—¿Quién es, Mark? —preguntó con cierta extrañeza.
Pero no recibió respuesta. Sorprendido, fue hacia el recibidor.
—Buenos días, Howard.
Bajo el marco de madera que cubría la entrada al vestíbulo se encontraba la hija de lord Carnarvon.
—¡Evelyn! —exclamó Carter al tiempo que la preocupación desaparecía de su rostro—. ¿Cómo sabías que estaba aquí?
Mark recogió el abrigo y el paraguas de lady Evelyn.
—Mamá me dijo que llegabas ayer de Nueva York —dijo ella al tiempo que le daba un abrazo—. Supongo que tendrás mucho que contar… Quiero saber si Estados Unidos es tan impresionante como dicen.
Carter la guió hasta el salón.
—Veo que no has tenido tiempo de nada —dijo Evelyn señalando las maletas aún sin abrir—. ¿No te ayuda Mark con ello?
—Prefiero hacerlo yo. En esas maletas sólo hay libros y documentos.
«No cambiará nunca», pensó la joven haciendo una mueca burlona de desesperación y mordiéndose el labio inferior.
—Bueno —añadió, resignada—, cuéntame cómo es todo aquello.
Carter tomó del suelo la copa que había dejado vacía poco antes y la llevó al mueble bar. Allí tomó dos más, vertió en ellas un poco de vino y ofreció una a Evelyn.
—Antes quiero enseñarte una cosa que seguro te va a gustar.
El arqueólogo fue hacia las estanterías y cogió un libro envuelto en una camisa blanca, lo desenvolvió y con una sonrisa se lo entregó a su amiga.
Al verlo, la joven soltó un grito de emoción y luego se cubrió la boca con la palma de la mano. Sobre la portada blanca destacaba la imagen silueteada en blanco y negro de una cabeza de leopardo descubierta en uno de los arcones de la antecámara de la tumba de Tutankhamón. Evelyn sabía que esa magnífica pieza de madera dorada entusiasmaba al arqueólogo. Representaba una piel de leopardo empleada por los sacerdotes en los rituales mortuorios. En la cámara funeraria de la tumba, Ay, el sucesor de Tutankhamón, aparecía vistiendo una. Los ojos eran de cuarzo y su brillo se reflejaba perfectamente en la foto que Harry Burton había realizado. Las cejas, las marcas del hocico y la nariz eran, en el original, de un azul intenso, dando al conjunto un aspecto increíblemente natural.
El libro se había publicado hacía pocos meses. Sobre la máscara del felino podía leerse: «La tumba de Tutankhamón, descubierta por el fallecido lord Carnarvon y Howard Carter».
Evelyn levantó los ojos del libro y miró con gratitud a su amigo. No pudo evitar derramar una lágrima de la emoción. A continuación, pasó las primeras páginas y leyó la dedicatoria:
—Gracias, Howard. Son palabras muy bonitas. —La hija del aristócrata cerró el libro y acarició la cubierta con su mano pequeña y delicada.
—No me des las gracias, todo lo que digo es cierto —respondió él con modestia.
—Mamá me dijo que había aparecido en noviembre, pero yo quería compartir este momento con el autor.
—Ella también está muy contenta de cómo ha quedado la edición. Es un trabajo destinado al gran público. Deberíamos publicar un estudio científico de los objetos en su contexto egiptológico, pero de momento sirve para tener una idea aproximada de cómo resultó el trabajo.
Evelyn volvió a abrir el libro y echó un vistazo a las numerosas fotografías de Burton que había en sus páginas. Lo cerró de nuevo, volvió a sonreír y se lo devolvió.
—No, por favor. Quédatelo. Es el primer ejemplar que me entregaron de la edición, y para mí es un honor que lo tengas tú.
La joven permaneció unos segundos sujetando el grueso volumen con el brazo extendido.
—No puedo aceptarlo. Sé que para ti también es muy importante.
—Insisto, Evelyn, quédate con él. —Carter empujó el libro hacia su amiga—. Yo tengo más ejemplares en mi despacho. Si quieres alguno para regalar o si tienes un compromiso, puedo decir que te manden una caja.
—No, gracias, mamá se encarga de esas cosas. Creo que el editor envió un par de ellas a Highclere con varias docenas. Será suficiente.
Evelyn se levantó para dejar el libro junto a su bolso. No quería olvidar su preciado regalo.
—No sé de dónde has sacado tiempo para escribir tanto…
—Bueno, hay una explicación —reconoció el arqueólogo.
—No me digas que Mace lo ha escrito todo y encima te ha cedido parte de la paternidad del libro —dijo ella con una sonrisa de incredulidad.
—No, querida, Mace ha hecho su parte, pero el grueso de la mía la ha escrito mi buen amigo Percy White. Yo me he limitado a escribir una tercera parte y, por supuesto, a corregir todo el volumen.
—Ahora entiendo muchas cosas —dijo Evelyn con fingida indignación.
—Estaba trabajando en la excavación, apenas avanzaba con el libro, y luego surgieron los problemas que me decidieron a ir a Estados Unidos.
—Háblame de eso, todavía no me has contado nada. Creo que conociste al presidente Calvin Coolidge —dijo la joven mientras se servía una nueva copa de vino.
Carter, nervioso, metió las manos en los bolsillos del pantalón. Su modestia siempre le podía. No le gustaba hablar de esas cosas; antes de los logros egiptológicos en el Valle de los Reyes de Luxor, nunca había destacado en nada, pero ese hallazgo le había abierto todas las puertas de la fama, algo que en el fondo no le desagradaba pero en cierto modo le abrumaba. El que su nombre corriera de boca en boca y apareciera, junto a su fotografía, en la portada de los diarios más prestigiosos del mundo era algo que halagaría a cualquiera salvo a Howard Carter. Le agradaban los gustos caros y sofisticados y, a pesar de sus humildes orígenes, no se sentía desplazado en las reuniones de la alta sociedad; al contrario. Sin embargo, también disfrutaba de la soledad y necesitaba momentos de aislamiento social. En Estados Unidos había disfrutado mucho y se había sentido realmente reconocido, aunque hubo también situaciones y encuentros que lo sobrepasaron.
—Resultó todo muy agradable —dijo al fin—, los norteamericanos son gente muy profesional y capacitada. En total visité dieciocho ciudades de Estados Unidos y Canadá.
—¡Santo Dios! —exclamó la joven, sorprendida—. Te has recorrido medio continente.
—Sí. Cuando me hicieron una extensa entrevista para el New York Times tuve que dejar claro que no era americano —explicó el arqueólogo con una sonrisa—. Como muchos miembros del equipo pertenecen al Metropolitan, la prensa creía que yo también. Luego, cuando en Washington ya lo habían asumido, el presidente Coolidge me recibió en la Casa Blanca. Todo un privilegio.
—Ya lo creo. Has conseguido lo que muchos de los estirados amigos de mis padres querrían para sí —señaló la hija de lord Carnarvon con una mueca burlona.
—En realidad todo se lo debo a tu padre. Sin él no habría descubierto la tumba de Tutankhamón. No lo dudes.
Carter se acercó a una de las maletas aún cerradas, se agachó para abrirla y sacó una carpeta repleta de papeles.
—Mira esto —señaló con orgullo—. Son recortes de prensa de mis días en América. Algunos diarios sacaron ediciones especiales con la información que aportaba en las conferencias.
Lady Evelyn dejó la copa en un aparador y tomó la carpeta. El primer papel era una página del Washington Post en la que se informaba que el egiptólogo había llegado a la capital estadounidense y había sido recibido por el presidente.
—«Howard Carter en la Casa Blanca» —dijo con voz rimbombante—. «El descubridor de la tumba de Tutankhamón es recibido por el presidente Calvin Coolidge.»
—No suena mal, ¿verdad? —reconoció él—. Pero esto aún me hizo más ilusión.
Carter pasó con cuidado algunas hojas de periódico hasta llegar a una edición del Yale Daily News.
—¡La Universidad de Yale te ha nombrado Doctor Honorífico en Letras! ¡Eso es magnífico! —exclamó la joven con entusiasmo—. No tenía ni idea, mamá no me comentó nada.
—Es que no lo sabe. Prácticamente sólo lo saben los componentes del equipo; recuerda que muchos de ellos son americanos. Burton se ha alegrado mucho, pero ya sabes que no me gusta airear este tipo de cosas —dijo Carter reconociendo su carácter reservado.
La hija de lord Carnarvon tenía la vista fija en el periódico y de pronto parecía confusa.
—Howard… —dijo con un hilo de voz.
—Dime, querida —contestó el arqueólogo mientras recolocaba algunos papeles que había dentro de la maleta.
—¿Qué es esto que dice el periódico sobre la «tumba perdida»?
Carter dejó lo que estaba haciendo y se acercó a su amiga, quien señalaba unas líneas acerca de su visita a la Universidad de Yale.
—¿No me lo ibas a contar? —le reprochó lady Evelyn—. ¿Qué está pasando?
—Eso mismo me dije yo cuando el periodista me hizo esa pregunta —contestó, evasivo.
—Howard —dijo ella subiendo el tono de voz—, aquí dice en letras bien grandes: «Carter niega que haya una tumba perdida en el Valle de los Reyes».
El arqueólogo dio la callada por respuesta y se acercó a la ventana para observar el inmenso Royal Albert Hall. Sacó de su bolsillo una pitillera y se encendió un cigarrillo.
—¿Qué sucede? ¿Ahora resulta que todo el mundo sabe que hay una tumba perdida en el Valle de los Reyes?
Carter se apoyó en el marco de la ventana y, resignado, explicó lo que había sucedido en Estados Unidos.
—La misma periodista que me había entrevistado amablemente para el Yak Daily News, al final de la conferencia me lanzó esa pregunta como un dardo envenenado.
—¿Es esta Francesca Branchs que aparece contigo en la fotografía?
—Así es, trabaja también para otros medios locales. Es obvio que quería que todo el mundo la escuchara, seguramente para dejarme en evidencia —dijo Carter mirando el suelo—. El salón se quedó en completo silencio, todos me miraban sorprendidos. Nadie sospechaba que pudiera encontrarse una nueva tumba en el valle después de lo que dijo Theodore Davis, el abogado americano. La de Tutankhamón se ha considerado siempre la última, y un comentario de estas características abría la puerta a especulaciones de todo tipo.
Carter se estremeció al recordar aquellos momentos tan incómodos.
—¿Y qué contestaste?
—Me limité a negarlo todo. No podía preguntarle a la mujer de dónde había sacado esa información, hubiera sido como encender la mecha de algo que no sabía cómo podía acabar. Debía llevarla a mi terreno, sortear la cuestión y dar a entender que el trabajo se ha focalizado en todo momento en la tumba de Tutankhamón, que nada de lo que pudiera suponer un esfuerzo mayor al ya realizado se había tenido en consideración.
Carter miró preocupado a su amiga. Nervioso, se acercó al mueble bar y se sirvió otra copa de vino.
—Al parecer todo fue bien —prosiguió después de dar un largo trago—. La gente se olvidó pronto de aquella pregunta, pensaron que era una noticia sensacionalista parecida a las que hablan de la maldición. No le dieron mayor importancia hasta que el día siguiente el diario publicó ese recuadro reavivando el rumor.
—¿Hablaste de nuevo con la tal Francesca?
—No, preferí dejar las cosas como estaban. En la organización me comentaron que sería mejor así. De lo contrario estaría dando importancia a un hecho anecdótico. Después de aquel día, en todas las otras conferencias que me quedaban por dar me preguntaron siempre lo mismo: qué pasaba con la tumba perdida, como han dado en llamarla. Creo que ahí hay más recortes de diarios de otras ciudades donde se habla de lo mismo.
El inglés se acercó a su amiga, rebuscó entre los papeles y apartó hasta media docena de páginas. En ellas el denominador común eran párrafos enteros sobre especulaciones, a cada cual más absurda, sobre la misteriosa tumba.
—Pero ¿quién ha podido sacar a la luz la posibilidad de la existencia de una nueva sepultura en el Valle de los Reyes? —preguntó Evelyn.
—Alguien que lo sabía, obviamente, y la verdad es que esas personas se cuentan con los dedos de una mano. Tú, yo, monsieur Lacau, Jehir Bey y su secretario, François Lyon.
—¿Y los obreros? ¿No habrá sido alguno de ellos? —La joven buscaba una explicación lógica a ese sinsentido.
—No lo creo. Ellos se limitan a trabajar en la excavación, no saben qué están buscando. Ni lo saben, ni lo entienden. Les da igual encontrar un pozo que una escalera excavada en la roca de la montaña. Ellos trabajan, cobran al final de la semana y punto.
—¿Entonces?
—Entonces, querida, ha tenido que ser alguien de los que te he mencionado.
—Te prometo que yo no le he dicho nada a nadie. Ni siquiera mi esposo lo sabe. Ni mi madre. Con ella no hablo nunca de Egipto, ni ella lo hace conmigo, no quiere saber nada del tema, lo deja todo en manos de los secretarios y los abogados de la familia… Es cierto que en casa tengo el dibujo del ostracon que me diste, pero está guardado, y si alguien lo encontrara sería incapaz de saber qué es.
—Lo sé, lo sé, querida, no te preocupes. Como es lógico, nos he descartado a ti y a mí desde el primer momento. Sería absurdo y contraproducente para nuestros intereses.
—¿Monsieur Lacau?
—No lo creo. Lacau no se metería en un lío así, va a su ritmo y no quiere problemas con nadie. Ni con nosotros, a pesar de todo lo que ha sucedido, ni con el gobernador de la provincia de Kena. O sea que…
—O sea que sólo quedan dos nombres, que para el caso son la misma persona.
—En efecto. La noticia ha tenido que salir de Jehir Bey o de Lyon. Además, ambos cuentan con buenos contactos y amigos en la prensa norteamericana. No les habría costado nada lanzar el rumor, adobándolo correctamente para que en poco tiempo creara una enorme bola de nieve. Y qué mejor manera que sacarlo a la luz después de que me concedieran el título honorífico en Yale. El único que tengo, no lo olvides, querida. Hay colegas que no perdonan eso —dijo Carter con rabia e impotencia—. Un egiptólogo hecho a sí mismo, sin ninguna titulación académica, les ha comido terreno a todos y ha descubierto el mayor hallazgo arqueológico de todos los tiempos.