Read La velocidad de la oscuridad Online
Authors: Elizabeth Moon
—Hola, Lou —me dice—. Hola, Cam.
Veo que Cameron se envara. No le gusta que acorten su nombre. Me ha dicho que le parece que le cortan las piernas. También se lo ha dicho a Joe Lee, pero a Joe Lee se le olvida porque pasa buena parte de su vida con los normales.
—
¿Cómosvalavida?
—pregunta, mezclando las palabras y olvidando volverse hacia nosotros para que le podamos leer los labios. Yo lo entiendo, porque mi capacidad auditiva es mejor que la de Cameron y sé que a menudo Joe Lee se come las palabras.
—¿Cómo nos va la vida? —digo claramente, para beneficio de Cameron—. Bien, Joe Lee.
Cameron resopla.
—¿
Oshabéisenterado
? —pregunta Joe Lee, y sin esperar respuesta, continúa—: Alguien está trabajando en un procedimiento para invertir el autismo. Funcionó con ratas o algo así, y ahora lo están probando con primates. Apuesto a que no pasará mucho antes de que vosotros podáis ser normales como yo.
Joe Lee siempre ha dicho que es uno de nosotros, pero esto deja claro que nunca lo ha creído de verdad. Nosotros somos «vosotros, tíos», y lo normal es «como yo». Me pregunto si dijo que era uno de nosotros pero más afortunado para hacernos sentir mejor o para complacer a alguien más.
Cameron se le queda mirando; casi puedo sentir la maraña de palabras que se agolpan en su garganta, impidiéndole hablar. Sé que no puedo hablar por él. Sólo puedo hablar por mí mismo, que es como todo el mundo debería hablar.
—Así que admites que no eres uno de nosotros —digo, y Joe Lee se envara, y su rostro asume una expresión que, me han enseñado, es de «ofendido».
—¿Cómo puedes decir eso, Lou? Sabes que es sólo el tratamiento...
—Si das a un niño sordo la capacidad de oír ya no es uno de los sordos —digo yo—. Si lo haces a tiempo, nunca lo fue. Todo es fingimiento si no.
—¿Que todo es fingimiento si no? ¿Si no qué? —Joe parece confundido además de ofendido, y me doy cuenta de que me he dejado una de las breves pausas donde si ustedes escribieran lo que yo dije pondrían una coma. Pero su confusión me alarma; ser incomprendido me alarma: duró mucho cuando era niño. Siento que las palabras se enmarañan en mi cabeza, en mi garganta, y que se esfuerzan por salir en el orden adecuado, con la entonación adecuada. ¿Por qué la gente no puede decir lo que pretende, las palabras solas? ¿Por qué tengo que luchar con el tono y el ritmo y el volumen y la entonación?
Siento y oigo mi voz volverse tensa y mecánica. Parezco enfadado, pero lo que siento es miedo.
—Te arreglaron antes de que nacieras, Joe Lee —digo—. Nunca viviste días... un día, como nosotros.
—Te equivocas —dice él rápidamente, interrumpiéndome—. Soy exactamente como vosotros interiormente, sólo que...
—Excepto por lo que te distingue de los demás, los que tú llamas normales —digo yo, interrumpiéndolo a mi vez. La señora Finley, una de mis terapeutas, solía golpearme en la mano si la interrumpía. Pero no voy a quedarme escuchándole decir cosas que no son ciertas—. Podías oír y procesar los sonidos del lenguaje... aprendiste a hablar normalmente. No tenías la mirada perdida.
—Sí, pero mi cerebro funciona igual.
Sacudo la cabeza. Joe Lee tendría que saberlo a estas alturas; se lo hemos dicho una y otra vez. Los problemas que nosotros tenemos con el oído y la vista y los otros sentidos no están en los órganos sensoriales, sino en el cerebro. Por eso el cerebro no funciona igual si alguien no tiene esos problemas. Si fuéramos ordenadores, Joe Lee tendría un chip de procesamiento diferente, con un conjunto de instrucciones distintas. Aunque dos ordenadores con chips diferentes usen el mismo software, no funcionan igual.
—Pero hago el mismo trabajo...
Pero no lo hace. Cree que lo hace. A veces me pregunto si la compañía para la que trabajamos cree que sí, porque han contratado a otros Joe Lees y no a más de nosotros, aunque sé que hay parados como nosotros. Las soluciones de Joe Lee son lineales. A veces eso es muy efectivo, pero a veces... Quiero decirlo, pero no puedo, porque parece furioso y molesto.
—Vamos —dice—. Cenad conmigo, tú y Cam. Yo invito.
Siento frío por dentro. No quiero cenar con Joe Lee.
—No puedo —dice Cameron—. Tengo una cita.
Tiene una cita con su compañero de ajedrez de Japón, sospecho. Joe Lee se vuelve hacia mí.
—Lo siento —me acuerdo de decir—. Tengo una reunión.
El sudor me corre por la espalda; espero que Joe Lee no pregunte qué reunión. Ya es bastante malo que yo sepa que hay tiempo para la cena con Joe Lee entre ahora y la reunión, pero si tengo que mentir sobre la reunión me sentiré fatal durante días.
Gene Crenshaw estaba sentado en un sillón, a la cabecera de la mesa; Pete Aldrin, como los demás, ocupaba una silla corriente a uno de los lados. Típico, pensó Aldrin. Convoca reuniones para alardear de su importancia sentado en el sillón. Era la tercera reunión en cuatro días, y Aldrin tenía montones de trabajo por hacer en su mesa, por culpa de estas reuniones. Igual que los demás.
Aquel día el tema era el espíritu negativo en el lugar de trabajo, lo que por lo visto tenía cualquiera que cuestionara a Crenshaw de cualquier manera. En cambio, ellos se suponía que tenían que «captar la visión» (la visión de Crenshaw) y concentrarse en eso excluyendo todo lo demás. Todo lo que no encajara con la visión era... sospechoso, si no malo. La democracia no tenía cabida: aquello era un negocio, no una fiesta. Crenshaw lo dijo varias veces. Luego puso la unidad de Aldrin, la Sección A, como era conocida de puertas adentro, como ejemplo de lo que estaba mal.
A Aldrin le ardió el estómago; un sabor agrio le subió a la boca. La Sección A tenía una tasa de productividad notable; él contaba con un montón de recomendaciones en su historial a causa de ello. ¿Cómo podía Crenshaw pensar que algo fallaba?
Antes de que pudiera saltar, intervino Madge Demont.
—Sabes, Gene, en este departamento siempre hemos trabajado en equipo. Ahora vienes tú y desestimas nuestra forma de trabajar juntos, tan exitosa por otra parte...
—Soy un líder nato —dijo Crenshaw—. Mi perfil de personalidad demuestra que estoy hecho para ser capitán, no miembro de la tripulación.
—El trabajo en equipo es importante para todos —dijo Aldrin—. Los líderes tienen que saber trabajar con los demás...
—Ése no es mi don —interrumpió Crenshaw—. Mi don es inspirar a los demás y proporcionar un liderazgo fuerte.
Su don, se dijo Aldrin, era ser un mandón sin haberse ganado el derecho, pero Crenshaw venía muy bien recomendado por las altas esferas. Todos serían despedidos antes que él.
—Esta gente —continuó Crenshaw— tiene que darse cuenta de que no son el alfa y el omega de esta compañía. Tienen que encajar; su responsabilidad es hacer el trabajo para el que fueron contratados...
—¿Y si algunos de ellos son también líderes natos? —preguntó Aldrin.
Crenshaw hizo una mueca.
—¿Los autistas? ¿Líderes? Tienes que estar bromeando. No tienen lo que hace falta; no comprenden nada de cómo funciona la sociedad.
—Tenemos una obligación por contrato... —dijo Aldrin, sorteando el camino antes de enfadarse demasiado para ser coherente—. Según los términos de ese contrato, tenemos que proporcionarles las condiciones de trabajo que les resulten adecuadas.
—Bueno, y eso hacemos, ¿no? —Crenshaw casi se estremeció de indignación—. Con un gasto enorme, además. Su propio gimnasio privado, sistema musical, aparcamiento, toda clase de juguetes.
Los altos cargos también tenían un gimnasio privado, sistema musical, aparcamiento y juguetes tan útiles como opciones de compra de acciones. Decirlo no serviría de nada.
Crenshaw continuó.
—Estoy seguro de que a nuestros otros esforzados trabajadores les gustaría tener la oportunidad de jugar en esa caja de arena... pero hacen su trabajo.
—Los de la Sección A también —dijo Aldrin—. Sus cifras de productividad...
—Son buenas, estoy de acuerdo. Pero si se pasaran trabajando el tiempo que pasan jugando, serían mucho mejores.
Aldrin sintió que su cuello se le encendía.
—Su productividad no es sólo
buena
, Gene. Es sobresaliente. La Sección A es, persona por persona, más productiva que ningún otro departamento. Tal vez lo que deberíamos hacer es proporcionar a otra gente el mismo tipo de recursos de apoyo que damos a la Sección A...
—¿Y reducir a cero el margen de beneficios? A nuestros accionistas les encantaría eso, Pete, te admiro por defender a tu gente, pero precisamente por eso no te hicieron vicepresidente y por eso no ascenderás hasta que aprendas a ver la panorámica, a tener una visión general. Esta compañía está creciendo y necesita un capital de trabajadores productivos y sin rival... gente que no necesite todos esos pequeños extras. Estamos reduciendo la grasa, llegando a la máquina esbelta, dura y productiva...
Pamplinas, pensó Aldrin. Las mismas pamplinas contra las que había luchado al principio, para conseguir que la Sección A tuviera esas prerrogativas que la habían vuelto tan productiva. Cuando los beneficios proporcionados por la Sección A habían demostrado que tenía razón, los altos cargos habían cedido de buena gana... o eso pensaba. Pero ahora habían puesto a Crenshaw. ¿Lo sabían? ¿Podían no saberlo?
—Sé que tienes un hermano mayor autista —dijo Crenshaw, con voz untuosa—. Siento tu desgracia, pero tienes que darte cuenta de que éste es el mundo real, no una guardería infantil. Tus problemas familiares no pueden dictar nuestra política.
Aldrin estuvo a punto de arrojarle a la cabeza la jarra de agua, con cubitos de hielo y todo. Se contuvo. Nada convencería a Crenshaw de que sus motivos para defender la Sección A eran mucho más complejos que el hecho de tener un hermano autista. Casi se había negado a trabajar allí a causa de Jeremy, por toda una infancia pasada a la sombra de las iras incoherentes de Jeremy y el ridículo que le habían hecho pasar otros chavales por tener un hermano «loco y retrasado». Había tenido más que suficiente con Jeremy; llegó a jurar, cuando se marchó de casa, que evitaría todo lo que se lo recordara, que viviría entre personas seguras, cuerdas, normales, durante el resto de su vida.
Ahora, sin embargo, notaba la diferencia entre Jeremy (que todavía vivía en un centro de asistencia para adultos, incapaz de hacer más que tareas sencillas para su propio cuidado) y los hombres y mujeres de la Sección A, y por eso los defendía. En ocasiones, le seguía costando ver lo que tenían en común con Jeremy y no dar un respingo. Sin embargo, al trabajar con ellos, se sentía un poco menos culpable porque no visitaba a sus padres y a Jeremy más que una vez al año.
—Te equivocas —le dijo a Crenshaw—. Si tratas de desmantelar el aparato de apoyo de la Sección A, esta compañía sufrirá más costes en productividad de lo que ganarás. Dependemos de sus cualidades únicas; los algoritmos de búsqueda y los análisis de pautas que han desarrollado han ahorrado tiempo a la producción de datos en bruto... ésa es nuestra ventaja sobre la competencia.
—No lo creo. Nuestro trabajo es hacer que sean productivos, Aldrin. Veamos si estáis preparados para ello.
Aldrin se tragó la furia. Crenshaw tenía la sonrisa satisfecha de un hombre que sabe que tiene el poder y que disfruta viendo rebullirse a sus subordinados. Aldrin miró de reojo: los otros procuraban no mirarlo, esperando que el problema que le había caído encima no les afectara también.
—Además —continuó Crenshaw—, un laboratorio de Europa acaba de hacer público un nuevo estudio. Parece que aparecerá on-line un día de éstos. Todavía está en fase experimental, pero tengo entendido que es muy prometedor. Tal vez deberíamos sugerir que adopten el protocolo.
—¿Un nuevo tratamiento?
—Sí. No sé mucho al respecto, pero conozco a alguien que sí lo sabe y está enterado de que me iba a hacer cargo de un puñado de autistas. Me dijo que estaría atento para cuando se llevaran a cabo pruebas con humanos. Se supone que arregla el déficit fundamental, que los vuelve normales. Si fueran normales ya no tendrían excusa para todos esos lujos.
—Si fueran normales —dijo Aldrin—, no podrían hacer el trabajo.
—En cualquier caso, ya no tendríamos que proporcionar todo este material. —El gesto de Crenshaw lo incluía todo, desde el gimnasio hasta los cubículos individuales con puertas—. O bien podrían hacer el trabajo con menos coste para nosotros o, si no pudieran hacer el trabajo, ya no serían nuestros empleados.
—¿En qué consiste el tratamiento? —preguntó Aldrin.
—Oh, es una combinación de neuroamplificadores y nanotecnología. Hace que las partes del cerebro que conviene crezcan, o algo así. —Crenshaw sonrió, una sonrisa poco amistosa—. ¿Por qué no lo averiguas, Pete, y me envías un informe? Si funciona puede que incluso adquiramos la patente para Norteamérica.
Aldrin quiso mirarlo con desprecio, pero sabía que eso no serviría de nada. Había caído en la trampa de Crenshaw: la Sección A le echaría la culpa a él si aquello tenía malas consecuencias para ellos.
—Sabes que no se puede obligar a nadie a recibir tratamiento —dijo, mientras el sudor le resbalaba por las costillas, cosquilleando—. Tienen derechos civiles.
—No me cabe en la cabeza que nadie quiera ser así —dijo Crenshaw—. Y si quieren, yo diría que es una cuestión de evaluación psíquica. Preferir estar enfermo...
—No están enfermos.
—Y lisiado. Preferir un tratamiento especial a una cura. Eso tendría que ser algún tipo de desequilibrio mental. Motivo de sobra para rescindir un contrato, creo, ya que se encargan de un trabajo delicado que otras entidades querrían tener.
Aldrin se debatió nuevamente contra el deseo de golpear a Crenshaw en la cabeza con algo pesado.
—Puede que incluso ayude a tu hermano —dijo Crenshaw.
Eso fue ya demasiado.
—Por favor, deja en paz a mi hermano —dijo Aldrin entre dientes.
—Vamos, vamos, no pretendía ofenderte. —Crenshaw sonrió todavía más—. Estaba pensando en cómo ayudar...
Se volvió agitando la mano con displicencia antes de que Aldrin pudiera decir las cosas devastadoras que se estaban formando en su mente, y se dirigió a la siguiente persona de la mesa.
—Jennifer, respecto a esos parámetros que tu equipo no está cumpliendo...
¿Qué podía hacer Aldrin? Nada. ¿Qué podía hacer nadie? Nada. Los hombres como Crenshaw llegaban hasta lo más alto porque eran así... eso era lo que hacía falta. Aparentemente.