La última concubina (43 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

BOOK: La última concubina
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»Mi Señora estaba en su habitación, con sus damas de honor, cuando se abrió la puerta y unos contratistas entraron para examinar el techo. Había unas tablillas de bambú que se habían estropeado y se estaban cayendo. Nosotras no deberíamos haber estado en la habitación, pero nadie nos había avisado que iban a venir los contratistas. Mi Señora se levantó enseguida, y salimos todas de allí. Pero me fijé en que mi Señora miraba a uno de los carpinteros, y que él la miraba a ella. Fue sólo un instante, nada indecoroso.

Haru cerró los ojos. Estaba muy lejos, transportada a aquel momento. La habitación estaba en silencio. Sachi estaba como hechizada, tratando de no perderse ni una palabra. Taki le apretaba con fuerza una mano.

—¡Qué apuesto era! —dijo Haru con un hilo de voz—. No se parecía en nada a los otros carpinteros. Parecía uno de esos actores de kabuki que todas admirábamos tanto. No nos dejaban ir al teatro, pero algunas damas habían conseguido escabullirse. Había un actor muy famoso al que todas adorábamos, Sojiro Sawamura. Ese hombre era igual que él. Era Daisuké-sama, tu padre.

»Después, las mujeres estuvimos hablando de él. Pero mi Señora no participó en la conversación. Ella no dijo ni una palabra; era demasiado distinguida. Pero a medida que transcurrían los días, empezó a ponerse pálida. No comía nada. Se quedó muy delgada y tenía ojeras, como si hubiera tomado opio o absenta. Yo temía que estuviera consumiéndose. Decían que era una enfermedad de los ricos. Pero entonces empecé a preguntarme si alguien le habría puesto polvos de lagarto asado en la comida. Eso era lo que parecía: tenía la mirada extraviada, como si su alma hubiera abandonado su cuerpo.

»Hasta que un día tu madre me dijo: "Haru, creo que me han hechizado. Es como un hambre espiritual." Un hambre espiritual, eso fue lo que dijo. "No pienso en nada más, día y noche. Nunca me había sentido así. Me he convertido en un fantasma hambriento. Moriré si no... Tengo que volver a ver a ese hombre."

»Todas anhelamos la compañía de los hombres, pero ¿qué podemos hacer sino aguantarnos? Soportar la soledad, la tristeza, vivir sin que nuestros cuerpos cobren jamás vida. Pero a ella nunca le había importado lo que pensaran los demás. Ella siempre conseguía todo lo que quería. Le pedí a un sacerdote que conocíamos que nos ayudara. Averiguamos cómo se llamaba aquel hombre, y el sacerdote le envió un mensaje. Yo sabía que Daisuké-sama acudiría a la cita. Lo sabía por esa única mirada que les había visto cruzar.

»Nos inventamos una historia. Mi Señora dijo que iba al templo Zojoji a rezar ante las tumbas de los antepasados de Su Majestad. ¿Qué otra razón podía haber para que saliera del palacio? Subimos a los palanquines y salimos con un grupo de damas de honor y de sirvientas. Les habíamos revelado nuestra verdadera intención a un par de damas. Al llegar a Zojoji, ellas se quedaron en los palanquines, y nosotras nos escabullimos. El sacerdote que nos había ayudado había tenido aventuras con algunas damas del palacio. Tenía una habitación secreta en su templo donde se encontraba con ellas. Tu padre nos estaba esperando allí.

Sachi se tapó la boca con las manos. Así que de ahí venía ella, eso era. Un hambre espiritual... Conocía ese sentimiento. Esa misma fiebre corría por sus venas. Pero al menos... Al menos ella no había llegado tan lejos como su madre. Ella no había abandonado el deber ni el honor.

—Después no dijo ni una palabra. Pero aquel encuentro no sació su hambre. De hecho, el hambre se hizo más y más feroz; pensé que la consumiría. Visitaba una y otra vez las tumbas de los antepasados del shogun. Su Majestad debía de pensar que mi Señora se había vuelto muy piadosa de repente, sólo que ya no pensaba en ella. Eso era lo peor. Yo le repetía que debía parar. Pero ella no podía parar. No podía dejar de ver a Daisuké.

»Yo me sentaba allí y les servía sake mientras hablaban. Al cabo de poco tiempo, dejó de importar que él fuera atractivo ni que ella fuera hermosa. Tenían que estar juntos, sólo eso.

»Mi Señora volvió a engordar. Estaba lozana, exuberante. Le brillaban los ojos, tenía color en las mejillas, reía y hablaba. Cuando estábamos a solas, no paraba de hablarme de él. Yo temía que las mujeres del palacio notaran cómo había cambiado mi Señora. Pronto empecé a oír murmuraciones y chismes. Las otras concubinas estaban celosas porque ella había sido la favorita del shogun. Tenía muchas enemigas.

»Y entonces supimos que estaba embarazada. Pero Su Majestad llevaba meses sin llamarla. Era evidente que iba a tener que deshacerse del niño, pero... no podía. Estábamos en invierno. Mi Señora se ponía capas y capas de kimonos para ocultar la hinchazón de su vientre. Se quedaba en su habitación, salvo cuando iba al templo a ver a tu padre.

»Tuvo el bebé en el templo. Yo la ayudé. Yo ayudé a traerte al mundo. Todavía te recuerdo. Eras una cosita diminuta y arrugada.

Haru miró a Sachi y compuso una sonrisa maternal. Le acarició suavemente una mejilla, como para tranquilizarla y recordarle que no había desaparecido.

—Al principio tus padres se pusieron muy contentos. Te cogían en brazos, te miraban embelesados; no podían dejar de mirarte ni de mirarse el uno al otro. Pero entonces a mi Señora empezó a entrarle pánico. "Hemos de volver al castillo", decía. "Van a venir a buscarnos y van a matar a mi hija." "Tienes que descansar", le decía yo, pero ella tenía mucho miedo.

»Mi Señora empezó a llorar. No soportaba la idea de abandonarte, aunque sólo fuera por unas horas. Sabía que había ido demasiado lejos, que había cometido un delito imperdonable. Llevaba ese michiyuki que ahora tienes tú. Te envolvió con él y escondió el peine entre sus pliegues. "Toma, pequeña", dijo. "Con esto, algún día podrás encontrarme." Y ha funcionado, ¿no? Parece mentira, pero ha funcionado.

Haru se tapó la cara con las mangas. Se abrazó, se meció hacia delante y hacia atrás, y luego inspiró hondo.

—Entonces... te puso en los brazos de tu padre. Entre los dos la llevamos al palanquín, porque ella no podía caminar. Y... volvimos al castillo.

Una rata enorme correteó en un rincón. Las sombras de la habitación cada vez eran más alargadas, y las velas proyectaban una luz amarilla e intensa. Estaba anocheciendo.

—Cuando llegamos aquí había noticias. El hermano de mi Señora estaba enfermo. Muy enfermo.

Sachi se sobresaltó. El hermano de su madre, Mizuno; quizá el mismo Mizuno que ella había visto cruzar el río. Taki la miró frunciendo el entrecejo, advirtiéndole que no debía decir nada.

—Tenía que partir de inmediato hacia la residencia de su familia en Edo —continuó Haru—. Yo quería acompañarla, pero me pidió que me quedara aquí. "Si no he vuelto mañana", dijo, "dile a Daisuké que no me espere. Lo único que importa es mi hija. Debemos protegerla". Me hizo jurar que guardaría el secreto. "No le cuentes esto a nadie, nunca, salvo a mi hija", dijo. No regresó al día siguiente, ni al próximo. Me escapé del palacio y fui al templo. Daisuké ya se había marchado y te había llevado con él. El sacerdote no sabía adónde había ido.

»Ésa fue la última vez que salí del palacio. Ni siquiera podía llorar, ni contarle a nadie lo que había pasado. Mi vida ya no tenía sentido. Me quedé aquí, haciendo mi trabajo. Me concentré en enseñar a las niñas.

»Y entonces... llegaste tú. No eras más que una cría, pero tenías algo que me recordó a ese bebé. Si esa niña hubiera vivido, pensé, habría tenido la misma edad que tú. Y entonces vi ese peine tuyo. Un peine muy bonito para tratarse de una campesina. Era idéntico al que utilizaba yo para peinar a mi Señora; pasaba horas y horas peinándola. Me dije que algún mercader debía de haberlo dejado en tu aldea, pero aun así me extrañaba. Y ahora... ahora es como si ella hubiera vuelto. Mi querida Señora ha vuelto, está dentro de ti.

Sachi estaba cautivada por la historia de Haru, por su historia. Pero el peine... el peine... Se lo había dado a Shinzaemon, con el que tenía una relación casi tan obsesiva, tan apasionada y peligrosa como la que su madre había tenido con su padre.

De pronto se fijó en la parpadeante luz de las velas y en la oscuridad de fuera. Se sacudió y se puso en pie. Se sentía extrañamente incorpórea, como si no controlara sus extremidades.

—Llevas a tu madre dentro de ti —dijo Haru, y una sonrisa iluminó su rostro.

Por un instante, Sachi no la entendió, pero tenía asuntos más urgentes que atender.

—Vete —dijo Haru—. Vete ya, mi Señora. Vete con él.

IV

Sachi atravesó los jardines del palacio tan aprisa como pudo. Se había echado una capa de chonin por encima del traje de cortesana y se había atado un pañuelo en la cabeza. Las faldas se le adherían a las piernas, y la obligaban a caminar dando pasitos. Estaba acalorada y jadeante, empapada de sudor. Oía su respiración en medio del silencio. Se recordó que las cortesanas tenían que deslizarse lentamente, y no correr como campesinas. Ni siquiera se fijó en el barro que se le adhería a las sandalias y le salpicaba la orilla de las faldas. Lo único que sabía era que tenía que llegar a la Puerta Tsubone antes del anochecer.

Los jardines estaban abandonados y cubiertos de maleza, y caían flores de cerezo como copos de nieve. La nieve se adhería a su ropa y se acumulaba en el suelo, obstruyendo el sendero. Sachi pensó en todos esos jóvenes guerreros condenados a morir en la flor de la vida. Pasó tan rápido como pudo, a ciegas, al lado de los edificios del palacio, los riachuelos, los puentes, los pabellones y las calcinadas ruinas del palacio de las mujeres. Oía los pasos de Taki, que iba detrás de ella. El anciano con que habían hablado el día anterior, a su llegada, había aparecido de la nada. Cuando salió la patrulla a cerrarles el paso, él le ordenó que se apartara y les despejó el camino.

Los soldados invadían los jardines. Las mujeres se habían marchado, pero había mucha presencia masculina, regimientos enteros provistos de rifles que hacían todo lo posible para defender el castillo.

La Puerta Tsubone —la Puerta de las Damas del Shogun, la entrada del palacio de las mujeres— estaba fuertemente protegida. Escoltadas por el anciano, las dos mujeres se colaron entre las patrullas y pasaron deprisa por la portezuela que había al lado del portal exterior. Taki se quedó un momento oculta en las sombras mientras Sachi salía al puente. Sabía que le quedaba muy poco tiempo, porque al anochecer cerrarían esa puerta. No quería ni pensar en lo que podía pasarle si quedaba atrapada fuera del castillo de noche y caía en manos de los soldados sureños.

De pie en el puente, sola, al otro lado de las altísimas murallas del castillo, Sachi se sintió de pronto muy pequeña. Había una gran plaza, y, más allá, diminuto en la distancia, un gran muro que rodeaba el palacio de uno de los daimios. Unas amplias avenidas salían desde allí en todas direcciones. Las aguas del foso reflejaban los últimos rayos del sol poniente. Los murciélagos revoloteaban contra la vasta bóveda celeste.

Sachi empezó a percatarse de su imprudencia. Las calles estaban completamente desiertas, y si aparecía algún ladrón, algún bandido o algún sureño, tendría que volver corriendo hasta el portal. No muy lejos de allí se oían gritos, correr de pasos y disparos. Sachi se estremeció de miedo. Asió el puño de su daga, sin atreverse casi a respirar.

La luna ascendía detrás de los árboles como un inmenso y redondo farol; la imagen del conejo machacando arroz para preparar pastelillos mochi se distinguía claramente en su superficie.

Claro que Shinzaemon no había acudido a la cita. Él era un hombre, un soldado, y no se dejaba llevar por sentimientos estúpidos, y menos aún por algo tan absurdo como la debilidad por una mujer. De cualquier forma, para llegar allí tendría que recorrer esas calles abarrotadas de soldados enemigos. «Debería irme ya —se dijo Sachi con severidad—, y no quedarme aquí como una vulgar meretriz.»

Pero por mucho que se reprendiera a sí misma, no podía evitar sentir un inmenso vacío en su interior. Ahora sabía en qué consistía esa hambre espiritual que había llevado a su madre a la desgracia. Aun así, no le importaba lo imprudente, descabellado o indecoroso que fuera su propósito: esperaría un poco más. Todavía no había oscurecido por completo.

Algo se movió entre los árboles al otro lado del camino. Era un hombre. Bajo la luz de la luna, Sachi vio la cara que tantas veces había imaginado desde que se separaran: la ancha nariz, los carnosos labios, el reluciente cabello, recogido en una cola de caballo. La figura caminó con esa elegancia felina que tan bien conocía, con las dos espadas firmemente sujetas en el cinturón. Sachi permaneció quieta como una estatua, escuchando los fuertes latidos de su corazón, aferrada a la barandilla de madera, lisa, del puente, y sus ojos se encontraron con los de él. La joven intentó no desviar la mirada para no romper el hechizo. Pero no pudo.

Los ojos de él brillaban con intensidad y despreocupación, como si ya nada importara, como si estuviera viendo a la muerte, que le tendía los gélidos brazos. Sachi pensó que se pararía, que hablaría, que diría algo; pero él fue derecho hasta ella.

—Tú —dijo en voz baja.

El sonido de su voz, áspero y tierno, le produjo a Sachi un escalofrío. La abrazó. Ella sintió la firmeza de su cuerpo apretado contra el suyo, aplastándola. Notó su calor, aspiró el olor salado de su sudor.

Shinzaemon hundió la cara en el cabello de Sachi. Entonces le acarició la oreja y la nuca con los labios, con avaricia, como si fuera a comérsela. El tacto de su boca en la piel hizo que se estremeciese. Casi desmayándose, dejó caer su cuerpo contra el de Shinzaemon. No sentía sino un ardiente deseo de fundirse con él.

En algún rincón de su mente sabía que las mujeres decentes no se comportaban así. Quizá las mujeres de las casas de placer sí, pero desde luego no las samuráis, ni las cortesanas. Pero su madre... Sachi tenía que dominarse. No podía repetir el mismo patrón.

—¡Basta! —dijo entre jadeos—. Me voy a... deshonrar.

Shinzaemon inspiró hondo y dio un paso hacia atrás sin apartar la mirada de los ojos de Sachi.

—No tenemos mucho tiempo. He tenido que esquivar a un grupo de soldados sureños que se dirigían al castillo. Tienes que entrar enseguida. Aquí fuera corres peligro.

Shinzaemon compuso esa sonrisa suya de complicidad. Sachi era consciente de que debía de parecer muy diferente con su túnica de monja, aunque era casi de noche y se había echado una capa por encima. Iba vestida igual que la primera vez que Shinzaemon la vio.

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