La velocidad de la oscuridad (39 page)

BOOK: La velocidad de la oscuridad
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—Los niños normales aprenden más rápido.

—Siguen siendo años —dice Bailey—. Están hablando de seis a ocho semanas de rehabilitación. Tal vez sea suficiente para los chimpancés, pero los chimpancés no hablan.

—No puede decirse que no hayan cometido nunca errores —dice Chuy—. Pensaban un montón de cosas equivocadas sobre nosotros. En esto también podrían estar equivocados.

—Se sabe más sobre las funciones cerebrales —digo—. Pero no todo.

—No me gusta hacer algo sin saber qué sucederá.

Chuy y Eric no dicen nada: están de acuerdo con Bailey. Yo también estoy de acuerdo. Es importante conocer las consecuencias antes de actuar. A veces las consecuencias no son obvias.

Las consecuencias de no actuar no son tampoco obvias. Si no sigo el tratamiento, las cosas no seguirán igual. Don lo demostró con sus ataques a mi coche y luego a mí. No importa lo que yo haga, no importa lo predecible que intente que sea mi vida, no será más predecible que el resto del mundo. Que es caótico.

—Tengo sed —dice Eric de pronto. Se levanta. Yo me levanto también y voy a la cocina. Saco un vaso y lo lleno de agua. Él hace una mueca cuando prueba el agua: recuerdo que bebe agua embotellada. No tengo la marca que le gusta.

—Yo también tengo sed —dice Chuy. Bailey no dice nada.

—¿Quieres agua? —pregunto—. Es todo lo que tengo aparte de una botella de zumo de fruta.

Espero que no pida el zumo de fruta. Es lo que me gusta para desayunar.

—Quiero agua —dice. Bailey levanta la mano. Lleno dos vasos más con agua y los llevo al salón. En casa de Tom y Lucía preguntan si quiero beber algo incluso cuando no quiero. Tiene más sentido esperar a que la gente diga que quiere algo, pero probablemente las personas normales preguntan primero.

Es muy extraño tener gente aquí en mi apartamento. El espacio parece más pequeño. El aire parece más denso. Los colores cambian un poco a causa de los colores que ellos llevan y de los colores que son. Ocupan espacio y respiran.

Me pregunto de repente cómo sería si Marjory y yo viviéramos juntos..., cómo sería que ella ocupara espacio aquí en el salón, en el cuarto de baño, en el dormitorio. No me gustó la casa comunitaria donde vivía la primera vez que me marché de casa. El cuarto de baño olía a otra gente, aunque lo limpiábamos todos los días. Cinco pastas de dientes diferentes. Cinco preferencias distintas en champú y jabón y desodorante.

—¡Lou! ¿Estás bien? —Bailey parece preocupado.

—Estaba pensando... en algo —digo. No quiero pensar que no me gustará Marjory en mi apartamento, que podría no ser bueno, que podría parecer abarrotado o ruidoso o apestoso.

Cameron no está en el trabajo. Cameron está donde le dijeron que estuviera para empezar el procedimiento. Linda no está en el trabajo. No sé dónde está. Prefiero pensar dónde está Linda que pensar en lo que le está pasando a Cameron. Conozco a Cameron tal como es ahora... tal como era hace dos días. ¿Conoceré a la persona con la cara de Cameron que salga de esto?

Cuanto más lo pienso, más me parece una de esas películas de ciencia ficción en las que trasplantan el cerebro de alguien a otra persona o insertan otra personalidad en el mismo cerebro. La misma cara, pero no la misma persona. Da miedo. ¿Quién viviría tras mi cara? ¿Le gustaría la esgrima? ¿Le gustaría la buena música? ¿Le gustaría Marjory? ¿Le gustaría él a ella?

Hoy nos dicen más sobre el procedimiento.

—La tomografía básica nos permite hacer un mapa de vuestro funcionamiento cerebral individual —dice el doctor—. Os daremos tareas para realizar durante los escáneres que nos permitan saber cómo procesa vuestro cerebro la información. Cuando lo comparemos con un cerebro normal, sabremos cómo modificar el vuestro...

—No todos los cerebros normales son exactamente iguales —digo yo.

—Cierto. Las diferencias entre vuestro cerebro y la media de varios cerebros normales es lo que vamos a modificar.

—¿Qué efecto tendrá eso sobre mi inteligencia básica? —pregunto.

—En realidad no debería tener ninguno. La noción de un CI central perdió mucho en el siglo pasado con el descubrimiento del proceso modular —que es lo que hace tan difícil generalizar—, y fuisteis vosotros, los autistas, quienes demostrasteis que es posible ser muy inteligente en, pongamos, matemáticas, y estar por debajo de la media en expresión verbal.

No debería tener ninguno... eso no es precisamente que no vaya a tenerlo. No sé realmente cuál es mi grado de inteligencia (no nos dieron el resultado de nuestro CI, y nunca me he molestado en hacer ningún test público), pero sé que no soy estúpido, y no quiero serlo.

—Si te preocupan tus habilidades de análisis de pautas —dice el doctor—, ésa no es la parte del cerebro en que influirá el tratamiento. Más bien será como darle a esa parte de tu cerebro acceso a nuevos datos, datos socialmente importantes, sin que tengas que esforzarte para ello.

—Como las expresiones faciales.

—Sí, ese tipo de cosas. Reconocimiento facial, expresiones faciales, la entonación del lenguaje..., un pellizquito en la zona de control de atención para que os resulte más fácil advertirlas y placentero hacerlo.

—Placentero... ¿Van a unir a esto liberadores de endorfinas?

Él se pone rojo de pronto.

—Si quieres decir si vais a colocaros cuando estéis cerca de la gente, desde luego que no. Pero los autistas no encuentran agradable la interacción social, y el tratamiento hará que al menos no resulte tan amenazadora.

No soy bueno interpretando tonos de voz, pero sé que él no está diciendo toda la verdad.

Si pueden controlar la cantidad de placer que obtenemos de la interacción social, entonces podrían controlar la cantidad que obtiene la gente normal. Pienso en los maestros, que son capaces de controlar el placer que obtienen los estudiantes de otros estudiantes... y los convierten a todos en autistas hasta el punto de que prefieren estudiar a charlar. Pienso en el señor Crenshaw, con una sección llena de trabajadores que lo ignoran todo menos el trabajo.

Se me forma un nudo en el estómago; la boca se me llena de un sabor agrio. Si digo que veo estas posibilidades, ¿qué me sucederá? Hace dos meses habría explotado diciendo lo que veía, lo que me preocupaba; ahora soy más cauteloso. El señor Crenshaw y Don me han dado esa sabiduría.

—No seas paranoico, Lou —dice el doctor—. Es una tentación constante para todo el que está fuera de la corriente social general pensar que la gente planea algo horrible, pero no es una forma sana de pensar.

No digo nada. Estoy pensando en la doctora Fornum y en el señor Crenshaw y en Don. A esa gente no les gustamos yo ni la gente como yo. A veces gente a la que no le gusto o a la que no gusta la gente como yo puede intentar hacerme verdadero daño. ¿Habría sido un paranoico si hubiera sospechado desde el principio que Don me había rajado los neumáticos? No lo creo. Hubiese calibrado con acierto el peligro. Valorar correctamente el peligro no es paranoia.

—Tienes que confiar en nosotros para que esto funcione, Lou. Puedo darte algo para calmarte...

—No estoy inquieto —digo. No estoy inquieto. Estoy satisfecho conmigo mismo por ver más allá de lo que él esta diciendo y encontrar lo que oculta, pero no estoy inquieto, aunque lo que oculta es que me está manipulando. Si lo sé, entonces no es verdadera manipulación—. Estoy intentando comprender, pero no estoy inquieto.

Él se relaja. Los músculos de su cara se aflojan un poco, sobre todo alrededor de los ojos y la frente.

—Sabes, Lou, este tema es muy complicado. Eres un hombre inteligente, pero éste no es tu campo. Hacen falta años de estudio para comprenderlo realmente todo. Con una lectura por encima y tal vez unas cuantas páginas en la red no basta para estar al nivel. Sólo te confundirás y te preocuparás si lo intentas. Igual que yo no podría hacer lo que tú haces. ¿Por qué no nos dejas hacer nuestro trabajo y tú haces el tuyo?

Porque es mi cerebro y mi esencia lo que vas a cambiar. Porque no me has dicho toda la verdad y no estoy seguro de que tengas en mente lo que más me conviene... o ni siquiera lo que me conviene.

—Quien soy es importante para mí —digo.

—¿Quieres decir que te gusta ser autista? —El desprecio tiñe su voz; no puede imaginar que nadie quiera ser como yo.

—Me gusta ser yo. El autismo forma parte de mí, no lo es todo.

Espero que eso sea verdad, que yo sea más que mi diagnóstico.

—Por eso... si nos deshacemos del autismo, serás la misma persona, pero no autista.

Él espera que esto sea verdad; puede que crea que lo es; pero no está completamente seguro de que lo sea. Su miedo a que no sea verdad emana de él como el agrio hedor del miedo físico. Su cara se arruga en una expresión que se supone ha de convencerme de que lo cree, pero la falsa sinceridad es una expresión que conozco desde la infancia. Cada terapeuta, cada maestro, cada consejero ha tenido esa expresión en su repertorio, la expresión preocupada/cariñosa.

Lo que más me asusta es que puede que (sin duda lo harán) alteren mi memoria, no sólo las conexiones actuales. Deben de saber tan bien como yo que toda mi experiencia pasada es desde una perspectiva autista. Modificar las conexiones no cambiará eso, y eso me ha hecho ser quien soy. Sin embargo, si pierdo la memoria de cómo es esto, de quién soy, entonces habré perdido todo por lo que he trabajado en mis treinta y cinco años. No quiero perder eso. No quiero recordar cosas sólo como recuerdo lo que leo en los libros; no quiero que Marjory sea como alguien visto en una pantalla de vídeo. Quiero conservar los sentimientos que acompañan a los recuerdos.

18

Los domingos el transporte público no sigue el horario habitual de los días de trabajo, aunque el domingo es un día sagrado sólo para una minoría. Si no voy en coche a la iglesia, entonces llego muy temprano o un poco tarde. Es grosero llegar tarde, y ser grosero con Dios es más grosero que otras groserías.

Hay mucha tranquilidad cuando llego. En la iglesia a la que asisto se celebra una misa muy temprano, sin música, y otra a las 10.30, con música. Me gusta venir temprano y sentarme en la penumbra silenciosa, contemplando la luz moverse a través del cristal coloreado de las ventanas. Ahora me siento una vez más en la penumbra silenciosa de la iglesia y pienso en Don y en Marjory.

Se supone que no debo pensar en Don y en Marjory sino en Dios. Fija tu mente en Dios, decía un sacerdote que antes había aquí, y nunca harás nada malo. Es difícil fijar tu mente en Dios cuando la imagen imperante es la del extremo abierto del cañón de la pistola de Don. Redondo y oscuro como un agujero negro. Pude sentir su atracción, la tensión, como si el agujero, la abertura, tuviera una masa que quisiera atraerme hacia la negrura permanente. La muerte. La nada.

No sé qué hay después de la muerte. Las Escrituras dicen una cosa aquí otra allá. Algunas personas recalcan que los virtuosos se salvarán e irán al cielo, y otras dicen que tienes que ser elegido. No me imagino que sea nada que podamos describir. Cuando intento pensar en ello, hasta ahora, siempre parece una pauta de luz, intrincada y hermosa, como las fotos que los astrónomos toman o crean con las imágenes de los telescopios espaciales, cada color para una longitud de onda diferente.

Pero ahora, después del ataque de Don, veo la oscuridad, más rápida que la luz, surgir del cañón de la pistola para atraerme hacia sí, más allá de la velocidad de la luz, para siempre.

Sin embargo estoy aquí, en este banco, en esta iglesia, vivo todavía. La luz fluye por la vieja vidriera sobre el altar, un rico color brillante que mancha el lino del altar, la madera misma, la alfombra. Tan temprano, la luz se extiende más por la iglesia que durante la misa, inclinada hacia la izquierda a causa de la estación.

Inspiro, oliendo la cera de las velas y un levísimo rastro de humo de la misa anterior, el olor de los libros (en nuestra iglesia todavía usamos misales y libros de himnos de papel) y los productos de limpieza para la madera y la tela y el suelo.

Estoy vivo. Estoy en la luz. La oscuridad, esta vez, no ha sido más rápida que la luz. Pero me siento inquieto, como si me estuviera persiguiendo, acercándose más y más por detrás de mí, donde no puedo ver.

Estoy sentado al fondo de la iglesia, pero detrás de mí hay un espacio abierto, más desconocido. Normalmente eso no me molesta, pero hoy desearía que hubiera una pared.

Intento concentrarme en la luz, en el lento movimiento de los haces de color a medida que el sol se eleva. En una hora, la luz recorre una distancia que cualquiera podría ver, pero no es la luz lo que se mueve, es el planeta. Lo olvido y uso la frase habitual, común a todos, y experimento ese retortijón de alegría cada vez que recuerdo, de nuevo, que la Tierra se mueve.

Siempre estamos girando, entrando y saliendo de la luz. Es nuestra velocidad, no la velocidad de la luz ni la velocidad de la oscuridad, lo que crea nuestros días y nuestras noches. ¿Fue mi velocidad, y no la velocidad de Don, lo que nos llevó al espacio oscuro donde él quiso herirme? ¿Fue mi velocidad lo que me salvó?

Intento de nuevo concentrarme en Dios, y la luz retrocede lo suficiente para recortar la cruz de metal sobre su pedestal de madera. El destello de metal amarillo contra las sombras púrpura de detrás es tan sorprendente que me quedo sin aliento un momento.

En este lugar la luz es siempre más rápida que la oscuridad; la velocidad de la oscuridad no importa.

—¡Aquí tienes, Lou!

La voz me sobresalta. Doy un respingo pero consigo no decir nada, e incluso le respondo a la anciana de pelo gris que me tiende una hoja parroquial. Normalmente soy más consciente del paso del tiempo, de la gente que llega, así que no me sorprendo. Ella sonríe.

—No pretendía asustarte —dice.

—No importa. Estaba pensando.

Ella asiente y saluda a otros recién llegados sin decir nada más. Lleva una chapita con su nombre, «Cynthia Kressman». La veo cada tres semanas repartiendo hojas, y los otros domingos normalmente se sienta en el pasillo central, cuatro filas por delante de mí.

Ahora estoy atento y advierto la gente que va llegando. El viejo con dos bastones, que avanza por el pasillo hasta el frente. Solía venir con su esposa, pero ella murió hace cuatro años. Las tres ancianas que siempre vienen juntas excepto cuando una está enferma y se sientan en la tercera fila a la izquierda. Una y dos y tres, cuatro y dos y una y una personas van llegando. Veo la cabeza de la organista alzarse por encima del órgano y volver a agacharse. Un suave
mmf
y empieza la música.

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