La velocidad de la oscuridad (22 page)

BOOK: La velocidad de la oscuridad
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—Antes de que lleguen los demás, Lou —dice Lucía—, ¿por qué no nos cuentas más de ese señor Crenshaw y sus planes?

Me siento en el sofá, pero aunque ellos han dicho que quieren escuchar es difícil hablar. Miro la alfombra del suelo, con su ancho borde de pautas geométricas azul-y-crema: hay cuatro pautas dentro de un marco de franjas azules lisas. Intento aclarar la historia.

—Hay un tratamiento que ellos... alguien, usó con simios adultos —digo—. No sabía que los simios pudieran ser autistas, pero lo que decían era que los simios autistas se volvían más normales cuando recibían ese tratamiento. Ahora el señor Crenshaw quiere que lo sigamos.

—¿Y vosotros no queréis? —pregunta Tom.

—No comprendo cómo funciona o cómo mejorará las cosas.

—Muy sensato —dice Lucía—. ¿Sabes quién realizó la investigación, Lou?

—No recuerdo el nombre. Lars (un miembro de un grupo internacional de autistas adultos) me envió un correo electrónico al respecto hace varias semanas. Me envió la dirección de la página de la revista y la visité, pero no comprendí gran cosa. No he estudiado neurociencias.

—¿Sigues teniendo esa dirección? —pregunta Lucía—. Puedo buscarla, ver qué averiguo.

—¿Podrías?

—Claro. Y puedo preguntar en el departamento, averiguar si los investigadores son buenos o no.

—Tuvimos una idea —digo.

—¿Quiénes? —pregunta Tom.

—Nosotros... la gente con la que trabajo.

—¿Los otros autistas?

—Sí. —Cierro los ojos brevemente para calmarme—. El señor Aldrin nos invitó a pizza. Bebió cerveza. Dijo que no creía que hubiera suficientes beneficios tratando a personas autistas adultas... porque ahora tratan a los prenatales y los niños y nosotros somos los únicos que serán como nosotros. Al menos en este país. Así que nos preguntamos por qué querrían desarrollar ese tratamiento y qué más podría hacer. Es como un análisis de pautas. Hay una pauta, pero no es la única pauta. Alguien puede pensar que está generando una pauta y en realidad está generando varias, y una de ésas puede ser útil o no, dependiendo de cuál sea el problema.

Miro a Tom y él me está mirando con una expresión extraña. Tiene la boca un poco abierta.

Sacude la cabeza, un gesto rápido.

—¿Entonces... entonces pensáis que puede que tengan algo más en mente, algo de lo que vosotros sois sólo una parte?

—Podría ser —digo, cauteloso.

Él mira a Lucía, y ella asiente.

—Podría ser, desde luego. Probar lo que sea con vosotros podría proporcionarles datos adicionales, y entonces... Déjame pensar...

—Creo que es algo que tiene que ver con el control de atención —digo—. Todos tenemos una manera distinta de percibir los impulsos sensoriales... y de fijar prioridades de atención. —No estoy seguro de que las palabras sean las adecuadas, pero Lucía asiente vigorosamente.

—Control de atención... por supuesto. Si pudieran controlar eso en la estructura cerebral, no químicamente, sería mucho más fácil desarrollar una mano de obra dedicada.

—El espacio —dice Tom.

Me siento confuso, pero Lucía sólo parpadea y luego asiente.

—Sí. La gran limitación en el empleo basado en el espacio es conseguir que la gente se concentre, que no se distraiga. Los impulsos sensoriales no son lo que solían ser, lo que funcionaba en la selección natural.

No sé cómo sabe lo que él piensa. Me gustaría leer las mentes así. Ella me sonríe.

—Lou, creo que tienes algo grande. Dame esa dirección y yo me encargo.

Me siento incómodo.

—No puedo hablar del trabajo fuera del campus —digo.

—No estás hablando del trabajo —dice ella—. Estás hablando de tu
entorno
de trabajo. Eso es diferente.

Me pregunto si el señor Aldrin lo vería de esa forma.

Alguien llama a la puerta y dejamos de hablar. Estoy sudando, aunque no he practicado. Los primeros en llegar son Dave y Susan. Cruzamos la casa, recogemos nuestro equipo y empezamos a hacer estiramientos en el patio.

Marjory es la siguiente en llegar, y me sonríe. De nuevo me siento más ligero que el aire. Recuerdo lo que dice Emmy, pero sigo sin poder creerlo cuando veo a Marjory. Tal vez esta noche le pida que cene conmigo. Don no ha venido. Supongo que todavía está enfadado con Tom y Lucía por no actuar como amigos. Me entristece que ya no sean amigos; espero que no se enfaden conmigo y dejen de ser amigos míos.

Estoy tirando con Dave cuando oigo un ruido en la calle y luego un chirrido de neumáticos acelerando. Lo ignoro y no cambio mi ataque, pero Dave se detiene y lo alcanzo con demasiada fuerza en el pecho.

—Lo siento —digo.

—No importa. Eso ha sonado cerca. ¿Lo has oído?

—He oído algo —digo. Intento recordar los sonidos,
pum-crac-clong-clong-scriii-rrrum
, y me pregunto qué podrá ser. ¿Alguien ha arrojado un plato desde el coche?

—Será mejor que vayamos a ver —dice Dave.

Los demás también se han levantado a mirar. Sigo al grupo hasta el patio delantero. A la luz de la farola de la esquina veo un destello en la acera.

—Es tu coche, Lou —dice Susan—. El parabrisas.

Siento frío.

—Tus neumáticos la semana pasada... ¿qué día fue, Lou?

—El jueves —digo. Mi voz tiembla un poco y suena ronca.

—El jueves. Y ahora esto...

Tom mira a los demás y ellos le devuelven la mirada. Noto que están pensando algo todos, pero no sé qué es. Tom sacude la cabeza.

—Supongo que tendremos que llamar a la policía. Odio tener que suspender la práctica, pero...

—Yo te llevaré a casa, Lou —dice Marjory. Se ha situado detrás de mí; doy un brinco cuando oigo su voz.

Tom llama a la policía porque, dice, ha sido delante de su casa. Me pasa el teléfono al cabo de unos minutos y una voz aburrida me pregunta el nombre, la dirección, el número de teléfono, la matrícula del coche. Oigo ruido de fondo al otro lado y gente hablando en el salón: me cuesta comprender lo que dice la voz. Me alegro de que sean preguntas rutinarias; ésas las puedo deducir.

Luego la voz pregunta otra cosa y las palabras se enredan y no la entiendo.

—Lo siento... —digo.

La voz es más fuerte, las palabras más separadas. Tom hace callar a la gente del salón. Esta vez comprendo.

—¿Tiene idea de quién podría estar haciendo esto? —pregunta la voz.

—No —digo yo—. Pero alguien me rajó los neumáticos la semana pasada.

—¿Sí? —Ahora parece interesada—. ¿Lo denunció?

—Sí.

—¿Recuerda quién era el agente encargado de la investigación?

—Tengo una tarjeta; espere un momento...

Suelto el teléfono y saco mi cartera. La tarjeta sigue allí. Leo el nombre, Malcom Stacy, y el número del caso.

—No está aquí en este momento; pondré el informe sobre su mesa. Esta vez... ¿hay testigos?

—Lo he oído, pero no lo he visto —digo—. Estábamos en el patio trasero.

—Lástima. Bueno, enviaremos a alguien, pero tardará un rato. Quédense allí.

Cuando llega el coche patrulla son casi las diez; todo el mundo está sentado en el salón, cansado de esperar. Me siento culpable, aunque no es culpa mía. Yo no rompí mi propio parabrisas ni le dije a la policía que le dijera a la gente que se quedara. El agente de policía es una mujer llamada Isaka, baja y morena, y muy seca. Creo que piensa que es un motivo insignificante para llamar a la policía.

Mira mi coche y los otros coches de la calle y suspira.

—Bueno, alguien le ha roto el parabrisas, alguien le rajó los neumáticos hace unos días, así que yo diría que tiene un problema, señor Arrendale. Debe de haber jorobado a alguien, y probablemente sabrá a quién, si lo medita. ¿Cómo se lleva con la gente de su trabajo?

—Bien —digo, sin pensarlo en realidad. Tom se agita—. Tengo un jefe nuevo, pero no creo que el señor Crenshaw fuera a romper un parabrisas ni a rajar neumáticos.

No puedo imaginarlo haciendo esas cosas, aunque se enfade.

—¿Sí? —dice ella, tomando nota.

—Se enfadó cuando llegué tarde al trabajo después de que rajaran mis neumáticos. No creo que rompiera el parabrisas. Podría despedirme.

Ella me mira pero no me dice nada más. Ahora mira a Tom.

—¿Celebraban una fiesta?

—Es la noche de práctica de nuestro club de esgrima.

Veo que el cuello de la agente se tensa.

—¿Esgrima? ¿Quiere decir armas?

—Es un deporte —responde Tom. Oigo tensión también en su voz—. Celebramos un torneo la semana pasada; habrá otro dentro de unas semanas.

—¿Alguien ha resultado herido alguna vez?

—Aquí no. Tenemos reglas de seguridad estrictas.

—¿Viene la misma gente todas las semanas?

—Normalmente. La gente se salta una práctica de vez en cuando.

—¿Y esta semana?

—Bueno, Larry no está... está en Chicago, por negocios. Y supongo que Don.

—¿Algún problema con los vecinos? ¿Quejas por el ruido o algo por el estilo?

—No. —Tom se pasa la mano por el pelo—. Nos llevamos bien con los vecinos: es un barrio agradable. Tampoco suele haber actos de vandalismo.

—Pero el señor Arrendale ha sufrido dos actos de vandalismo contra su coche en menos de una semana... Eso es muy significativo.

Ella espera; nadie dice nada. Finalmente se encoge de hombros y continúa.

—La situación es la siguiente. Si el coche se dirigía al este, por la parte derecha de la calzada, el conductor habría tenido que pararse, salir, romper el cristal, correr hacia su coche, subir y marcharse. No se puede romper el cristal mientras se va en el asiento del conductor de un coche que va en la misma dirección que el coche aparcado, no sin un proyectil... e incluso así el ángulo es malo. Sin embargo, si el coche se dirigía hacia el oeste, el conductor podría sacar la mano con algo (un bate, por ejemplo), o lanzar una piedra contra el parabrisas mientras continúa en movimiento y marcharse antes de que ninguno de ustedes salga al patio principal.

—Ya veo —digo. Ahora que lo ha dicho, visualizo la aproximación, el ataque, la huida. Pero ¿por qué?

—Tiene que tener alguna idea de quién está molesto con usted —dice la agente de policía. Parece enfadada conmigo.

—No importa lo enfadado que estés con una persona: no está bien romper cosas —digo yo. Estoy pensando, pero la única persona que se ha enfadado conmigo por la esgrima es Emmy. Emmy no tiene coche; no creo que sepa dónde viven Tom y Lucía. No creo que Emmy rompiera el parabrisas, en cualquier caso. Podría venir y hablar demasiado alto y decir algo desagradable a Marjory, pero no rompería nada.

—Eso es cierto —dice la agente—. No está bien, pero la gente lo hace de todas formas. ¿Quién está enfadado con usted?

Si le hablo de Emmy, le buscará problemas a Emmy y Emmy me buscará problemas a mí. Estoy seguro de que no es Emmy.

—No lo sé —digo. Siento una sacudida detrás de mí, casi una presión. Creo que es Tom, pero no estoy seguro.

—¿Podrían marcharse ya los demás, agente? —pregunta Tom.

—Oh, claro. Nadie ha visto nada: nadie ha oído nada. Bueno, oyeron algo, pero ninguno vio nada, ¿no?

Un murmullo de «no» y «yo no» y «si hubiera salido más rápido» y los otros se dirigen a sus coches. Marjory y Tom y Lucía se quedan.

—Si es usted el objetivo, y parece que lo es, quien lo hizo es alguien que sabe que estaría aquí esta noche. ¿Cuánta gente sabe que viene aquí los miércoles?

Emmy no sabe qué noche practico esgrima. El señor Crenshaw ni siquiera sabe que practico.

—Todos los que practican aquí —responde Tom por mí—. Tal vez alguien del último torneo... fue el primero en el que participó Lou. ¿Lo sabe la gente de tu trabajo, Lou?

—No hablo mucho del tema —digo. No explico por qué—. Lo he mencionado, pero no recuerdo haberle dicho a nadie dónde es la clase. Aunque puede que lo haya hecho.

—Bueno, vamos a tener que averiguarlo, señor Arrendale —dice la agente—. Estas cosas pueden escalar hasta los daños físicos. Tenga cuidado.

Me entrega una tarjeta con su nombre y su número.

—Llámeme, o a Stacy, si se le ocurre algo.

Cuando el coche patrulla se marcha, Marjory vuelve a decir:

—Te llevo a casa si quieres, Lou.

—Iré en mi coche —digo yo—. Tendré que arreglarlo. Tendré que contactar de nuevo con la compañía de seguros. No les hará ninguna gracia.

—Ten cuidado, no vaya a haber cristales en el asiento —dice Tom. Abre la puerta del coche. La luz se refleja en los diminutos trozos de cristal del salpicadero, el suelo, el tapizado del asiento. Me siento asqueado. El asiento debería ser suave y cálido: ahora tendrá cosas afiladas. Desato el tapizado y lo sacudo en la calle. Los trocitos de cristal emiten un ruidito agudo cuando golpean la acera. Es un sonido feo, como alguna música moderna. No estoy seguro de que todo el cristal haya caído: en el vellón podrían quedar trocitos como diminutos cuchillos ocultos.

—No puedes conducir así, Lou —dice Marjory.

—Tendrá que conducir al menos hasta donde pueda conseguir un nuevo parabrisas —dice Tom—. Los faros están bien: puede conducir, si va despacito.

—Puedo llegar a casa —digo—. Iré con cuidado.

Pongo el tapizado de piel de oveja en el asiento trasero y me siento torpemente en el delantero.

Más tarde, en casa, pienso en las cosas que han dicho Tom y Lucía, repitiendo la cinta en mi cabeza.

—Tal como yo lo veo —ha dicho Tom—, tu señor Crenshaw ha elegido fijarse en las limitaciones y no en las posibilidades. Podría haberos considerado a ti y al resto de tu sección como activos que nutrir.

—No soy un activo —dije yo—. Soy una persona.

—Tienes razón, Lou, pero estamos hablando de una corporación. Como los ejércitos, consideran a la gente que trabaja para ellos activos o debes. Un empleado que necesita algo distinto a los demás empleados puede ser considerado un inconveniente, porque requiere más recursos para el mismo resultado. Ésa es la forma simple de considerarlo, y por eso un montón de directores lo miran de esa forma.

—Ellos ven lo que está mal —he dicho yo.

—Sí. Puede que también vean vuestro valor (como un activo), pero quieren conseguir el activo sin el debe.

—Lo que hacen los buenos directores —ha dicho Lucía— es ayudar a la gente a crecer. Si son buenos en parte de su trabajo y no son buenos en el resto, los buenos directores los ayudan a identificarse y crecer en esas áreas donde no son tan fuertes... pero sólo hasta donde no afecte a sus puntos fuertes, el motivo por el que fueron contratados.

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