El gobernador guardó silencio unos segundos y volvió con caminar pausado al sillón.
—Seamos claros, señor Carter —dijo el político mientras se encendía el cigarrillo—. Evitemos formalismos absurdos. En fin, no lo voy a negar: yo tengo algo que pertenece al patrimonio cultural de mi país y que usted, cuando lo encontró, debería haber entregado al gobierno.
—¿Acaso lo va a entregar usted ahora? —Al ver que el egipcio comenzaba a ceder, Carter empezó a sentirse más tranquilo.
—Tal vez debería recordarle, mi querido amigo —continuó el gobernador ignorando la pregunta de Carter—, que a monsieur Lacau no le gustaría en absoluto tener la certeza de que usted se apropia de objetos hallados en las excavaciones.
—Explíqueme eso —replicó Carter de forma enérgica.
—No se haga el ingenuo. Usted y yo sabemos que en su mesa de trabajo hay algunos objetos que salieron de la cámara funeraria de Tutankhamón antes de su apertura oficial con todo ese falso boato y ceremonial… ¿A quién quiere engañar? —El inglés apretó los puños, pero el egipcio no había acabado—: Los dos hemos actuado mal. Ni usted ni yo estamos libres de culpa. Quizá ahora yo soy más afortunado porque cuento con algo que usted valora. No le dé más importancia. Como en los juegos modernos, ahora tengo yo la pelota.
—¿Adonde quiere llegar?
—Podemos alcanzar un acuerdo: trabajemos juntos y vayamos a medias en lo que encontremos. Usted tiene el permiso de excavación en el valle, y yo tengo el secreto de la necrópolis..
—¿Está insinuando que trabajemos juntos en la búsqueda de una tumba y que luego vendamos los objetos en el mercado negro de antigüedades?
—Veo que me he explicado bien.
—Creo que se equivoca de persona, excelencia. Si yo doy con esa tumba, puede estar seguro de que no se venderá ni un solo objeto. Me da igual cómo la descubra, o si recibo ayuda o no de un viejo texto…
—Pero quizá ese sutil detalle no sería del agrado de la comunidad internacional. No olvide que, después del desafortunado gesto que han tenido con la prensa dando la exclusiva a
The Times
, se ha ganado numerosos enemigos. Ya estoy viendo los titulares de los diarios británicos: «Howard Carter, el afamado arqueólogo, descubre las tumbas sin ningún mérito, ayudándose de un viejo texto que robó de una excavación». ¿Le gustaría eso?
—Excelencia, si lo que pretende es chantajearme, va por el camino erróneo. La única razón por la que lo hace es que, aun teniendo el ostracon, ignora cómo usarlo. Es un patán en el mundo de la arqueología. Me necesita no sólo porque lord Carnarvon cuenta con el
firman
para excavar en el Valle de los Reyes, sino porque no sabe absolutamente nada de lo que dice ese texto.
—En eso se equivoca, el texto ya ha sido traducido al completo por mis hombres —replicó el gobernador con el orgullo herido.
—Pero ¿de qué le vale la traducción si no sabe interpretar el texto? ¿Sabe acaso dónde está el sauce? ¿Conoce quién era el General en Jefe?
Jehir Bey permanecía en silencio sin apartar la mirada del egiptólogo.
—No lo sabe, y por eso me necesita —continuó Carter—. Llevo veinte años trabajando en el Valle de los Reyes y usted cree que el conocimiento que yo poseo puede obtenerse de un día para otro comprándolo por un puñado de libras.
Carter comenzó a caminar hacia la puerta. No tenía nada más que hacer allí. Aquella discusión no llevaría a ningún sitio, lo único que iba a conseguir era empeorar las cosas.
—Déjeme que le diga algo —añadió cuando llegó junto a la puerta—. Usted puede presumir de ser el gobernador de Kena, pero no es más que un desgraciado que necesita justificar su posición a cada paso metiendo miedo a sus electores. Es tan pobre que sólo tiene dinero; sucio dinero egipcio obtenido del tráfico de antigüedades.
—¡Daré con la clave y encontraré la tumba! —gritó al fin Jehir Bey, rojo de ira—. Le aconsejo que no intente arrebatarme el ostracon. Podría resultar muy peligroso para usted.
—Quédeselo y juegue con él. Nunca lo entenderá porque no sabe leer. Y esté tranquilo, no volveré. Puede estar seguro de ello. Usted quería una cosa y ya la tiene, pero la ventaja sigue siendo mía.
—No le entiendo, señor Carter —dijo el egipcio, sorprendido.
—Usted tiene lo que buscaba, pero eso no le garantiza nada. Yo, en cambio, tengo la tumba de Tutankhamón. No lo olvide, mi querido amigo. Una tumba intacta llena de… tesoros. —El rostro del inglés se iluminó como si se hubiera encendido una luz en su interior. Lanzando una sonrisa inquietante, alzó su sombrero a modo de despedida y salió cerrando con mucho cuidado la puerta del despacho del gobernador.
Aquella ambigua expresión de sosiego intranquilizó al político. ¿Qué se traía Carter entre manos? Nervioso, aspiró con fuerza el cigarrillo.
En ese momento, por una de las puertas laterales del despacho entró el secretario François Lyon.
—¿Has escuchado la conversación? —preguntó Jehir Bey sin apartar la vista de la puerta por donde acababa de marcharse el inglés.
—Sí… Ese engreído no sabe con quién está jugando —respondió el francés con tono desafiante—. Desconoce que en cualquier momento se le puede revocar el permiso de excavación de la tumba y perderlo absolutamente todo.
—No seas estúpido —le reprendió el gobernador—. El permiso no es suyo sino de lord Carnarvon, y por ahora no hay nada que oscurezca un ápice la figura del maldito conde.
Jehir Bey volvió a levantarse de su sillón y fue hasta el ventanal desde el que se veía el Nilo. A lo lejos distinguió la figura de Carter llegando al embarcadero para regresar a la orilla de los muertos.
—Tienes que actuar con la mayor celeridad posible —dijo a su secretario—. Esta misma noche irás al Valle de los Reyes e inspeccionarás las zonas que hemos marcado como probables ubicaciones de tumbas en el centro de la necrópolis.
—La traducción que hemos mandado hacer todavía está incompleta. Al parecer, los símbolos son complejos y su lectura no es clara.
—Ése no es mi problema. El tiempo corre en nuestra contra. Tienes que ir cuanto antes.
—Cuando sea el momento, habrá que avisar a los guardas.
—Hazlo. Cambia el turno y pon hombres de mi propia guardia. Así no habrá ningún problema y nos aseguraremos de que nadie vea nada. Reúne un equipo de confianza; trabajadores fuertes y rápidos.
—Deberán estar preparados antes de la puesta de sol, justo cuando el equipo de los ingleses abandone el valle.
—Lo dejo en tus manos.
Mientras el francés salía del despacho para comenzar a gestionar los planes de esa noche, Jehir Bey dejó vagar su mirada por la Montaña Tebana, que dominaba la otra orilla del Nilo. Conocía bien a Carter, sabía que su orgullo le llevaría a cometer una locura en cualquier instante. Y para entonces él tendría que estar preparado.
* * *
Cuando el egiptólogo llegó al Valle de los Reyes, encontró a lord Carnarvon junto a la entrada de la tumba de Tutankhamón; con una mano el conde se apoyaba en su bastón y con la otra sostenía su Tropical Una. Por suerte, no había muchos turistas; sólo un pequeño grupo de periodistas, los mismos impertinentes de otras veces que no cesaban en jugar sus bazas ante la posibilidad de conseguir una declaración, una foto o un detalle inédito de los trabajos.
—Buenos días, Howard —saludó el conde, con gesto preocupado, al ver a su colega—. Me dijeron que tenía una reunión en Luxor esta mañana. No me había dicho nada.
Lord Carnarvon acababa de subir los dieciséis escalones que llevaban al pasillo de la sepultura del Faraón Niño.
—Buenos días, señor. He ido a ver al gobernador de Kena, Jehir Bey. Teníamos algunos flecos pendientes sobre la seguridad en la necrópolis y quería cerrar el asunto sin más demora.
El aristócrata chasqueó la lengua; su rostro reflejaba inquietud.
—¿Ha sucedido algo en mi ausencia, señor?
—Esta mañana no se han presentado seis obreros. Callender ha tenido que sustituirlos por otros e incrementar la paga semanal para que no se fueran otros más.
—Tienen miedo de lo que sucedió ayer… —dijo Carter.
—Así parece. Y si vuelve a pasar algo, el temor se extenderá a todo el grupo. Algún desaprensivo podría aprovechar la situación, entrar en la tumba y saquearla. Ha hecho muy bien en ir a ver al gobernador. No me quedo tranquilo con los dos hombres que vigilarán la entrada al finalizar la jornada.
—Son de absoluta confianza, señor —afirmó Carter defendiendo la integridad de su servicio.
—Lo sé, me consta que así es. No me refiero a ellos. Esta tumba es un regalo muy goloso; todo el mundo sabe lo que hay dentro, y si no lo saben, se lo inventan o se lo imaginan multiplicando por mil las estupideces que leen en los periódicos locales.
Carter no pudo rebatir eso.
—Mace me ha dicho —añadió entonces el aristócrata cambiando de tema— que ya están trabajando en un libro sobre la excavación…
—En efecto, señor. Es un informe preliminar al estudio en profundidad de las piezas…
—Un libro para el gran público…
—No me gusta llamarlo así, pero es cierto que nuestro propósito es llegar al mayor número de lectores posible.
—Mace le será de gran ayuda, he leído algunos de sus trabajos y son realmente buenos. Seguro que el resultado será magnífico. ¿Para cuándo está prevista su publicación?
—Quieren que se edite el próximo otoño. Aún tenemos varios meses por delante, pero hay mucho trabajo por hacer, no creo que dé tiempo a incluirlo todo. Será el primer volumen de una serie de varios libros —explicó Carter, ufano.
—Eso es estupendo… Por cierto —el aristócrata hincó el bastón en la grava y se apoyó en él—, he visto a varios de sus hombres dando vueltas por la colina… ¿Qué hacen?
—Ahora que sabemos que la tumba de Tutankhamón está aquí y que alguien entró en ella en algún momento, les he dicho que busquen los objetos que pueda haber por los alrededores.
Carter lanzó aquella excusa inverosímil con tal empaque que Carnarvon, tras un momento de duda, aceptó la explicación. Y en ese momento, proverbial y oportuna como siempre, lady Evelyn apareció en escena para alivio de su amigo.
—Hola, querida —dijo su padre acercándose para darle un beso en la mejilla—. ¿Cómo estás?
—Buenos días, he venido con mamá. No tenía previsto acercarme hoy, pero hace un día magnífico y pensé que era una pena desperdiciarlo en el hotel —contestó la joven con una de sus mejores sonrisas.
—Si me disculpáis, voy a ver a tu madre.
Carnarvon ascendió por el terraplén que llevaba al camino que discurría por el centro del valle, pero no había dado dos pasos cuando su hija le agarró del brazo.
—¿Qué te ha pasado en la mejilla? —preguntó al tiempo que se acercaba al rostro de su padre y descubría un profundo corte.
—No es nada; esta mañana me he cortado afeitándome. Cuando regrese al hotel le diré al médico que me eche un vistazo, pero no te preocupes, es un simple corte.
Y dicho esto, Carnarvon continuó hacia el coche donde esperaba lady Almina.
—Has llegado en el mejor de los momentos —dijo Carter cuando el conde estaba lo suficientemente lejos—. Tu padre me ha preguntado qué hacen los obreros removiendo la tierra fuera de nuestra área.
—¿Y qué le has dicho? —preguntó Evelyn, con curiosidad, mientras jugueteaba con su collar de perlas.
—Que buscan piezas que pudieron perderse cuando entraron a robar en la tumba en la antigüedad…
La joven enarcó las cejas y luego frunció el ceño con sorpresa.
—¿En serio?
—Es absurdo, pero es lo primero que se me ha ocurrido.
—No puedo creer que mi padre haya aceptado esa respuesta.
—Pues al parecer lo ha hecho, querida —contestó el egiptólogo sonriendo.
—A veces me pregunto si realmente es tan buen coleccionista de obras de arte egipcio como se dice. Su ingenuidad puede llevarle a aceptar explicaciones de lo más absurdas…
Carter y lady Evelyn emprendieron el camino hacia la cercana tumba de Seti II, donde se hallaba el laboratorio. Sobre los murmullos de los turistas y periodistas que se habían acercado hasta allí, sólo se oía el chirriar de la suela de sus zapatos en la gravilla del centro del valle.
—¿Has averiguado algo de lo que pasó ayer en tu casa? —preguntó la hija de Carnarvon.
—He decidido hacer las cosas a mi manera.
—¿A qué te refieres? —preguntó Evelyn esperándose lo peor.
—Tranquila, no ha sucedido nada todavía. Tu padre me ha dicho que entre los obreros egipcios ha comenzado a crecer el miedo. Esta mañana han faltado media docena y, para que no se marcharan más, se ha visto obligado a subirles la paga.
—Eso es lo que pretendía quien hizo lo de ayer.
—En efecto, querida. Nada más barato y sencillo que jugar con el miedo de la gente.
—¿Y qué vas a hacer? —preguntó Evelyn como si se hallaran ante un callejón sin salida.
—Nada. Mis sospechas se han confirmado: esta mañana he estado en la oficina del gobernador de Kena y ha reconocido que tiene el ostracon.
—¿Qué? —La muchacha lo miraba con los ojos muy abiertos—. ¿Y te vas a quedar de brazos cruzados?
—Evelyn, no puedo hacer nada. No pensarás que voy a denunciar al gobernador de la región por tener en su propiedad una pieza que yo mismo debía haber entregado hace tiempo a las autoridades, ¿verdad? Sería una locura.
La joven torció el gesto; Carter tenía razón.
—Las cosas son más complicadas de lo que parecen —continuó él—. Al menos, como le dije al gobernador, nosotros tenemos a Tutankhamón. En cambio ellos no tienen más que una lasca de piedra que no saben leer. Su información permanecerá sellada durante mucho tiempo.
—¿Tan seguro estás de que no conseguirán interpretarlo?
Carter no respondió a la pregunta. Se produjo un silencio que el arqueólogo rompió diciendo:
—Entre los turistas que hay aquí —señalaba al grupo de extranjeros que descansaban junto al muro de cierre de la tumba del Faraón Niño—, seguro que hay algún hombre que trabaja para Jehir Bey.
—Pero ¿qué vas a hacer ahora sin el ostracon?
—Creo que les llevamos ventaja. Tenemos toda la información del ostracon y, quizá algo más importante, los únicos que tenemos permiso para excavar en el valle somos nosotros. Y sí, respondiendo a tu pregunta de antes, estoy seguro de que no lograrán descifrar toda la inscripción y acabarán desestimando el ostracon. Y, en el peor de los casos, cualquier intento de excavación por parte del gobernador sería evidente y denunciable.