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Authors: Nacho Ares

Tags: #Aventuras, Historico

La tumba perdida (7 page)

BOOK: La tumba perdida
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Nebkheperura Tutankhamón («Ra es el Señor de las manifestaciones, la Imagen Viviente de Amón»), el actual Señor de las Dos Tierras, era un muchacho, apenas tenía diecisiete años, pero las noticias que habían llegado a oídos de Amenemhat no eran precisamente alentadoras. El faraón era un joven enclenque que pasaba más tiempo en la cama que disfrutando de la vida de palacio o realizando las obligaciones por las cuales Horus se encarnó en él cuando fue coronado con apenas diez años. A buen seguro esa continua indisposición la había heredado de su padre, Neferkheperura Amenofis, quien cambió su nombre por el de Akhenatón; un personaje grotesco, y, según muchos, diabólico, al que todos querían olvidar. Al morir el hereje, ascendió al trono Semenkhare, hermano de Tutankhamón, pero su paso por el trono de las Dos Tierras fue como el de las estrellas fugaces por el cielo.

Al levantar la mirada, Amenemhat vio el sol en su esplendor. Ya no era el disco solar de Atón el que gobernaba el cielo, sino Amón-Ra, el dios que nunca debió abandonar el Valle del Nilo y por cuya ausencia muchos problemas habían tenido lugar en Kemet. El padre de Tutankhamón instauró de forma obligatoria el culto a Atón, el disco solar, en detrimento de los antiguos dioses, lo que provocó que éstos enviaran su fuerza divina contra los hombres. Tras su desaparición, los sacerdotes de Amón se ocuparon de que el nuevo rey, siendo niño, retomara las antiguas creencias, y todo pareció volver así a la normalidad. Con ello, Maat, el poder de la diosa de la justicia, el equilibrio y la equidad cósmica, regresó para gobernar de nuevo.

Pero el odio contra Atón seguía marcado a fuego en aquellos que habían sufrido la persecución de su régimen. Entre ellos se hallaba el propio Amenemhat, quien, a causa del significado de su nombre, tuvo que sufrir que los seguidores de Atón destrozaran la tumba de sus padres en la necrópolis de Tebas.

El capataz solía trabajar en una mesa y una silla plegables que sus obreros habían instalado a pocos pasos de la entrada a la tumba, la distancia suficiente para que el polvo de la excavación no se metiera en el improvisado despacho, el cual consistía fundamentalmente en una lona bajo cuya sombra protectora descansaban algunos artilugios delicados y un par de jarras grandes: una contenía agua y la otra, vino. Bastaba una llamada del capataz para que un sirviente, destinado allí expresamente para eso, sirviese el líquido en una elegante copa de fayenza azul que descansaba sobre la mesa.

El capataz era un hombre de mediana edad. Vestía un traje de lino blanco plisado cuyas mangas le cubrían hasta la mitad del antebrazo; le protegían de los rayos del sol y, al tener la embocadura muy amplia, no le resultaban un incordio mientras hacía correr la punta de su estilete de caña, mojada en tinta, sobre la superficie del papiro.

Sumido en el recuerdo de aquellos acontecimientos que no quedaban tan atrás en el tiempo, no se percató de que varios hombres se acercaban por el camino de acceso al valle. A la cabeza iba Maya, tesorero y portador del abanico junto al rey. Su dilatada trayectoria al frente de la Oficina del Tesoro, y con soberanos completamente distintos, le hacía contemplar la vida con cierta relatividad. Por fortuna, no había sufrido en su propio entorno las persecuciones mandadas por Akhenatón, pero ante sí había visto desfilar toda clase de situaciones: desde las más ventajosas en sus inicios en la carrera política, hasta las más escabrosas con Amenofis, luego Akhenatón. A sus cincuenta años, Maya ya era casi un anciano. Aunque su vida se había desarrollado fundamentalmente en los despachos de palacio, el sol también había marcado su rostro y lo había cubierto de arrugas, las huellas de su experiencia vital, tan necesaria entre los hombres de confianza de cualquier soberano.

El jefe del Tesoro vestía un elegante traje de lino blanco similar al de Amenemhat pero sin marcas de haber estado al pie de la excavación. Una fina peluca negra protegía su cabeza de los rayos del sol. Maya nunca hacía gala de joyas ni aderezos, pues los consideraba superficiales. Era un hombre dedicado plenamente a su trabajo, y nunca se adornaba con añadidos que intentaran realzar lo que era: uno de los hombres más respetados de la corte.

Maya se había levantado especialmente pronto aquel día. El trabajo en la Oficina del Tesoro era cada vez más abundante, y no le gustaba delegar en otras manos lo que él mismo podía hacer con un poco más de esfuerzo. Ésa era una de las razones por las que algunos de sus colegas desconfiaban de él. Mientras la tónica en la administración era delegar las tareas diarias en segundos o terceros comisionados, de rango inferior, Maya prefería dejarlo todo atado y bien atado él mismo. Siempre había sido así, desde que comenzó a trabajar durante el gobierno de Neb-Maat-Ra Amenofis
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, el abuelo de Tutankhamón. Y aunque estrictamente la supervisión del trabajo de la tumba no era su responsabilidad, prefería vigilar de cerca las tareas.

Maya hizo una señal a los funcionarios que le acompañaban para que le esperaran a cierta distancia.

—Buenos días, Amenemhat —saludó el tesorero.

El capataz dio un respingo.

—Buenos días, Maya —respondió haciendo una ligera inclinación con la cabeza—. No esperaba verte tan pronto por aquí.

—Me gustaría ver cómo van las obras de la morada de eternidad.

—Será un honor para mí mostrártelas.

Los dos funcionarios se encaminaron hacia el entoldado colocado en el centro del valle. No lejos de allí, pequeñas nubes de polvo blanco emergían de un enorme agujero abierto en la roca viva del suelo. A medida que se acercaban, los obreros detenían sus tareas y saludaban con respeto al tesorero.

La mesa de Amenemhat estaba repleta de papiros y documentos con los dibujos del interior de la tumba. Al igual que las tumbas construidas para sus antecesores en esa misma necrópolis, la de Tutankhamón contaría con una sucesión de pasillos, unidos por puertas, que desembocarían en el conjunto de cámaras y habitaciones que formaban la tumba propiamente dicha. El capataz mostró los planos a Maya y le indicó los lugares en los que estaban trabajando en esos momentos.

—Amenemhat, sabes que yo no soy hombre de dibujos ni planos —dijo el tesorero esbozando una sonrisa—. Será mejor que me muestres todo eso sobre el terreno.

Ambos hombres salieron del entoldado y se dirigieron hacia la entrada de la tumba. Dentro del agujero podían verse perfectamente los escalones marcados en el perfil de la roca. Maya contó dieciséis peldaños que llevaban al interior de la gruta, todavía abrupta y escabrosa, que se introducía en el corazón del valle. En medio del pasillo un grupo de obreros trabajaban subidos a un pequeño andamiaje de madera. En la pare superior los picapedreros, con mazos de madera y cinceles de cobre endurecido, desconchaban la caliza blanda. Su pericia era grande: con sólo un par de golpes certeros hacían saltar lascas uniformes de piedra caliza. Mientras, abajo, otros obreros recogían con las manos los escombros que saltaban de la pared, los depositaban en cestos y una pequeña cadena humana los sacaba al exterior. En el depósito donde se almacenaban los escombros, un obrero separaba el material que podía aprovecharse. Las lascas más planas y uniformes serían utilizadas por los escribas como superficie sobre la que escribir o dibujar.

En medio del barullo de la obra, de pronto Maya tomó del hombro a su compañero y lo guió hasta donde nadie pudiera oír su conversación.

—El faraón, Vida, Salud y Prosperidad, quiere vernos. Ha venido desde Men-nefer. Su deseo es estar cerca de las obras de su morada de millones de años. Mañana nos reuniremos con él en su palacio de Uaset. Quería decírtelo yo mismo.

Al capataz le sorprendió la noticia, así como que el propio tesorero se hubiera tomado la molestia de ir a la necrópolis real para transmitirle directamente el mensaje.

—¿Sucede algo? —preguntó Amenemhat con preocupación—. Es extraño que realice un viaje tan largo sólo para controlar el avance de las obras cuando cuenta con hombres como tú…

—Lo único que sé es que quiere comprobar cómo van las obras de su morada eterna. Si en ello hay algo extraordinario, no se me ha comunicado. Quizá haya algo más, o quizá sea simple rutina.

—La rutina no requiere medidas excepcionales —replicó el capataz—. En ese caso, podría haber mandado a cualquier mensajero para darme el aviso.

—Tienes razón, Amenemhat, pero en ocasiones el faraón es muy escrupuloso en sus decisiones y quiere que todo se haga como él desea.

El capataz pensó que tenía a quién parecerse. Se dijo que la forma de trabajar de Maya había hecho mella en el joven y moldeable faraón hasta hacerle imitar los métodos del tesorero.

—Quizá esté considerando la idea de excavar una nueva tumba en el cementerio —señaló Maya resaltando las últimas palabras—. Tal vez desee hacer una nueva tumba y quiera pedirte que acometas las obras. ¿Podrías hacerlo?

—Existen varias tumbas inacabadas en el valle. Si no fuera para él, si fuera para el enterramiento de algún miembro de la familia, podría reutilizarse alguno de los viejos pozos acabados en una habitación para…

—Imagino que querrá algo más sofisticado —lo cortó Maya mientras le miraba fijamente a los ojos—. Quizá haya pensado en una morada de eternidad parecida a la suya, con pasillos, cámaras con pilares y un despliegue de paredes donde proyectar letanías e invocaciones para la eternidad.

—¿Otra morada? ¿Para él? ¿Para quién si no? ¿Hay algún miembro de la familia que está tan enfermo que se intuya que puede cruzar la puerta hacia el Amenti? —preguntó, intrigado, Amenemhat.

Maya se limitó a encogerse de hombros.

—Ahora mismo sé lo mismo que tú. Desconozco qué pasa por la cabeza del joven soberano. Mañana veremos las cosas más claras.

El rostro de Amenemhat mostró su preocupación. No eran buenos tiempos para Kemet. El país parecía haber recuperado la normalidad; Atón y la época del Faraón Hereje habían quedado casi en el olvido, él mismo se había encargado de eso al aniquilar el propio legado de ese momento oscuro; sin embargo, Tutankhamón parecía un rey débil. El pueblo creía que era una simple marioneta en manos del todopoderoso clero de Amón, el cual hacía y deshacía a su antojo; se decía que los sacerdotes manipulaban los designios del joven rey con el único objetivo de recuperar el poder y la gloria que poseían antes de la llegada del hereje. Mientras, pocos se preocupaban por el propio faraón. Su salud no era la mejor; sabían que su final estaba cerca, podría durar días, llegar quizá a la siguiente estación…, tiempo suficiente para que la clase sacerdotal encontrara un sucesor que satisficiera aún más los anhelos del clero de consolidar su poder en las Dos Tierras.

Era natural que Maya y Amenemhat estuvieran preocupados por el futuro del rey y, especialmente, por las decisiones que pudiera tomar. Para compensar algunas de ellas, los asesores no dudaban en consentir cualquier capricho del joven soberano.

—Hoy ha ido de nuevo a cazar en su carro de guerra —informó Maya.

—¡Pero si apenas se mantiene en pie sin su bastón! —protestó el capataz exagerando la debilidad física del monarca—. ¡Es una insensatez!

—Al norte del país, en la capital, mandó construir una villa destinada a servir de lugar de descanso durante sus cacerías en el desierto. Se encuentra cerca de las pirámides, detrás de la Imagen Viviente
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. Siempre le han fascinado las cacerías en el desierto, los carros y los caballos. Aunque ahora está más limitado físicamente, no resulta fácil hacerle ver lo poco recomendable que es para su salud ese tipo de ocio. Parece que Maat aún no se ha instaurado completamente… O al menos eso es lo que el faraón quiere hacernos creer. —La expresión de Maya mostró cierta vacilación.

—No entiendo adonde quieres llegar —señaló Amenemhat.

—Mañana saldremos de dudas. Creo conocer bien a Tutankhamón, Vida, Salud y Prosperidad. No sé qué nos va a decir al respecto de esa tumba, pero creo tener algunas pistas sobre sus intenciones, y desde luego no son las propias de una persona fluctuante o que se limita a aceptar los consejos de sus asesores.

—Sigo tus palabras: mañana, en palacio, saldremos de dudas.

—No te quepa duda. El faraón no es tan niño ni tan maleable. Eso mismo se decía de Akhenatón y al final logró lo que se había propuesto. Solamente la traición de uno de sus allegados consiguió sacarlo del trono de las Dos Tierras. Pero Tutankhamón, Vida, Salud y Prosperidad, ha aprendido de los errores de su padre. —Maya hizo una pausa. Colocó una mano sobre el hombro del capataz y, antes de marcharse, añadió con una sonrisa—: Mañana nos veremos en palacio. Nuestro joven rey sabe perfectamente lo que quiere y, sobre todo, cómo conseguirlo.

Capítulo 4

La algarabía que reinaba en El Cairo era lo más antagónico a la serenidad de la tranquila Luxor. Carter había vivido allí muchos años, la conocía bien. Detestaba el exagerado bullicio, el ruido de los coches de caballos y el terrible caos y suciedad que rezumaba la metrópoli. Como todas las grandes capitales, El Cairo albergaba lo mejor y lo peor de Egipto.

Por suerte, el tiempo acompañaba: la temperatura era muy agradable y ayudaba a contrarrestar la gran humedad inherente al paso del Nilo por la ciudad. Carter debía encontrarse en el Museo Egipcio, situado en el centro, con monsieur Pierre Lacau, director del Servicio de Antigüedades. Aprovecharía el viaje para comprar el material que iban a necesitar en las primeras semanas de excavación. La lista no era muy extensa, pero algunas cosas, y en especial los productos químicos que se emplearían en la restauración de muebles, telas y figuras, sólo podían conseguirse en El Cairo.

Como de costumbre, en la estación ferroviaria de Gizeh lo esperaba uno de sus hombres de confianza, Mohamed, primo de su fiel Ahmed. Siempre que viajaba a El Cairo para resolver cualquier asunto burocrático, Mohamed se reunía con él para acompañarlo.

—Sabaj el-jeir, mudir —saludó.

—Sabaj el-fol, Mohamed —contestó Carter de forma cordial.

Tras una reverencia, el egipcio tomó la maleta del arqueólogo y ambos se dirigieron hacia el exterior de la estación, donde los estaba esperando un coche de caballos.

A pesar de que no habían pasado ni tres semanas desde la última vez que estuvo en El Cairo, Carter tenía la sensación de que todo evolucionaba a gran velocidad. Los cambios políticos, el apremiante final del colonialismo británico y, sobre todo, el orgullo nacionalista egipcio, que cada día tenía más protagonismo en la vida diaria, aceleraban la transformación.

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