La velocidad de la oscuridad (24 page)

BOOK: La velocidad de la oscuridad
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—Que sea breve —dijo Paul—. Me voy mañana.

—¿Te vas?

—Uno del famoso diez por ciento —dijo Paul. Aldrin notó la furia en su voz—. No, la compañía no está perdiendo dinero, no, la compañía no está recortando personal. Simplemente, ya no necesita de mis servicios.

Unos dedos helados le corrieron por la espalda. Aquello podía pasarle a él mismo el mes siguiente. No, de inmediato si Crenshaw se daba cuenta de lo que estaba haciendo.

—Te invito a un café —dijo Aldrin.

—Sí, como si me hiciera falta algo para mantenerme despierto por las noches.

—Paul, escucha. Tengo que hablar contigo, y no por teléfono.

Un largo silencio. Luego:

—Oh. ¿Tú también?

—Todavía no. ¿Café?

—Claro. ¿A las diez y media, en la cafetería?

—No, almorcemos temprano. A las once y media —dijo Aldrin, y colgó. Las palmas de las manos le sudaban.

—Entonces, ¿cuál es el secreto? —preguntó Paul. Su cara no denotaba nada; estaba sentado, encogido sobre una mesa, cerca del centro de la cafetería.

Aldrin habría escogido una mesa en un rincón, pero ahora, al ver a Paul en el centro, recordó una película de espías que había visto. Las mesas de las esquinas podían ser monitorizadas, por lo que supo que Paul llevaba un micro oculto. Se sintió asqueado.

—Vamos, no estoy grabando nada —dijo Paul. Tomó un sorbo de café—. Resultará más sospechoso si te quedas ahí mirándome con la boca abierta o me das una palmadita. Debes de tener un secreto increíble.

Aldrin se sentó y el café se le desbordó en la taza.

—Sabes que el nuevo jefe de mi división es uno de los recién llegados...

—Bienvenido al club —dijo Paul, con entonación de «vamos allá».

—Crenshaw.

—Hijo de puta afortunado. Tiene fama, nuestro señor Crenshaw.

—Sí, bueno, ¿recuerdas la Sección A?

—Los autistas, claro. —La expresión de Paul se intensificó—. ¿Va a por ellos?

Aldrin asintió.

—Eso es estúpido —dijo Paul—. No es que él no lo sea, pero... es realmente estúpido. Nuestra exención de impuestos de la Sección Seis-catorce-punto-once depende de ellos. Tu división es marginal de todas formas para los empleados de la Seis-catorce-punto-once, y cada uno tiene créditos de uno-punto-cinco. Además, la publicidad...

—Lo sé —dijo Aldrin—. Pero no atiende a razones. Dice que son demasiado caros.

—Cree que todos menos él son demasiado caros. Está seguro de que cobra poco, créeme.

Paul tomó otro sorbo de café. Aldrin advirtió que no decía cuánto cobraba Crenshaw, ni siquiera ahora.

—Tuvimos que soportarlo una temporada cuando vino a nuestra oficina... se conoce todos los trucos de impuestos y beneficios que hay.

—No me extraña.

—¿Y qué es lo que quiere hacer, despedirlos? ¿Recortarles el sueldo?

—Amenazarlos para que se presenten voluntarios a un protocolo de pruebas de investigación con humanos —dijo Aldrin.

Paul abrió los ojos desmesuradamente.

—¡Estás de guasa! ¡No puede hacer eso!

—Lo está haciendo. —Aldrin hizo una pausa, luego continuó—. Dice que no hay una ley que la compañía no pueda sortear.

—Bueno, eso tal vez sea verdad, pero... no podemos ignorar las leyes sin más. Tenemos que subvertirlas. Y los experimentos con humanos... ¿qué es, una droga?

—Un tratamiento para los autistas adultos. Se supone que los vuelve normales. Al parecer funcionó con un mono.

—No lo dirás en serio. —Paul se lo quedó mirando—. Hablas en serio. ¿Crenshaw está intentando obligar a empleados de la Categoría Seis-catorce-punto-once a convertirse en conejillos de indias de fase uno o algo así? Está pidiendo una pesadilla publicitaria: podría costarle miles de millones a la compañía...

—Tú lo sabes y yo lo sé, pero Crenshaw... tiene su propia forma de ver las cosas.

—Bueno, ¿y quién lo ha aprobado arriba?

—Nadie que yo sepa —dijo Aldrin, cruzando mentalmente los dedos. Era la pura verdad, porque no había preguntado.

Paul ya no parecía agrio y cabizbajo.

—Ese idiota enloquecido por el poder. Cree que puede salirse con ésta y echarle la culpa a Samuelson.

—¿Samuelson?

—Otro de los recién llegados. ¿No estás al día de lo que está pasando?

—No —contestó Aldrin—. No soy muy bueno con este tipo de cosas.

Paul asintió.

—Yo pensaba que lo era, pero este papelito rosa demuestra que no. Resulta que Samuelson y Crenshaw llegaron siendo rivales. Samuelson ha recortado los costes de producción sin causar ninguna conmoción en la prensa... aunque creo que eso va a cambiar pronto. Crenshaw debe de pensar que puede obtener un beneficio triple: conseguir algunos voluntarios que estarán demasiado asustados por perder su trabajo para quejarse si algo sale mal, hacerlo todo por su cuenta sin que se entere nadie y luego llevarse el mérito. Y tú caerás con él, Pete, si no haces algo.

—Me despedirá sin contemplaciones si lo hago.

—Siempre está el ombudsman. Todavía no han eliminado ese cargo, aunque Laurie está en la cuerda floja.

—No puedo fiarme de eso —dijo Aldrin, pero archivó el dato de todas formas. Mientras tanto, tenía otras preguntas—. Mira... no sé cómo va a justificar su tiempo, si ellos siguen el protocolo. Esperaba enterarme de más cosas acerca de la ley... ¿Puede obligarlos a invertir tiempo de las bajas médicas y de sus vacaciones? ¿Cuál es la legislación para los empleados especiales?

—Bueno, básicamente, lo que está proponiendo es ilegal de todas todas. Para empezar, si Investigación se huele que no son voluntarios auténticos, se le echarán encima. Tienen que informar a NIH, y ésos no querrán que los federales les imputen media docena de violaciones de la ética médica y las leyes de empleo justo. Además, eso los tendrá fuera de la oficina más de treinta días, ¿no?

Aldrin asintió. Paul continuó.

—Entonces no puede considerarse tiempo de vacaciones, y hay reglas especiales para los permisos y los descansos sabáticos, sobre todo en lo referente a los empleados de categorías especiales. No pueden perder categoría. Ni salario. —Pasó los dedos por el borde de la taza—. Y eso no va a dar una alegría a los de Contabilidad. A excepción de los científicos veteranos que disfrutan de sabáticos en otras instituciones, no tenemos ningún asiento contable para empleados que no estén trabajando y reciban el salario completo. Oh, y además eso mandará la productividad a hacer puñetas.

—Ya lo había pensado —murmuró Aldrin.

Paul torció la boca.

—Puedes crucificar a ese tipo —dijo—. Sé que yo no puedo recuperar mi empleo, no tal como están las cosas, pero... disfrutaré sabiendo lo que pasa.

—Me gustaría hacerlo con sutileza. Quiero decir... claro que me preocupa mi empleo, pero eso no es todo. Él cree que soy estúpido y cobarde y perezoso, excepto cuando le hago la pelota, y me considera un lameculos nato. Tengo pensado seguirle la corriente hasta dar con el modo de ponerlo en evidencia...

Paul se encogió de hombros.

—No es mi estilo. Yo me levantaría y gritaría. Pero tú eres tú, y si eso es lo que quieres...

—¿Con quién puedo hablar en Recursos Humanos para que les concedan tiempo de permiso? ¿Y en Legal?

—Eso es un rodeo espantoso. Tardarás más. ¿Por qué no hablas con el ombudsman mientras tenemos uno o, si te sientes heroico, vas y pides una cita con los peces gordos? Trae a todos tus pequeños retrasados o lo que sean: haz que parezca realmente dramático.

—No son retrasados —dijo Aldrin automáticamente—. Son autistas. Y no sé qué sucedería si tuvieran idea de hasta qué punto es ilegal todo esto. Deberían saberlo, tienen todo el derecho, pero ¿y si llaman a un periodista o algo? Entonces sí que la mierda llegaría al ventilador.

—Pues ve tú solo. Puede que incluso te guste el aire enrarecido de la pirámide directiva. —Paul se rió con demasiada fuerza, y Aldrin se preguntó si le habría añadido algo al café.

—No sé. No creo que me dejen llegar tan lejos. Crenshaw se enteraría de que he pedido una cita, y recuerda ese memorándum sobre la cadena de mando.

—Eso es lo que pasa por contratar a un general retirado como director ejecutivo —dijo Paul.

Ya había menos gente almorzando y Aldrin supo que tenía que marcharse.

No estaba seguro de qué hacer a continuación, qué política sería más fructífera. Todavía deseaba que fuera Investigación quien diera el carpetazo y él no tuviera que hacer nada.

Crenshaw dio al traste con esa idea a última hora de la tarde.

—Muy bien, aquí está el protocolo de investigación —dijo, soltando de golpe un cubo de datos y algunos impresos sobre la mesa de Aldrin—. No comprendo por qué necesitan todas esas pruebas preliminares: tomografías, por el amor de Dios, y resonancias magnéticas y todo lo demás... pero dicen que es lo que hace falta, y yo no dirijo Investigación.

El
todavía
de la ambición de Crenshaw no tenía que ser pronunciado para poder ser oído.

—Cita a tu gente para las reuniones y contacta con Bart de Investigación para los horarios de las pruebas.

—¿Los horarios de las pruebas? —preguntó Aldrin—. ¿Y qué pasará cuando las pruebas entren en conflicto con el horario normal de trabajo?

Crenshaw frunció el entrecejo, luego se encogió de hombros.

—Demonios, seremos generosos... no tendrán que compensar el tiempo.

—¿Y en lo que respecta a Contabilidad? ¿De qué presupuesto...?

—¡Oh, por el amor de Dios, Pete, encárgate de eso! —Crenshaw había puesto mala cara—. Quita el pie del freno y empieza a resolver problemas, no a crearlos. Pasa por encima de mí, yo lo autorizaré todo; mientras tanto, usa con ésos el código de autorización. —Indicó la montaña de papel.

—Muy bien —dijo Aldrin. No podía marcharse (estaba de pie tras su mesa), pero al cabo de un momento Crenshaw se dio media vuelta y regresó a su propio despacho.

Resolver los problemas. Los resolvería, sí, pero no serían los problemas de Crenshaw.

No sé lo que puedo comprender y lo que entiendo mal mientras creo que lo entiendo. Busco el texto más simple de neurobiología que puedo encontrar en la red y miro primero el glosario. No me gusta perder tiempo enlazando con definiciones si puedo aprenderlas primero. El glosario está lleno de palabras que nunca he visto, cientos de ellas. Tampoco comprendo las definiciones.

Necesito empezar más atrás, encontrar luz en una estrella más lejana, más profunda en el pasado.

Un texto de biología para estudiantes de instituto: ése podría ser mi nivel. Miro el glosario: conozco esas palabras, aunque no he visto algunas en años. Sólo una décima parte me resultan nuevas.

Cuando empiezo por el primer capítulo, tiene sentido, aunque en parte es diferente a como lo recordaba. Era de esperar. No me molesta. Termino el libro antes de medianoche.

A la noche siguiente no veo mi programa de televisión habitual. Busco un texto universitario. Es demasiado sencillo; lo habrán escrito para estudiantes universitarios que no hayan estudiado biología en el instituto. Paso al nivel siguiente, deduciendo lo que necesito. El texto de bioquímica me confunde; necesito aprender química orgánica. Busco química orgánica en Internet y descargo los primeros capítulos de un texto. Leo de nuevo hasta muy tarde por la noche y antes y después del trabajo el viernes y mientras hago la colada.

El sábado tenemos la reunión en el campus; quiero quedarme en casa a leer, pero no puedo. El libro burbujea en mi cabeza mientras conduzco; pequeñas moléculas enrevesadas se retuercen en pautas que no consigo captar todavía. Nunca he estado en el campus un fin de semana; no sabía que estuviera casi tan abarrotado como un día corriente.

Los coches de Cameron y Bailey están allí cuando llego; los demás no han venido todavía. Encuentro el camino hasta la sala de reunión. Tiene paredes paneladas con madera de imitación y una alfombra verde. Hay dos filas de sillas tapizadas con las patas metálicas y los respaldos de color rosa con motitas verdes encaradas hacia un extremo de la sala. Alguien a quien no conozco, una mujer joven, está de pie junto a la puerta. Sostiene una caja de cartón con chapas de identificación. Tiene una lista con fotos pequeñas. Me mira y me llama por mi nombre.

—Aquí tiene la suya —dice, tendiéndome una chapa. Tiene un pequeño clip de metal. La sostengo en la mano—. Póngasela —dice ella. No me gusta este tipo de clip: me tira de la camisa. Me lo pongo de todas formas y entro.

Los otros están sentados en las sillas; en cada silla vacía hay una carpeta con un nombre, una para cada uno de nosotros. Busco mi asiento. No me gusta: estoy en la fila delantera, a mano derecha. Podría no ser educado cambiarse. Estudio la fila y veo que nos han colocado por orden alfabético, desde el punto de vista del orador que estará ante nosotros.

Llego con siete minutos de adelanto. Si hubiera traído el texto impreso que estoy leyendo podría seguir leyendo ahora. Bueno, pienso en lo que he leído. Hasta ahora todo tiene sentido.

Cuando todos estamos en la sala, permanecemos sentados en silencio, esperando, durante dos minutos y cuarenta segundos. Entonces oigo la voz del señor Aldrin.

—¿Están todos aquí? —le pregunta a la mujer de la puerta. Ella dice que sí.

Entra. Parece cansado, pero por lo demás normal. Lleva una camisa de punto y pantalones beige y zapatillas. Nos sonríe, pero no es una sonrisa completa.

—Me alegro de veros a todos aquí —dice—. Dentro de unos minutos, el doctor Ransome explicará a los voluntarios prospectivos de qué trata este proyecto. En vuestras carpetas hay un cuestionario sobre vuestro historial médico general; por favor, rellenadlo mientras esperáis. Y firmad el permiso de intervención.

Los cuestionarios son sencillos, de opción múltiple en vez de rellenar el espacio en blanco. Casi he terminado con el mío (pero hace falta mucho tiempo para marcar la casilla «no» de enfermedades coronarias, dolores en el pecho, problemas respiratorios, enfermedades renales, dificultad para orinar...) cuando la puerta se abre y entra un hombre con bata blanca. En el bolsillo de la bata lleva bordado «Dr. Ransome». Tiene el pelo rizado y los ojos azules y brillantes; su cara parece demasiado joven para tener el pelo gris. También él nos sonríe, con los ojos y con la boca.

—Bienvenidos —dice—. Me alegro de conocerles. ¿Tengo entendido que están todos interesados en esta prueba clínica?

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