La velocidad de la oscuridad (29 page)

BOOK: La velocidad de la oscuridad
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—Santo Dios. Habla usted en serio. —Sacude bruscamente la cabeza—. Lo siento. No me había... no sabía que fuese un genio matemático.

—No soy un genio matemático.

Empiezo a decir de nuevo que los cálculos son sencillos, al alcance de un colegial, pero eso sería inadecuado. Si él no puede hacerlos, podría sentirse mal.

—Pero... lo que está usted diciendo es... ¿seguir ese dicho significa que voy a equivocarme muchas veces?

—Matemáticamente, el dicho no puede tener más razón que ésa. Es sólo un dicho, no una fórmula matemática, y sólo las fórmulas valen para las matemáticas. En la vida real, dependerá de qué incidentes decide relacionar entre sí.

Intento pensar cómo explicárselo.

—Supongamos que camino del trabajo, en el tren, pongo la mano en algo que acaban de pintar. No veo el cartel de RECIÉN PINTADO o lo han tirado por accidente. Si relaciono el accidente de la pintura en mi mano con el accidente de caer un huevo al suelo y luego resbalar con una grieta de la acera y lo llamo acción hostil...

—Cuando es por su propio descuido. Ya veo. Dígame, ¿se reduce el porcentaje de error a medida que el número de incidentes relacionados aumenta?

—Por supuesto, si escoge los incidentes adecuados.

Él vuelve a sacudir la cabeza.

—Volvamos a usted y asegurémonos de elegir los incidentes adecuados. Alguien acuchilló los neumáticos de su coche en algún momento del miércoles por la noche, hace dos semanas. Los miércoles va usted a casa de un amigo para... ¿hacer prácticas de esgrima? ¿Eso es pelear con espadas o algo así?

—No son espadas de verdad —digo—. Sólo espadas de deporte.

—Vale. ¿Las guarda en el coche?

—No. Guardo mis cosas en casa de Tom. Varias personas lo hacen.

—Así que el motivo no podría haber sido el robo, en primer lugar. Y a la semana siguiente, le rompieron el parabrisas mientras estaba practicando, un coche al pasar. De nuevo, el ataque va dirigido contra su coche, y esta vez la situación de su coche deja claro que el atacante sabía dónde estaba usted el miércoles. Y este tercer ataque tuvo lugar el miércoles por la noche, entre el momento en que regresó a casa tras la esgrima y cuando se despertó por la mañana. El lapso de tiempo me sugiere que está relacionado con su grupo de esgrima.

—A menos que sea alguien que sólo tiene los miércoles por la noche para hacer cosas.

Él me mira un buen rato.

—Parece que no quiere aceptar la posibilidad de que alguien de su grupo de esgrima... o alguien que estaba en su grupo de esgrima, tenga algo contra usted.

Tiene razón. No quiero pensar que gente con la que me he estado reuniendo todas las semanas desde hace años no me aprecie. Que una de esas personas no me aprecie. Me siento seguro allí. Ellos son mis amigos. Puedo ver la pauta que el señor Stacy quiere que vea: es obvia, una simple asociación temporal, y yo ya la he visto, pero es imposible. Los amigos son personas que quieren cosas buenas para ti, no cosas malas.

—Yo no...

Se me cierra la garganta. Siento en la cabeza la presión que indica que no podré hablar con facilidad durante un rato.

—No está... bien... decir... lo que... no estás seguro... de que... sea... verdad.

Desearía no haber dicho nada sobre Don. Me siento mal.

—No quiere hacer ninguna falsa acusación —dice él.

Asiento, mudo.

Él suspira.

—Señor Arrendale, todo el mundo conoce a alguien a quien no le cae bien. No hace falta ser mala persona para ello. Y tomar precauciones razonables para no dejar que otras personas le hagan daño tampoco le convierte en una mala persona. Si hay alguien en ese grupo que tenga algo contra usted, justa o injustamente, puede que esa persona no sea la culpable de esto. Lo sé. No voy a meter a nadie en rehabilitación criminal sólo porque no le caiga usted bien. Pero no quiero que lo maten porque no nos tomamos esto en serio.

Sigo sin poder imaginar que nadie (Don) intente matarme. No he hecho daño a nadie, que yo sepa. La gente no mata por motivos triviales.

—Mi argumento es —dice el señor Stacy— que la gente mata por todo tipo de razones estúpidas. Razones triviales.

—No —murmuro. Las personas normales tienen razones para hacer lo que hacen, grandes razones para grandes cosas y razones pequeñas para pequeñas cosas.

—Sí —dice él. Su voz es firme; cree lo que está diciendo—. No todo el mundo, naturalmente. Pero alguien capaz de poner ese estúpido juguete en su coche, con el explosivo... en mi opinión no es una persona cuerda, señor Arrendale. Y por mi profesión estoy familiarizado con el tipo de gente que mata. Padres que arrojan a un hijo contra la pared por tomar un pedazo de pan sin permiso. Esposas y maridos que echan mano a un arma en mitad de una discusión por quién olvidó qué cosa en la tienda de comestibles. No creo que sea usted el tipo de hombre que hace acusaciones infundadas. Confíe en que investigaremos lo que nos diga y denos algo sobre lo que trabajar. Esta persona que lo está acosando a usted podría acosar a otro en otro momento.

No quiero hablar; siento tan tensa la garganta que me duele. Pero si pudiera pasarle a otra persona...

Mientras estoy pensando en qué decir, él continúa:

—Hábleme un poco más de ese grupo de esgrima. ¿Cuándo empezó a asistir?

Esto es algo a lo que puedo contestar, y lo hago. Él me pide que le cuente cómo funciona el entrenamiento, cuándo llega la gente, qué hacen, a qué hora se marchan.

Describo la casa, el patio, el sitio donde guardamos el equipo.

—Mis cosas están siempre en el mismo lugar —digo.

—¿Cuántas personas guardan su equipo en casa de Tom, en vez de traerlo y llevarlo?

—¿Además de mí? Dos —digo—. Algunos otros lo hacen si van a participar en un torneo. Pero tres de nosotros lo hacemos regularmente. Don y Sheraton son los otros.

Ya está. He mencionado a Don sin atragantarme.

—¿Por qué? —pregunta él tranquilamente.

—Sheraton viaja mucho. No viene todas las semanas, y una vez perdió un equipo completo de espadas cuando robaron en su apartamento mientras estaba de viaje de negocios en ultramar. Don... —Mi garganta amenaza con volver a cerrarse, pero insisto—. Don siempre se olvidaba sus cosas y las tenía que pedir prestadas, y al final Tom le dijo que las dejara allí, donde no podría olvidarlas.

—Don. ¿Es el mismo Don del que me habló por teléfono?

—Sí —digo yo. Todos mis músculos están tensos. Es mucho más difícil cuando él está aquí en mi oficina, mirándome.

—¿Estaba en el grupo cuando se unió usted a él?

—Sí.

—¿Quiénes son algunos de sus amigos del grupo?

Yo creía que todos eran mis amigos. Emmy dijo que era imposible que fueran mis amigos: ellos son normales y yo no. Pero creía que lo eran.

—Tom —digo—. Lucía. Brian. M-Marjory...

—Lucía es la esposa de Tom, ¿verdad? ¿Quién es esa Marjory?

Noto que el rostro se me acalora.

—Ella... ella es una persona que... que es mi amiga.

—¿Su novia? ¿Una amante?

Las palabras salen volando de mi cabeza más rápidas que la luz. Sólo puedo negar con la cabeza, mudo de nuevo.

—¿Alguien que desearía que fuera su novia?

Me quedo rígido. ¿Lo deseo? Por supuesto que lo deseo. ¿Me atrevo a esperarlo? No. Puedo negar con la cabeza o asentir; no puedo hablar. No quiero ver la expresión en la cara del señor Stacy; no quiero saber qué piensa. Quiero escapar a algún lugar tranquilo donde nadie me conozca y nadie haga preguntas.

—Déjeme sugerirle una cosa, señor Arrendale —dice el señor Stacy. Su voz suena a
staccato
, tallada en agudos trocitos de sonido que cortan en mis oídos, en mi comprensión—. Supongamos que le gusta de verdad esa mujer, esa Marjory...

Esa Marjory
, como si ella fuera un espécimen, no una persona. La sola idea de su rostro, su pelo, su voz, me inunda de calor.

—Y es usted tímido... Bueno, eso es normal en un tipo que no ha tenido muchas relaciones, y supongo que es su caso. Y tal vez usted le gusta a ella, y tal vez le gusta ser admirada desde lejos. Y a esa otra persona (tal vez Don, tal vez no) le fastidia que a ella parezca gustarle usted. Tal vez le gusta ella. Tal vez no le cae usted bien. Sea lo que sea, ve algo que no le gusta entre ustedes dos. Los celos son una causa bastante común de conducta violenta.

—Yo... no... quiero que él... sea... el otro —digo, jadeando.

—¿Le aprecia usted?

—Yo... sé... creo... pensaba... que... lo conozco... lo conocía...

Una negrura enfermiza gira y atraviesa la cálida sensación hacia Marjory. Recuerdo los momentos en los que él bromeó, rió, sonrió.

—La traición no es nunca divertida —dice el señor Stacy, como un sacerdote recitando los diez mandamientos. Ha sacado su ordenador de bolsillo y está introduciendo órdenes.

Puedo sentir algo oscuro gravitando sobre Don, como una gran nube de tormenta sobre un paisaje soleado. Quiero hacer que desaparezca, pero no sé cómo.

—¿Cuándo sale del trabajo? —pregunta el señor Stacy.

—Suelo salir a las cinco y media —digo—. Pero he perdido tiempo hoy por lo que le pasó a mi coche. Tengo que compensar ese tiempo.

Sus cejas vuelven a alzarse.

—¿Tiene que compensar el tiempo que ha perdido hablando conmigo?

—Por supuesto.

—Su jefe no parecía tan quisquilloso.

—No es el señor Aldrin —digo—. Compensaría el tiempo de todas formas, pero es el señor Crenshaw quien se enfada si piensa que no trabajamos lo bastante duro.

—Ah, ya veo —dice él. Su cara se ruboriza; ahora está muy brillante—. Sospecho que no me gustaría su señor Crenshaw.

—A mí no me gusta el señor Crenshaw. Pero debo hacerlo de todas formas. Compensaría el tiempo aunque no se enfadara.

—Estoy seguro de que sí. ¿A qué hora cree que saldrá hoy del trabajo, señor Arrendale?

Miro el reloj y calculo cuánto tiempo tengo que compensar.

—Si empiezo a trabajar ahora, puedo marcharme a las seis cincuenta y tres —digo—. Hay un tren que sale de la estación del campus a las siete-cero-cuatro, y si me doy prisa podré tomarlo.

—No tomará ese tren. Nos encargaremos de su traslado. ¿No me ha oído decir que nos preocupa su seguridad? ¿Tiene alguien con quien pueda quedarse unos cuantos días? Será más seguro que no esté en su apartamento.

Niego con la cabeza.

—No conozco a nadie —digo. No me he quedado en casa de nadie desde que me fui de casa; siempre he vivido en mi propio apartamento o en un hotel. No quiero ir a un hotel, ahora.

—Estamos buscando a ese Don ahora mismo, pero no es fácil de encontrar. Su jefe dice que hace varios días que no va a trabajar y no está en su apartamento. Estará usted bien aquí durante unas cuantas horas, supongo, pero no se marche sin comunicárnoslo, ¿de acuerdo?

Asiento. Es más fácil que discutir. Tengo la sensación de que esto sucede en una película o un programa, no en la vida real. No se parece a nada de lo que me hayan dicho jamás.

La puerta se abre de repente. Me sobresalto y doy un respingo. Es el señor Crenshaw. Parece enfadado.

—¡Lou! ¿Qué es eso de que tienes problemas con la policía?

Mira alrededor y se envara al ver al señor Stacy.

—Soy el teniente Stacy —dice el policía—. El señor Arrendale no tiene problemas con nosotros. Estamos investigando un caso cuya víctima es él. Le contó lo de los neumáticos acuchillados, ¿no?

—Sí... —El color del señor Crenshaw se difumina y vuelve a ruborizarse—. Lo hizo. ¿Pero es eso motivo para enviar a un policía aquí?

—No, no lo es. Los dos ataques siguientes, incluido un artefacto explosivo en su automóvil, lo son.

—¿Un artefacto explosivo? —El señor Crenshaw palidece de nuevo—. ¿Alguien está intentando herir a Lou?

—Eso creemos, sí —contesta el señor Stacy—. Nos preocupa la seguridad del señor Arrendale.

—¿Quién creen que es? —pregunta el señor Crenshaw. No espera una respuesta, sino que sigue hablando—. Está trabajando en algunos proyectos muy delicados para nosotros: podría ser un competidor que quisiera sabotearlos...

—No lo creo —dice el señor Stacy—. Hay pruebas que sugieren algo que no tiene nada que ver con su trabajo. No obstante, estoy seguro de que le preocupa a usted proteger a un empleado valioso... ¿Tiene su compañía un hotel para invitados o algún lugar donde el señor Arrendale pueda alojarse unos cuantos días?

—No... Quiero decir, ¿de verdad creen que es una amenaza seria?

Los párpados del detective se cierran un poco.

—Señor Crenshaw, ¿no es así? Me lo ha parecido por la descripción del señor Arrendale. Si alguien le quitara la batería del coche y la sustituyera por un artefacto preparado para explotar cuando abriera el capó, ¿lo consideraría una amenaza seria?

—Dios mío —dice el señor Crenshaw. Sé que no está llamando Dios al señor Stacy. Es su manera de expresar sorpresa. Me mira, y su expresión se intensifica—. ¿Qué has estado haciendo, Lou, para que alguien intente matarte? Ya conoces la política de la compañía; si averiguo que te has relacionado con elementos criminales...

—Está usted pisando en falso, señor Crenshaw. Nada indica que el señor Arrendale haya hecho nada malo. Sospechamos que el responsable puede ser alguien que envidia los logros del señor Arrendale... alguien que desearía que fuera menos capaz.

—¿Envidioso de sus privilegios? —dice el señor Crenshaw—. Eso tendría sentido. Siempre he dicho que el tratamiento especial para estas personas provocaría una reacción en aquellos que lo sufren como consecuencia. Tenemos trabajadores que no ven ningún motivo para que esta sección tenga su propio aparcamiento, gimnasio, sistema musical y cocinas.

Miro al señor Stacy, cuyo rostro se ha crispado. Algo que ha dicho el señor Crenshaw lo ha enfurecido, ¿pero qué? Habla arrastrando las palabras, en un tono que, me han enseñado, expresa desaprobación.

—Ah, sí... el señor Arrendale me ha dicho que desaprobaba usted las medidas de apoyo para mantener a los discapacitados en el mundo laboral.

—Yo no lo expresaría de esa manera —contesta el señor Crenshaw—. Depende de si son realmente necesarias o no. Las rampas para las sillas de ruedas, ese tipo de cosas, pero este supuesto apoyo no es más que un capricho...

—Y usted, tan experto, sabe qué es cada cosa, ¿verdad? —pregunta el señor Stacy. El señor Crenshaw se ruboriza de nuevo. Miro al señor Stacy. No parece asustado en absoluto.

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