La velocidad de la oscuridad (12 page)

BOOK: La velocidad de la oscuridad
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El hombre que la sigue en la cola tiene una extraña expresión en la cara; no puedo decir si está de acuerdo o no. Me gustaría que alguien le dijera que se calle. Si yo le digo que se calle, es una grosería.

—Espero no haberle molestado —dice, con voz más alta, y sus cejas se alzan. Está esperando a que dé la respuesta adecuada.

Creo que no hay ninguna respuesta adecuada.

—No la conozco a usted —digo, manteniendo la voz muy baja y tranquila. Quiero decir: «No la conozco y no quiero hablar de Emmy ni de Marjory ni de nada personal con alguien a quien no conozco.»

Su cara se hincha; me doy la vuelta rápidamente. Detrás de mí oigo un «¡bien!» apagado, y después la voz de un hombre murmurando suavemente:

—Le está bien empleado.

Creo que es el hombre que está detrás de la mujer, pero no me doy la vuelta para mirar. Ya sólo quedan dos personas antes que yo en la cola: miro hacia delante sin concentrarme en nada en particular, intentando oír de nuevo la música, pero no puedo. Todo lo que oigo son ruidos.

Cuando salgo con la compra, el pegajoso calor parece aún peor que cuando entré. Puedo olerlo todo: el caramelo en los envoltorios descartados, mondas de fruta, chicle, desodorante y champú, el asfalto del aparcamiento, el humo de los tubos de escape. Dejo la compra en la parte trasera del coche mientras lo abro.

—Eh —dice alguien. Me doy la vuelta y doy un respingo. Es Don. No esperaba ver aquí a Don. No esperaba ver a Marjory aquí tampoco. Me pregunto si otra gente del grupo de esgrima compra aquí también—. Hola, amigo —dice. Lleva una camisa de punto de rayas y pantalones oscuros. No lo he visto nunca antes vestido así: cuando viene a esgrima lleva camiseta y vaqueros o el traje.

—Hola, Don.

No me acerco a él aunque es un amigo. Hace demasiado calor y necesito llevar la compra a casa y guardarla. Tomo la primera bolsa y la meto en el asiento trasero.

—¿Es aquí donde compras? —pregunta. Es una pregunta tonta cuando estoy aquí de pie con las bolsas de la compra en el coche. ¿Cree que las he robado?

—Vengo los martes.

Él parece desaprobarlo. A lo mejor los martes le parecen un mal día para hacer la compra... pero entonces, ¿por qué está aquí?

—¿Vas a ir a tirar mañana?

—Sí —digo. Meto la otra bolsa en el coche y cierro la puerta trasera.

—¿Vas a ir a ese torneo? —Me mira de esa manera que me hace querer agachar la cabeza o marcharme.

—Sí —respondo—. Pero ahora tengo que irme a casa.

Hay que conservar la leche a cuatro grados o menos. Estamos al menos a treinta grados en el aparcamiento, y la leche que he comprado se calentará.

—Sigues una verdadera rutina, ¿eh?

No sé cómo puede haber una rutina falsa. Me pregunto si esto es como
verdadera sanguijuela
.

—¿Haces lo mismo todos los días?

—Lo mismo todos los días no —digo—. Las mismas cosas los mismos días.

—Oh, bien —dice—. Bueno, te veré mañana, chico regular.

Se ríe. Es una risa extraña, no como si realmente lo estuviera disfrutando. Abro la puerta de delante y me meto en el coche: él no dice nada ni se marcha. Cuando arranco, se encoge de hombros, un gesto brusco, como si algo le hubiera picado.

—Adiós —digo, siendo amable.

—Sí —dice él—. Adiós.

Sigue allí de pie cuando me marcho. Por el retrovisor lo veo en el mismo sitio hasta que casi llego a la calle. Giro a la derecha: cuando vuelvo a mirar atrás, se ha ido.

En mi apartamento se está más tranquilo que afuera, pero no se está tranquilo del todo. Debajo de mí, el policía Danny Bryce tiene la tele puesta, y sé que está viendo un concurso con público en el estudio. Encima, la señora Sanderson arrastra sillas a la mesa de la cocina. Oigo el tictac de mi despertador y el leve zumbido del transformador de energía de mi ordenador. Cambia de tono levemente a medida que la energía cambia. De fuera siguen llegando ruidos: el traqueteo de un tren de oficinistas, el gemido del tráfico, voces en el patio de al lado.

Cuando estoy inquieto resulta más difícil ignorar los sonidos. Si me dedico a mi música, disminuirá la mayoría de ellos, pero seguirán allí, como juguetes empujados bajo una alfombra gruesa. Guardo la compra, limpiando las gotitas de condensación del cartón de leche, y luego pongo mi música. No demasiado fuerte: no debo molestar a mis vecinos. El disco que está en el reproductor es de Mozart, que normalmente funciona. Noto que la tensión escapa, poco a poco.

No sé por qué me ha hablado esa mujer. No debería haberlo hecho. El supermercado es territorio neutral; ella no debería hablar con desconocidos. Yo estaba a salvo hasta que reparó en mí. Si Emmy no hubiera hablado tan alto, la mujer no me habría advertido. Lo dijo. No me gusta mucho Emmy de todas formas; siento que el cuello se me acalora cuando pienso en lo que dijo Emmy y en lo que dijo la mujer.

Mis padres decían que no debía reprochar a la gente que advertía que yo era diferente. No debería reprocharle nada a Emmy. Debería mirarme a mí mismo y pensar en lo sucedido.

No quiero hacerlo. No he hecho nada malo. Tengo que ir de compras al supermercado. Estaba allí por el motivo adecuado. Me estaba comportando bien. No he hablado con desconocidos ni he hablado solo en voz alta. No he ocupado más espacio en el pasillo del que debía. Marjory es mi amiga; no he hecho mal al hablar con ella y ayudarla a encontrar el arroz y el papel de aluminio.

Emmy se ha equivocado. Emmy ha hablado demasiado alto y por eso la mujer se ha dado cuenta. Pero incluso así, la mujer debería haberse dedicado a sus propios asuntos. Aunque Emmy hablara demasiado alto, no ha sido culpa mía.

6

Necesito saber si lo que siento es lo que sienten las personas normales cuando están enamoradas. En el colegio, en las clases de lengua, nos contaron algunas historias sobre gente enamorada, pero los profesores siempre nos decían que eran ficticias. No sé de qué manera eran ficticias. No lo pregunté entonces, porque no me importaba. Me pareció que eran una tontería. El señor Neilson, de Educación para la Salud, dijo que todo era una cuestión de hormonas y que no hiciéramos nada estúpido. La forma en que describió el intercambio sexual me hizo desear no tener nada ahí abajo, ser como un muñeco de plástico. No podía imaginar tener que meter
esto
en
aquello
. Y las palabras para esas partes del cuerpo son feas. Los capullos se cortan; ¿quién querría tener un capullo? Siempre pienso en espinas. Las otras palabras no son mucho mejores, y el término médico oficial,
pene
, suena lastimoso. Pene, nene... Las palabras para el acto en sí son palabras feas y resonantes, que me hacen pensar en el dolor. La idea de esa cercanía, de tener que respirar el aliento de otra persona, de oler su cuerpo tan cerca... repugnante. El vestuario ya era bastante malo; siempre me daba ganas vomitar.

Era repugnante entonces. Ahora... el olor del cabello de Marjory cuando ha estado practicando me da ganas de acercarme. Aunque usa jabón aromático para la ropa, aunque usa un desodorante con olor a polvo, hay algo... Pero la
idea
sigue siendo horrible. He visto imágenes; sé cómo es el cuerpo de una mujer. Cuando estaba en el colegio, los chavales pasaban pequeños videoclips de mujeres desnudas bailando y hombres y mujeres practicando el sexo. Siempre estaban acalorados y sudorosos cuando hacían eso, y sus voces sonaban diferentes, más parecidas a las voces de los chimpancés en los programas de la naturaleza. Quise verlo al principio, porque no sabía nada (mis padres no tenían cosas como ésa en casa) pero resultaba aburrido, y todas las mujeres parecían un poco enfadadas o asustadas. Pensé que si lo estaban disfrutando, tendrían que haber parecido felices.

Nunca quise hacer que nadie pareciera asustado o enfadado. No es bueno estar asustado o enfadado. Las personas asustadas cometen errores. Las personas enfadadas cometen errores. El señor Neilson dijo que era normal tener sensaciones sexuales, pero no explicó cuáles eran, no de una forma que yo pudiera comprender. Mi cuerpo creció igual que los cuerpos de los otros chicos; recuerdo lo mucho que me sorprendí la primera vez que encontré los primeros pelos oscuros creciendo en mi entrepierna. Nuestro profesor nos había hablado de espermas y óvulos y cómo crecían las cosas a partir de semillas. Cuando vi esos pelos pensé que alguien había plantado semillas y no supe cómo. Mi madre me explicó que era la pubertad, y me dijo que no hiciera ninguna estupidez.

Nunca estuve seguro de a qué tipo de sensación se referían, una sensación corporal como calor y frío o una sensación mental como feliz y triste. Cuando veía las imágenes de chicas desnudas a veces tenía una sensación corporal, pero la única sensación mental que experimentaba era de disgusto.

He visto a Marjory practicando esgrima y sé que le gusta, pero no sonríe casi nunca. Dicen que un rostro sonriente es un rostro feliz. ¿Tal vez están equivocados? ¿Tal vez debería disfrutarlo?

Cuando llego a casa de Tom y Lucía, ella me dice que vaya al patio. Está haciendo algo en la cocina: puedo oír el sonido de las sartenes. Huelo a especias. No ha llegado nadie todavía.

Tom está lijando la punta de una de sus hojas cuando llego al patio. Empiezo a hacer estiramientos. Son la única pareja que conozco que lleva casada tanto tiempo, y como mis padres están muertos no puedo preguntarles cómo es el matrimonio.

—A veces Lucía y tú os enfadáis —digo, observando la cara de Tom para ver si va a enfadarse conmigo.

—Las personas casadas discuten a veces —responde Tom—. No es fácil vivir con alguien durante tantos años.

—¿Os...? —No se me ocurre cómo decir lo que quiero decir—. Si Lucía se enfada contigo... si tú te enfadas con ella... ¿eso significa que ya no os queréis?

Tom parece sobresaltarse. Luego se echa a reír, con una risa tensa.

—No, pero es difícil de explicar, Lou. Nos queremos, nos queremos incluso cuando estamos enfadados. El amor está detrás del enfado, como una pared tras una cortina o la tierra cuando una tormenta pasa por encima. La tormenta pasa, y la tierra sigue allí.

—Si hay tormenta a veces hay riadas, o las casas son arrastradas.

—Sí, y a veces, si el amor no es lo bastante fuerte o el enfado es lo bastante grande, la gente deja de quererse. Pero nosotros no.

Me pregunto cómo puede estar tan seguro. Lucía se ha enfadado tantas veces en los últimos tres meses... ¿Cómo puede saber Tom que ella todavía lo quiere?

—Las personas a veces pasan malos momentos —dice Tom, como si supiera lo que estoy pensando—. Lucía ha estado inquieta últimamente por una situación en el trabajo. Cuando descubrió que te estaban presionando para que siguieras el tratamiento, eso la molestó también.

Nunca había pensado que las personas normales tuvieran problemas en el trabajo. Las únicas personas normales que conozco han tenido el mismo trabajo desde que las conozco. ¿Qué clase de problemas tienen las personas normales? No pueden tener a un señor Crenshaw diciéndoles que tomen medicinas que no quieren tomar. ¿Qué los hace enfadar en el trabajo?

—¿Lucía está enfadada a causa de su trabajo y por mi causa?

—En parte, sí. Se le han venido encima muchas cosas a la vez.

—No me siento cómodo cuando Lucía está enfadada.

Tom emite un ruido curioso que es en parte risa y en parte algo más.

—Y que lo digas.

Sé que no quiere decir que lo repita, aunque sigue pareciéndome una tontería decir «estoy de acuerdo contigo» o «tienes razón».

—He estado pensando en el torneo —digo—. He decidido...

Marjory sale al patio. Siempre entra por la casa, aunque mucha gente lo hace por la puerta lateral del patio. Me pregunto cómo sería si Marjory se enfadara conmigo como Lucía se enfada con Tom o como Tom y Lucía se han enfadado con Don. Siempre me he sentido molesto cuando la gente se enfada conmigo, incluso gente que no me gusta. Creo que sería peor que Marjory se enfadara conmigo, incluso peor que mis padres.

—Has decidido... —Tom no llega a preguntarlo. Entonces alza la mirada y ve a Marjory—. Ah. ¿Bien?

—Me gustaría intentarlo —digo yo—. Si sigue pareciéndote bien.

—Oh —dice Marjory—. ¿Has decidido participar en el torneo, Lou? ¡Que bien!

—Está muy bien —continúa Tom—. Pero ahora tienes que escuchar mi charla estándar número uno. Ve a por tus cosas, Marjory; Lou tiene que prestar atención.

Me pregunto cuántas charlas tiene y por qué necesito una charla numerada para participar en un torneo de esgrima. Marjory entra en la casa y entonces me resulta más fácil escuchar a Tom.

—Primero, desde ahora y hasta entonces, practicarás tanto como puedas. Todos los días, si es posible, hasta el último. Si no puedes venir aquí, al menos haz estiramientos, trabaja las piernas y haz ejercicios de control en casa.

No creo que pueda venir a casa de Tom y Lucía todos los días. ¿Cuándo haría la colada o la compra o limpiaría mi coche?

—¿Cuántos debería hacer?

—Cada vez que tengas tiempo, sin llegar a lastimarte —dice Tom—. Luego, una semana antes, comprueba todo tu equipo. Lo tienes en buen estado, pero es bueno comprobarlo. Lo repasaremos juntos. ¿Tienes una espada de recambio?

—No... ¿debería pedir una?

—Sí, si puedes permitírtela. En caso contrario, puedes usar una de las mías.

—Puedo pedir una. —No entra en mi presupuesto, pero ahora tengo suficiente.

—Bien, entonces. Querrás tener todo tu equipo comprobado, limpio y listo para guardar. El día antes, no practiques... necesitarás relajarte. Empaqueta tus cosas y luego ve a dar un paseo o algo así.

—¿Podría quedarme en casa?

—Podrías, pero es buena idea hacer un poco de ejercicio, pero sin pasarse. Cena bien, vete a la cama a la hora de costumbre.

Puedo comprender lo que pretende este plan, pero será difícil hacer lo que Tom quiere e ir al trabajo y hacer las otras cosas que debo hacer. No tengo que ver la tele o jugar en la red con mis amigos, y no tengo que ir al Centro el sábado, aunque suelo hacerlo.

—¿Habrá... prácticas de esgrima otras noches aparte de los miércoles?

—Para los estudiantes que participan en el torneo, sí —dice Tom—. Ven cualquier día menos el martes. Ésa es nuestra noche especial.

Siento que el rostro se me acalora. Me pregunto cómo será tener una noche especial.

—Hago mis compras el martes —digo.

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