La velocidad de la oscuridad (18 page)

BOOK: La velocidad de la oscuridad
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—Gracias —digo—. Ahora puedo conducir.

—Sí que puedes —contesta Danny. Sonríe, y es una sonrisa real—. Y tengo una sugerencia: cambia de sitio tu coche esta noche. Por si el vándalo vuelve. Ponlo por allí, al fondo. Le pondré una alarma: si alguien lo toca, la oiré.

—Es una buena idea —digo. Estoy tan cansado que me cuesta mucho trabajo decirlo.

—De nada —dice Danny. Saluda y entra en el edificio.

Subo a mi coche. Huele un poco a rancio, pero el asiento es cómodo. Estoy temblando. Pongo el motor en marcha y luego la música (la música
real
), y salgo marcha atrás despacio, giro el volante y paso los otros coches hasta la plaza que me ha sugerido Danny. Está junto a su coche.

Es difícil dormir aunque (o tal vez porque) estoy tan cansado. Me duelen la espalda y las piernas. Sigo pensando que oigo cosas y me despierto. Pongo mi música, Bach otra vez, y finalmente me quedo dormido con esa suave marea.

La mañana llega demasiado pronto, pero me levanto de un salto y me doy otra ducha. Corro escaleras abajo y no veo mi coche. Siento frío por dentro hasta que recuerdo que no está en su sitio habitual y me acerco hasta un costado del edificio para encontrarlo. Parece bien. Entro para preparar mi desayuno y me encuentro a Danny en la escalera.

—Cambiaré los neumáticos a mediodía —le digo—. Te devolveré tu rueda de repuesto esta tarde.

—No hay prisa. Hoy no voy a conducir.

Me pregunto si lo dice en serio. Era verdad que quería ayudarme. Lo haré de todas formas, porque no me gusta su rueda de repuesto: no encaja porque no es mía.

Cuando llego al trabajo, cinco minutos antes, el señor Crenshaw y el señor Aldrin están de pie en el pasillo, charlando. El señor Crenshaw me mira. Sus ojos son brillantes y duros: no me agrada mirarlos, pero intento mantener el contacto.

—¿Ningún neumático pinchado hoy, Arrendale?

—No, señor Crenshaw.

—¿Encontró la policía a ese vándalo?

—No lo sé.

Quiero ir a mi oficina, pero él está aquí de pie y tendría que apartarlo para pasar. No es educado hacer eso.

—¿Quién es el agente encargado de la investigación? —pregunta el señor Crenshaw.

—No recuerdo su nombre, pero tengo su tarjeta —digo, y saco mi cartera.

El señor Crenshaw encoge los hombros y sacude la cabeza. Los pequeños músculos cerca de sus ojos se han tensado.

—No importa —dice. Se vuelve al señor Aldrin—. Vamos a mi oficina y resolvamos esto.

Se da media vuelta, los hombros un poco encorvados, y el señor Aldrin lo sigue. Ahora puedo entrar en mi oficina.

No sé por qué el señor Crenshaw ha preguntado el nombre del policía pero no ha mirado su tarjeta. Me gustaría pedirle al señor Aldrin que me lo explicara, pero él también se ha marchado. No sé por qué el señor Aldrin, que es normal, sigue de esa forma al señor Crenshaw. ¿Tiene miedo del señor Crenshaw? ¿Tienen las personas normales miedo de otras personas normales? Y si es así, ¿cuál es la ventaja de ser normal? El señor Crenshaw dijo que si seguíamos el tratamiento y nos volvíamos normales, podríamos llevarnos bien más fácilmente con otra gente, pero me pregunto qué entiende él por «llevarnos bien». Tal vez quiere que todo el mundo sea como el señor Aldrin, y lo siga. Nosotros nunca haríamos nuestro trabajo si hiciéramos eso.

Aparto esto de mi mente cuando empiezo de nuevo con mi proyecto.

A mediodía, llevo los neumáticos a otra tienda de neumáticos, cerca del campus, y los dejo allí para que los cambien. Tengo anotado el tamaño y el tipo de neumáticos que quiero y se lo entrego a la encargada. Es más o menos de mi edad, con el pelo corto y oscuro; lleva una camiseta beige con un dibujo bordado en rojo que dice: «Atención al cliente.»

—Gracias —dice. Me sonríe—. No se creería cuánta gente viene aquí sin tener ni idea de qué tamaño de neumático necesita y empieza a agitar las manos.

—Es fácil anotarlo.

—Sí, pero no se les ocurre. ¿Va a esperar o vendrá más tarde?

—Vendré más tarde. ¿Hasta qué hora está abierto?

—Hasta las nueve. O podría venir mañana.

—Vendré antes de las nueve —digo.

Ella pasa mi tarjeta bancaria por la máquina y marca en el pedido: «Pagado por adelantado.»

—Aquí tiene su copia —dice—. No la pierda... aunque alguien tan listo como para anotar el tamaño de los neumáticos probablemente lo será también para no perder el resguardo de su pedido.

Regreso al coche respirando más tranquilo. Es fácil engañar a la gente para que crea que soy como todos los demás en un encuentro como éste. Si a la otra persona le gusta hablar, como a esta mujer, es aún más fácil. Todo lo que tengo que decir son unas cuantas cosas convencionales y sonreír, y ya está.

El señor Crenshaw está en nuestro pasillo cuando vuelvo, tres minutos antes del final de la hora oficial de nuestro almuerzo. Se retuerce cuando me ve. No sé por qué. Se da media vuelta casi de inmediato y se marcha. No me habla. A veces, cuando la gente no habla, está enfadada, pero yo no sé qué le he hecho para que esté enfadado. He llegado tarde dos veces últimamente, pero no por culpa mía ninguna de las dos. No he provocado el accidente de tráfico ni rajado mis propios neumáticos.

Me cuesta ponerme a trabajar.

Estoy en casa a las 7.00, con mis propios neumáticos en las cuatro ruedas y la rueda de repuesto de Danny en el maletero, junto con la mía. Decido aparcar junto al coche de Danny, aunque no sé si está en casa. Será más fácil pasar su rueda de un coche a otro si están cerca.

Llamo a su puerta.

—¿Sí? —Es su voz.

—Soy Lou Arrendale. Tengo tu rueda de repuesto en mi maletero.

Oigo sus pasos acercándose a la puerta.

—Lou, ya te lo dije... no tenías que apresurarte. Pero gracias.

Abre la puerta. Tiene en el suelo la misma alfombra marrón/beige/rojiza que yo, aunque yo cubrí la mía con algo que no me lastimara los ojos. Tiene una gran pantalla de vídeo gris oscuro; los altavoces son azules y no van a juego. Su sofá es marrón con cuadraditos oscuros sobre el marrón; la pauta es regular, pero choca con la alfombra. Una joven está sentada en el sofá; lleva una camisa amarilla, verde y blanca que choca con la alfombra y el sofá. Él la mira.

—Lyn, voy a pasar mi rueda de repuesto del coche de Lou al mío.

—Vale.

Ella no parece interesada; mira la mesa. Me pregunto si es la chica de Danny. No sabía que tuviera chica. Me pregunto, no por primera vez, por qué si tienes una amiga mujer se llama tu chica y no tu mujer.

—Pasa, Lou, mientras voy por mis llaves —dice Danny.

Yo no quiero pasar, pero tampoco quiero parecer poco amistoso. El choque de colores y pautas me cansa los ojos. Entro.

—Lyn, éste es Lou, de arriba —dice Danny—. Le presté mi rueda ayer.

—Hola —dice ella, mirando hacia arriba y luego hacia abajo.

—Hola —contesto yo. Observo a Danny mientras se acerca a una mesa y recoge sus llaves. La mesa está muy ordenada, un clasificador y un teléfono.

Bajamos las escaleras y salimos al aparcamiento. Abro el maletero y Danny saca la rueda de repuesto. Abre su maletero y la mete allí, y luego cierra el maletero. Hace un ruido distinto al mío.

—Gracias por tu ayuda —digo.

—No hay de qué. Me alegro de haberte sido útil. Y gracias por devolverme la rueda tan rápido.

—No hay de qué —digo yo. No me parece bien decir «no hay de qué» cuando él ha hecho más que ayudarme, pero no sé qué otra cosa decir.

Se queda allí de pie, mirándome. No dice nada durante un momento; luego dice:

—Bueno, ya nos veremos.

Y se da media vuelta. Claro que nos veremos: vivimos en el mismo edificio. Creo que eso significa que no quiere volver a entrar conmigo. No sé por qué no dice eso, si es lo que quiere decir. Me vuelvo hacia mi coche y espero hasta que oigo la puerta principal abrirse y cerrarse.

Si sigo el tratamiento, ¿entenderé esto? ¿Es por la mujer de su apartamento? Si Marjory me visitara, ¿no querría yo que Danny me acompañase? No lo sé. A veces parece obvio por qué la gente normal hace cosas y a veces no comprendo nada.

Finalmente, entro y subo a mi apartamento. Pongo música tranquila, los preludios de Chopin. Pongo dos tazas de agua en la ollita y abro un paquete de tallarines y verduras. Mientras el agua hierve, contemplo las burbujas. Veo la pauta del quemador debajo por la localización de las primeras burbujas, pero cuando el agua hierve de verdad, forma varias células de agua que burbujea rápidamente. Sigo pensando que hay algo importante en eso, algo que es más que el hervido, pero no he descubierto cuál es la pauta todavía. Echo los tallarines y las verduras y remuevo, como dicen las instrucciones. Me gusta ver las verduras cocerse en el agua hirviendo.

Y a veces me aburro con el tonto baile de las verduras.

9

Los viernes hago la colada, para tener el fin de semana libre. Tengo dos cestas para la ropa, una para la ropa clara y otra para la oscura. Quito las sábanas de la cama y la funda de la almohada y las pongo en la cesta clara. Las toallas van en la otra cesta. Mi madre tenía dos bolsas de plástico celeste para la ropa; llamaba a una clara y a la otra oscura y eso me molestaba. Yo encontré una cesta de mimbre verde oscuro y la uso para la ropa oscura; mi bolsa para la ropa clara es de mimbre sin teñir, una especie de color miel. Me gusta la pauta trenzada del mimbre, y me gusta la palabra «mimbre».

Tomo la cantidad exacta de dinero de mi caja para el suelto, más otra moneda extra por si acaso una no funciona en la máquina. Antes me enfadaba si una moneda perfectamente redonda no hacía funcionar la máquina. Mi madre me enseñó a llevar una moneda de más. Decía que no es bueno estar enfadado. A veces una moneda funciona en la máquina de refrescos y no funciona en la lavadora o la secadora, y a veces una que no funciona en la máquina de refrescos funcionará en la lavadora. No tiene sentido, pero así es el mundo.

Me meto las monedas en el bolsillo, meto el paquete de detergente en la cesta clara, y pongo la cesta clara encima de la oscura. Lo claro debe ir encima de lo oscuro. Eso lo equilibra.

Veo lo justo por encima de las cestas mientras recorro el pasillo. Fijo en mi cabeza el preludio de Chopin y me encamino a la lavandería. Como de costumbre, los viernes por la noche allí sólo está la señorita Kimberly. Es vieja, con el pelo gris enmarañado, pero no tan vieja como la señorita Watson. Me pregunto si piensa en los tratamientos para prolongar la vida o si es demasiado vieja. La señorita Kimberly lleva pantalones de lana verde claro y un top con flores. Normalmente lo lleva los viernes cuando hace calor. Pienso en lo que lleva en vez de en el olor de la lavandería. Es un olor fuerte y penetrante que no me gusta.

—Buenas noches, Lou —dice ella. Ya ha hecho su colada y está poniendo sus cosas en la secadora de la izquierda. Siempre usa la secadora de la izquierda.

—Buenas noches, señorita Kimberly —respondo. No miro su colada; es de mala educación mirar la colada de una mujer porque puede haber ropa interior. A algunas mujeres no les gusta que los hombres miren su ropa interior. A algunas sí y eso es confuso, pero la señorita Kimberly es vieja y no creo que quiera que vea la ropa rosa de encajitos que hay entre las sábanas y las toallas. Yo no quiero verla, de todas formas.

—¿Has tenido una buena semana? —pregunta. Siempre me lo pregunta. No creo que de verdad le importe si he tenido una buena semana o no.

—Me rajaron los neumáticos —digo.

Ella deja de poner cosas en la secadora y me mira.

—¿Alguien te rajó los neumáticos? ¿Aquí? ¿O en el trabajo?

No sé qué diferencia puede haber.

—Aquí —digo—. Salí el jueves por la mañana y estaban todos pinchados.

Ella parece inquieta.

—¿Aquí mismo en el aparcamiento? ¡Creía que estábamos seguros aquí!

—Fue muy molesto —digo yo—. Llegué tarde al trabajo.

—Pero... ¡vándalos! ¡Aquí!

Su cara adopta una forma que nunca he visto en ella antes. Es algo parecido al miedo y algo parecido al disgusto. Luego parece enfadada y me mira como si yo hubiera hecho algo malo. Aparto la mirada.

—Tendré que mudarme —dice.

Yo no lo comprendo: ¿por qué tiene ella que mudarse porque me rajaron los neumáticos? Nadie podría rajar sus neumáticos porque no tiene neumáticos. No tiene coche.

—¿Viste quién lo hizo? —pregunta. Ha dejado parte de su colada colgando por el borde de la máquina. Es repulsivo y desagradable, como comida colgando del borde del plato.

—No —respondo. Saco las cosas claras de la cesta clara y las meto en la lavadora de la derecha. Añado el detergente, midiendo con cuidado porque es un desperdicio usar demasiado y la ropa no quedará limpia si no uso suficiente. Meto las monedas en la ranura, cierro la puerta, pongo la máquina en lavado caliente, enjuagado frío, ciclo regular, y pulso el botón INICIAR. Dentro de la máquina algo hace
clong
y el agua sisea al salir por las válvulas.

—Es terrible —dice la señorita Kimberly. Mete el resto de su colada en la secadora, los movimientos de sus manos son espasmódicos. Algo rosa y con encajitos cae al suelo; me doy la vuelta y saco la ropa de la cesta oscura. La meto en la lavadora del centro—. No le importa a gente como tú.

—¿Qué no le importa a gente como yo? —pregunto. Ella nunca me había hablado así.

—Eres joven. Y eres un hombre. No tienes que preocuparte.

No comprendo. No soy joven, según el señor Crenshaw. Soy lo bastante mayor para saber lo que me conviene. Soy un hombre, pero no veo por qué esto significa que no importa que hayan rajado mis neumáticos.

—Yo no quería que rajaran mis neumáticos —digo, hablando despacio porque no sé qué hará ella.

—Bueno, por supuesto que no —dice, de sopetón. Normalmente su piel parece pálida y amarillenta con las luces de la lavandería, pero ahora hay parches de color pera brillando en sus mejillas—. Pero no tienes que preocuparte de que te salte nadie encima. Hombres.

Miro a la señorita Kimberly y no puedo imaginarme a nadie saltándole encima. Su pelo es gris y su cuero cabelludo rosa se le clarea en lo alto; su piel está arrugada y tiene manchas marrones en los brazos. Quiero preguntarle si lo dice en serio, pero sé que es una persona seria. No se ríe, ni siquiera de mí cuando se me cae algo.

—Lamento que esté preocupada —digo, rociando de detergente la lavadora llena de cosas oscuras. Meto las monedas en la ranura. La puerta de la secadora se cierra de golpe; me había olvidado de la secadora al intentar entender a la señora Kimberly, y mis manos se estremecen. Una de las monedas no entra en la ranura y cae a la colada. Tendré que sacarlo todo para encontrarla, y el detergente se derramará de la ropa fuera de la máquina. Siento un zumbido en la cabeza.

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