En los días que siguieron, reinó en el valle una tranquilidad sospechosamente anómala. Carter, sin embargo, no estaba preocupado. Tenía la certeza de que, por más que lo intentaran, Jehir Bey y sus secuaces nunca llegarían a dar con la tumba maldita.
Esa mañana Carter había dispuesto que pasaría a ver a lady Evelyn por el Winter Palace e iría con ella a la estación, donde la muchacha tomaría el tren a El Cairo. Iba a acompañar a Marcelle, su asistenta, que regresaba a Inglaterra; desde hacía algunas semanas no se sentía bien —seguramente a causa del calor y la presión de los acontecimientos—, y lady Evelyn había preferido enviarla de regreso a Londres, donde se encontraría con ella semanas después para los preparativos de la boda.
El Winter Palace estaba tranquilo como de costumbre. La puerta giratoria comenzó a moverse en cuanto el mozo le vio subir la escalera exterior. Una vez dentro, otro mozo se le acercó para guardarle el sombrero; un gesto de cortesía que el hotel brindaba a todos los huéspedes y visitantes. Cárter subió a la primera planta. Cuando enfiló el pasillo que llevaba a la habitación 115, vio a un hombre del servicio parado frente a ella. En la mano derecha portaba una bandeja. Era un joven alto y bastante grueso al que el uniforme no le quedaba precisamente bien. Carter sonrió. Los trajes de los camareros pasaban de unos empleados a otros cual una herencia faraónica. Daba lo mismo cómo le sentara al recién llegado; lo único importante era mantener una uniformidad en el personal, lo que generalmente se reducía al color de la ropa. No era extraño ver a camareros o mozos con los pantalones por encima de los tobillos o con los colores completamente desvaídos después de años y años de lavados.
El camarero estaba a punto de llamar cuando vio al inglés.
—Muy buenos días, señor Carter. Traigo un zumo de limón que ha pedido lady Evelyn Herbert —dijo el joven con una educación exquisita que no acababa de compensar lo irrisorio del uniforme.
—Yo mismo se lo entraré, no se preocupe.
Carter dio una pequeña propina al mozo, cogió la bandeja y, cuando el joven empezó a bajar la escalera, golpeó la puerta con los nudillos de la mano izquierda.
—¿Quién es? —dijo la hija de lord Carnarvon desde el interior.
—Servicio de habitaciones, lady Evelyn.
—Está abierto, pase y déjelo en la mesa que hay junto al aparador.
El egiptólogo abrió la puerta. La habitación de su amiga estaba a medio recoger; no había ningún miembro del servicio de la casa del conde. La joven estaba colocando algunas cosas dentro de una maleta y ni siquiera levantó la cabeza.
—Por favor, déjela mejor en la mesa de la terraza, aquí dentro hace mucho calor.
—Como guste, lady Evelyn.
La joven aristócrata se detuvo al instante y levantó la cabeza hacia el falso camarero.
—Tú eres tonto… Pero qué… tonto. —Y sin perder la sempiterna sonrisa que lucía hasta en los momentos más difíciles, dejó un vestido sobre la cama y se acercó para dar un fuerte abrazo a su amigo.
—¿Cómo te encuentras? ¿Lo tienes todo preparado? —le preguntó Carter—. Bueno, aún hay tiempo, el tren sale dentro de casi tres horas. He preferido venir antes por si necesitabas algo.
—Gracias, te lo agradezco de verdad, eres muy amable. Marcelle está descansando en su habitación. Hoy no tiene fiebre, pero se la ve agotada, por eso prefiero que se vaya y descanse. Yo ya me las arreglaré.
Durante unos segundos siguió moviéndose por la habitación, colocando cosas aquí y allá. Carter dejó la bandeja en la terraza y volvió a entrar en la cómoda suite.
—¿Qué sabes de nuestros amigos buscadores de tesoros? —preguntó ella entonces.
—Poco más que lo que ya te comenté hace unos días.
—¿No tienes miedo de que den con ello antes que tú?
—La verdad es que no…
—No te confíes… A veces creo que eres demasiado orgulloso —dijo la joven con cierto sarcasmo—. Un día, el exceso de confianza en tu trabajo te hará pasar un mal rato.
—Yo no lo creo así. No saben dónde buscar.
—¿Acaso tú sabes dónde está?
—No, el Valle de los Reyes es muy grande. Pero lo importante es que ellos no tienen ni la más remota idea de cuáles son los puntos de referencia que se dan en el texto. No saben dónde está el sauce, ni la tumba del General en Jefe, ni…
—Ni tú tampoco, Howard —le cortó su amiga—. Crees dónde pueden estar, pero eso no significa que lo sepas, y hasta que no claves el pico en la arena no lo sabrás. ¿Qué vas a hacer al respecto?
El arqueólogo bajó la cabeza con gesto preocupado. No tenía respuesta a esa pregunta. Se limitaba a dejar pasar los días.
Por unos instantes permaneció en silencio. Desde la puerta abierta de la terraza entraba el sonido de los pájaros. Era una mañana tranquila. Los jardines del Winter Palace creaban un clima más agradable en esa parte del hotel. Era un edificio espléndido; su belleza arquitectónica y su funcionalidad lo convertían en el hotel más lustroso de Luxor.
Dos gorriones se posaron confiados sobre la balaustrada de la terraza. Carter los observó con curiosidad. Los pájaros miraban de un lado para otro con movimientos rápidos. Seguros de que nada podía pasarles, se acercaron a la mesa donde estaba la bandeja con el zumo de limón. No había galletas ni nada parecido, pero debían de saber que en la bebida había restos de fruta que podrían picotear. Con cuidado de no asustarlos, Carter volvió al interior de la pieza. Sobre uno de los muebles había un marco de plata con una foto en la que se veía a lady Evelyn con su futuro esposo, sir Brograve Beauchamp, en un momento del baile celebrado en Highclere el año anterior. El inglés tomó la foto y la observó.
—Los preparativos de la boda están muy avanzados —dijo lady Evelyn con una sonrisa al tiempo que estiraba el brazo para que Carter le diera la foto y pudiera guardarla en la maleta—. Si no fuera por papá, ya me habría ido a Londres. Temo que el cansancio y el agotamiento acaben con él.
—Sir Brograve Beauchamp es un buen joven. Me alegro mucho de que hayáis congeniado tan bien.
—Sí lo es, Howard —dijo ella deteniendo sus tareas para mirar a su amigo—. Me alegra que te guste. Creo que en la fiesta de Highclere hicisteis buenas migas.
—Bueno…. en cierto modo… Si te soy sincero, estuve hablando con él para cribar cómo era y dar mi visto bueno. Ya sabes que no me gusta conocer gente…
—Pero, Howard, ¡va a ser mi marido! —protestó ella.
—Sí, por eso lo digo. En esa fotografía hacéis una pareja perfecta.
Carter paseó por la habitación y observó los detalles que decoraban la suite: más fotos de la familia y acuarelas que recreaban paisajes del Alto Egipto. Pensó que no era de extrañar que ella se sintiera tan a gusto en aquel espacio. La ropa de cama estaba perfectamente colocada sobre una mesa anexa, así como los vestidos de la joven. Marcelle debía de haberlo dispuesto todo para que lady Evelyn no tuviera más que ir metiéndolo en las maletas. Una tarea sencilla pero que la hacía sentirse un poco más independiente.
—¿Seguirás buscando la tumba cuando estés aquí solo, más tranquilo? —preguntó ella—. Conociéndote, seguro que estás deseando perdernos de vista para retomar la investigación sin que nadie te moleste. En el fondo, supongo que no hay ninguna prisa.
Carter sonrió. Evelyn lo conocía bien, sabía cuándo estorbaba en la casa del arqueólogo y cuándo él necesitaba su apoyo.
—No, no hay prisa —contestó el egiptólogo—, para nosotros no es una carrera de obstáculos. Tenemos el permiso y todo el tiempo del mundo para trabajar. Pero necesito acotar la seguridad del lugar. El problema es que haga lo que haga lo tengo que hacer yo, sin contar con nadie. De lo contrario les daría pistas. Les sería muy fácil comprar a los guardas de la necrópolis. Con tal de que no entraran en Tutankhamón, el resto del valle les daría igual. Ahora mismo sólo existe una tumba en el Valle de los Reyes: la del Faraón Niño. El resto poco le importa a nadie.
Evelyn se acercó a su amigo. Se apoyó en su hombro y contempló la zona ajardinada junto a él. Había dos sillas de mimbre frente a la mesa baja de la terraza. La tranquilidad era absoluta. En la bandeja con el zumo de limón, uno de los gorriones, aunque sintiéndose observado, bebió algunas gotas de zumo que habían quedado en el plato. Howard y Evelyn sonrieron.
Los dos sonrieron ante aquella escena tan natural.
—El mundo sigue su ritmo ajeno a los problemas de la gente —dijo la joven.
—A veces creo que buscamos problemas donde no los hay y que somos nosotros mismos quienes los creamos.
—¿Qué quieres decir con eso? —Evelyn se volvió a mirar a su amigo.
—Si me hubiera guardado el ostracon, quizá ahora no tendríamos que enfrentarnos a unos ladrones que pretenden hacer excavaciones ilegales.
—Eso es absurdo; las cosas son como son, vienen cuando tienen que venir. Y, desde luego, arrepentirse de los actos pasados creyendo que, de no haberlos hecho, el futuro sería diferente, es una ingenuidad.
—Quizá tengas razón. ¿Quieres descansar un poco y que salgamos a la terraza a tomar el fresco? —preguntó Carter cambiando de tema—. Todavía hay tiempo. Ahmed vendrá a buscarnos con el coche en un par de horas.
—Bien, termino de colocar estos botes de perfume en su cajón y nos sentamos fuera.
Cuando salieron a la terraza y se disponían a sentarse en las sillas de mimbre, Evelyn lanzó un grito ahogado.
Tenía la mirada fija en el suelo de piedra. Sobre las losas yacía el gorrión que acababan de ver bebiendo en el plato.
Carter se acercó enseguida a la bandeja. Tomó el vaso y olió el líquido. Frunció el ceño y volvió a depositarlo sobre la mesa.
—¿Qué sucede? —preguntó ella.
—¿Has pedido tú el zumo?
—Sí, poco antes de que tú aparecieras. Toqué la campana del servicio de habitaciones. Vino un muchacho y le pedí que me trajera un zumo de limón. ¿Por qué lo preguntas?
—Está envenenado.
—¿Qué dices? —exclamó la joven llevándose las manos a la boca—. ¿Quién iba a hacer algo así?
—No lo sé, pero no tardaremos en averiguarlo. Acompáñame a la recepción y no te separes de mí ni un instante. No sufras, tenemos tiempo.
Carter casi arrastró por el brazo a la hija de lord Carnarvon y juntos salieron como una centella al pasillo y enfilaron hacia la escalera que bajaba al hall; sólo era un piso, sería más rápido que esperar el ascensor.
El jefe de recepción, al ver que los dos se dirigían con grandes zancadas hacia el mostrador de la entrada, se sobresaltó.
—¿Quién es el camarero que ha atendido la petición de lady Evelyn Herbert? —preguntó el arqueólogo en árabe.
—Buenos días, señor Carter, ¿qué sucede? —respondió el egipcio con rostro asustado.
La hija de lord Carnarvon permanecía detrás sin entender una palabra de lo que hablaban.
—Se lo repito, ¿quién ha atendido la petición de lady Evelyn de llevar a su habitación un vaso de zumo?
La irritación que reflejaba el rostro de Carter desconcertó al jefe de recepción.
—Las llamadas son atendidas directamente por el servicio de habitaciones… No comprendo por qué se muestra tan irascible. ..
—¿Irascible? —dijo el inglés levantando la voz—. Uno de sus camareros ha intentado envenenar a lady Evelyn, ¿y usted pretende que esté tranquilo?
Los turistas que había en el hall los observaban con curiosidad, pero lo único que habían entendido en aquel intercambio de frases era el nombre de la joven.
—Le ruego que se tranquilice, señor Carter —dijo el jefe de recepción, cada vez más incómodo—. Le ayudaré en todo lo que pueda. Debe de haber un error. Es impensable que alguien de nuestro personal, hombres todos de intachable profesionalidad, haya cometido un acto tan deleznable como el que señala.
—Pues le aseguro que así ha sido. De modo que le ruego que me presente a las personas que trabajan en ese departamento y cuya eficiencia usted tanto alaba.
—Haré lo que me pide, pero le ruego que tratemos de evitar cualquier tipo de escándalo. Podría tratarse de un error, y la reputación del hotel está en juego.
El encargado de recepción hizo una señal a uno de los mozos que había junto a la puerta giratoria de la entrada principal. Cuando se acercó, le indicó que le sustituyera en el mostrador.
—Síganme por aquí, si son tan amables.
Carter, Evelyn y el encargado de recepción enfilaron uno de los largos pasillos de la planta baja y llegaron a una salita en nada parecida a los espacios lujosos de esa misma planta, usados normalmente como puntos de reunión y de etiqueta entre los clientes. El egipcio los guió hasta un escritorio en el que se hallaba un hombre tomando notas en un papel. Carter intuyó que allí era donde atendían los pedidos de las habitaciones.
—Creo que esta mañana han recibido la petición de un zumo de limón para la habitación de lady Evelyn Herbert —dijo el jefe de recepción al hombre sentado a la mesa.
El encargado del servicio de habitaciones se levantó de inmediato; la presencia de extranjeros en aquella zona de las instalaciones no era nada habitual. Conocía a Carter, todo el mundo en el Winter Palace sabía quién era, pero a pesar de la proximidad y la confianza que el arqueólogo mantenía con los egipcios, no dejaba de ser extraño verlo allí. Era un hombre muy respetado, y la joven que lo acompañaba, aún más.
El jefe de los camareros, incapaz de pronunciar palabra, hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo y se inclinó sobre el escritorio para buscar entre los papeles el pedido que habían recibido de la habitación 115. De entre el fajo de notas sacó una en la que podía leerse en árabe el número de la habitación de lady Evelyn.
El jefe de recepción cogió el papel, se acomodó sobre la nariz unos lentes que llevaba sobre la corbata de su traje y leyó con solemnidad en árabe:
—Habitación 115. Lady Evelyn Herbert. Un zumo de limón. Diez y veinte de la mañana.
Todos miraron a la hija de lord Carnarvon.
—¿Lo pediste a las diez y veinte de la mañana? —tradujo Carter.
La muchacha asintió con la cabeza; ésa era la hora aproximada a la que había hecho el pedido.
—¿Quién se encargó de servir ese zumo? —preguntó el arqueólogo mirando de manera inquisitiva a los dos egipcios.
—Los pedidos siempre se gestionan desde la recepción —respondió el encargado— y un camarero los lleva a las habitaciones. En este caso fue Aiman.