Lady Evelyn observó con detenimiento a la mujer de la fotografía. La expresión de su rostro, elegante y fino, la hacía desconfiar. Podría haber entrado perfectamente en el círculo de personas que se mezclaban con la chusma del gobernador de la provincia de Kena.
Carter cogió distraído un magnífico ushebti blanco de fayenza que había sobre la balda de una librería; el texto en negro delataba claramente su procedencia.
—Pero lo que no entiendo —dijo Evelyn— es por qué lo han dado a conocer. Eso va también en contra de sus intereses… Ahora todo el mundo estará al tanto de lo que sucede en el Valle de los Reyes.
—Creo intuir la razón —respondió el arqueólogo devolviendo la figurilla funeraria a la repisa—. No la encuentran y eso los tiene desconcertados. Imaginaban que iba a resultarles más sencillo y al final se han dado cuenta de que la tumba, si realmente existe, se les escapa… Quizá en la época en la que se hizo el ostracon, después de Ramsés II, se había perdido la ubicación de las tumbas y el texto es incorrecto. Es posible incluso que haga referencia a tumbas que jamás llegaron a construirse. Algo parecido sucedió con las momias reales descubiertas en un escondite de Deir el-Bahari hace poco más de veinte años. Cuando se abrió la momia en cuya etiqueta ponía que era Tutmosis I, Maspero se dio cuenta de que los embalsamadores que reubicaron las momias en aquel lugar para evitar su saqueo, posiblemente en un momento de crisis y convulsión política, se habían equivocado. Así de simple. Por la tipología del vendaje del cuerpo era imposible que esa momia fuera la de Tutmosis I. Y con el ostracon puede pasar lo mismo. Quizá las tumbas que se señalan no son las que son o las que creemos que son.
—Esa posibilidad también la has barajado tú —añadió Evelyn—. Antes de ir a Estados Unidos me dijiste que era posible que esa tumba no existiera.
—En efecto. Cada vez estoy más convencido de que la tumba perdida sólo existió en la cabeza de un arquitecto. Es posible que ese ostracon haga referencia a un proyecto, no a un plano real del conjunto de la necrópolis.
—Entonces, ¿por qué quieren que los periódicos hablen de la tumba perdida? ¿No será que la han descubierto y te quieren poner en un aprieto? —preguntó Evelyn con temor.
—No lo creo. Más aún, estoy convencido de que no es así. En ese caso, Ahmed, Ornar o cualquiera de mis hombres en Elwat el-Diban lo sabrían. Por otra parte, el mercado negro de antigüedades estaría lleno de piezas extraordinarias, y no hay nada de eso; me he estado informando al respecto. Lo que creo es que Jehir Bey actúa por despecho. Guarda un rencor infinito hacia mi trabajo y hacia lo que ha supuesto el descubrimiento de Tutankhamón, algo que él ha anhelado durante años, con otros fines, por supuesto, y que no ha podido conseguir. Imagino que cuando me vieron abandonar la necrópolis pensaron que en pocos días, con el permiso del gobierno egipcio, la encontrarían. Circunstancia que no se ha dado, por eso ahora intentan ponerme a prueba para ver si reconozco la existencia del ostracon que según ellos me dio la pista para descubrir Tutankhamón.
—Si reconocieran tácitamente que tienen ese objeto, se pondrían ellos mismos en un compromiso.
—Exacto. Por eso, en mi opinión, Jehir Bey, o Lyon siguiendo las órdenes del gobernador, han hecho correr el rumor de la existencia de una tumba perdida. Francesca Branchs tiene contactos en Oriente Próximo. Estuve indagando en Estados Unidos y me dijeron que ha visitado varias veces Egipto.
Los dos amigos permanecieron en silencio durante unos segundos. Evelyn dejó los papeles del periódico sobre una mesa y Carter apagó su cigarrillo y retomó la búsqueda de recordatorios en una de las maletas.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —preguntó ella.
—Lo mejor es dejar correr el agua. Las conferencias han acabado, ya no saldrá nada nuevo en la prensa. Ahora la gente interesada en el tema se centrará en el libro, y en él no se dice nada de tumbas perdidas, sólo de Tutankhamón. La noticia tampoco tuvo el eco que esperaban. Está todo bien.
—¿Te vas a quedar mucho tiempo en Londres?
—Me gustaría regresar a Luxor en unas semanas. Recuerda que yo vivo allí. Quiero preparar un segundo volumen sobre el hallazgo de la tumba. El primero está resultando un éxito y me han pedido si puedo adelantar la entrega. Ahora, aunque me pese, tengo más tiempo libre para hacerlo yo solo. Mace está muy ocupado y no será necesario que Percy me eche una mano como en el primero.
La voz de Carter sonaba más melancólica que nunca. Evelyn se percató de lo difícil de la situación y sintió una inmensa lástima por el nuevo giro sin rumbo que había dado la vida del egiptólogo. Regresaría a vivir a la tierra que él amaba pero sin ninguna obligación ni realmente nada que hacer; justo lo que podría abocar a la desesperación a una persona tan activa como él.
Como si estuviera en su casa de la orilla oeste de Luxor, el arqueólogo puso un disco de pizarra en el gramófono.
La joven miró alrededor buscando algo en lo que esconder sus temores, pero todo lo que había en la habitación le resultó distante y frío. Había libros, antigüedades egipcias, muebles sofisticados… pero no transmitían nada. Evelyn sabía que Carter prefería la austeridad de su casa de Luxor; allí debía de sentirse tan desubicado como un monje cisterciense en una alcoba real.
El teléfono sonó.
—¡Mark, por favor, contesta tú! —gritó Carter.
La silueta del asistente pasó por el corredor que unía las diferentes estancias del apartamento. La campanilla del teléfono dejó de sonar cuando descolgó el aparato, y al poco se oyeron los pasos de Mark dirigiéndose hacia el salón.
—Señor, es para usted —dijo bajo el dintel de la puerta—. Se trata de una conferencia desde El Cairo.
Evelyn y Howard se miraron.
—Gracias. Lo cogeré aquí mismo.
Carter caminó hasta la mesita en la que estaban el gramófono y el teléfono. Con cuidado, apartó la aguja del disco y descolgó el aparato.
Esperó unos segundos a que Mark colgara el teléfono de su despacho y entonces habló.
—Sí, dígame… Sí, soy yo —comenzó a decir en su perfecto árabe.
Siguieron unos minutos de silencio en los que el arqueólogo escuchaba la voz que le hablaba desde Egipto. Evelyn y él se sostuvieron la mirada; ella intentaba adivinar por la expresión de su amigo qué estaba pasando, pero decidió que era una tarea imposible. Carter hablaba en árabe y no movía más músculos de su rostro que los imprescindibles para articular las pocas palabras que decía en cada frase.
—Entiendo… muy bien. Gracias por llamar. Hasta pronto.
Y colgó el auricular.
—¿Va todo bien, Howard?
Carter no respondió. En lugar de eso, dio vueltas a la manivela del gramófono y colocó de nuevo la aguja en el disco de pizarra.
—¡Howard! ¿Qué ha pasado en Egipto? —preguntó de nuevo la joven, cada vez más preocupada.
Carter se volvió y la miró.
—Era una llamada del Ministerio de Obras Públicas —dijo por fin y, con una amplia sonrisa, añadió—: Me han pedido que regrese a Luxor para retomar los trabajos en el Valle de los Reyes.
Howard Carter llegó a El Cairo el 15 de diciembre de 1924.
Después de su encuentro con el equipo de abogados de la casa Carnarvon, se retiró a descansar en el hotel Continental Savoy; no le traía buenos recuerdos, pero era un hombre de costumbres fijas.
El día había resultado más ajetreado de lo esperado y, después del largo viaje desde Inglaterra, estaba agotado, pero por fin se sentía en casa, cada vez más cerca de su anhelado Luxor, donde retomaría los trabajos en la tumba de Tutankhamón.
En la calle todo le había parecido igual de caótico que meses atrás, es decir, normal, como siempre. Sin embargo, días antes de emprender el viaje, había leído en la prensa y luego se lo había confirmado Georges Merzbach, el abogado de lady Almina, que la situación política no era la mejor. El reciente asesinato de sir Lee Snack, general en jefe del ejército egipcio y gobernador de Sudán, había generado un clima de tensión que sin duda percibiría en las reuniones que él llevara a cabo en las próximas semanas. Todo parecía estar en el aire; nadie apostaba por el nuevo gobierno de Ziwar Pasha. Y Carter sabía que la existencia de un gobierno débil, aunque ya no fuera tan nacionalista como el anterior y adoptara posturas más abiertas, podía perjudicar sus intereses.
A pesar de todo, las circunstancias parecían decantarse a su favor. Monsieur Lacau se mantendría al margen de las reuniones. Carter se reuniría siempre con miembros del nuevo Ministerio de Obras Públicas e incluso se entrevistaría con Ziwar Pasha, de lo que dedujo que parecían deseosos de que retomara las excavaciones en la tumba. ¿Por qué razón? No lo sabía exactamente, pero algo le decía que desde que él abandonó su puesto no se había hecho absolutamente nada.
El hecho de que los egipcios estaban deseando que regresara quedó patente en una concesión añadida como nueva cláusula al contrato: todas las piezas duplicadas que no aportaran datos relevantes a la investigación científica podrían entregarse a la casa Carnarvon. Algo totalmente extraordinario y que había resultado imposible siquiera proponer en anteriores reuniones con monsieur Lacau. Al salir de la reunión en el Ministerio de Obras Públicas en la que se adoptó esta medida, Carter telegrafió inmediatamente a lady Almina para darle la buena nueva.
Pero si algo no había cambiado en Egipto era el tiempo que llevaba todo: pasaría más de un mes hasta que Carter viajara por fin a Luxor y pudiera plantearse una fecha, lo más próxima posible, para el comienzo de las actividades. Desde El Cairo mandó un telegrama para que sus compañeros estuvieran listos para su próxima llegada al Alto Egipto y para reanudar los trabajos en el valle. Burton, Mace, Callender, Lucas y el resto de los investigadores y amigos estaban esperándolo.
Sin pensarlo más tiempo, mandó hacer su equipaje y pidió un coche para ir a la estación, donde tomaría el primer tren que saliera para Luxor. Nada lo ataba ya a la capital, y deseaba reencontrarse con los suyos.
Durante el viaje, antes de ir a cenar al vagón restaurante, echó un vistazo a la documentación que le había entregado el abogado. Todo estaba en regla; lo único que quedaba por conseguir era un trámite burocrático. Sabía que Jehir Bey no iba a poner reparos en firmar los papeles del Ministerio de Obras Públicas. Es más, no veía la hora de encontrarse con aquel subordinado de la codicia; tenían varias cuentas pendientes.
A media mañana el tren hizo su entrada en la estación de Luxor. Y allí estaba esperándolo Ahmed Gerigar.
—Mudir, ¡bienvenido a casa! —exclamó el egipcio mientras abrazaba y daba dos besos al egiptólogo inglés.
—Ahmed, bien hallado. ¿Cómo está todo en casa?
—En Elwat el-Diban todo en orden, mudir. En la casa ya le esperan —contestó Ahmed con entusiasmo.
Ya en el Ford, se dirigieron hacia el embarcadero, un recorrido que Carter había realizado cientos de veces pero que ese día vivió con una emoción nueva. Algunos habitantes de Luxor, al verlo, lo saludaban con alegría y le daban la bienvenida. Fue una sensación extraña pero reconfortante. Había soñado en muchas ocasiones con ese momento, especialmente durante su estancia en Estados Unidos. En los largos viajes de ciudad en ciudad tuvo tiempo de recapacitar y reflexionar sobre su futuro en Egipto; no tenía dudas de que regresaría al país, pero desconocía en qué condiciones.
Aferrado a la cartera de cuero en la que portaba los documentos recogidos y firmados en El Cairo, sentía que había recobrado la seguridad que había perdido hacía casi un año, cuando las cosas empezaron a torcerse. El sonido de los carros al pasar junto al coche, el sempiterno templo de Luxor, la fachada del Winter Palace y sobre todo las caras de la gente que le miraban con simpatía y curiosidad creaban un conjunto de sensaciones que había echado de menos en los últimos meses.
En el embarcadero, el encargado le saludó con entusiasmo.
—Bienvenido, señor Carter, bienvenido. Es una alegría volver a tenerlo entre nosotros —dijo el hombre con tono sincero mientras le ofrecía la mano y le daba una palmadita en el hombro.
El arqueólogo dejó pasar a Ahmed y a los porteadores que llevaban su equipaje y luego se acomodó en uno de los bancos de la embarcación. En cuanto el transbordador se llenó, comenzó a avanzar lentamente hacia la orilla oeste. Carter se sentía objeto de las miradas de los pasajeros, muchos de los cuales levantaban la mano para saludarle desde el otro lado del banco o hacían gestos de bienvenida con la cabeza. En circunstancias normales ese tipo de acercamiento no le habría agradado, lo hubiera tomado como una intromisión en su intimidad, pero es que en circunstancias normales nadie le hubiera saludado. Ahora, al contrario, le reconfortaban; sentía que había regresado a casa.
Cuando la embarcación alcanzó la orilla opuesta del río, Carter esperó a ser el último en salir.
—¡Bienvenido, mudir!
Omar, el hermano pequeño de Ahmed, se aferraba a uno de los postes de la techumbre del barco para ayudar a estabilizarlo y vararlo.
—Hola, Omar. ¿Cómo estás?
—Le echábamos de menos, mudir.
—Y yo a vosotros más de lo que imagináis.
Esas palabras llenaron de orgullo a los egipcios. Carter saludó al resto de los miembros del servicio que habían acudido al embarcadero para ayudar en la recogida del equipaje. Al verlos a todos de nuevo remando en la misma dirección, el inglés sintió que, efectivamente, todo había vuelto a la normalidad.
Otro coche le esperaba a pocos metros para llevarlo a Castle Carter. Nada había cambiado, parecía que el tiempo se había detenido, todo estaba exactamente igual que el año anterior: las casas, la gente en la puerta de las viviendas, los puestos de fruta junto al camino, los campesinos… En aquella parte del valle el sol incidía con fuerza sobre la Montaña Tebana. La intensa luz, el color de los campos de cultivo y el aroma de las especias que emanaba de las casas de barro que flanqueaban el camino eran tal como los recordaba.
Cuando distinguió su casa en el horizonte, en la que había vivido más de diez años, sintió una emoción especial. En la explanada de tierra, los miembros del servicio le esperaban, elegantemente ataviados para la ocasión, junto a la puerta. Carter los fue saludando uno a uno con efusividad y gratitud.
—Bienvenido, mudir. La casa está lista —señaló Ahmed Gerigar.