La velocidad de la oscuridad (6 page)

BOOK: La velocidad de la oscuridad
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—Hizo chistes a tu costa —dice Marjory, una manzana más tarde, en voz baja—. Y no nos gustó.

No sé qué decir. Don hace chistes a costa de todo el mundo, incluso de Marjory. No me gustaron esos chistes, pero no hice nada al respecto. ¿Debería haberlo hecho? Marjory vuelve a mirarme. Esta vez creo que quiere que diga algo. No se me ocurre nada. Finalmente, lo hago.

—Mis padres decían que enfadarte con la gente no hace que se comporte mejor.

Marjory hace un ruidito curioso. No sé qué significa.

—Lou, a veces creo que eres filósofo.

—No. No soy lo bastante listo para serlo.

Marjory hace de nuevo ese ruidito. Miro por la ventanilla; ya casi hemos llegado al aeropuerto. De noche el aeropuerto tiene luces de diferentes colores tendidas a lo largo de las pistas y carreteras. Ámbar, azul, verde, rojo. Ojalá las hubiese púrpura. Marjory aparca en la sección de llegadas y cruzamos los carriles de autobuses hasta la terminal.

Cuando viajo solo, me gusta ver las puertas automáticas abrirse y cerrarse. Esta noche, camino junto a Marjory fingiendo que no me interesan las puertas. Ella se detiene a mirar la pantalla con las salidas y llegadas. Ya he localizado el vuelo: la línea aérea adecuada, de Chicago, aterrizando a las 22.15, en hora, puerta diecisiete. Ella tarda más; la gente normal siempre tarda más.

En la puerta de seguridad de llegadas siento que el estómago se me encoge de nuevo. Sé cómo hacer esto: mis padres me enseñaron, y ya lo he hecho antes. Saca todo lo metálico que tengas en los bolsillos y ponlo en la cestita. Espera tu turno. Atraviesa el arco. Si nadie me hace ninguna pregunta, es fácil. Pero si preguntan, no siempre los oigo con claridad: hay demasiado ruido, demasiados ecos en superficies duras. Noto que me tenso.

Marjory pasa primero: el bolso en la cinta continua, las llaves en la cestita. La veo atravesar el arco; nadie le pregunta nada. Pongo mis llaves, mi cartera, el dinero suelto en la cestita y paso. Ningún zumbido, ningún pitido. El hombre de uniforme me mira mientras recojo mis llaves, mi cartera, mi dinero suelto y me lo guardo de nuevo todo en los bolsillos. Me doy la vuelta para acercarme a Marjory, que espera a unos pocos metros de distancia. Entonces el hombre habla.

—¿Puedo ver su billete, por favor? ¿Y algún documento de identidad?

Siento frío por todo el cuerpo. No le ha preguntado a nadie más (ni al hombre de la larga barba trenzada que me empujó para recoger su maleta de la cinta, ni a Marjory), y yo no he hecho nada malo. No hace falta billete para la zona de llegadas: sólo hay que saber el número del vuelo que vas a esperar. La gente que va a recibir a otra gente no necesita billete porque no va a viajar. La seguridad de la zona de salida sí que requiere un billete.

—No tengo billete —digo. Tras él, veo a Marjory que se vuelve, pero no se acerca. No creo que oiga lo que me está diciendo, y no quiero gritar en un sitio público.

—¿Identificación? —pregunta. Su cara está concentrada en mí y empieza a brillar. Saco la cartera y el carnet. Él lo mira, y luego a mí—. Si no tiene billete, ¿qué hace aquí?

Puedo sentir que mi corazón late con fuerza, que el sudor me corre por el cuello.

—Yo... yo... yo...

—Escúpalo —dice él, frunciendo el entrecejo—. ¿O siempre tartamudea así?

Asiento. Sé que no puedo decir nada ahora, no hasta dentro de un rato. Busco en el bolsillo de la camisa y saco una tarjetita que guardo allí. Se la ofrezco. Él la mira.

—Autista, ¿eh? Pero estaba hablando; me ha respondido hace un segundo. ¿A quién va a ver?

Marjory se mueve, se acerca.

—¿Ocurre algo, Lou?

—Atrás, señora —dice el hombre. No la mira.

—Es mi amigo —dice Marjory—. Venimos a recoger a una amiga que llega en el vuelo tres-ochenta-dos, puerta diecisiete. No he oído sonar la alarma... —Hay un tono de furia en su voz.

Ahora el hombre vuelve la cabeza lo suficiente para verla. Se relaja un poco.

—¿Va con usted?

—Sí. ¿Algún problema?

—No, señora. Me ha parecido un poco raro. Supongo que esto —todavía tiene mi tarjeta en la mano— lo explica. Mientras esté con usted...

—No soy su cuidadora —dice Marjory, con el mismo tono que empleó cuando dijo que Don era una sanguijuela—. Lou es mi amigo.

El hombre alza las cejas, luego las baja. Me devuelve mi tarjeta y se da media vuelta. Me marcho con Marjory, quien camina a paso tan rápido que debe de estar estirando las piernas. No decimos nada hasta después de llegar a la zona de espera que abarca de la puerta quince a la treinta. Al otro lado de la pared de cristal, gente con billetes, en el lado de salida, está sentada en filas; los armazones de las sillas son de metal brillante y los asientos azul oscuro. No tenemos asientos en la zona de llegadas porque se supone que no podemos entrar más de diez minutos antes de la hora prevista.

Antes no era así. No lo recuerdo, naturalmente (nací a principios de siglo) pero mis padres me dijeron que antes se podían atravesar las puertas para recibir a la gente que llegaba. Luego, después de los desastres de 2001, sólo los pasajeros en tránsito podían atravesar las puertas. Eso resultó tan embarazoso para la gente que necesitaba ayuda, y tantos pedían un pase especial, que el Gobierno ideó estos recibidores de espera, con colas de seguridad separadas. Cuando mis padres me llevaron de viaje en avión por primera vez, cuando yo tenía nueve años, todos los grandes aeropuertos tenían pasajeros separados de salida y llegada.

Me asomo a los grandes ventanales. Luces por todas partes. Luces rojas y verdes en las puntas de las alas de los aviones. Filas de luces cuadradas en los aviones donde están las ventanillas. Faros en los pequeños vehículos que tiran de los contenedores de equipaje. Luces fijas y luces parpadeantes.

—¿Puedes hablar ya? —pregunta Marjory mientras sigo mirando las luces.

—Sí.

Noto su calor. Está muy cerca de mí. Cierro los ojos un momento.

—Es que... me confundo. —Señalo un avión que se acerca hacia una puerta—. ¿Es ése?

—Eso creo. —Se da la vuelta y se gira para mirarme a la cara—. ¿Te encuentras bien?

—Sí. Es que... me pasa a veces.

Me siento avergonzado de que haya pasado esta noche, la primera vez que estoy a solas con Marjory. Recuerdo, en el instituto, haber querido hablar con chicas que no querían hablar conmigo. ¿Se marchará ella también? Podría pedir un taxi que me lleve de vuelta a casa de Tom y Lucía, pero no llevo mucho dinero encima.

—Me alegro de que estés bien —dice Marjory, y entonces la puerta se abre y la gente empieza a bajar del avión. Ella está buscando a Karen, y yo la miro a ella. Karen resulta ser una mujer mayor, de pelo gris. Pronto todos estamos de vuelta, camino del apartamento de Karen. Me siento calladito en el asiento de atrás, escuchando hablar a Marjory y Karen. Sus voces fluyen y ondulan como agua suave sobre las rocas. No puedo seguir todo lo que cuentan. Hablan demasiado rápido para mí, y no conozco a la gente ni los lugares de los que hablan. Pero no importa, porque puedo mirar a Marjory sin tener que hablar con ella al mismo tiempo.

Cuando regresamos a la casa de Tom y Lucía, donde está mi coche, Don se ha marchado y los últimos miembros del grupo de esgrima están guardando las cosas en sus coches. Recuerdo que no guardé mis espadas y mi careta y salgo a recogerlas, pero Tom me dice que ya lo ha hecho. No estaba seguro de a qué hora íbamos a volver; no quería dejarlas fuera en la oscuridad.

Me despido de Tom y Lucía y Marjory y vuelvo a casa en la rápida oscuridad.

3

Mi mensajero parpadea cuando llego a casa. Es el código de Lars: quiere que me conecte. Es tarde. No quiero quedarme dormido y llegar tarde al trabajo mañana. Pero Lars sabe que practico esgrima los miércoles y normalmente no trata de contactar conmigo ese día. Tiene que ser importante.

Conecto y busco su mensaje. Ha adjuntado un artículo para mí, sobre la investigación para invertir los síntomas parecidos al autismo en los primates adultos. Lo repaso, el corazón latiendo con fuerza. Invertir el autismo genético en el niño o el daño cerebral que conduce a síndromes autistas en los niños pequeños es ahora cosa común, pero me han dicho que para mí fue demasiado tarde. Si esto es verdad, no es demasiado tarde. En la última frase, el autor del artículo hace esa conexión, especulando acerca de que la investigación podría aplicarse a los humanos, y sugiriendo la posibilidad de nuevas investigaciones.

Mientras leo, otros iconos aparecen en mi pantalla. El logo de nuestra sede de la Sociedad Autista. El logo de Cameron y el de Dale. Así que se han enterado también. Los ignoro por el momento y sigo leyendo. Aunque trata de cerebros como el mío, éste no es mi campo y no entiendo cómo se supone que funciona el tratamiento. Los autores siguen refiriéndose a otros artículos sobre la aplicación de la técnica. Esos artículos no están accesibles... no para mí, no esta noche. No sé cuál es el «método de Ho y Delgracia». No sé lo que significan todas las palabras y en mi diccionario no salen.

Cuando miro el reloj, ya es pasada medianoche. La cama. Tengo que dormir. Lo apago todo, pongo el despertador y me acuesto. En mi mente, los fotones persiguen a la oscuridad pero nunca la alcanzan.

A la mañana siguiente, en el trabajo, todos nos quedamos de pie en el pasillo, sin mirarnos a los ojos. Todo el mundo lo sabe.

—Creo que es mentira —dice Linda—. No puede funcionar.

—Pero si funciona —dice Cameron—. Si funciona, podremos ser normales.

—Yo no quiero ser normal —responde Linda—. Soy quien soy. Soy feliz.

No parece feliz. Parece feroz y decidida.

—Yo también —dice Dale—. ¿Qué tiene que ver que funcione con monos... qué significa eso? No son personas; son más simples que nosotros. Los monos no hablan. —Su párpado se retuerce más que de costumbre.

—Nosotros ya nos comunicamos mejor que los monos —dice Linda.

Cuando estamos juntos de esta forma, sólo nosotros, podemos hablar mejor que en ninguna otra situación. Nos reímos por eso, por cómo la gente normal debe proyectar un campo que inhibe nuestras habilidades. Sabemos que eso no es cierto, y sabemos que los otros pensarían que somos paranoicos si les dijéramos que hacemos bromas a su costa. Pensarían que estamos locos de atar; no comprenderían que es una broma. Cuando nosotros no entendemos un chiste, dicen que es porque tenemos una mente literal, pero nosotros sabemos que no podemos decir lo mismo de ellos.

—Me gustaría no tener que ver a un psiquiatra cada cuatro meses —dice Cameron.

Pienso en no tener que ver a la doctora Fornum. Yo sería mucho más feliz si no tuviera que ver a la doctora Fornum. ¿Sería ella feliz de no tener que verme?

—Lou, ¿y tú? —pregunta Linda—. Ya vives en parte en su mundo.

Todos lo hacemos, al trabajar aquí, al vivir independientemente. Pero Linda no quiere saber nada de la gente que no es autista, y ha dicho antes que piensa que yo no debería frecuentar el grupo de esgrima de Tom y Lucía ni a la gente de mi Iglesia. Si supiera lo que siento realmente por Marjory, diría cosas feas.

—Me va bien... no veo por qué cambiar. —Oigo mi voz, más ronca que de costumbre, y desearía que no lo fuera cuando me incomodo. No estoy enfadado; no quiero parecer enfadado.

—¿Ves? —Linda mira a Cameron, que aparta la mirada.

—Tengo que trabajar —digo, y me encamino a mi oficina, donde conecto el pequeño ventilador y veo los destellos de la luz. Necesito dar saltos, pero no quiero ir al gimnasio, por si entra el señor Crenshaw. Siento como si algo me estuviera apretujando. Es difícil entrar en el problema en el que trabajo.

Me pregunto cómo sería ser normal. Me obligué a dejar de pensar en eso cuando terminé los estudios. Cuando aparece el tema, descarto el pensamiento. Pero ahora... ¿cómo sería no preocuparme de que la gente piense que estoy loco cuando tartamudeo o cuando no puedo responder y tengo que escribir en mi libreta? ¿Cómo sería no tener que llevar esa tarjeta en el bolsillo? Poder verlo y oírlo todo. Saber lo que piensa la gente sólo con mirarla a la cara.

El bloque de símbolos en el que estoy trabajando de repente parece completamente carente de significado, tan carente de significado como solían parecer las voces.

¿Es eso? ¿Por eso la gente normal no hace el tipo de trabajo que nosotros hacemos? ¿Tengo que elegir entre este trabajo que sé hacer, este trabajo en el que soy bueno, y ser normal? Contemplo la oficina. Las espirales giratorias de pronto me molestan. Lo único que hacen es dar vueltas, la misma pauta, una y otra y otra vez. Extiendo la mano para apagar el ventilador. Si esto es ser normal, no me gusta.

Los símbolos cobran vida de nuevo, ricos en significado, y me zambullo en ellos, sumergiendo mi mente en ellos para no tener que ver el cielo.

Cuando vuelvo a emerger, ya ha pasado la hora del almuerzo. Me duele la cabeza por haber pasado demasiado tiempo sentado inmóvil y no haber comido. Me levanto, camino por mi oficina, intentando no pensar en lo que me ha dicho Lars. No puedo evitarlo. No tengo hambre, pero sé que debería comer. Voy a la cocina que hay en nuestro edificio y saco del frigorífico mi caja de plástico. A ninguno de nosotros nos gusta el olor del plástico, pero mantiene separada nuestra comida, y así no tengo que oler el sándwich de atún de Linda y ella no tiene que oler mi carne mechada y mi fruta.

Me como una manzana y unas cuantas uvas, y luego mordisqueo la carne mechada. Mi estómago no queda satisfecho; decido ir al gimnasio, pero cuando lo compruebo, Linda y Chuy están allí. Linda salta muy alto, el entrecejo fruncido; Chuy está sentado en el suelo, viendo cómo el ventilador hace volar gallardetes de colores. Linda me ve y se gira en el trampolín. No quiere hablar. Yo tampoco.

La tarde parece eterna. Me marcho a la hora justa, y me dirijo a mi coche. La música no es adecuada, es estridente y me resuena en la cabeza. Cuando abro la puerta del coche, el aire supercaliente brota. Me quedo allí de pie, deseando que lleguen el otoño y el clima más fresco. Veo que los otros salen. Todos parecen tensos de un modo u otro, y evito sus miradas. Nadie habla. Subimos a nuestros coches; yo me marcho primero porque he salido primero.

Es difícil conducir con seguridad en la tarde caliente, con la música equivocada en la cabeza. La luz destella en los parabrisas, los parachoques, las carrocerías; hay demasiadas luces que brillan. Cuando llego a casa me duele la cabeza y estoy temblando. Llevo los cojines del sofá al dormitorio, cierro todas las persianas hasta abajo y luego la puerta. Me tumbo, coloco los cojines encima de mí y apago la luz.

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