La velocidad de la oscuridad (27 page)

BOOK: La velocidad de la oscuridad
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Pongo el libro sobre la mesa y salgo al pasillo para llevar mi almuerzo a la cocina. El señor Crenshaw está ahora junto a la puerta, mirando al aparcamiento. Se da media vuelta y me ve.

—¿Dónde está tu coche, Arrendale? —pregunta.

—En casa —digo—. He venido en transporte público.

—Así que puedes usar el transporte público —dice él. Su cara brilla un poco—. En realidad no necesitas un aparcamiento especial.

—Es muy ruidoso. Alguien me robó la batería anoche.

—Un coche es sólo un problema constante para alguien como tú —dice él, acercándose—. La gente que no vive en zonas seguras, con aparcamientos seguros, no debería molestarse en tener coche.

—No me había pasado nada hasta hace unas semanas —digo yo. No comprendo por qué quiero discutir con él. No me gusta discutir.

—Has tenido suerte. Pero parece que alguien te la tiene jurada, ¿no? Tres episodios de vandalismo. Al menos esta vez no has llegado tarde.

—Sólo llegué tarde por eso.

—Ésa no es la cuestión —dice él. Me pregunto cuál es, aparte de que ni yo ni los otros le caemos bien. Mira la puerta de mi oficina—. Querrás volver al trabajo. O empezar...

Ahora mira el reloj de la pared. Pasan dos minutos dieciocho segundos del momento de comenzar a trabajar. Lo que quiero decir es «Usted me ha hecho retrasarme», pero no lo digo. Entro en la oficina y cierro la puerta. No voy a compensar los dos minutos dieciocho segundos. No es culpa mía. Me siento un poco excitado por eso.

Recupero el trabajo de ayer, y las bellas pautas se forman de nuevo en mi mente. Los parámetros fluyen unos tras otros, cambiando la pauta de una estructura a otra, sin fisuras. Varío los parámetros en la gama permitida, comprobando que no haya ningún cambio indeseado. Cuando vuelvo a levantar la cabeza, han pasado una hora y once minutos. El señor Crenshaw ya no estará en el edificio. Nunca se queda tanto. Salgo al pasillo a beber agua. El pasillo está vacío, pero veo el cartel de la puerta del gimnasio. Hay alguien dentro. No me importa.

Anoto las palabras que tendré que decir, luego llamo a la policía y pregunto por el agente que investiga el primer incidente, el señor Stacy. Cuando se pone al teléfono, oigo ruido de fondo. Otras personas están hablando y hay una especie de rumor.

—Soy Lou Arrendale —digo—. Vino usted cuando me rajaron las ruedas del coche. Dijo que le llamara...

—Sí, sí —dice él. Parece impaciente, como si en realidad no estuviera escuchando—. La agente Isaka me contó lo del parabrisas la semana siguiente. No hemos tenido tiempo de...

—Anoche me robaron la batería. Y pusieron un juguete en su lugar.

—¿Qué?

—Cuando he salido esta mañana, el coche no arrancaba. He mirado el motor y algo me ha saltado a la cara. Era un muñeco de resorte con el que alguien había sustituido la batería.

—Quédese allí y enviaré a alguien...

—No estoy en casa. Estoy en el trabajo. Mi jefe se enfadaría si no llegara a tiempo. El coche está en casa.

—Ya veo. ¿Dónde está el muñeco?

—En el coche. No lo he tocado. No me gustan los muñecos de resorte. Sólo he cerrado la tapa. —Quería decir «el capó», pero me equivoco.

—No me gusta esto —dice él—. Tiene a alguien en contra, señor Arrendale. Una vez es una broma de mal gusto, pero... ¿tiene idea de quién puede haberlo hecho?

—La única persona que conozco que se ha enfadado conmigo es mi jefe, el señor Crenshaw —digo—. Cuando llegué tarde, esa vez. No le gustan las personas autistas. Quiere que probemos una droga experimental...

—¿Que probemos? ¿Hay otros autistas donde trabaja?

Me doy cuenta de que no lo sabe; no lo había preguntado antes.

—En nuestra sección todos somos autistas —digo—. Pero no creo que el señor Crenshaw hiciera algo así. Aunque... no le gusta que tengamos un permiso especial para conducir y un aparcamiento separado. Cree que deberíamos viajar en tren como todo el mundo.

—Vaya. Y todos los ataques han sido a su coche.

—Sí. Pero él no sabe nada de mi clase de esgrima.

No imagino al señor Crenshaw conduciendo por toda la ciudad hasta encontrar mi coche y luego romper el parabrisas.

—¿Algo más? ¿Alguna otra cosa?

No quiero hacer falsas acusaciones. Hacer falsas acusaciones está muy mal. Pero no quiero que vuelvan a estropearme el coche. Me quita tiempo para otras cosas; complica mi calendario. Y cuesta dinero.

—Hay alguien en el Centro, Emmy Sanderson, que cree que yo no debería tener amigos normales —digo—. Pero ella no sabe dónde se reúne el grupo de esgrima.

En realidad no creo que sea Emmy, pero es la única persona, aparte del señor Crenshaw, que se ha enfadado conmigo en el último mes o así. La pauta no encaja con ella o con el señor Crenshaw, pero la pauta puede estar equivocada, porque no ha salido ningún nombre posible.

—Emmy Sanderson —dice él, repitiendo el nombre—. ¿Y no cree que ella sepa dónde está la casa?

—No.

Emmy no es amiga mía, pero no creo que haya hecho estas cosas. Don es mi amigo, y no quiero creer que haya hecho estas cosas.

—¿No es más probable que se trate de alguien relacionado con su grupo de esgrima? ¿Hay alguien con quien no se lleve bien?

Estoy sudando a mares.

—Son mis amigos. Emmy dice que en realidad no pueden ser mis amigos, pero lo son. Los amigos no hacen daño a los amigos.

Él gruñe. No sé qué significa ese gruñido.

—Hay amigos y amigos —dice—. Hábleme de la gente de ese grupo.

Le hablo primero de Tom y Lucía y luego de los otros. Él anota los nombres y me pide que deletree algunos.

—¿Y todos estuvieron allí, estas últimas semanas?

—No todos todas las semanas —digo. Le digo lo que puedo recordar, quién estaba en viaje de negocios y quién asistió—. Y Don se cambió a un instructor diferente. Se enfadó con Tom.

—¿Con Tom? ¿No con usted?

—No.

No sé cómo decir esto sin criticar a los amigos, y criticar a los amigos está mal.

—Don se burla algunas veces, pero es mi amigo. Se enfadó con Tom porque Tom me contó algo que Don hizo hace mucho tiempo y Don no quería que me lo hubiera dicho.

—¿Algo malo? —pregunta Stacy.

—Fue en un torneo. Don se me acercó después de un combate y me dijo lo que había hecho mal, y Tom (mi instructor) le dijo que me dejara en paz. Don intentaba ayudarme, pero Tom pensó que no me estaba ayudando. Tom dijo que yo lo había hecho mejor que Don en su primer torneo, y Don lo oyó, y entonces se enfadó con Tom. Después de eso, dejó el grupo.

—Ajá. Parece más bien un motivo para rajar los neumáticos de su instructor. Pero supongo que será mejor que lo compruebe. Si se le ocurre algo más, comuníquemelo. Enviaré a alguien a recuperar ese muñeco, a ver si encontramos algunas huellas o sacamos algo de él.

Cuando cuelgo el teléfono, me pongo a pensar en Don, pero no es agradable. Pienso mejor en Marjory, y luego en Marjory y Don. Me revuelve un poco el estómago pensar en Don y Marjory como... amigos. Enamorados. Sé que a Marjory no le gusta Don. ¿Le gusta ella a él? Recuerdo cómo se sentaba a su lado, cómo se interponía entre ella y yo, cómo Lucía lo apartaba.

¿Le ha dicho Marjory a Lucía que le gusto? Eso es otra cosa que hacen las personas normales, creo. Saben cuándo a alguien le gusta alguien y cuánto. No tienen que preguntar. Es como si leyeran la mente del otro y supieran cuándo alguien está bromeando y cuándo está serio, cuándo una palabra se usa correctamente y cuándo en broma. Ojalá pudiera saber con seguridad si le gusto a Marjory. Ella me sonríe. Me habla con voz agradable. Pero podría hacerlo igual de todas formas, mientras no le caiga mal. Es agradable con la gente: lo vi en el supermercado.

Vuelvo a recordar las acusaciones de Emmy. Si Marjory me ve como un caso interesante, un sujeto de investigación aunque no sea en su campo, podría seguir sonriéndome y hablándome. Eso no significaría que yo le guste. Significaría que es una persona más agradable que la doctora Fornum, e incluso la doctora Fornum sonríe como es debido cuando dice hola y adiós, aunque la sonrisa nunca alcanza sus ojos como la de Marjory. He visto a Marjory sonreír a otras personas y su sonrisa es siempre entera. Con todo, si Marjory es mi amiga, me está diciendo la verdad cuando me habla de su investigación, y si soy su amigo, debería creerla.

Sacudo la cabeza para devolver esos pensamientos a la oscuridad a la que pertenecen. Enciendo el ventilador para hacer que mis voladores giren. Lo necesito: estoy respirando demasiado rápido y noto el sudor en el cuello. Es por el coche, por el señor Crenshaw, por tener que llamar a la policía. No es por Marjory.

Al cabo de unos cuantos minutos mi cerebro vuelve a la generación y el análisis de pautas. No dejo que mi mente se dirija a Cego y Clinton. Trabajaré parte de mi hora del almuerzo para compensar el tiempo que he pasado hablando con la policía, pero no los dos minutos y dieciocho segundos que me ha costado el señor Crenshaw.

Inmerso en la complejidad y la belleza de las pautas, no emerjo a la pausa para almorzar hasta la 1.28.17.

La música en mi cabeza es el
Concierto para violín número dos
de Bach. Tengo cuatro grabaciones en casa. Una muy antigua de un solista del siglo XX llamado Perlman, mi favorita. Tres más nuevas, dos bastante correctas pero no muy interesantes y una de la última ganadora del Premio Tchaikovsky, Idris Vai-Kassadelikos, que es todavía muy joven. Vai-Kassadelikos puede llegar a ser tan buena como Perlman cuando sea mayor. No sé cómo era él de bueno cuando tenía su edad, pero ella toca con pasión, estirando las frases con notas largas, nítidas y sobrecogedoras.

Ésta es la música que hace que sea más fácil ver algunas pautas que otras. Bach amplía la mayoría, pero no las que son... elípticas es lo mejor que sé decirlo. El largo barrido de esta música, que oscurece las pautas rosetadas de Bach, me ayuda a encontrar y construir los largos y asimétricos componentes que hallan descanso en la fluidez.

Es música oscura. La oigo como largas y ondulantes vetas de oscuridad, como lazos negriazules que se agitan con el viento nocturna, oscureciendo y descubriendo las estrellas. Ahora suave, ahora más fuerte, ahora el solo de violín con la orquesta apenas respirando detrás, y luego más fuerte, el violín alzándose sobre la orquesta como los lazos en una corriente de aire.

Creo que será buena música para tener en mente cuando esté leyendo a Cego y Clinton. Almuerzo rápido y pongo un temporizador a mi ventilador. De esa forma los tintineos móviles de luz me indicarán cuándo es la hora de volver al trabajo.

Cego y Clinton hablan de la forma en que el cerebro procesa los bordes, ángulos, texturas, colores, y cómo la información fluye de un lado a otro entre las capas de procesamiento visual. No sabía que hubiera una zona independiente para el reconocimiento facial, aunque la referencia que citan se remonta al siglo XX. No sabía que la habilidad para reconocer un objeto en distintas posiciones es defectuosa en los que nacen ciegos y pueden ver más tarde.

Una y otra vez hablan de cosas con las que he tenido problemas en el contexto de nacer ciego o tener traumas cerebrales por una herida en la cabeza o por un colapso o por un aneurisma. Cuando mi cara no se vuelve extraña como la de las otras personas cuando sienten una emoción fuerte, ¿es porque mi cerebro no procesa el cambio de forma?

Un zumbido diminuto: el ventilador que se enciende. Cierro los ojos, espero tres segundos y los abro. La habitación está llena de color y movimiento, las espirales y las aspas se mueven, reflejando luces al moverse. Suelto el libro y vuelvo al trabajo. La firme oscilación de las aspas me tranquiliza; he oído decir a la gente normal que es caótico, pero no lo es. Es una pauta, regular y predecible, y tardé semanas en comprenderla. Creo que debe de haber un modo más fácil de hacerlo, pero tuve que ajustar cada una de las partes móviles hasta que se moviera a la velocidad adecuada en relación con las demás.

Suena el teléfono. No me gusta que suene el teléfono; me arranca de lo que estoy haciendo y habrá alguien al otro lado que esperará que hable inmediatamente. Tomo aire. Cuando respondo «al habla Lou Arrendale», al principio sólo oigo ruido.

—Ah... soy el detective Stacy —dice la voz—. Escuche... hemos enviado a alguien a su apartamento. Dígame de nuevo cuál es el número de su permiso de conducir.

Se lo recito.

—Bien, voy a tener que hablar con usted en persona.

Se detiene y creo que espera que yo diga algo, pero no sé qué decir. Por fin, continúa.

—Creo que puede correr usted peligro, señor Arrendale. Quienquiera que esté haciendo esto no es alguien agradable. Cuando nuestros hombres intentaron sacar ese muñeco, hubo una pequeña explosión.

—¡Una explosión!

—Sí. Por suerte, nuestros hombres tuvieron mucho cuidado. No les gustó la situación, así que llamaron a los artificieros. Pero si hubiera sacado usted ese muñeco, podría haber perdido un dedo o dos. O le podría haber explotado en la cara.

—Ya veo.

De hecho puedo verlo, imaginarlo visualmente. Estuve a punto de tocar el muñeco... y si hubiera... de pronto siento frío. La mano empieza a temblarme.

—Tenemos que encontrar a esa persona. No hay nadie en casa de su instructor de esgrima...

—Tom da clase en la universidad —digo—. Ingeniería química.

—Eso nos ayudará. ¿Y su esposa?

—Lucía es doctora —digo—. Trabaja en el centro médico. ¿Cree de verdad que esa persona quiere herirme?

—Desde luego quiere causarle problemas —dice el oficial—. Y el vandalismo parece cada vez más violento. ¿Puede venir a la comisaría?

—No puedo marcharme hasta que termine el trabajo. El señor Crenshaw se enfadaría conmigo.

Si alguien está intentando hacerme daño, no quiero que nadie más se enfade.

—Vamos a enviar a alguien —dice el señor Stacy—. ¿En qué edificio está usted?

Le digo dónde y por qué puerta tiene que entrar y qué giros hay que hacer para llegar a nuestro aparcamiento.

—Estarán allí dentro de media hora —continúa él—. Tenemos huellas dactilares; necesitaremos las suyas para compararlas con las otras. Sus huellas deberían estar por todo el coche... y lo ha enviado a reparar últimamente, así que habrá otras huellas. Pero si encontramos unas que no se correspondan con las suyas o con las de los mecánicos... tendremos algo sólido para continuar.

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