—¿No seguían un orden en la construcción?
—En absoluto. Cuando finalizaban una tumba, la ocultaban. Aun así, salvo la nuestra y la de Yuya y Tuya, el resto han aparecido saqueadas. Los obreros no tenían ni idea de dónde empezar a clavar los picos. No es de extrañar que varios de los sepulcros del valle se crucen entre sí. Por eso en algunos hubo que cambiar de forma brusca la orientación de las galerías. El ejemplo más claro está en la de Ramsés III, frente a la nuestra. —El egiptólogo se puso derecho y, con las manos, dibujó en el aire el trazado de una galería—. El pasillo inicial gira repentinamente a la derecha —dijo gesticulando— para esquivar la cámara de la tumba de Amenemes que hay a pocos metros y que se excavó apenas medio siglo antes. Imagino que en la Antigüedad no lo sabían, de lo contrario no habrían empezado a trabajar donde lo hicieron. Un caso parecido es la cercanía entre la pared de la antecámara de Tutankhamón y la galería de la tumba de Ramsés VI; están prácticamente en el mismo nivel. Días atrás, cuando entramos por primera vez, descubrí que si guardabas silencio, podías oír las voces de los turistas que había al otro lado del muro. La piedra caliza tiene numerosas grietas en esa zona. Los constructores de la tumba de Ramsés no invadieron la antecámara de Tutankhamón por unos centímetros. Si vas mañana a la antecámara podrás comprobarlo por ti misma.
Evelyn sonrió divertida imaginándose la cara de los capataces al descubrir que el acceso que acababan de perforar en la piedra de la montaña de repente dejaba de ser funcional porque daba a otra tumba cercana de la que no tenían conocimiento.
—La tumba maldita está relacionada con nuestro querido Tutankhamón.
—¿Por qué estás tan convencido?
El arqueólogo señaló con el dedo índice de la mano derecha el símbolo semiborrado que había en la caliza: un disco solar del que salían rayos que acababan en manos. Algunas de ellas portaban el símbolo de la cruz de la vida, el ankh. Esa representación del Sol era exclusiva de uno de los períodos menos conocidos de la historia de Egipto. Carter había redibujado esa escena, con líneas discontinuas, en uno de los papeles que se encontraban en la mesa.
Lady Evelyn observó aquel círculo sin reconocerlo.
Carter prosiguió:
—Podría representar al faraón Akhenatón.
Evelyn le miró con curiosidad.
—¿Akhenatón?
—Te explicaré lo que sé de él…
Mientras hablaba, Carter cayó en la cuenta de lo poco que sabían los expertos sobre ese extraño personaje. Amenofis IV, más conocido como Akhenatón, el llamado Faraón Hereje, había protagonizado una especie de revolución religiosa pocos años antes de que Tutankhamón ascendiera al trono. Al parecer había instaurado el culto al disco solar de Atón como única divinidad, dejando de lado a la plétora de dioses de los templos egipcios. Akhenatón y su esposa, la bella y misteriosa Nefertiti, abandonaron la capital tradicional de Tebas, la antigua Uaset, y en la región de Amarna fundaron la ciudad de Akhetatón, el Horizonte de Atón. Carter había trabajado en la nueva ciudad junto a Flinders Petrie, su maestro, al comienzo de su carrera como egiptólogo. Uno de los iconos del arte de Amarna era la representación del faraón bajo los rayos vivificantes del disco solar de Atón, cuyas manos entregaban vida a los miembros de la familia real; el mismo dibujo que, mutilado, podía verse en el reverso del ostracon. Para muchos, Akhenatón era el padre de Tutankhamón. Hasta no hacía mucho su momia se identificaba con la descubierta en la KV55, el escondite que había a pocos metros de la entrada al sepulcro del Faraón Niño, en el centro de Biban el-Moluk, y que Burton utilizaba como laboratorio fotográfico. La joven cayó en la cuenta de ese detalle.
—Pero si la tumba maldita es la de Akhenatón, ¿de quién es la tumba donde Burton tiene su laboratorio?
-Tal vez sólo fuera un simple almacén —contestó Carter sin mucha fe—. Un depósito en el que realmente no se encuentra su enterramiento. Los cartuchos
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habían sido arrancados del ataúd de madera que se halló en la cámara. Todo parece señalar que inicialmente se hizo para una mujer; hay quien piensa que pudo ser la reina Kiya, una esposa secundaria de Akhenatón que reemplazó a Nefertiti cuando ésta desapareció de la historia de Egipto sin dejar huella. El ataúd fue reutilizado más tarde para ese enterramiento.
—Pero entonces, ¿de quién es la momia aparecida en el laboratorio?
—No se sabe. Cuando Davis la encontró, al ver restos de muebles con el nombre de la reina Tiyi, la esposa de Amenofis III y madre de Akhenatón, se emocionó y creyó que se trataba de esta reina. Así lo publicó poco después del hallazgo. Para reafirmarse en su conclusión, tomó el testimonio poco fundamentado de un médico. Luego, otros forenses que han estudiado el esqueleto de la KV55 han señalado que se trata de un hombre cuya edad no encaja tampoco con lo que sabemos de la figura de Akhenatón a partir de los documentos históricos.
—Sigo sin entender nada, Howard.
—Ni tú ni ninguno de los egiptólogos que se han acercado a investigar este asunto. Es realmente complicado. En definitiva, podría tratarse de la momia de Semenkhare, antecesor de Tutankhamón en el trono; una extraña figura de origen incierto que reinó durante pocos años. Algunos han llegado a decir que ese misterioso Semenkhare era en realidad una mujer.
—Si das con la tumba de Akhenatón, si resulta que es la tumba maldita, podrías iluminar el misterio de esa parte de la historia de Egipto… ¡Es fascinante! —Lady Evelyn parecía entusiasmada.
—En cualquier caso, fuera quien fuese el morador de la KV55 —señaló el egiptólogo volviendo a la realidad—, lo importante es que en tiempos de los Ramsés, a finales de la XIX dinastía, un siglo y medio después de los acontecimientos históricos que rodean a nuestro joven rey, todavía había seguidores del disco solar de Atón, y usaban sus símbolos sin miedo.
—Y todavía había gente que los perseguía… —añadió ella señalando las marcas dejadas sobre la piedra al intentar borrar el disco repleto de rayos finalizados en diminutas manos que simbolizaban el acercamiento a los hombres del poder vivificador del Sol.
—Eso es especular mucho, mi querida amiga. Lo único que parece cierto es que en alguna parte de la zona norte del valle hay una tumba que nadie ha explorado antes: una tumba que se consideraba «maldita»… —El egiptólogo tomó de la mesa una de las copias de los dibujos y se la entregó a Evelyn—. Quédatelo y guárdalo bien. Es el dibujo del ostracon y del valle según yo lo interpreto, así como la traducción del texto. No está de más que tú también tengas una copia, por seguridad.
—Tienes razón —dijo ella mirando por la ventana del despacho mientras guardaba en el bolso el pliego de papel que Carter le había entregado—. Parece que no somos los únicos a los que les interesa esa misteriosa tumba…
El arqueólogo se acercó al cristal para observar el lugar hacia donde miraba la joven. Como el día anterior, vio a un hombre sentado sobre uno de los bloques del templo de Seti I. Aunque aparentaba desinterés, vigilaba con detalle los movimientos de cuanto pasaba alrededor de la casa: quién entraba, quién salía y qué llevaba.
—¿Lo conoces? —preguntó Carter con preocupación.
—Lo he visto cuando he llegado. Me ha seguido con la vista desde que el conductor me ha dejado hasta que he entrado aquí. ¿Quién puede ser?
—No estoy seguro, pero me jugaría cualquier cosa a que es uno de los hombres de Jehir Bey. Ayer estuvo apostado otro en ese mismo lugar. No es normal. Ahí no hay sombra, y a los egipcios, digan lo que digan, no les gusta el sol.
—Howard, esto empieza a…
—No te preocupes, no pueden hacer nada. —Carter miró el reloj y empezó a recoger los papeles de la mesa—. Seguramente sólo pretenden asustarnos. Lo único que han conseguido son unos papeles calcinados…
—¿Qué? ¡No me habías dicho nada! —La voz de la joven pareció subir un tono cuando Carter apagó el gramófono.
—Porque no pasó nada. Así de sencillo.
Sin embargo, lady Evelyn se había puesto nerviosa. Aquella aventura entre los dos amigos, a espaldas de todos los que los rodeaban, guardando un secreto que los unía un poco más, estaba convirtiéndose en algo realmente turbio y no sabía hasta qué punto peligroso. El arqueólogo se dio cuenta de su inquietud y se acercó a ella para calmarla.
—Evelyn, confía en mí —dijo con una sonrisa—. Fíjate si estoy tranquilo que voy a guardar todo esto en los cajones, no me voy a llevar el ostracon en el bolsillo del pantalón, como otras veces. Es hora de que vayamos a casa de los Burton. ¿Tu chófer sigue fuera?
Ella se limitó a asentir con la cabeza.
—Pues ya está —añadió Carter—, cierro los cajones y nos vamos. Ahmed y el resto del servicio se quedan en la casa, así que podemos estar seguros de que no entrará nadie.
Ambos salieron del despacho y Carter cerró la puerta sin llave, como siempre hacía. Dio un par de órdenes a Ahmed y después Evelyn y él abandonaron la casa y subieron al coche que los esperaba frente a la entrada.
La noche comenzaba a posarse sobre la Montaña Tebana. La casa de Burton se hallaba cerca de la entrada del Valle de los Reyes, el trayecto sería corto, pero había refrescado y Carter agradeció ir en coche en vez de a pie o en burro, como había sido su idea inicial.
Cuando se acercaron a la casa, vieron que la puerta estaba abierta. Minnie, la esposa de Burton, había oído el ruido del motor del automóvil y había salido a esperarlos.
—Queridísimos Howard y Evelyn. Siempre inseparables —dijo Minnie con cierta ironía en cuanto salieron del coche. No en vano era una de las personas que hacía circular el rumor del supuesto romance entre la hija de Carnarvon y el egiptólogo.
Los recién llegados no hicieron caso del comentario, agradecieron la bienvenida y entraron en la casa. Todos se hallaban ya en el vestíbulo tomando una copa. Harry se acercó a ellos para saludarlos.
—¡Cuánto tiempo sin verle, mister Carter! —bromeó Harry—. Y, como siempre, viene usted acompañado de una hermosa dama.
—Déjate de teatros, Harry, y vamos a cenar.
—¿Recibiste el sobre con las fotografías y los nueve clichés?
Carter lo miró y tardó unos segundos en contestar.
—Sí, Harry, eres muy amable —dijo al fin—. Las fotografías son magníficas.
—Me alegro de que te gustaran. Y ahora, si sois tan amables, pasad al salón. Lord Carnarvon presidirá la mesa.
Después de saludar a todos los presentes, Carter y Evelyn entraron en el salón. Alrededor de una enorme mesa perfectamente dispuesta había varios camareros egipcios uniformados de gala: galabiya blanca,
tarbush
rojo y fajín a juego. Al fotógrafo del Metropolitan le agradaban esos refinamientos. No obstante, la sofisticación del vestuario chocaba con la decoración de las paredes: grandes fotos en blanco y negro o láminas coloreadas de paisajes de Inglaterra con papeles clavados con chinchetas en las que se podían leer frases ingeniosas.
—Antes de empezar la cena, quiero dejar constancia de este momento para la eternidad —dijo lord Carnarvon con solemnidad.
Su cámara fotográfica, la Tropical Una, fabricada con caoba española, le acompañaba a todas las reuniones sociales. Carnarvon, además de ser un entusiasta de las antigüedades y la arqueología, era un excelente fotógrafo. Todos posaron sin rechistar contra una de las paredes del salón.
—Papá, tú nunca sales en las fotos —protestó lady Evelyn.
—¿Cómo que no? Burton me ha hecho decenas de fotos en la tumba. Esto sólo es un divertimento… No se muevan, damas y caballeros… Una, dos y… tres. —Un fogonazo iluminó la habitación y durante unos instantes dejó a los improvisados modelos con la mirada turbia.
Carnarvon entregó la cámara a uno de los sirvientes y le indicó que la llevara con cuidado a una habitación aledaña.
Como no podía ser de otro modo, Minnie había dispuesto que Carter y Evelyn se sentaran uno al lado del otro.
—Howard, ¿qué pasa? —preguntó en voz baja la joven mientras se acercaban a sus sillas.
—¿A qué te refieres, querida? —contestó el arqueólogo haciéndose el sorprendido.
—No finjas. He visto perfectamente la expresión de tu cara cuando Burton te ha preguntado si habías recibido las fotografías y los clichés.
—Ah…, te refieres a eso…
—Sí. ¿Y bien? —insistió lady Evelyn.
—Debe de haber un error —respondió Carter con toda tranquilidad—. Harry dice que mandó todos los negativos en el mismo paquete. Al parecer, nueve… Pero a mí sólo me llegaron seis.
—Entonces… ¿y el resto?
—Los tres que faltan… o se perdieron por el camino… o alguien se los llevó.
—Howard, yo estaría muy preocupada. De hecho ¡ya lo estoy! —exclamó la muchacha entre dientes.
—Yo no. Tranquila. Te aseguro que ni siquiera con eso conseguirán lo que buscan.
Lady Evelyn no daba crédito a la frialdad del arqueólogo. Éste le retiró la silla para que tomara asiento y luego se acomodó a su lado.
Mientras Carter no parecía dar mayor importancia al robo, lady Evelyn se aferró al bolso en el que llevaba el dibujo del ostracon como si de ello dependiera su vida.
A las dos y cuarto de la tarde del 17 de febrero de 1923 todo estaba preparado en la antecámara. Varias autoridades locales y arqueólogos de prestigio habían sido convocados para asistir a la apertura oficial de la misteriosa puerta del lado norte. Los invitados esperaban ante la escalinata de acceso al sepulcro. Sus dieciséis peldaños estaban limpios como si se hubieran esculpido esa misma mañana.
Carter echó un vistazo a las personas reunidas en el lugar. Entre ellas había verdaderas eminencias de la egiptología, como el historiador James Henry Breasted; el filólogo sir Alan Gardiner; Herbert Winlock, del Metropolitan de Nueva York; Arthur Merton, del periódico
The Times
; Arthur Weigall, del
Daily Mail
, o el ya conocido Pierre Lacau, director del Servicio de Antigüedades. Todos ellos, arremolinados en pequeños grupos, esperaban con impaciencia el comienzo de la ceremonia.
Carter se acercó a saludar a monsieur Lacau; pensó que un gesto educado al principio del acto rompería el hielo después del desencuentro habido en El Cairo meses atrás y evitaría forzar un saludo posterior.
—Buenos días, monsieur Lacau. Le agradezco que haya venido —dijo con seriedad.
—Buenos días, señor Carter. Le deseo el mayor de los éxitos —repuso el francés esbozando una escueta sonrisa.