Lady Evelyn tomó de la mano a su amigo y lo arrastró hasta la biblioteca, junto al salón principal. Era una estancia tapizada de estanterías llenas de coloridos libros. Se mirara donde se mirase, el lugar era una obra de arte. Casetones de madera recorrían el techo y acababan en columnas jónicas, también de madera, que flanqueaban las dos entradas de la biblioteca. Frente a la chimenea, coronada por el retrato de uno de los fundadores de la casa, había varios sillones de color burdeos. Una bonita alfombra daba al espacio un aspecto cálido y acogedor. Ése era uno de los lugares preferidos de Carter en Highclere. Parecía que el tiempo allí no había pasado; todo estaba como lo recordaba.
La claridad de las ventanas destacaba el brillo de los objetos que había sobre las mesas colocadas en uno de los lados de la estancia. La colección Carnarvon era una de las más distinguidas. Reunida a base de dinero y, sobre todo, de un refinado gusto por el arte antiguo, yacía en aquellas mesas a la espera del mejor postor. Entre las piezas más soberbias se encontraba un fragmento del rostro de una escultura de una reina de la época de Amarna. Estaba hecha de jaspe amarillo y era muy pequeña: cabía perfectamente en la palma de la mano. A Carter le fascinaba el misterio de esa pieza, de la que sólo se conservaba la boca; unos labios gruesos perfilados por un rostro elegante. El resto de la cara había que reconstruirlo con la imaginación, una de las cosas que más gustaban al egiptólogo.
Lady Evelyn había tomado de una de las mesas un pequeño amuleto. Era una figura del dios Thot fabricada en una fayenza de gran calidad, con un color azul extraordinariamente brillante.
—Dentro de un par de días me voy a Estados Unidos —comentó el arqueólogo cogiendo de la mano de su amiga el amuleto del dios de las letras.
—Al final has aceptado esa propuesta que te hicieron… Mejor, así cambiarás de aires.
—Yo no quería cambiar de aires. Me han obligado a ello —señaló Carter con resignación—. Me siento un poco como un exiliado… No puedo estar en Egipto y no quiero quedarme en Inglaterra…
—Sí que puedes estar en Egipto —le corrigió ella—. Estoy convencida de que lo que ha sucedido es algo transitorio. Pronto se darán cuenta de su error y no tendrán más remedio que recapacitar.
Carter sonrió agradecido ante el comentario un tanto ingenuo de la joven.
—En fin, tendrá que ser así —suspiró, resignado—. En Nueva York seguramente aproveche para comenzar los trámites de la venta de la colección. Por lo visto tu madre no quiere tener cerca nada que le recuerde su paso por Egipto.
—A mí me parece una estupidez —protestó lady Evelyn—. Hay que mirar hacia delante. Es absurdo que haya decidido vender la colección porque no quiere nada con Egipto y que al mismo tiempo desee seguir con la excavación en el Valle de los Reyes.
—Entiéndela, querida —dijo Carter en tono conciliador—. Ojos que no ven, corazón que no siente. El valle está muy lejos de aquí. Ella no volverá a Egipto. La excavación será, simplemente, un activo más de la casa Carnarvon. En cambio estas piezas están llenas de recuerdos relacionados con tu padre.
La joven no contestó, se limitó a encogerse de hombros, dando su aprobación a regañadientes.
—Todavía pasará un tiempo hasta que se venda la colección, ya lo verás —continuó él—. Y, mientras tanto, tu madre tendrá que aguantarse o esconderla. Yo aprovecharé mi estancia en Estados Unidos para dar las charlas y hacer un poco de propaganda del libro que está a punto de salir. No sé si te dije en alguna carta que Arthur Mace ya había corregido el manuscrito. Ayer entregué en Londres la revisión definitiva. En pocas semanas se imprimirá.
—Tengo ganas de leerlo —dijo lady Evelyn con voz ilusionada—. Estoy segura de que es un trabajo magnífico. Será todo un éxito en Inglaterra y en Estados Unidos.
Carter tomó otra pieza, sin duda la más hermosa: la estatuilla del dios Amón. Se trataba de una obra magnífica en oro, la verdadera joya del lote. Esa pieza merecía por sí sola pagar una elevada suma por la colección Carnarvon. Salvo las dos plumas de la corona, el resto de la figura, de poco más de diecisiete centímetros de altura, se conservaba en perfecto estado, como si el artesano, un hombre de hacía casi tres mil quinientos años, seguramente refinado y con un gusto exquisito, hubiera pasado por la biblioteca de Highclere unas horas antes para dejar allí la estatuilla.
Se decía que la figura se había descubierto hacía apenas una década, en el templo de Karnak, algo totalmente extraordinario, aunque el arqueólogo inglés nunca lo dio por cierto. El mundo de las excavaciones ilegales le era muy familiar por las historias que escuchaba a sus vecinos de Dra Abu el-Naga. Cada uno contaba una versión diferente. Dependiendo de dónde hubiera aparecido una pieza su valor podía mantenerse en unos estándares o triplicarse por el simple hecho de haberse encontrado en un sitio tan importante como el templo de Karnak, dedicado precisamente a Amón. En cualquier caso, la cantidad que se pagó por ella mereció la pena.
El rostro poseía una quietud intrigante. Carter creía que era un retrato del faraón Tutmosis III, y así lo expuso en el inventario de la pieza que hizo para el catálogo.
Las pocas veces que la había tenido en sus manos, como en ese instante, tenía la sensación de que el tiempo se detenía. Lady Evelyn se percató de ello y le dejó disfrutar del momento.
—Veo que sigues fascinado por esa estatuilla como la primera vez que la viste, después de la exposición de arte egipcio en el Burlington Fine Arts Club, el pasado año —señaló al fin la hija de lord Carnarvon—. He de reconocer que es una preciosidad. La carita del dios tiene algo especial…
—Sí, es algo intangible, ese tipo de sentimientos que sólo emanan las piezas originales —dijo Carter—. Si se quisiera reproducir esta figura con métodos modernos, incluso en una aleación de oro más pura, el resultado sería otro. —La joven se acercó para observar mejor la pequeña estatuilla—. Un artista moderno tendería a hacer el rostro perfecto —continuó el egiptólogo—, pero son precisamente esas imperfecciones las que convierten a la obra en algo magistral, mucho más humano… aunque se trate de un dios; Amón, nada menos.
—El tipo de pieza que una hiena como Jehir Bey estaría deseando vender en el mercado negro de antigüedades —comentó Evelyn mientras se acercaba al mueble bar para servirse una copa de vino.
—Acabas de romper el hechizo —le reprochó Carter con una sonrisa.
—Pero tengo razón. ¿Qué hace ahora?
Él sabía que aquella pregunta iba destinada a indagar no en la vida del gobernador de la provincia de Kena sino en el proyecto que en cierto modo habían comenzado juntos, en secreto, hacía más de un año.
—Sigue obcecado en dar con la tumba que aparecía mencionada en el ostracon —respondió sin rodeos al tiempo que se servía él también una copa de vino—. Con la excusa de que habría que limpiar algunas zonas del valle para su adecuación al turismo y abrir caminos para facilitar el tránsito de los visitantes, está haciendo prospecciones aquí y allá en busca de la tumba.
—Dime que eso no es verdad —replicó la joven con decepción.
—Es cierto, Evelyn. Y no podemos hacer nada. Es lo que hay, es lo que Dios quiere, como dirían los egipcios. Ahí no podemos meternos.
—Pero, Howard, ¡acabará dando con ella! —dijo la muchacha, preocupada—. ¿Tú has seguido buscando? ¿Tienes algo nuevo?
Carter volvió a la mesa donde estaba la colección de piezas egipcias de los Carnarvon. Parecía que estaba evitando la pregunta. Y, en efecto, no respondió.
—Howard, te he hecho una pregunta.
—Te he oído, querida. Lamentablemente, no hay nada nuevo. En los meses pasados, cuando me ha sido posible, he continuado la prospección siguiendo las líneas del ostracon. Pero no he dado con nada interesante, sólo pozos vacíos o sepulcros inacabados que no hacen más que desbaratar el puzle. Lo que me preocupa es que…
Carter hizo una pausa que aumentó la inquietud de lady Evelyn.
—¿Qué es lo que te preocupa?
—Ayer recibí un cable de Luxor enviado por Ahmed Gerigar. Me decía que había oído que el equipo que trabaja para Jehir Bey había descubierto un ushebti, aunque fragmentado, de Akhenatón.
La voz del egiptólogo reflejaba resignación y, hasta cierto punto, frustración por la derrota.
A lady Evelyn a punto estuvo de caérsele la copa de vino en la alfombra.
—Lo encontraron en uno de los lados más apartados del valle —añadió Carter—. Un sitio donde nunca antes se había excavado. Desconozco cómo han llegado hasta allí, pero quizá estén siguiendo una pista correcta, si es que no han dado ya con ella…
La hija del aristócrata no estaba dispuesta a asumir el fracaso.
—¿Y Ahmed no puede hacer nada?
Carter la miró y se encogió de hombros, como si mostrase cierto conformismo.
—No me mires así —le recriminó la joven—. Eres el descubridor de la tumba de Tutankhamón, no puedes quedarte de brazos cruzados mientras esos criminales destrozan el valle, como si fuera un estercolero, buscando algo que ni siquiera llegan a comprender.
—Ahora tienen plena potestad para hacer lo que quieran. El nuevo ministro es muy maleable y están haciendo con él lo que siempre han soñado. Egipto, cubierto con caramelo de patriotismo, es ahora una fruta más dulce para los intereses nacionalistas. Pero al final desistirán, ya lo verás.
—¿No me ocultas algo? —dijo Evelyn mirándolo con suspicacia.
—No, querida —exclamó el egiptólogo con una carcajada—. Entiéndeme. No podemos hacer nada. Según me ha dicho Ahmed, ahora mismo están trabajando más allá de la tumba de Merneptah, en la loma del valle que hay justo al noroeste de Tutankhamón. Ese lugar está repleto de escombros que han traído las tormentas de los últimos siglos. Sin un plan de trabajo dirigido por un buen arqueólogo que conozca el valle, es como buscar una aguja en un pajar. Y ellos desde luego no lo tienen.
—Pero acabas de decirme que han descubierto un ushebti de Akhenatón. O eso es mentira, o están cerca de la tumba del Faraón Hereje, o sencillamente la tumba maldita no es la de Akhenatón.
—Sí, lo sé. Yo estoy convencido de que la tumba maldita a la que se refiere el ostracon es la de Akhenatón. Pero es posible que no esté allí. Piensa que el ostracon apareció justo en el extremo opuesto de la necrópolis. El movimiento de objetos y de escombros en las últimas décadas ha sido continuo.
—Pero ¿qué pinta entonces un ushebti suyo en esa zona? —preguntó la joven.
—La tumba de donde procede ese ushebti puede estar en cualquier sitio, incluso fuera del Valle de los Reyes. Son muchas las razones por las que un objeto se encuentra en un lugar determinado, lejos de la tumba de la que procede. Sólo podríamos conocer el número completo de tumbas quitando todas las piedras y dejando el wadi literalmente vacío.
Carter tomó de la mesa un magnífico ushebti de madera. Se trataba de un objeto muy liviano porque el paso del tiempo había deshidratado la madera completamente.
—Puede que alguien lo olvidara en una excavación antigua de los tiempos de Belzoni, Wilkinson o qué se yo. Puede que apareciera en otro lugar del valle y que el movimiento de escombros lo haya llevado hasta allí. Puede que a algún ladrón se le cayera en su huida después de saquear la tumba en la Antigüedad. O también puede que la tumba esté ahí. Pero no lo creo.
—¿Entonces?
Carter dejó el ushebti con sumo cuidado sobre el paño de la mesa y un velo de pesar cubrió su rostro.
—Es posible que esa tumba nunca llegara a construirse…
Amenhotep se asustó al ver la expresión del gran sacerdote de Amón. La falsa contención que solía mostrar en público se convirtió por primera vez en tensión y brusquedad.
—¿Cuándo dices que fue al taller de Tutmosis? —Las palabras de Ramose resonaron en la habitación en la que despachaba. Con las manos aferradas a los brazos de la silla, los gordezuelos dedos se le hincharon aún más; daba la sensación de que en cualquier momento estallarían junto con los anillos que los adornaban.
—Lo vieron acompañado por un pequeño grupo de la guardia a última hora de la tarde. De eso hace ya dos días. —Amenhotep respondió con tranquilidad; sabía que esa información, a pesar de no ser del agrado del gran sacerdote, era tan importante que revertiría en su favor.
Ramose asió con fuerza la silla y se levantó con un movimiento enérgico. El color blanco de las paredes reflejaba con fuerza la luz del sol que entraba por dos ventanucos, enrejados con madera de sicómoro, que había en lo alto de la estancia. Como en muchas de las habitaciones para uso interno del templo de Ipet-isut, el mobiliario era escaso. Ahí no había más sillas que la de Ramose. Cuando se celebraba una reunión, los asistentes tomaban asiento en las esteras hechas con hoja de palma entrelazada que había junto a las paredes. Sin embargo, esa calurosa mañana, los dos sacerdotes eran los únicos que se hallaban en la sala.
—Tenemos que actuar con decisión y rapidez —dijo Ramose—. Sólo hay una razón por la cual el rey haya podido visitar a Tutmosis en secreto. La información con que contamos es fiable, ¿no es así?
—Completamente, señor —respondió Amenhotep, que continuaba con las manos entrelazadas sobre el pecho—. El contacto que tenemos entre el servicio de Tutmosis nos lo ha asegurado. El escultor era una persona cercana al Faraón Hereje, por eso es mejor vigilarlo de cerca… para estar seguros de que no continúa con la fe errónea del padre de Tutankhamón.. .
—Así lo afirmó el propio Tutmosis cuando regresó a Uaset hace unos años —añadió el gran sacerdote.
—En efecto. Según nuestro hombre, la comitiva se presentó sin avisar; Tutmosis no sabía nada e improvisó la recepción como pudo.
Ramose reflexionó.
—Qué extraño… —dijo por fin—. Algo oscuro debía de tramar…
—He preguntado a Horemheb y tampoco sabía nada de la visita —añadió Amenhotep.
—Horemheb ya dijo que quería mantenerse al margen —repuso Ramose mientras caminaba por la habitación—. Mientras no interfiera en nuestras decisiones me parece bien, y por ahora no creo que lo vaya a hacer. El general sabe que si cumplimos nuestros objetivos y Ay asciende al trono con nuestro apoyo, más pronto que tarde llegará su oportunidad. Sería el comienzo de una nueva familia en el gobierno de las Dos Tierras.
Ramose guardó silencio durante unos instantes.
Ambos sabían que Tutmosis siempre había mostrado cierta ambigüedad en lo tocante a la religión. En ocasiones parecía conservar cierto apego al antiguo culto del disco solar, pero eso mismo pensaban los sacerdotes de Atón cuando lo entrevistaban en la ciudad de Akhetatón. Al abandonar la capital herética se negó a ir a Men-nefer, prefirió ir río arriba, hasta Uaset, donde prosperaría más. Era un escultor excelente y sabía que los altos funcionarios de la corte le encargarían retratos o la decoración de capillas para ser depositadas en Ipet-isut, el gran templo de Amón.