—Bien… ¡Parad ya! Fijad las sogas a las esquinas —ordenó Carter sin perder la mirada del interior del sarcófago.
Callender, adelantándose al mandato del arqueólogo, fue el primero en sujetar su cuerda al gancho metálico diseñado para hacer de tope.
La luz de dos lámparas eléctricas rebotaba en el techo y las paredes e iluminaba el interior del sepulcro. En él sólo se veía una tela oscura, una especie de sábana de lino que cubría lo que sin lugar a duda era un ataúd.
Tras comprobar que la tapa estaba bien sujeta en el armazón, Carter se acercó al sarcófago. El corazón de todos los que estaban allí empezó a latir a toda velocidad. Incluso Burton estaba más pendiente del hallazgo que de tomar fotografías. Cuando quiso reaccionar, el entusiasmo del fugaz instante del descubrimiento ya había pasado.
La tela dejaba ver perfectamente la silueta de un ataúd. Después de que Burton hiciera un par de fotos, las temblorosas manos de Carter apartaron con sumo cuidado la parte de la tela correspondiente a la cabeza y quedó a la vista el rostro dorado de un faraón.
El silencio en la cámara funeraria se hizo aún más pesado. Todos permanecían mudos de asombro ante la mirada eterna de aquel rey que había vuelto a la vida más de tres mil años después.
Carter se percató enseguida de que era un trabajo magnífico: un ataúd de madera cubierto por una fina lámina de oro…, uno de los objetos más hermosos que había visto. Levantó la mirada y observó a su amigo Callender. El ingeniero permanecía en silencio, pasmado ante aquella maravilla. Miles de preguntas se arremolinaban en la mente de los ingleses. ¿Qué otras sorpresas les deparaba la tumba de Tutankhamón? ¿Habían llegado al límite del asombro? ¿Qué escondía aquel precioso ataúd?
Burton tomó una nueva fotografía.
De pronto, el ruido de unos pasos que se acercaban por el pasillo que llevaba a la antecámara los devolvió a la realidad. El fiel Ahmed Gerigar salió a ver quién era y al instante su rostro se transformó en un gesto de preocupación. Carter se percató de ello y se encaminó de inmediato a la antecámara.
Allí estaba Ibrahim Habib, el inspector que meses atrás le había denunciado por las irregularidades percibidas en el almacén de la tumba de Ramsés XI con respecto a la caja de vino de Fortnum & Mason.
—Hola, Ibrahim, ¿a qué se debe su inesperada visita? —En el tono de Carter había cierta insolencia.
—Buenos días, señor Carter. Traigo una carta del Ministerio de Obras Públicas. Me dijeron que se la entregara en mano.
—Muchas gracias, Ibrahim —respondió el arqueólogo al tiempo que tomaba el sobre que le extendía el egipcio.
Acto seguido el inspector abandonó la tumba.
Los trabajos en la cámara funeraria se detuvieron. La tensión era evidente. Carter cruzó una mirada con Burton y con Callender. Daba la impresión de que hacía tiempo que esperaba esa carta. Rompió el sello y abrió el sobre. En su interior, como de costumbre, había un folio amarillento con el membrete del ministerio y un texto escrito en inglés. Se acercó a una de las lámparas de la antecámara y empezó a leer. Sus ojos recorrieron las líneas de la carta sin mostrar ninguna emoción. Cuando terminó, no levantó la vista hacia sus compañeros. Plegó el papel, se lo guardó en el bolsillo del pantalón y miró el techo de la habitación con cierto aire de desolación.
—Ahmed —dijo luego con forzada serenidad—, ve a Luxor en cuanto puedas y convoca un encuentro con los periodistas dentro de un par de horas en el salón del Winter Palace. Toma mi auto para llegar al embarcadero. Yo iré a casa en el de Burton.
Sin necesidad de más explicaciones, Ahmed Gerigar salió de la tumba, presto a cumplir el mandato del mudir.
—Y nosotros, mientras, recogemos. Nos vamos, señores.
Callender y Burton se miraron sorprendidos y tardaron en reaccionar.
—¿Qué sucede, Howard? —preguntó el fotógrafo al fin.
—Sucede lo que llevaba esperando desde hacía meses. Con semejante injerencia por parte del gobierno es imposible trabajar. Aquí ya no pintamos nada. Así que lo mejor es que recojamos, cerremos la tumba y nos marchemos.
—Pero eso es una locura —protestó Callender—. Si te vas, perderás el permiso para excavar en el valle. ¿Quién va a organizar todo este trabajo?
Carter ya se estaba poniendo la chaqueta.
—Ése ya no es mi problema —respondió con cierto desdén—. Dejad la tapa del sarcófago bien sujeta a la estructura. No sabemos cuándo vendrá alguien a bajarla de nuevo.
—Creo que te equivocas —insistió Burton—. Ten paciencia. La situación política en el país es transitoria y tenemos que andar con pies de plomo.
Carter se sacó del bolsillo la carta que le acababan de traer y se la entregó.
—Harry, esto no tiene nada que ver con la política —dijo—. Esto es persecución pura y dura.
Cuando Burton acabó de leer la carta, se la pasó a Callender.
—Yo no he podido ser más solícito ante los requerimientos que me exigieron al principio de la campaña —explicó Carter—. Me pidieron una lista de las personas que querían visitar la tumba en algún momento de la excavación y les mandé una carta diciendo que las mujeres de mis colaboradores estaban interesadas en hacerlo. Algo completamente normal.
Carter comenzó a apagar las luces de la antecámara. El fotógrafo y el ingeniero recogieron sus cosas y salieron al pasillo. Al llegar al exterior, un baño de luz dorada los deslumbró. Como de costumbre, había varios grupos de curiosos que esperaban ver algún destello del Faraón Niño. Pero esa mañana no hubo suerte.
—Harry, no era más que una formalidad —insistió Carter, indignado, ignorando el bullicio que se había formado a su alrededor—, vuestras esposas han estado aquí cientos de veces. Pero no, el señor ministro se siente ofendido y quiere que las mujeres de los cargos egipcios sean las primeras que visiten la tumba de Tutankhamón.
Y en el fondo tenía razón. El inglés podría haber mostrado la tumba a las esposas de sus ayudantes cuando hubiera querido. La petición que realizó a El Cairo no era más que un gesto de buena voluntad y transparencia sobre sus trabajos en el Valle de los Reyes. Pero por lo visto el ministerio no lo había interpretado así, no podían aceptar que las esposas de los extranjeros disfrutaran de los tesoros de Tutankhamón antes que las mujeres de las autoridades egipcias.
* * *
Dos horas después, Howard Carter se presentó en uno de los lujosos salones del Winter Palace. Le acompañaban Burton y Callender; apenas habían tenido tiempo de pasar por casa para asearse y cambiarse.
El anuncio del encuentro con la prensa había levantado cierta expectación por lo inesperado. Se trataba de algo insólito en los meses transcurridos desde el hallazgo de la tumba. «¿No quieren noticias para todos al mismo tiempo? —pensó Carter—, pues las van a tener.»
—Señores, un minuto de atención, por favor —dijo Carter levantando la voz para aplacar el murmullo.
Se hizo el silencio.
—Los he convocado aquí como director del equipo que trabaja en la tumba de Tutankhamón, para comunicarles que desde este mismo instante renunciamos a nuestro trabajo en el Valle de los Reyes.
El revuelo no se hizo esperar. Todos los periodistas dejaron de tomar nota y levantaron la mirada con sorpresa.
—La causa de este abandono —continuó el egiptólogo— es que el gobierno egipcio no ha hecho más que inmiscuirse en nuestras tareas cotidianas, día a día, creando contratiempos cada vez más absurdos. Ni los miembros de mi equipo ni yo mismo estamos dispuestos a consentir una sola injerencia más en la labor que con tanta honestidad comenzó el fallecido lord Carnarvon. Si tienen alguna pregunta, les agradecería que se la transmitieran directamente al director del Servicio de Antigüedades o al ministro de Obras Públicas. Yo ya nada tengo que ver con la tumba de Tutankhamón.
Haciendo oídos sordos a las voces que ya se alzaban, Carter abandonó el salón del Winter Palace acompañado de Burton y Callender.
—Todavía no puedo creerlo —dijo el ingeniero con tristeza—. Seguro que hay una solución intermedia que beneficie a todos…
—Yo también lo creía, mi querido amigo —repuso Carter mientras bajaban la escalera que llevaba a la Corniche—. Pero no hay más ciego que el que no quiere ver. Se creen que echándonos van a tener el control del Valle de los Reyes y que podrán continuar los trabajos en la tumba, pero ignoran por completo lo que se les viene encima.
A su regreso a casa, Carter se llevó una desagradable sorpresa. Ante la puerta le esperaba una cuadrilla de soldados del ejército egipcio, y al frente de ellos se encontraba de nuevo Ibrahim Habib.
—Buenas tardes, Ibrahim. Qué sorpresa verle dos veces en el mismo día.
—Señor Carter, debo pedirle que me entregue la llave de la tumba. Ante la renuncia del equipo que usted dirige en Tutankhamón, el contrato que tiene con el Servicio de Antigüedades de Egipto queda automáticamente rescindido. Desde este momento la tumba queda bajo la protección del Ministerio de Obras Públicas.
Hasta ese instante, Carter no había sido realmente consciente del alcance de la decisión que acababa de hacer pública ante todos los periodistas en el Winter Palace. Permaneció indeciso unos segundos. Sabía lo que tenía que hacer pero no estaba seguro del cómo. Había tomado esa decisión solo, no había contado para nada con la casa Carnarvon, y era consciente de que, como máximo responsable de la excavación, el problema podría caer sobre sus espaldas.
Aun así, no torció el gesto. Buscó la llave en el bolsillo de su pantalón y se la entregó al inspector.
—Toda suya, Ibrahim. ¿Saben ya quién va a sustituirme?
—Eso se decidirá lo antes posible, pero no puedo avanzarle nada porque es un tema que no me compete.
Y haciendo un gesto marcial, el egipcio se despidió.
Carter permaneció mudo en la puerta de su casa observando cómo los soldados, con los uniformes llenos de polvo y el tarbush sobre la cabeza, seguían a Ibrahim.
Cuando volvió en sí, sintió un terrible vacío. Al entrar en su casa ese desasosiego se incrementó. Por primera vez en casi tres décadas de trabajo en Egipto no sabía qué hacer. Por un instante pensó si había hecho bien o incluso si sería posible recular en su decisión, disculparse, llegar a un acuerdo con las autoridades egipcias y retomar los trabajos. Pero su orgullo se lo impedía.
Cuando Tutankhamón llegó a la casa del escultor Tutmosis, el sol estaba a punto de ponerse; los últimos rayos se perfilaban por encima de los riscos de la orilla occidental del Nilo. Era el mejor momento del día para hacer una visita como aquélla; un encuentro discreto y casi secreto.
La casa del artista, una villa de gran tamaño, acorde con el prestigio y el reconocimiento social del dueño, se hallaba en uno de los barrios más importantes de Uaset. El traslado del taller a la ciudad de Akhetatón le obligó a cerrar la casa, que estuvo varios años deshabitada. Sin embargo, con la subida al trono de Tutankhamón y el restablecimiento de las viejas tradiciones, el escultor se instaló de nuevo río arriba, junto a las clases pudientes. No había en Tutmosis remordimientos ni sentimiento de traición a las promesas que había hecho al padre de Tutankhamón. Además de artista era funcionario; cuando el faraón desapareció, otro lo sustituyó y continuó así el ciclo de la vida.
En poco tiempo la vivienda recobró la funcionalidad de antaño. Era grande y cómoda, y estaba rodeada por un elevado muro de ladrillos de adobe encalados. En el jardín, dos estanques acompañaban a la explosión de vegetación que llenaba el exterior de la casa. Había árboles frutales, un huerto y unas cuantas vides para la elaboración de vino.
Un nutrido grupo de hombres y mujeres formaban el servicio de la casa. A aquella hora de la tarde, anocheciendo ya, los pocos que quedaban en el jardín se quedaron atónitos cuando vieron al mismísimo faraón cruzar la puerta de la villa.
En silencio, sin capacidad para reaccionar, entrar en la casa y avisar a su señor de que estaba allí el dios encarnado, uno tras otro se hincaron de rodillas a medida que el joven rey pasaba frente a ellos en dirección a la escalera. Ésta tenía nueve peldaños y ascendía a la planta principal desde uno de los laterales.
Tutankhamón iba acompañado por un pequeño séquito: apenas diez hombres de su guardia personal y los cinco asistentes de rigor. Mientras subía los escalones ayudándose de su bastón, dos mujeres del servicio de Tutmosis corrían por fin al taller para avisarle de la imprevista visita. Sin embargo, su carrera fue en vano: cuando el faraón alcanzó el pórtico en el que terminaba la escalera, a punto estuvo de darse de bruces con el escultor. Tutmosis, al reconocer al soberano, se postró ante él de inmediato.
—Faraón, Vida, Salud y Prosperidad… —dijo con voz queda—. Disculpa el estado de mi modesta casa. Desconocía tu visita y sé que no satisfará las necesidades de tu regia presencia.
—Tu modesta casa es una de las mejores del barrio más rico de Uaset, Tutmosis, no hagas gala de falsa modestia.
Al oír estas palabras, un niño, el hijo de una mujer del servicio que estaba agarrado al vestido de su madre, lanzó una carcajada inocente. Tutmosis lo fulminó con la mirada.
—No le reproches nada —intercedió el faraón acercándose al pequeño y acariciando su cabeza—. Tiene razón. Vives en un pequeño palacio, no puedo sentirme incómodo aquí; al contrario.
—Gracias, mi señor. Permite entonces que te invite a disfrutar de mi modesta morada.
El escultor hizo un gesto de bienvenida con la mano y lo guió hasta la estancia más cómoda de la casa. En el centro del edificio se abría un salón cuyo techo estaba sustentado por dos columnas. Los desniveles del tejado permitían la presencia de celosías por las que corría el aire y, durante el día, entraba la luz. Sin embargo, a aquella hora, con el sol casi oculto tras las montañas de la orilla contraria del Nilo, el empleo de teas se hacía obligatorio. A una señal del dueño, varios sirvientes corrieron a encender, con mechas de aceite, las lámparas dispersas por la sala.
Tutankhamón observaba en silencio la vivienda del escultor. Nunca antes había estado en la casa de uno de sus funcionarios; se preguntaba si todas serían igual. Se percató de que muchas de las cosas que veía en aquel lugar eran idénticas a las de su propia residencia. Aquello le agradó. Había hombres y mujeres del servicio por todos lados, los muebles no eran muy ostentosos, más bien prácticos, y la decoración de las paredes y otros elementos arquitectónicos era de un blanco brillante, con algunos detalles de color en forma de franjas en el zócalo de los muros o en las líneas ascendentes en las columnas.