En su calidad de representante del faraón en los rituales sagrados que se llevaban a cabo en el templo de Amón, Ramose lucía una ropa imponente. Además del tradicional vestido de lino propio de los sacerdotes, alrededor de uno de sus hombros, y prendida en la parte frontal por un delicado broche de oro, colgaba una piel de leopardo, que le daba un porte regio y salvaje al mismo tiempo. Su cabeza, rasurada y cubierta de ricos afeites, brillaba bajo los rayos del sol.
Ramose era un hombre grueso, como muchos de los sacerdotes que tenían cargos importantes. Sus manos, de dedos gordezuelos, portaban varios anillos de oro, el metal del que estaba hecha la piel de los dioses. Sobre su pecho colgaba un enorme pectoral también de oro y decorado con piedras de colores y pasta vitrea que formaban su nombre en jeroglífico: la mejor manera de asegurar a diario su propia existencia por medio de la magia.
Amenhotep envidiaba todos aquellos complementos. Su único anhelo era medrar a toda costa, ascender paulatinamente en el escalafón sacerdotal. Si todo salía bien, en un futuro no muy lejano él también alcanzaría el cargo de gran sacerdote de Amón, el primer profeta del dios de Uaset.
Cuando los dos sacerdotes se encontraron, apenas cruzaron una mirada de complicidad.
—Los guardas me han indicado que tienen a nuestro hombre en el lugar señalado —dijo Amenhotep cruzando las manos con exagerada reverencia.
Ramose hizo un gesto a los porteadores de la silla para que se acercaran. El gran sacerdote de Amón miró alrededor para tener la seguridad de que estaban solos.
—No te preocupes —le tranquilizó Amenhotep—. He tomado las medidas necesarias para cerciorarme de que no habría nadie en la zona. Es la hora de los rituales diarios de la diosa Mut; la gente está en el santuario.
Varias estatuas sedentes de Sekhmet parecían observarlos con una mirada amenazante. Ramose se percató de ello pero no quiso darle mayor importancia. Las cosas se habían hecho tal y como deseaban y había que obrar en consecuencia. El gran sacerdote de Amón se adentró en el primer patio del templo. Amenhotep lo siguió. En el jardín había varios siervos atendiendo las labores domésticas. Su presencia allí era normal, como también lo era la de los dos sacerdotes. Ambos dirigieron sus pasos hacia el edificio que se elevaba en el extremo sur del patio, en cuya puerta se encontraba un funcionario. Al verlos, se retiró de inmediato para que pudieran pasar. Ramose hizo una señal a los que le acompañaban para que esperaran allí y los hombres obedecieron. Dentro, la temperatura era mucho más fresca. Los muros, de ladrillos de adobe, aislaban el interior de los rigores del sol que comenzaba a arder en el exterior.
—Arriba nos espera el hombre al que encargamos que destruyera la tumba del Faraón Hereje —susurró Amenhotep—. Él podrá explicarnos con detalle qué sucedió.
—Espero que tenga buenas razones —señaló el gran sacerdote de Amón—. Las circunstancias son muy peligrosas y apenas nos queda tiempo para maniobrar.
—Tal vez podríamos volver a intentarlo. No está todo perdido; nuestro hombre podría volver a encargarse de ello.
—¿Todavía te inspira confianza? —preguntó el sumo sacerdote.
—Sí. Aunque la confianza no es una virtud común entre los hombres abyectos. En cualquier caso, no podemos arriesgarnos a confiar en otro.
Los dos sacerdotes continuaron caminando en silencio por un estrecho pasillo en penumbra. Los rayos del sol que se filtraban por la parte superior de la galería aportaban la luz imprescindible para poder avanzar. Al final del pasillo había varias puertas a ambos lados. Detrás de una de ellas, una escalera subía al primer piso, donde la luz era mayor.
Entraron en una pequeña sala donde un hombre estaba sentado en un banco corrido pegado a la pared; el banco era de adobe y estaba cubierto por una estera deshilachada. Junto a la pared contigua había un banco parecido. Y nada más. Ni muebles, ni decoración sobre las paredes. Una pequeña ventana, tosca y más o menos cuadrada, dejaba entrar la luz. Se hallaba a una altura suficiente como para que si alguien observaba desde el edificio colindante, no viera quién había en esa habitación. Y eso era precisamente lo que buscaban Ramose y Amenhotep al encontrarse con el hombre al que habían ordenado una misión que debía permanecer en el más absoluto secreto.
Al ver entrar a los sacerdotes, el hombre se levantó. Nakht, que así se llamaba, vestía un humilde sucio y viejo faldellín. Iba descalzo y no se había afeitado la cabeza en las últimas semanas. Al ver a Amenhotep acompañado del gran sacerdote de Amón, se sorprendió pero no se asustó. Era la primera vez que se enfrentaba a él, la piel de leopardo de Ramose no le intimidó. Por un momento, el fracaso de la misión que le habían encomendado le hizo temer lo peor, pero Nakht era un hombre valiente, un intrépido alfarero que no temía a la muerte. Afrontaría el giro que habían dado los acontecimientos.
—Nakht —dijo Amenhotep—, por lo visto seguiste nuestros preceptos sólo hasta cierto punto.
El hombre levantó la cabeza.
—Alguien avisó a otros guardas de la necrópolis, de lo contrario la misión habría sido un éxito. Nos descubrieron casi al final de la operación, cuando mis hombres estaban recogiendo las bolsas con el botín y se disponían a salir de aquella maldita tumba.
—¿Y quién dio el aviso de vuestra presencia? —preguntó Ramose con voz grave.
Nakht no tenía respuesta para esa pregunta.
—Lo desconozco. Yo estaba esperándolos fuera, vigilando si alguien venía, pero llegaron muy rápido. Apenas me dio tiempo a darles un grito desde la entrada. Creo que ni me oyeron. Poco después supe que los atraparon dentro de la cámara funeraria. De haberme oído, habrían subido corriendo.
—Los guardas de la necrópolis dijeron que alguno de tus hombres intentó en vano esconderse entre los muebles que había en otra de las habitaciones —apuntó Amenhotep.
—Desconocía ese detalle —se defendió el alfarero ante lo que intuía una acusación.
—Al parecer, los policías sabían que erais seis, tal como te habíamos ordenado —dijo Ramose con tono desconfiado—. Encontraron a cinco y continuaron buscando en el interior de la tumba hasta que desistieron.
—La tumba es pequeña —señaló Nakht— y apenas cuenta con unas pocas galerías. Una vez que destrozaron las paredes y que el suelo quedó cubierto por los escombros de las imágenes de los herejes, no era sencillo correr descalzo allí dentro. Alguno de mis hombres me manifestó sus temores antes de entrar. Tenían miedo de que algún tipo de sortilegio pudiera hacer efecto.
—¿Y por qué confiaste en ellos si te expresaron sus dudas? —preguntó el gran sacerdote de Amón.
—Sus vacilaciones desaparecieron como las aguas después de la inundación cuando les hablé del oro con el que les iba a pagar. El metal de los dioses es capaz de embravecer al más cobarde.
Ramose y Amenhotep se miraron. No sabían si creerlo. Durante unos segundos pensaron que el propio Nakht había traicionado a sus compañeros para quedarse con la recompensa sólo para él. Ambos sentían un rechazo visceral por esa clase de hombres.
Tiempo atrás, Nakht había estado encerrado en una de las más terribles prisiones que el faraón tenía junto a las canteras de piedra del desierto oriental. El alfarero había llegado hasta allí acusado de robar y asesinar a un comerciante; su pena no fue mayor porque el propio comerciante era un indeseable. Una vez en la cantera, intimó con uno de los oficiales, a quien conocía por haberse criado en el mismo barrio que él, en Uaset. Él fue quien intercedió a su favor ante el visir para que, de forma extraordinaria, se le liberara y pasara a formar parte de una extraña élite de bandoleros que trabajaban para los personajes más pudientes del país; mercenarios buscando fortuna en los límites de la justicia.
El secretismo del encuentro no se explicaba únicamente por la operación que le habían encomendado. Los dos sacerdotes querían evitar a toda costa que los vieran hablando con un simple alfarero y ex presidiario, vestido con ropa sucia, descalzo y con aspecto desaseado. Veían en él un reflejo vivido de un antiguo texto sapiencial que describía el oficio de Nakht como el de aquellos que «ya están bajo tierra, aunque aún se encuentren entre los vivos. Escarban en el lodo más que los cerdos, para cocer sus cacharros. Sus vestidos están tiesos de barro, su cinturón está hecho jirones. El aire que entra en su nariz sale derecho del horno. Fabrica con sus pies un peso con el que él mismo es triturado. Cava el patio de todas las casas y vaga por los lugares públicos». Y así era realmente el alfarero que tenían frente a ellos. Sin embargo, ese hombre sucio era lo suficientemente valiente para afrontar los riesgos para los que lo habían comprado.
—Espero que no os hayáis olvidado de mi dinero —dijo el ex presidiario.
—¿Cómo te permites semejante insolencia? —repuso Amenhotep—. Sabes que tu vida está en nuestras manos y…
—Y vuestro secreto en las mías… —le cortó el hombre con arrogancia.
Ramose tendió la mano al sacerdote para que le entregara lo pactado. Quería acabar con aquello cuanto antes.
Amenhotep le lanzó con desprecio una bolsa llena de oro. Nakht la atrapó al vuelo y a continuación la abrió; no se molestó en ocultar la desconfianza que le merecían los dos sacerdotes. Dentro había un pectoral de una calidad extraordinaria: las piezas de pasta vitrea, el lapislázuli, un pequeño broche de hierro —metal usado solamente en ese tipo de elementos—, y la plata de algunas de las incrustaciones lo convertían en una obra magnífica por la que podría sacar un buen precio en el mercado. La cadena era de un grosor nada despreciable, y el brillo del metal revelaba que procedía de los mejores talleres del templo. Después de comprobar que el oro era bueno y que la cantidad era la pactada, Nakht sonrió.
—¿Podrías volver a intentar lo mismo? —preguntó entonces el gran sacerdote de Amón—. Se te pagará el doble.
Nakht no esperaba aquel ofrecimiento.
—Pensé que no habíais quedado satisfechos con mi trabajo… —dijo el alfarero.
—Se te ha pagado lo pactado, eso indica que, de alguna forma, estamos satisfechos —respondió Ramose.
—La oferta es tentadora.
—No necesitas pensarlo mucho —intervino Amenhotep en el intento de convencerlo—. Es una suma considerable. Si no lo haces tú, otro se llevará el dinero.
Nakht dejó la bolsa a un lado del banco y se apoyó en la pared con abandono.
—Quizá eso ya no sea posible —respondió al fin.
—Entonces lo hará otro en tu lugar —replicó Amenhotep, exasperado.
—Creo que eso tampoco será posible.
—El gran sacerdote de Amón es poderoso. Nada puede interponerse a su voluntad cuando…
—Nada excepto el poder del faraón —le cortó Nakht.
Los dos sacerdotes se miraron en silencio.
—No te entiendo, Nakht, explícate —exigió Amenhotep.
—He oído que la tumba del Faraón Hereje está vacía. Me lo han dicho los propios guardas de la necrópolis. Al parecer, el joven rey la visitó hace unos días, descubrió lo que había sucedido y mandó retirar los objetos que había dentro.
El gran sacerdote de Amón no esperaba aquella noticia. Observó a Amenhotep con mirada inquisitiva. Éste se encogió de hombros; no sabía qué decir. Si lo que acababa de contar el alfarero era cierto, los acontecimientos se pondrían en su contra más tarde o más temprano.
—Por lo tanto —continuó el ex presidiario—, como no me digáis dónde he de buscar, creo que ni por cuatro veces esta cantidad podré realizar esa misión. Ni yo, ni nadie.
—De acuedo… —Amenhotep intentaba encontrar una solución a aquella conversación—. Tendrás noticias nuestras. Recuerda que no debes hablar de este encuentro con nadie. Desconfía de todos y no aceptes más órdenes que las mías.
Dando la charla por acabada, Nakht inclinó ligeramente la cabeza y abandonó la habitación.
El sonido de sus pies descalzos se perdió al final del pasillo y el silencio volvió a reinar en aquella parte del templo de Mut. Allí dentro ahora hacía más calor; Amenhotep no sabía si se debía al paso de las horas o a la tensión vivida en los últimos instantes. El sacerdote permaneció quieto en el centro de la sala, iluminado por la luz que entraba por la ventana, mientras el gran sacerdote de Amón caminaba despacio a su alrededor.
—La situación ha cambiado por completo. Desde luego, no esperaba semejante contratiempo… —dijo Ramose después de unos momentos de reflexión.
Amenhotep lo observaba atentamente. Temía que su superior tomara una decisión errónea. La situación presentaba inesperados elementos que la hacían más complicada e insegura. Un desliz podría mandarlo todo al traste. Tutankhamón buscaba con ansia elementos a los que aferrarse para atacar al clero del dios de Uaset. Hasta el momento, los argumentos que había encontrado no eran lo suficientemente graves ni claros para poder acusarlos de estar interponiéndose en la política del Estado. Sin embargo, el joven rey era consciente del odio hacia su familia y de los peligros que conllevaba ese odio.
—Lo mejor será actuar con anticipación —resolvió el gran sacerdote de Amón.
—Podemos intentar saber qué ha pasado con los objetos extraídos de la tumba… Sobornaremos a los guardas de la necrópolis para que nos digan cuándo fueron retirados.
—Eso no nos dirá dónde están —protestó Ramose.
—Pero nos ayudará a seguir el hilo de los acontecimientos. Una pista nos llevará a otra y, finalmente, lograremos alcanzar nuestra meta.
—Eres muy perspicaz, mi querido Amenhotep —alabó el superior para regocijo del sacerdote—. Es de suponer que el enterramiento del Faraón Hereje se halla ahora en algún lugar de esta ciudad. Quizá cerca de palacio. Pero la primera pregunta que debemos hacernos es por qué lo ha traído hasta aquí.
Amenhotep miró al gran sacerdote de Amón como si supiera la respuesta.
—He oído que desde hace unos días los obreros de la Grande y Majestuosa Necrópolis de Millones de Años de los Faraones, Vida, Salud y Prosperidad, en el occidente de Uaset, han ralentizado los trabajos en la tumba del rey y han comenzado a excavar una nueva tumba.
—Maya es el encargado de las obras que se hacen en la orilla oeste. Es un hombre fiel al faraón, tanto como lo fue a su maldito padre. No podremos sacar información por ese lado. No comparte nuestra causa y ve con cierta ojeriza al clero de Amón.
—Pero no será necesario preguntarle a él —le tranquilizó Amenhotep—. Basta con seguir los pasos de los obreros, escudriñar sus comentarios y sacar las conclusiones necesarias.