocaba el tapete de una mesita auxiliar que había en una esquina del salón—. Si me lo permitís, yo me retiro, que aún he de hacer muchas cosas.
—Gracias por ir a recibirme, Phyllis. Saluda a tu madre y dile que en cuanto me instale y arregle unos papeles que tengo pendientes, iré a verla.
—Así lo haré, tío Howard —dijo Phyllis mientras le daba un beso en la mejilla y se despedía de lady Evelyn.
Con el sonido de la puerta de la casa al cerrarse cuando salieron los mozos que habían subido el equipaje, Carter sintió que la tranquilidad había vuelto.
—¿No has hecho más que llegar y ya te pones nervioso con el trajín de la gente del servicio? ¡Mal empiezas! —bromeó lady Evelyn.
—Me conoces bien. ¿Qué tal tu esposo? ¿Y Patricia? Tengo ganas de conocerla. ¿Cuántos años tiene ya? ¿Dos, tres?
—¡Howard! ¡Patricia tiene casi seis años! Te mandé una foto al poco de nacer y luego alguna más. Está preciosa. Un día tienes que venir a casa a conocerla, seguro que os lleváis bien —dijo Evelyn sin poder aguantar la risa. Sabía que su amigo no era nada dado a los niños.
—Casi seis años…, santo Dios, cómo pasa el tiempo…
—Bueno, cuéntame algo de ti. ¿Cómo ha sido el viaje de vuelta?
—Más tranquilo de lo que esperaba. —Carter se acercó al mueble bar y preguntó—: ¿Quieres beber algo?
Evelyn se limitó a asentir. El egiptólogo sirvió un poco de licor en una copita y se la pasó.
—Es la primera vez que regreso a Inglaterra con el sentimiento de no dejar nada pendiente en Luxor —explicó—. Parece que todo ha acabado por fin.
—Pero en breve entregarás el tercer volumen de tu libro, ¿no es así?
—Cierto. Es una de las cosas que quiero terminar antes de ir a ver a mi familia.
—Entonces, de alguna forma sigues relacionado con tu trabajo.
—No es lo mismo. Esto podría hacerlo en cualquier sitio. No necesito estar en el Valle de los Reyes para escribir el libro. Los cuadernos de notas están conmigo, y la mayor parte de las ideas las conservo a buen recaudo —dijo el egiptólogo dándose unos golpecitos con el índice en la cabeza.
—Imagino que después de entregarlo querrás descansar un poco. Me refiero a tomarte unas vacaciones.
—Esto ya son vacaciones, Evelyn.
—Tienes que acabar el libro y, conociéndote, seguro que impartirás algunas conferencias en Londres.
—Así es. —Carter sonrió—. Pero en cualquier caso son actividades que rompen la rutina de lo que he hecho en los últimos diez años en Luxor. Aparte del viaje a Estados Unidos y Europa, en este tiempo no he hecho más que trabajar en Tutankhamón.
—No me extrañaría que pronto encontraras un nuevo proyecto en Luxor… Tú eres incapaz de estar más de una semana sin hacer nada.
—Tendrá que ser un proyecto muy atractivo para que me llame la atención. El Metropolitan me ha ofrecido trabajar con ellos, pero entiendo que es más un gesto de cortesía que otra cosa.
—La mayor parte del equipo con el que has trabajado es del Metropolitan…, podrías seguir colaborando con ellos.
—Es cierto. Pero uno siempre intenta superarse. En mi profesión, cuando emprendes un proyecto es porque te atrae y porque de alguna forma implica un avance con respecto a lo que has hecho anteriormente.
—Entiendo —dijo lady Evelyn frunciendo el ceño—. Y ahora no hay nada que te atraiga lo suficiente como para que te impliques, como tú dices.
—Tutankhamón ha sido algo muy grande. Supongo que en eso estás de acuerdo conmigo. Será difícil, si no imposible, encontrar algo parecido.
—Tú sabes perfectamente cuál es ese nuevo objetivo. Quizá lo que te pasa es que estás cansado. Desde ese punto de vista lo entiendo.
—La tumba perdida —dijo el egiptólogo yendo directo al grano—, como la bautizó la prensa, puede ser una quimera. Es mejor retirarse a tiempo, con la cabeza bien alta, después de un buen trabajo, que acabar tu carrera buscando un imposible.
—Nadie sabría que buscas una tumba de esas características. Retoma el permiso para trabajar a la entrada del valle. ¡Tiene que estar allí! Además, si realmente pusieras todo tu empeño, no te resultaría difícil dar con ella. Sabes dónde está. No tienes más que ir y buscarla.
—Evelyn —dijo Carter con rostro serio—. Créeme. Hay tumbas que no quieren ser descubiertas.
—El permiso en el Valle de los Reyes aún está…
—Querida —la interrumpió—, si existe esa tumba, saldrá a la luz cuando sea el momento. Hay que mirar hacia delante, hacia el futuro, y hacer cosas nuevas. Tú conservas un dibujo del ostracon con la traducción íntegra del texto. El futuro dirá…