Read La velocidad de la oscuridad Online
Authors: Elizabeth Moon
—Soltadlo —dice una voz—. Es la víctima.
Es el señor Stacy. No sé qué hace aquí. Me mira con el entrecejo fruncido.
—Señor Arrendale, ¿no le dijimos que tuviera cuidado? ¿Por qué no se fue directamente a casa después del trabajo? Si Dan no nos hubiera dicho que le echáramos un ojo...
—Yo... pensaba... he tenido cuidado... —digo. Es difícil hablar con todo este ruido a mi alrededor—. Pero necesitaba hacer la compra; es mi día de la compra.
Sólo entonces recuerdo que Don sabía que era mi día de hacer la compra, que lo había visto aquí antes un martes.
—Tiene suerte —dice el señor Stacy.
Don está boca abajo en el suelo, con dos hombres arrodillados encima: le han puesto los brazos a la espalda y le están colocando unas esposas. Tardan más tiempo y es más complicado que en las noticias. Don hace un ruido extraño, como si llorara. Cuando lo incorporan, llora. Las lágrimas le corren por la cara, marcando surcos en la suciedad. Lo siento. Me sentiría muy mal si llorara así delante de la gente.
—¡Hijo de puta! —me dice cuando me ve—. ¡Me has tendido una trampa!
—No te he tendido una trampa —digo. Quiero explicarle que no sabía que los policías estaban aquí, que ellos están molestos conmigo porque he salido del apartamento, pero se lo llevan.
—Cuando digo que es la gente como usted la que hace nuestro trabajo más difícil —dice el señor Stacy—, no me refiero a las personas autistas. Me refiero a las personas que no toman las precauciones elementales. —Todavía parece enfadado.
—Necesitaba hacer la compra.
—¿Como necesitaba hacer la colada el viernes pasado?
—Sí. Y es de día.
—Podría haberle pedido a alguien que la hiciera por usted.
—No sé a quién pedírselo.
Me mira de manera extraña y luego sacude la cabeza.
No conozco la música que resuena ahora en mi cabeza. No comprendo la sensación. Quiero saltar, reafirmarme, pero no hay ningún sitio donde hacerlo: el asfalto, las filas de coches, la parada del transporte público. No quiero subir al coche e irme a casa.
La gente sigue preguntándome cómo me siento. Algunos tienen luces brillantes que me apuntan a la cara. Siguen sugiriendo cosas como «desolado» y «asustado». No me siento desolado.
Desolado
significa «desconsolado o hundido». Me sentí desolado cuando murieron mis padres, pero no me siento así ahora. En el momento en que Don me estaba amenazando estaba asustado, pero más que eso me sentía estúpido y triste y enfadado.
Ahora me siento muy vivo y muy confuso. Nadie ha supuesto que podría sentirme feliz y nervioso. Alguien ha tratado de matarme y no lo ha conseguido. Todavía estoy vivo. Me siento muy vivo, muy consciente de la textura de la ropa sobre mi piel, del color de la luz, de la caricia del aire que entra y sale de mis pulmones. Sería un impulso sensorial abrumador, excepto que esta noche no lo es: es una buena sensación. Quiero correr y saltar y gritar, pero sé que no es adecuado. Me gustaría tomar a Marjory, si estuviera aquí, y besarla, pero eso es muy inadecuado.
Me pregunto si la gente normal reacciona a no morir sintiéndose desolada y triste e inquieta. Cuesta creer que alguien no se sienta feliz y aliviado, pero no estoy seguro. A lo mejor piensan que mis reacciones son distintas porque soy autista; no estoy seguro, así que no quiero decirles cómo me siento realmente.
—Creo que no debería ir conduciendo a casa —dice el señor Stacy—. Que uno de nuestros chicos lo lleve, ¿de acuerdo?
—Puedo conducir. No estoy tan trastornado.
Quiero estar solo en el coche, con mi propia música. Y no hay más peligro. Don ya no puede hacerme daño.
—Señor Arrendale —dice el teniente, acercando su cabeza a la mía—, puede que no crea que está trastornado, pero toda persona que pasa por una experiencia como ésta lo está. No conducirá con tanta seguridad como de costumbre. Debería dejar que conduzca otra persona.
Sé que será seguro conducir, así que niego con la cabeza. Él se encoge de hombros y dice:
—Alguien se pasará a tomarle declaración más tarde, señor Arrendale. Tal vez yo, tal vez otra persona.
Se marcha. Gradualmente, la multitud se dispersa.
El carrito de la compra está volcado; las bolsas están desparramadas, la comida dispersa y aplastada en el suelo. Tiene mal aspecto y el estómago se me revuelve un instante. No puedo dejar esta porquería aquí. Sigo necesitando los artículos; éstos están estropeados. No recuerdo cuáles están en el coche, y a salvo, y cuáles necesito sustituir. La idea de volver al ruidoso supermercado de nuevo es demasiado.
Debería recoger la porquería. Tiendo la mano; es repugnante. El pan aplastado y pisoteado en el pavimento sucio, el zumo desparramado, las latas abolladas. No tiene que gustarme, sólo tengo que hacerlo. Acerco la mano, levanto, llevo, tratando de tocar las cosas lo menos posible. Es un desperdicio de comida, y desperdiciar comida no está bien, pero no puedo comer pan sucio o zumo desparramado.
—¿Se encuentra bien? —pregunta alguien. Doy un respingo—. Lo siento... no tenía buen aspecto.
Los coches de policía se han ido. No sé cuándo se han marchado, pero ahora está oscuro. No sé cómo explicar lo que ha pasado.
—Me encuentro bien. La compra no.
—¿Quiere que le ayude? —pregunta. Es un hombre grande que se está quedando calvo, con pelo rizado alrededor de la coronilla. Lleva pantalones grises y una camiseta negra. No sé si debería dejarle ayudarme o no. No sé qué es adecuado en esta situación. No es algo que nos enseñaran en el colegio. Él ya ha recogido dos latas abolladas, una de salsa de tomate y otra de habichuelas.
—Éstas están bien —dice—. Sólo abolladas.
Me tiende la mano, sujetándolas.
—Gracias —respondo. Siempre es adecuado decir gracias cuando alguien te entrega algo. No quiero las latas abolladas, pero da igual que uno no quiera el regalo: hay que decir gracias.
Recoge la caja aplastada que antes estaba llena de arroz y la tira al contenedor de basura. Cuando todo lo que podemos recoger fácilmente está en el contenedor o en mi coche, se despide y se marcha. No sé su nombre.
Cuando llego a casa, todavía no son las siete. No sé cuándo vendrá un policía. Llamo a Tom para decirle lo que ha pasado porque él conoce a Don y yo no conozco a ninguna otra persona a quien llamar. Él dice que vendrá a mi apartamento. No necesito que venga, pero quiere venir.
Cuando llega, parece trastornado. Sus cejas están juntas y hay arrugas en su frente.
—Lou, ¿estás bien?
—Estoy bien.
—¿Don te ha atacado de verdad? —No espera a que yo conteste: continúa—. No puedo creerlo... Le hablamos de él a ese policía...
—¿Le hablaste de Don al señor Stacy?
—Después de lo de la bomba. Resultaba obvio, Lou, que tenía que ser alguien de nuestro grupo. Intenté decirte...
Recuerdo el momento en que Lucía nos interrumpió.
—Lo veíamos —continúa Tom—. Estaba celoso de ti y de Marjory.
—Me echa también la culpa por su trabajo —digo—. Ha dicho que yo era una rareza, que es culpa mía que no tuviera el trabajo que quiere, que la gente como yo no debería tener por amigas a mujeres normales como Marjory.
—Los celos son una cosa, romper cosas y hacer daño a la gente es algo muy distinto —dice Tom—. Siento que hayas tenido que pasar por esto. Creía que estaba enfadado conmigo.
—Estoy bien —repito—. No me ha hecho daño. Sabía que no le caía bien, así que no ha sido tan malo como podría haber sido.
—Lou, eres... sorprendente. Sigo pensando que en parte ha sido culpa mía.
No lo entiendo. Lo ha hecho Don. Tom no le dijo a Don que lo hiciera. ¿Cómo puede ser culpa de Tom, ni siquiera un poquito?
—Si lo hubiera previsto, si hubiera manejado a Don mejor...
—Don es una persona, no una cosa —digo yo—. Nadie puede controlar por completo a otra persona y está mal intentarlo.
Su cara se relaja.
—Lou, a veces pienso que eres el más sabio de todos nosotros. Muy bien. No ha sido culpa mía. Sigo lamentando que hayas tenido que pasar por todo esto. Y el juicio, también... eso no va a ser fácil para ti. Es duro para cualquiera verse implicado en un juicio.
—¿Juicio? ¿Por qué tengo que ir a juicio?
—Tú no, pero tendrás que ser testigo en el juicio de Don, estoy seguro. ¿No te lo han dicho?
—No.
No sé qué hace un testigo en un juicio. Nunca he querido ver los programas de televisión sobre juicios.
—Bueno, no será pronto y tendremos tiempo de hablar de ello. ¿Hay algo que podamos hacer ahora mismo Lucía y yo por ti?
—No. Estoy bien. Iré a practicar mañana.
—Me alegro. No quiero que te apartes porque temas que alguien más del grupo empiece a actuar como Don.
—No pensaba eso —digo. Es una idea tonta, pero entonces me pregunto si el grupo necesitaba a un Don y otro tendría que ocupar su lugar. Con todo, si alguien normal como Don puede ocultar tanta furia y violencia, tal vez toda la gente normal tiene ese potencial. No creo que yo lo tenga.
—Bien. Si tienes la más mínima duda al respecto, sobre cualquiera, por favor házmelo saber inmediatamente. Los grupos son curiosos. He estado en grupos en los que alguien a quien todo el mundo despreciaba se marchaba e inmediatamente encontrábamos a otra persona a quien despreciar, y entonces se convertía en otro marginado.
—¿Entonces hay una pauta en los grupos?
—Es una pauta —suspira—. Espero que no pase en este grupo y yo estaré ojo avizor. De algún modo, el problema de Don nos pasó inadvertido.
Suena el timbre. Tom mira alrededor, luego a mí.
—Creo que será un policía —digo—. El señor Stacy me dijo que alguien vendría a tomarme declaración.
—Me voy, entonces —dice Tom.
El policía, el señor Stacy, se sienta en mi sofá. Lleva pantalones beige y una camisa de cuadros de manga corta. Sus zapatos son marrones, con una superficie rugosa. Cuando ha entrado ha mirado alrededor y me he dado cuenta de que lo estaba observando todo. Danny mira las cosas de la misma manera, calibrando.
—Tengo los informes sobre los actos vandálicos anteriores, señor Arrendale. Así que si me dice qué ha sucedido esta noche...
Es una tontería. Él estaba allí. Me lo preguntó en ese momento y yo se lo dije entonces y él lo anotó todo en su ordenador de bolsillo. No comprendo por qué está aquí otra vez.
—Es mi día de hacer la compra —digo—. Siempre voy a hacer la compra al mismo supermercado porque es más fácil encontrar cosas en un supermercado cuando uno ha estado allí todas las semanas.
—¿Va a la misma hora todas las semanas?
—Sí. Voy después del trabajo y antes de preparar la cena.
—¿Y hace una lista?
—Sí.
Pienso «Por supuesto», pero tal vez el señor Stacy no cree que todo el mundo haga una lista.
—Pero tiré la lista cuando llegué a casa.
Me pregunto si querrá que la recoja de la basura.
—Muy bien. Me preguntaba hasta qué punto eran predecibles sus movimientos.
—Ser predecible es bueno —digo. Estoy empezando a sudar—. Es importante tener rutinas.
—Sí, por supuesto. Pero tener rutinas facilita que quien quiere hacerle daño pueda encontrarlo. Recuerde que se lo advertí la semana pasada.
No había pensado en eso.
—Pero continúe, no quería interrumpirlo. Cuéntemelo todo.
Parece extraño tener a alguien escuchando con tanta atención cosas sin importancia como el orden en el que hago la compra. Pero me ha dicho que se lo cuente todo. No sé qué tiene esto que ver con el ataque, pero le cuento de todas formas cómo organicé mi compra y no tuve que rehacer mis pasos.
—Entonces salí —digo—. Anochecía, no estaba completamente oscuro pero las luces del aparcamiento brillaban. Yo había aparcado en la fila de la izquierda, once espacios más allá.
Me gusta cuando puedo aparcar en los números primos, pero no se lo digo.
—Tenía las llaves en la mano y abrí el coche. Saqué las bolsas con la compra del carrito y las metí en el coche.
No creo que quiera oír que puse las cosas pesadas en el suelo y las ligeras en el asiento.
—Oí el carrito moverse detrás de mí y me di media vuelta. Fue entonces cuando Don me habló.
Hago una pausa, tratando de recordar las palabras exactas que empleó y el orden.
—Parecía muy enfadado —digo—. Su voz era ronca. Dijo: «Todo es culpa tuya. Es culpa tuya que Tom me echara.»
Hago de nuevo una pausa. Don dijo un montón de cosas muy rápido y no estoy seguro de recordarlas todas en el orden correcto. No estaría bien decirlas mal.
El señor Stacy espera, mirándome.
—No estoy seguro de recordarlo todo exactamente —digo.
—No importa. Cuénteme lo que recuerde.
—Dijo: «Es culpa tuya que Marjory me dijera que me fuese.» Tom es la persona que organizó el grupo de esgrima. Marjory es... ya le hablé de Marjory la semana pasada. Nunca fue novia de Don.
Me siento incómodo hablando de Marjory. Ella debería hablar por sí misma.
—A Marjory le gusto, en cierto modo, pero...
No puedo decir esto. No sé si le gusto a Marjory como conocido o como amigo o... o más. Si digo «no como amante», ¿será verdad? No quiero que sea verdad.
—Dijo: «Las rarezas deberían emparejarse con las rarezas, si es que tienen que emparejarse.» Estaba muy enfadado. Dijo que era culpa mía que haya una depresión y que no tenga un buen trabajo.
—Mmm. —El señor Stacy tan sólo emite ese débil sonido y sigue allí sentado.
—Me dijo que subiera al coche. Acercó el arma. No es bueno subir al coche con un atacante: eso apareció en un programa de televisión el año pasado.
—Sale en las noticias todos los años —dice el señor Stacy—. Pero algunas personas lo hacen. Me alegro de que usted no lo hiciera.
—Pude ver su pauta. Así que me moví... esquivé su mano armada y lo golpeé en el estómago. Sé que está mal golpear a alguien, pero él quería hacerme daño.
—¿Vio su pauta? ¿Qué es eso?
—Hemos estado años juntos en el grupo de esgrima —digo—. Cuando mueve el brazo derecho hacia adelante para atacar, siempre mueve también el pie derecho, y luego el izquierdo al lado, y entonces mueve el hombro hacía afuera, y su siguiente golpe es a la derecha. Así que supe que, si lo paraba con un gesto amplio y luego golpeaba en el centro, tendría una oportunidad de golpearlo antes de que me hiciera daño.