Con un gesto de la mano, el capataz le invitó a descender los peldaños excavados en la blanca roca; dieciséis, exactamente los mismos que había en la tumba de Tutankhamón. Sin embargo, al final de la escalera no había un pasillo. Como en las tumbas de los altos funcionarios que había en el otro extremo del valle, tras apenas un paso de distancia se accedía a una primera sala. El repicar de los mazos cesó de golpe cuando ambos entraron. Los cuatro canteros dejaron al instante sus herramientas en el suelo, colocaron las manos sobre los muslos y saludaron a los recién llegados con una genuflexión. Sólo se incorporaron cuando Amenemhat les ordenó que retomaran el trabajo.
—En pocos días los avances han sido grandes —dijo Amenemhat ocultando su voz bajo el sonido de los cinceles.
—No es una tumba convencional…, se parece a las de los funcionarios de Uaset.
—En efecto. El faraón, Vida, Salud y Prosperidad, así lo ha exigido. El diseño es idéntico a las que podemos ver en la ciudad.. . —Aunque el ruido de los mazos sobre los cinceles de cobre era ensordecedor, el capataz prefirió ser cauto y evitó mencionar el nombre de Akhetatón.
La primera sala era amplia y anunciaba gran altura a tenor de la profundidad alcanzada con la escalera en el interior del suelo. Los obreros habían empezado a vaciar la roca. En el centro de la habitación habían labrado cuatro pares de columnas con capitel papiriforme aprovechando la propia piedra de la montaña. Los trabajadores estaban organizados en dos espacios: a nivel del suelo los picapedreros rebajaban la pared y la alisaban, y sentados en un tablón, en lo alto de los andamios de madera que había junto a los muros, otros obreros picaban las zonas altas con cuidado de que las piedras no cayeran sobre los que trabajaban abajo.
De pronto el grito de uno de los obreros los hizo girarse. En una de las esquinas un joven se llevaba las manos al rostro cubierto de sangre: una esquina de su propio cincel se le había clavado debajo del ojo. La sangre manó de forma abundante hasta que un compañero puso un trapo de lino sobre la brecha para intentar cortar la hemorragia. El muchacho se levantó y buscó con la mirada el consentimiento de Amenenhat para ir a limpiar la herida en las casas ubicadas junto a la necrópolis. El capataz asintió en señal de conformidad. Aquello era normal, ninguno de los dos funcionarios manifestó la más mínima preocupación.
Maya imaginó por un momento la inmensidad del proyecto. Estaba claro que Amenemhat había apostado duro por satisfacer los deseos del soberano. La tumba, una vez acabada, sería una morada para la eternidad digna del mejor de los reyes que había tenido Kemet desde el origen de los tiempos; un lugar para la vida eterna que complacería a las divinidades.
—El resultado será de total agrado del faraón, Vida, Salud y Prosperidad —dijo Maya asintiendo satisfecho.
—Nadie sospecha nada; los cambios en el diseño de las tumbas reales no son raros, sólo habrá que extremar las precauciones cuando llegue el momento de…
—De colocar las palabras de los dioses —le atajó Maya—. Los textos sagrados.
—En efecto. De ese modo salvaguardaremos su contenido mágico. No habrá nada vinculado al clero de Amón.
—Grabaremos textos recuperados de las bibliotecas de Akhetatón; los pocos que han conseguido sobrevivir al asalto. Curiosamente se han copiado de manera íntegra de la tumba que Ay, el consejero real, se estaba excavando en la necrópolis de Akhetatón, una morada de millones de años similar a ésta.
—¿No fue destruida tras la subida al trono de Tutankhamón? —preguntó, sorprendido, el capataz.
—No. La tumba quedó inacabada, como todas las que se comenzaron allí; quizá por eso se salvó de la destrucción.
Los dos funcionarios contemplaron la cámara. A ese ritmo, en pocas jornadas se habría completado el vaciado y sería el momento de perfilar los contornos de las columnas, alisar las paredes, eliminar las irregularidades, y dejar la superficie lista para recibir una capa de yeso sobre la que se dibujarían los bocetos de las pinturas.
De pronto, la sombra de uno de los operarios en la escalera llamó su atención. Era uno de los hombres de confianza del capataz. Al verlo, Amenemhat subió hasta él de manera precipitada. Sabía que algo sucedía, de lo contrario nadie se acercaría a aquella zona.
Desde abajo, Maya sólo alcanzó a ver que el hombre decía algo al oído del capataz y luego se iba. Amenemhat hizo una señal al jefe del Tesoro para que subiera.
—Tenemos una visita inesperada —dijo con tono de preocupación.
Maya no preguntó quién era. Sólo había una persona capaz de presentarse en aquel lugar sin previo aviso; alguien que tenía la potestad de acceder a los lugares controlados por la seguridad del propio faraón sin necesidad de dar explicaciones.
Al poco de descender por un lado de la colina, los dos funcionarios atisbaron una pequeña comitiva en el centro de la necrópolis. Alguien había descendido de una silla transportada por porteadores. Su vestido blanco y los ropajes de las personas que lo acompañaban indicaban el origen y el cargo del recién llegado. Frente a la silla estaba Amenhotep, el sacerdote de Amón. Maya y Amenemhat se dirigieron hacia él sin mucho entusiasmo, como el pastor que protege a su rebaño.
—¿A qué debemos esta visita tan inesperada? —preguntó el tesorero pasando por alto cualquier tipo de saludo protocolario.
—Buenos días —dijo el sacerdote de Amón mientras entrelazaba las manos e inclinaba levemente la cabeza, rasurada y brillante—. Mi presencia aquí no es más que una visita de cortesía.
—Una visita inoportuna —atajó el tesorero, dejando bien claro que el sacerdote no era bienvenido.
—No te enojes, Maya —dijo Amenhotep sin perder la sonrisa—. Sólo quiero ver cómo van los trabajos en la tumba del faraón, Vida, Salud y Prosperidad. Desde la última vez que visitamos el valle, imagino que las obras habrán avanzado de tal manera que en breve podremos considerar qué imágenes sagradas irán en las paredes para garantizar la eternidad del dios viviente. Quizá agradeceríais contar con algunos artesanos de nuestros talleres para realizar el trabajo de dibujo y grabado de las palabras de los dioses. Es un generoso ofrecimiento, tenedlo en cuenta.
—El dios viviente, Vida, Salud y Prosperidad, tiene garantizada la vida eterna, no necesita ningún añadido que falsee sus valores. Es quien es. No precisa hacerse acompañar por un séquito que le halague continuamente, ni requiere de disfraz alguno para realzar su poder.
La sonrisa se borró de golpe del rostro del sacerdote. Amenemhat permanecía impasible junto a Maya, testigo de la escena.
—Repito que sólo he venido para observar cómo avanzan las obras.
—Ése es mi trabajo —le cortó de nuevo el tesorero—. Soy el encargado de supervisar las tareas que se llevan a cabo en la Grande y Majestuosa Necrópolis de Millones de Años de los Faraones, Vida, Salud y Prosperidad, en el occidente de Uaset. Y no creo haber comentado, entre las personas que están a mi cargo en palacio, que me sienta desbordado por el trabajo en la orilla oeste o que esté sobrepasado por otras circunstancias.
Maya dirigió la mirada a Amenemhat transmitiéndole la pregunta. El capataz se limitó a negar con la cabeza.
—En cualquier caso, te concedo el permiso para visitar la morada de millones de años de nuestro faraón, Vida, Salud y Prosperidad.
—No necesito el permiso de nadie para entrar en su morada de eternidad —replicó con rabia el sacerdote de Amón.
—No seas pretencioso —se burló Maya—. Este lugar sagrado no tiene nada que ver con el templo de Ipet-isut. No hay vínculo administrativo ni religioso que te dé permiso para deambular por él. Podría expulsaros a ti y a tu séquito ahora mismo. Si te han dejado llegar hasta aquí, no es por ser quien eres sino por la laxitud de los guardas de la necrópolis. Pero ten por seguro que a partir de ahora las cosas cambiarán. Yo mismo daré las órdenes precisas para que se controle el acceso. Aquella persona, del rango que sea, que no cuente con un permiso especial sellado en mi despacho, no podrá entrar en el valle.
—Cualquiera diría que ocultáis algo…
—Al contrario, será una evidencia más de nuestra eficacia en el trabajo. Y ahora, como prueba de que no ocultamos nada, y como señal de buena voluntad, el propio Amenemhat te mostrará la morada del rey.
—¿Sólo estáis trabajando en esa tumba?
Aquella pregunta fue como un jarro de agua fría para el tesorero y el capataz.
—¿A qué te refieres?
—Creo que hay al menos una cuadrilla más de obreros trabajando en otro lugar del valle.
—Como bien sabes, Amenhotep, en la necrópolis se excavan continuamente nuevas vetas; se busca la mejor piedra y los espacios propicios para albergar una morada. Como puedes ver, además de la que vas a visitar, ahora mismo se están excavando otras para otros fines.
En efecto, frente a la entrada de la morada de millones de años del faraón Tutankhamón había varios grupos de obreros excavando dos nuevos agujeros. Uno de ellos contaba con una escalera, mientras que el segundo no era más que un pozo que daba acceso a una cámara sencilla, de pocas dimensiones.
—¿Se sabe ya qué miembros de la familia real las ocuparán?
—Las circunstancias lo dirán, Amenhotep —respondió el tesorero con voz sosegada—. Algunas acabarán sirviendo de almacenes para los rituales que se desarrollen. Varios de los pozos abiertos por la zona no cuentan con la suficiente calidad para crear una morada; tras la prospección, se han cerrado y taponado. Están localizados, y cuando sea menester serán empleados como almacenes.
Para evitar más comentarios por parte del sacerdote de Amón, Maya le invitó con la mano a que se acercara a la escalera que llevaba a la primera galería de la tumba. El tesorero se quedó en la entrada mientras Amenemhat acompañaba a la inesperada visita.
Maya aguardó bajo el toldo que los operarios habían instalado para el capataz en el centro del valle. Desde allí oía el golpeteo de los cinceles de cobre sobre la piedra y veía a los obreros entrar y salir de la tumba cargados con cestos llenos de caliza blanca. Dentro de la tumba tampoco había mucho que ver, por lo que intuyó que la visita sería breve.
Así fue.
Un rato después vio que Amenhotep y Amenemhat se dirigían ya hacia el toldo.
—No parece que los trabajos hayan avanzado mucho desde que vine a la necrópolis la estación pasada.
—Hacemos cuanto podemos —se defendió Amenemhat.
—Quizá sean necesarios más hombres. Nosotros podríamos aportar artesanos —insistió el sacerdote de Amón—. Son buenos canteros, y con ellos se aceleraría la construcción de la morada.
—Cualquiera que te oiga pensaría que tienes prisa por que la tumba sea utilizada —dijo Maya con la mirada fija en Amenhotep.
—Es sólo un ofrecimiento, no me malinterpretes. Por lo que veo, los recursos son escasos, a no ser que haya más hombres trabajando en otros lugares…
—Ya te he dicho que hay varios focos de excavación, no tenemos a todos los obreros trabajando en la morada de millones de años del faraón, Vida, Salud y Prosperidad.
Amenhotep dio media vuelta y acompañado de los sirvientes que le daban sombra con un parasol, se encaminó a su silla. Allí no había nada más que hacer. No era necesario estirar más la cuerda cuando había peligro de que ésta se rompiera.
Una vez en la silla, el tesorero se acercó a él.
—No temas ni desconfíes de nuestras palabras ni de nuestras intenciones. Son acordes con el gobierno de nuestro faraón, Vida, Salud y Prosperidad.
A un gesto del sacerdote, los porteadores enfilaron el camino que llevaba a la salida del valle hacia el sur de la necrópolis.
—Eso es precisamente lo que nos preocupa, Maya.
Las palabras del Amenhotep se fundieron con el sonido del viento, pero el jefe del Tesoro las oyó y se estremeció.
Sabía que aquella visita no era casual. Desde la caída de Akhenatón, nada de lo que hacían los sacerdotes del templo de Ipet-isut lo era.
Carter, una vez más, no se equivocaba: a partir de entonces ya nada sería lo mismo. Al carácter introspectivo del arqueólogo vino a sumarse la soledad del trabajo.
Durante su estancia en la capital había delegado en sus colaboradores la supervisión de los trabajos en Tutankhamón. Confiaba en ellos, sabía que la excavación estaba bajo control.
Aunque llevaban mucho retraso en las pautas que se habían propuesto al principio de la campaña, Carter regresaba a la rutina que tan tediosa podría resultar para cualquier otra persona pero que a él, a ese solitario hombre del desierto, sumía en la más absoluta tranquilidad y quietud. Tener algo que hacer no sólo le distraía sino que le hacía olvidar otros problemas. Hasta que descubrió que las dificultades también venían por las cosas que hacía.
Sin embargo, no había pasado ni un mes desde su regreso de El Cairo cuando nuevos problemas requirieron su atención. Estaba trabajando en el libro que, junto a Arthur C. Mace, quería publicar en otoño, cuando Ahmed Gerigar llamó a la puerta de su despacho. El sirviente entró con una pequeña bandeja en la que llevaba la correspondencia del día.
Entre las cartas que recibió aquel domingo una llamó su atención: llevaba en el remite el sello del Departamento de Obras Públicas de Egipto. Curioso, dejó las otras cartas en un lado del escritorio y se centró en el grueso sobre amarillo con el sello del departamento ministerial. Lo abrió y extrajo el folio que había en su interior. Era la primera vez que recibía una carta de esa naturaleza, aparentemente solemne, como si alguien quisiera dejarle bien claro el valor del documento y quién lo mandaba. Pero no se amedrentó. A medida que sus ojos discurrían por las pocas líneas que contenía la misiva, sus cejas se arqueaban cada vez más. Cuando acabó de leerla, dejó el papel sobre la mesa, se levantó y se dirigió hacia la ventana.
El sol de la mañana golpeaba con toda su fuerza los cristales del despacho. El egiptólogo dejó vagar la mirada por la cercana montaña de Dra Abu el-Naga, como tantas veces había hecho antes. Era el primer día de la semana, y el bullicio de carros y campesinos yendo y viniendo de los cercanos campos de cultivo no consiguió distraerle de sus pensamientos. Al rato regresó a la mesa, cogió la carta y volvió a leerla, esta vez más despacio.
Pero no, no se había equivocado. La carta del departamento venía firmada por el propio vicesecretario de Estado, quien, en un texto muy breve, le solicitaba que proporcionara al ministerio una lista completa de las personas que iban a participar el año siguiente en los trabajos en la tumba de Tutankhamón —nombres y cargos que desempeñaban en el equipo—, así como el control de las visitas que se realizaran a la tumba. Para ello se le requería que eligiera un día de la semana en que la tumba quedaría abierta al público. De igual modo, se le pedía que fijara una cita en El Cairo, lo más pronto posible, para llegar a un acuerdo sobre la gestión de las noticias por parte de la prensa con el fin de que no sólo The Times pudiera hacerse eco de ellas sino también otros medios y, en especial, los periódicos egipcios. La carta estaba firmada por P. M. Tottenham, vicesecretario de Estado del Departamento de Obras Públicas.