La velocidad de la oscuridad (4 page)

BOOK: La velocidad de la oscuridad
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Si existiera un tratamiento semejante (y no es que Aldrin lo creyera), ¿ayudaría a su hermano? Odió a Crenshaw por haberle puesto aquel anzuelo delante. Por fin había aceptado a Jeremy tal como era; había dejado atrás el viejo resentimiento y la culpa. Si Jeremy cambiaba, ¿qué significaría eso?

2

El señor Crenshaw es el nuevo director general. El señor Aldrin, nuestro jefe, lo trajo de visita el primer día. No me agradó mucho (el señor Crenshaw, quiero decir) porque tenía el mismo tono de voz de falsa alegría que el profesor de educación física de mi colegio, el que quería ser entrenador de fútbol en el instituto. Entrenador Jerry, teníamos que llamarlo. Pensaba que la clase de educación especial era una estupidez, y todos lo odiábamos. No odio al señor Crenshaw, pero tampoco me gusta.

Hoy camino del trabajo me detengo en un semáforo en rojo, en el cruce de la calle con la carretera. El coche que tengo delante es un monovolumen azul medianoche con matrícula de otro estado, Georgia. Tiene un osito de peluche con pequeñas ventosas de goma en el parabrisas trasero. El oso me sonríe con expresión estúpida. Me alegro de que sea un juguete; odio que en el asiento de atrás haya un perro mirándome. Normalmente me ladran.

El semáforo cambia y el monovolumen sale disparado. Antes de que yo pueda pensar «¡No, no lo hagas!», dos coches se saltan el semáforo en rojo, una furgoneta beige con una franja marrón y un contenedor frigorífico naranja en la parte trasera y un sedán marrón, y la furgoneta golpea de lleno al monovolumen. El ruido es ensordecedor, chirrido/chasquido/aplastamiento, todo junto, y la furgoneta y el monovolumen giran, esparciendo arcos de cristal brillante... Quiero desaparecer en mi interior mientras las grotescas formas se acercan girando. Cierro los ojos.

El silencio regresa lentamente, recalcado por los claxons de aquellos que no saben por qué se ha detenido el tráfico. Abro los ojos. El semáforo está en verde. La gente ha bajado de sus coches; los conductores de los vehículos siniestrados se mueven, hablan.

El código de circulación dice que cualquier persona implicada en un accidente no debería abandonar el lugar. El código de circulación dice que hay que pararse y prestar ayuda. Pero yo no estoy implicado, porque sólo unos pocos fragmentos de cristal roto han tocado mi coche. Y hay montones de gente para prestar ayuda. No estoy entrenado para prestar ayuda.

Miro con cuidado hacia atrás y lenta, cuidadosamente, me alejo del accidente. La gente me mira con furia. Pero yo no he hecho nada malo: no he tenido nada que ver con el accidente. Si me quedara, llegaría tarde al trabajo. Y tendría que hablar con los policías. Me dan miedo los policías.

Estoy temblando cuando llego al trabajo, así que en vez de ir a mi oficina voy primero al gimnasio. Pongo «Polca y fuga» de
Schwanda el gaitero
, porque necesito dar saltos grandes y realizar movimientos amplios. Me tranquilizo un poco dando botes cuando aparece el señor Crenshaw, con la cara resplandeciente de un feo tono beige rojizo.

—Vaya, vaya, Lou —dice. El tono es cuidadoso, como si quisiera parecer jovial pero estuviera muy enfadado. El Entrenador Jerry solía hablar así—. Te gusta mucho el gimnasio, ¿eh?

La respuesta larga es siempre más interesante que la corta. Sé que la mayoría de la gente quiere la respuesta corta y sin interés en vez de la respuesta larga e interesante, así que trato de recordarlo cuando me hacen preguntas que podrían tener respuestas largas si ellos las entendieran. El señor Crenshaw sólo quiere saber si me gusta la sala del gimnasio. No quiere saber cuánto.

—Está bien —le digo.

—¿Necesitas algo que no tengas aquí?

—No.

Necesito muchas cosas que no hay aquí, incluyendo comida, agua y un lugar para dormir, pero él quiere decir si necesito algo en esta sala para el propósito para la que fue diseñada y que no haya.

—¿Necesitas esa música?

La música. Laura me enseñó que cuando la gente dice «esa» delante de un sustantivo implica una actitud acerca del contenido del sustantivo. Estoy intentando pensar qué actitud tiene el señor Crenshaw hacia esa música cuando continúa hablando, como suele hacer la gente, antes de que yo pueda responder.

—Es difícil —dice—. Intentar tener toda esa música a mano. Las grabaciones se gastan... sería más fácil si pudiéramos sintonizar la radio.

La radio de aquí emite sonidos fuertes o esas canciones quejumbrosas, no música. Y los anuncios, aún más fuertes, cada pocos minutos. No hay ningún ritmo, nada que yo pueda utilizar para relajarme.

—La radio no funcionará —digo. Sé que es demasiado brusco porque su rostro se endurece. Tengo que decir más, no la respuesta corta, sino la larga—. La música tiene que fluir a través de mí —digo—. Tiene que ser la música adecuada para que surta el efecto adecuado, y tiene que ser música, no canciones ni charlas. Sucede lo mismo con cada uno de nosotros. Necesitamos nuestra propia música, la música que funciona para nosotros.

—Estaría bien —dice el señor Crenshaw con una voz que tiene más tonos de furia— si cada uno de nosotros pudiera tener la música que más le gusta. Pero la mayoría de la gente —dice «la mayoría de la gente» con ese tono que significa «la gente de verdad, la gente real»—, la mayoría de la gente tiene que escuchar lo que hay disponible.

—Comprendo —digo, aunque no lo comprendo. Todo el mundo podría traer un reproductor y su propia música y ponerse auriculares mientras trabaja, como hacemos nosotros—. Pero para nosotros... —para nosotros, los autistas, los incompletos— tiene que ser la música adecuada.

Ahora parece realmente enfadado, los músculos abultan en sus mejillas, su cara se pone más roja y más brillante. Puedo ver la tensión en sus hombros, su camisa estirada sobre ellos.

—Muy bien —dice. No quiere decir que esté muy bien. Quiere decir que tiene que dejarnos poner la música adecuada, pero que lo cambiaría si pudiera. Me pregunto si las palabras del papel de nuestros contratos son lo bastante fuertes para impedirle cambiarlo. Pienso en preguntárselo al señor Aldrin.

Tardo otros quince minutos en calmarme lo suficiente para ir a mi oficina. Estoy empapado de sudor. Huelo mal. Cojo mi ropa de recambio y me doy una ducha. Finalmente me siento a trabajar, una hora y cuarenta y siete minutos después de la hora de empezar; trabajaré hasta tarde esta noche para compensarlo.

El señor Crenshaw viene de nuevo a la hora de cerrar, cuando todavía estoy trabajando. Abre mi puerta sin llamar. No sé cuánto tiempo ha pasado antes de que me dé cuenta de su presencia, pero estoy seguro de que no ha llamado. Doy un respingo cuando dice «¡Lou!», y me doy la vuelta.

—¿Qué estás haciendo? —me pregunta.

—Trabajando —contesto. ¿Qué se pensaba? ¿Qué más podría estar haciendo en mi oficina, en mi puesto de trabajo?

—Déjame ver —dice, y se acerca a mi mesa. Se coloca detrás de mí; siento que mis nervios se acumulan bajo mi piel como una alfombra pisoteada. Odio que la gente se coloque detrás de mí—. ¿Qué es eso?

Señala una línea de símbolos separados de la masa de arriba y de abajo por una línea en blanco. Llevo todo el día ocupado con esa línea, tratando de conseguir que haga lo que quiero que haga.

—Será el... el enlace entre esto —señalo los bloques de arriba— y esto —señalo los bloques de abajo.

—¿Y qué son? —pregunta él.

¿De verdad no lo sabe? ¿O usa lo que los libros llaman discurso instructivo, como cuando los maestros hacen preguntas cuyas respuestas ya saben para averiguar si los estudiantes lo saben? Si realmente no lo sabe, entonces lo que yo diga no tendrá para él ningún sentido. Si realmente lo sabe, se enfadará cuando averigüe que creo que no lo sabe.

Sería más sencillo si la gente dijera lo que quiere decir.

—Éste es el sistema de tres capas de síntesis —digo. Es una respuesta adecuada, aunque breve.

—Oh, ya veo —dice él. Su voz sonríe. ¿Cree que estoy mintiendo? Veo un reflejo borroso y distorsionado de su cara en la bola brillante de mi mesa. Es difícil saber qué expresión es.

—El sistema de tres capas se incluirá en el seno de los códigos de producción —digo, tratando con todas mis fuerzas de permanecer tranquilo—. Esto asegura que el usuario final pueda definir los parámetros de producción pero no pueda cambiarlos para convertirlos en algo dañino.

—¿Y tú entiendes esto?

¿Qué esto es esto? Yo comprendo lo que hago. No siempre comprendo por qué hay que hacerlo. Opto por la respuesta corta y fácil.

—Sí.

—Bien —dice él. Parece tan falso como por la mañana—. Has empezado tarde hoy.

—Me quedo hasta tarde esta noche —digo—. He llegado una hora y cuarenta y siete minutos tarde. He trabajado durante el almuerzo, treinta minutos. Me quedaré una hora y diecisiete minutos más.

—Eres honrado —dice él, claramente sorprendido.

—Sí —respondo. No me vuelvo a mirarlo. No quiero verle la cara. Después de siete segundos se vuelve para marcharse. Desde la puerta, tiene la última palabra.

—Las cosas no pueden seguir así, Lou. Habrá cambios.

Nueve palabras. Nueve palabras que me hacen estremecer cuando se cierra la puerta.

Pongo en marcha el ventilador y mi oficina se llena de reflejos chispeantes, giratorios. Sigo trabajando, una hora y diecisiete minutos. Esta noche no me siento tentado a trabajar más. Es miércoles, y tengo cosas que hacer.

Fuera, el clima es suave, un poco húmedo. Tengo mucho cuidado al conducir de vuelta a casa, donde me pongo una camiseta y pantalones cortos y como un trozo de pizza fría.

Una de las cosas de las que nunca le hablo a la doctora Fornum es de mi vida sexual. Ella no cree que yo tenga vida sexual, porque cuando pregunta si tengo un compañero o una compañera, sólo digo que no. No pregunta más. A mí me parece bien, porque no quiero hablar del tema con ella. No me resulta atractiva, y mis padres decían que el único motivo para hablar de sexo era averiguar cómo satisfacer a tu pareja y ser complacido por tu pareja. O, si algo iba mal, entonces se hablaba con un doctor.

Nunca me ha pasado nada. Algunas cosas fueron mal desde el principio, pero esto es diferente. Pienso en Marjory mientras termino mi pizza. Marjory no es mi compañera sexual, pero ojalá fuera mi novia. La conocí en clase de esgrima, no en uno de los acontecimientos sociales para gente discapacitada a los que la doctora Fornum piensa que yo debería ir. No le hablo de la esgrima a la doctora Fornum porque se preocuparía por mis tendencias violentas. Si el
laser tag
ya fue suficiente para inquietarla, las largas espadas puntiagudas le darían pánico. No le hablo a la doctora Fornum de Marjory porque haría preguntas y no quiero responder. Así que eso hace dos grandes secretos, las espadas y Marjory.

Cuando termino de comer, voy en coche a la clase de esgrima, en casa de Tom y Lucía. Marjory estará allí. Cierro los ojos, pensando en Marjory, pero estoy conduciendo y no es seguro. Pienso mejor en música, en el coro de la
Cantata número 39
de Bach.

Tom y Lucía tienen una casa grande con un gran patio trasero rodeado por una verja. No tienen hijos, aunque son mayores que yo. Al principio pensé que era porque a Lucía le gusta tanto trabajar con sus clientes que no quería quedarse en casa con los niños, pero le he oído contarle a alguien que Tom y ella no pueden tener hijos. Tienen muchos amigos, y ocho o nueve suelen aparecer normalmente para practicar esgrima. No sé si Lucía le ha dicho a alguien del hospital que practica esgrima o que a veces invita a clientes para que vengan a aprender. Creo que el hospital no lo aprobaría. Yo no soy la única persona bajo supervisión psiquiátrica que va a casa de Tom y Lucía a aprender a luchar con espadas. Se lo pregunté una vez, y ella tan sólo se echó a reír y dijo:

—Lo que no sepan, no los asustará.

Llevo cinco años tirando aquí. Ayudé a Tom a colocar la nueva superficie de la zona de esgrima, de un material que normalmente se utiliza para las pistas de tenis. Ayudé a Tom a construir la repisa de la habitación del fondo, donde guardamos nuestras espadas. No quiero tener mis espadas en el coche o en mi apartamento, porque sé que asustaría a algunas personas. Tom me advirtió al respecto. Es importante no asustar a la gente. Así que dejo mi equipo de esgrima en la casa de Tom y Lucía, y todo el mundo sabe que el segundo equipo a mano izquierda es mío, y también lo es la segunda percha a mano derecha y mi careta tiene su propio hueco en el armario de las caretas.

Primero hago mis estiramientos. Tengo cuidado y hago todos los estiramientos; Lucía dice que soy un ejemplo para los demás. Don, por ejemplo, apenas hace todos sus estiramientos, y siempre se está quejando de la espalda o se lastima algún músculo. Entonces se sienta a un lado y se queja. Yo no soy tan bueno como él, pero no me lastimo por olvidar las reglas. Ojalá él siguiera las reglas, porque me entristece cuando un amigo se lastima.

Cuando he estirado los brazos, los hombros, la espalda, las piernas, los pies, vuelvo a la habitación del fondo y me pongo la chaqueta de cuero con las mangas recortadas a la altura del hombro y mi gola de acero. El peso de la gola alrededor del cuello me agrada. Tomo mi careta, con los guantes doblados dentro, y de momento me guardo los guantes en los bolsillos. Mi sable y mi florete están en su sitio. Me coloco la careta bajo un brazo y los saco con cuidado.

Entra Don, acalorado y sudoroso como de costumbre, con la cara roja.

—Hola, Lou —dice. Le digo hola y doy un paso atrás para que pueda tomar su espada. Es normal y podría llevar el sable en el coche si quisiera, sin asustar a la gente, pero se olvida de las cosas. Siempre tenía que pedir prestadas las armas a alguien, y finalmente Tom le dijo que dejara las suyas aquí.

Salgo. Marjory no ha llegado todavía. Cindy y Lucía están entrenando con los sables; Max se está poniendo el casco de hierro. Creo que a mí no me gustaría el casco de hierro: sonaría demasiado fuerte cuando alguien lo golpeara. Max se rió cuando se lo dije y comentó que siempre podría ponerme orejeras, pero odio las orejeras. Hacen que me sienta como si tuviera un mal resfriado. Es extraño, porque normalmente me gusta llevar una venda en los ojos. Solía llevar una cuando era más joven, fingiendo ser ciego. De esa manera, comprendía las voces un poco mejor. Pero sentir mis oídos tapados no me ayuda a ver mejor.

Don entra entonces, el sable bajo el brazo, abotonándose su bonito jubón de cuero. A veces desearía tener uno igual, pero creo que me van más las cosas sencillas.

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