—Carter puede que sea un tipo arrogante, intratable y de maneras nada elegantes, pero lo que no se puede negar es que es un excelente arqueólogo.
—¿Estás diciendo que los egipcios no seremos capaces de continuar su labor en la tumba de Tutankhamón? —preguntó Jehir Bey con cierta indignación.
—No me malinterprete —reculó el francés—, pero Carter es muy bueno en lo suyo; para ser justos: es el mejor. Además de contar con el equipo más capacitado para una tarea de esa índole, él tiene un don innato para la excavación de campo. Créame, le conozco desde hace muchos años. Carter es capaz de aunar a un equipo no alrededor de él sino de una idea y de un objetivo.
—No veo por qué razón un equipo dirigido por Ibrahim Habib no podría desempeñar una labor similar a la del inglés —repuso el egipcio con desprecio.
—Habib es un buen arqueólogo, pero no cuenta con el equipo ni la experiencia necesarios. Y, no nos engañemos, él no puede afrontar una tarea como ésa. Desde que se fue Carter, y de eso ya hace semanas, el paño que cubría las capillas doradas de la cámara funeraria sigue extendido en el suelo, a la intemperie, como si a nadie le importara. Él no lo habría consentido. Se trata de una pieza única que puede perderse para siempre sólo porque aquí no hay alguien como Howard Carter para evitarlo.
—Empleó un viejo ostracon para descubrir la tumba de Tutankhamón —protestó el egipcio—. Eso podría haberlo hecho cualquier aficionado; el descubrimiento de la tumba no es tan «sensacional» —el gobernador levantó las manos— como nos habían hecho creer.
—Quizá tenga razón, pero hace falta algo más… Nosotros tenemos ese mismo texto y todavía no hemos sido capaces de dar con ninguna tumba. Ésta es la tercera ubicación en la que buscamos. ¿Y qué hemos conseguido hasta la fecha? Remover tierra de un sitio a otro. Es como si algo no acabara de encajar.. .
François Lyon sonaba derrotista. Parecía cansado de dar palos de ciego sin tener realmente un referente al que agarrarse.
Su última frase había captado la atención del gobernador.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó.
El francés se acercó a una sombra donde había dejado una cantimplora con agua fresca entre dos rocas. Se tomó su tiempo antes de responder. Bebió con tranquilidad y, después de secarse los labios con la bocamanga de la camisa, observó a Jehir Bey con mirada profunda.
—Algo parece que no encaja. Comienzo a tener mis dudas sobre la existencia de esa maldita tumba… Tenemos todo el Valle de los Reyes para nosotros y no hemos encontrado absolutamente nada. Casi descubrimos más cosas cuando la casa Carnarvon aún tenía el permiso de excavación y sólo podíamos entrar de manera furtiva por la noche.
—Quizá no habéis buscado en el lugar correcto. Esa tumba tiene que estar en alguna parte.
—Así debería ser, pero no hacemos más que dar vueltas en el mismo sitio sin ningún éxito.
—¿Entonces?
—Entonces comienzo a sospechar que el ostracon no dice la verdad.
La afirmación de Lyon sonó con fuerza en el vacío de la necrópolis.
—¡Eso no puede ser! —protestó el gobernador de Kena—. Tiene que estar en alguna parte, y seguramente llena de tesoros.
—Es posible, pero cada día estoy más convencido de que Davis tenía razón. Antes de descubrir la tumba de Tutankhamón, él dijo que el Valle de los Reyes estaba agotado. Quizá no contó con la tumba del Faraón Niño pensando que la había descubierto en ese pozo de pequeñas dimensiones. Ahora Carter ha dado con Tutankhamón y me pregunto si realmente hay algo más aquí, aparte de polvo y escombros de los cientos de excavaciones que se han llevado a cabo sin ningún orden en las últimas décadas. —Jehir Bey se resistía a creer lo que su secretario le decía, pero Lyon continuó—: ¿No se ha preguntado por qué Carter no dio con ella cuando podría haber destinado un equipo a su búsqueda? Tenía el permiso. Nadie se lo impedía. Sin embargo, no quiso hacerlo.
—Estaba muy ocupado con Tutankhamón —replicó el egipcio intentando buscar una explicación a la pregunta del francés—. Si la hubiera encontrado, no habría tenido medios para abordar un proyecto de semejante magnitud.
—Es posible, pero usted y yo sabemos que, aun así, con la excusa de limpiar la zona en los alrededores de la tumba de Tutankhamón, ha seguido buscando. Y siempre con el mismo resultado que nosotros.
—Estoy convencido de que nosotros lo haremos mejor. Hace pocos días descubriste un fragmento de un ushebti real, ¿no es así?
—Señor, eso fue un hallazgo casual. Por uno de los símbolos de la inscripción, parece que pertenece al padre de Tutankhamón, el faraón Akhenatón, pero podría proceder de cualquier sitio. Quizá lo perdieron los ladrones en algún momento del saqueo, lo que ya debería hacernos temer que seguramente no descubriremos nada aprovechable en el interior de la tumba. O tal vez lo hemos encontrado aquí porque éste fue un lugar de paso y la tumba se halla en otra parte. El texto podría tener errores.
—Aunque así fuera, debemos apurar nuestras posibilidades hasta el límite. No desesperes, ten paciencia. El resultado final merecerá la pena.
Jehir Bey se abrochó el último botón del chaleco e hizo una seña a uno de sus hombres, quien, al verle, fue hacia la salida del valle para preparar el coche. Lyon lo observaba y pensaba que aquel hombre delgado de aspecto frágil no sabía absolutamente nada de lo que se traía entre manos.
—Señor gobernador, el tiempo no corre a nuestro favor —avisó el francés—. Conozco muy bien a los miembros del Servicio de Antigüedades. Pronto se darán cuenta de que no pueden hacer nada con Tutankhamón y llamarán a Carter. Para entonces, es preciso que hayamos encontrado esa tumba. Es nuestra última oportunidad.
—Pues aprovéchela, François. No te puedo decir más.
Y dicho esto, emprendió el descenso por la pequeña loma que le separaba del centro del valle.
* * *
Mientras, a miles de kilómetros de allí, Howard Carter ponía el pie en la estación de Newbury. José, el conductor portugués de la casa Carnarvon, lo esperaba en el andén. Después de saludar al recién llegado con efusividad, hizo una seña a uno de los mozos para que se hiciera cargo del abultado equipaje del arqueólogo. El mozo corrió al instante hasta la entrada del vagón, donde el personal del tren había dejado un par de pesadas maletas. Tras acomodarlas en el carrito, el joven fue abriéndose paso entre el nutrido grupo de pasajeros que se habían aglutinado en la estación.
—Es un verdadero placer volver a contar con su presencia en Highclere, señor Carter. Hemos seguido con interés las noticias llegadas desde Luxor en estos meses. Siento el lamentable episodio que le ha obligado a abandonar la excavación.
El chófer de lady Almina se mostró prudente y, sobre todo, comedido. Era un hombre de carácter afable que conocía a Carter desde hacía años. Dado su impecable porte, podría haber pasado por un personaje de la alta sociedad europea. Sin embargo, sólo era el cochero de una de las familias más importantes de la aristocracia inglesa; nada más, pero tampoco nada menos. Desde que lord Carnarvon sufrió el accidente de tráfico, José era el encargado de conducir y cuidar los coches de la casa. Su padre había estado al frente de las caballerizas del castillo de Highclere; José heredó el puesto en el tiempo ya de los automóviles.
—Han sido unos meses muy intensos, repletos de satisfacciones y de contratiempos —comentó Carter.
El chófer captó que no tenía ganas de conversar y no volvió a realizar ningún comentario. Abrió la puerta del coche para que el egiptólogo se acomodara en la parte trasera, dio una moneda al mozo que había metido el equipaje en el maletero del Ford, y arrancó el vehículo.
Carter pensó en la última vez que había estado allí. Su salida de Egipto le había obligado a retomar el recuerdo de tiempos pasados en aquellos parajes, verdes hasta donde alcanzaba la vista.
Pronto llegaron al desvío que llevaba hasta Highclere. La hacienda era enorme. Antes de divisar siquiera el castillo, situado en lo alto de una pequeña loma, tras atravesar la verja de la entrada había que recorrer una pista de un par de kilómetros flanqueada a ambos lados por enormes pastizales. Al paso del automóvil, ovejas, faisanes y caballos giraban la cabeza para mirar al nuevo visitante. Un perro pastor abandonó a un rebaño de ovejas y salió corriendo y ladrando detrás del vehículo.
Al ver ondear la bandera roja y azul de los Carnarvon sobre el torreón principal de aquel castillo-palacio, Carter se estremeció. Fueron muchos los recuerdos que de pronto le vinieron a la cabeza, y todos ellos estaban relacionados con su amigo y mecenas, lord Carnarvon.
Tras el crepitar de los neumáticos del coche al frenar sobre la gravilla, las puertas de la casa se abrieron y una delgada y elegante silueta negra apareció en el umbral. Lady Almina lo esperaba, acompañada de un camarero, frente a las cabezas de lobo hechas en hierro que protegían la entrada. La sonrisa de la viuda de lord Carnarvon no era simple cortesía; entre los Carnarvon y aquel arqueólogo de modestos orígenes había una relación de admiración y cariño.
—Bienvenido, Howard. Qué alegría volver a verle —dijo con una sonrisa sincera.
—Lady Almina… —Carter correspondió a la amabilidad de la anfitriona tomándole la mano para besarla.
—Está de suerte con el clima —dijo la mujer al tiempo que entraba en el castillo—; hasta ayer hemos tenido un par de semanas de mucha lluvia, aunque eso también es bueno para los prados.
Antes de entrar, Carter paseó la mirada por el exterior de la casa. En efecto, todo estaba más verde que nunca, y el contraste con el azul del cielo hacía de aquel lugar una suerte de paraíso, como esos paisajes que se veían en las idílicas acuarelas de muchos artistas.
El mayordomo saludó al recién llegado y tomó su sombrero. Al cruzar el umbral, Carter recibió en el rostro la calidez del gran salón que había tras el vestíbulo. Todo estaba como lo recordaba: luminoso y acogedor. Las arquerías neogóticas de piedra blanca, engalanadas con los escudos de la familia, recibían la luz de las cristaleras del techo. En todas las paredes colgaban retratos de los condes de Carnarvon, entre ellos su mentor y amigo, en cuyos ojos Carter detuvo la mirada unos instantes. Se le hacía extraño que no estuviera él allí.
—¿Quiere tomar algo? —preguntó lady Almina.
Carter no contestó.
—Le echo de menos —dijo la mujer mientras se dejaba caer en uno de los mullidos sofás que había frente a la chimenea—. Sin él, esto no es lo mismo. Todo resulta frío y mecánico. La vitalidad de Porchy llenaba este lugar. Siempre pensaba en cosas nuevas, improvisaba fiestas, preparaba viajes, y en los últimos meses estaba entusiasmado con su trabajo en Egipto y el descubrimiento de la tumba de Tutankhamón.
—La entiendo perfectamente —dijo el arqueólogo—; créame, yo también le echo de menos. Todos los problemas que han surgido en Luxor se deben única y exclusivamente a su ausencia. Con él, estoy seguro de que nada de esto habría pasado.
—No sé si hay una maldición o no, pero lo cierto es que, en esta casa, todo lo que recuerda a Egipto se ha convertido en algo sombrío que, en la medida de lo posible, intentamos rehuir. Le comenté en una carta que nos gustaría deshacernos de la colección de antigüedades egipcias.
—Les ayudaré gustoso a repartir lotes y a inventariar las piezas. Hace unas semanas hablé con la dirección del Metropolitan de Nueva York: estarían encantados de hacerse con el grueso de la colección a cambio de una nada despreciable suma.
—El dinero no me importa demasiado, lo que queremos es que esas piezas salgan de aquí. Si las quiere ver, están en la biblioteca, pero creo que ya las conoce. Lo que más urge ahora es el problema con la tumba; mis abogados en El Cairo se han puesto a trabajar en ello.
—La situación era insostenible, lady Almina…
Carter se acercó a la chimenea del salón, rodeada de tapices con hojarascas y volutas.
—Le creo —dijo la aristócrata con una sonrisa—. Pero seguramente las cosas podrían haberse resuelto de otra manera.
—No sé cómo —se defendió él mientras pasaba un dedo por el marco de uno de los retratos del fundador de la casa Carnarvon—. Hiciera lo que hiciese, la injerencia del nuevo gobierno era constante.
—Lamentarse ahora no tiene mucho sentido. Los hechos son los hechos, y lo único cierto es que hemos perdido el permiso para excavar en el Valle de los Reyes. La pregunta, Howard, es: ¿qué va a hacer ahora? ¿Irá a Estados Unidos para dar esas conferencias que le habían propuesto?
Carter asintió con la cabeza.
—En efecto. Una de las ciudades es Nueva York; aprovecharé mi estancia allí para cerrar los últimos flecos de la venta de la colección. Todo saldrá bien…
Antes de que acabara la frase se oyó el ruido de pasos bajando a todo correr la escalera que llevaba a la primera planta.
—¡Howard!
Lady Almina, acostumbrada a la efusividad de su hija, se limitó a mirar con resignación uno de los cuadros que pendían sobre la chimenea. Un segundo después, Evelyn ya estaba ahogando al arqueólogo, colgada de su cuello.
—¿Cuándo has venido? ¡Qué sorpresa! Mamá, no me dijiste que iba a venir —se quejó.
—Querida, voy un momento al despacho de tu padre. Enséñale si quieres la colección que está en la biblioteca. —Luego la condesa fijó la mirada en Carter—. Howard, sobra decir que está usted en su casa. A mediodía tendré una visita, pero antes del almuerzo podemos reunimos en la sala de Dibujo para cerrar los asuntos que haya pendientes.
Carter, desbordado por la sorpresa de aquel encuentro, se limitó a asentir sonriente
—Pensé que estabas en Londres con tu marido. ¿Cómo te encuentras? Te veo espléndida. Ya me dijeron que la boda fue magnífica. Siento no haber podido ir; si la ceremonia se hubiera producido antes, no me lo habría perdido por nada del mundo.
—La boda fue fantástica, más tranquila de lo esperado. Os eché mucho de menos a ti y a papá, pero no se puede tener todo. Mamá estaba feliz, y eso también es muy importante. He venido a pasar unos días en casa con ella porque sigue arreglando cosas de la herencia y eso la entristece, los recuerdos afloran a cada instante. Pensé que mi presencia la ayudaría un poco. ¿Y tú cuándo has venido?
—El tren ha llegado hace apenas una hora. Tu madre me pidió que viniera para unas gestiones. Imagino que sabes lo que ha sucedido en Luxor…
—Sí, lo he oído, pero quiero que me lo cuentes tú.