La velocidad de la oscuridad (10 page)

BOOK: La velocidad de la oscuridad
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Lou se lo quedó mirando, casi sin expresión.

—No comprendo en qué me iba a ayudar.

—Bueno... tal vez no lo haga. Pero me parece que tener experiencia con otra gente que no seamos nosotros, podría.

—¿Cuándo hay torneo?

—El próximo de ámbito local será dentro de un par de semanas —dijo Tom—. El sábado. Podrías acompañarnos. Lucía y yo estaríamos allí para ayudarte, para asegurarnos de que conoces a gente agradable.

—¿Hay gente desagradable?

—Bueno, sí. Hay gente desagradable en todas partes, y unos cuantos siempre se las apañan para aparecer en los grupos de esgrima. Pero la mayoría son agradables. Tal vez te guste.

No quiso insistir, aunque cada vez estaba más convencido de que Lou necesitaba abrirse más al mundo normal, si podía considerarse normales a un puñado de entusiastas de la recreación histórica. Eran normales en la vida cotidiana: tan sólo que les gustaba llevar un disfraz llamativo y fingir que se mataban unos a otros con espadas.

—No tengo traje —dijo Lou, contemplando su vieja chaqueta de cuero con las mangas recortadas.

—Ya te encontraremos algo —respondió Tom. A Lou probablemente le quedaría bien cualquiera de sus trajes. Tenía más de los que necesitaba, más de los que poseían la mayoría de los hombres del siglo XVII—. Lucía podría ayudarnos.

—No estoy seguro.

—Bueno, avísame la semana que viene si quieres intentarlo. Tendremos que inscribirte. Si no, hay otro más adelante.

—Me lo pensaré.

—Bien. Y sobre este otro asunto... puede que conozca a una abogada capaz de ayudaros. Hablaré con ella. Y respecto al Centro... ¿has hablado con ellos?

—No. El señor Aldrin me llamó por teléfono, pero nadie ha dicho nada oficialmente y creo que yo no debería decir nada hasta que lo anuncien.

—No te vendría mal averiguar de antemano qué derechos legales tenéis —dijo Tom—. No lo sé con seguridad... Sé que las leyes han cambiado bastante, pero lo que yo hago no tiene nada que ver con sujetos humanos, así que no estoy al tanto de la situación legal actual. Necesitas a un experto.

—Costaría mucho.

—Tal vez. Ésa es otra cosa que hay que averiguar. Sin duda el Centro podrá conseguirte esa información.

—Gracias —dijo Lou.

Tom lo observó marcharse, callado, contenido, un poco aterrador a veces a su propio modo inofensivo. La sola idea de que alguien experimentara con Lou lo hizo sentirse asqueado. Lou era Lou, y estaba bien como era.

En la casa, Tom encontró a Don tendido en el suelo bajo el ventilador del techo, diciendo tonterías como de costumbre mientras Lucía bordaba con una expresión que significaba «¡rescátame!». Don se volvió hacia él.

—Entonces... piensas que Lou está preparado para competir, ¿eh? —preguntó Don.

Tom asintió.

—¿Lo has oído? Sí, eso creo. Ha mejorado mucho. Se bate con los mejores esgrimistas que tenemos y lo hace bien.

—Es mucha presión para alguien como él.

—«Alguien como él.» ¿Quieres decir autista?

—Sí. No se llevan bien con las multitudes y el ruido y esas cosas, ¿no es así? He leído que por eso los que son tan buenos con la música no dan conciertos. Lou es un buen hombre, pero creo que no deberías presionarlo para que acudiera a torneos. Se vendrá abajo.

Tom reprimió su primer pensamiento y dijo en cambio:

—¿Te acuerdas de tu primer torneo, Don?

—Bueno, sí... Era muy joven... Fue un desastre.

—Sí. ¿Te acuerdas de lo que me dijiste después de tu primera derrota?

—No... en realidad no. Sé que perdí... Me mantuve al margen.

—Me dijiste que no habías podido concentrarte porque la gente se movía a tu alrededor.

—Sí, bueno, sería peor para alguien como Lou.

—Don... ¿cómo podría perder peor de como lo hiciste tú?

La cara de Don se puso roja.

—Bueno, yo... él... sería peor para él. Perder, quiero decir. Para mí...

—Fuiste y te bebiste seis cervezas y vomitaste tras un árbol —dijo Tom—. Luego te echaste a llorar y me dijiste que había sido el peor día de tu vida.

—Era joven —dijo Don—. Lo solté todo y no me importó después... Él se comerá el coco.

—Me alegro de que te preocupes por sus sentimientos —dijo Lucía. Tom casi dio un respingo ante el sarcasmo de su voz, aunque no iba dirigido a él.

Don se encogió de hombros, aunque había entornado los ojos.

—Pues claro que me preocupo —dijo—. Él no es como el resto de nosotros...

—Así es —contestó Lucía—. Es mejor espadachín que la mayoría de nosotros y mejor persona que algunos.

—Cielos, Luci, estás de un humor pésimo —dijo Don en el tono jocoso que Tom sabía que significaba que no estaba bromeando.

—Y tú no lo estás mejorando —dijo Lucía, doblando el bordado y poniéndose en pie; se marchó antes de que Tom pudiera decir nada. Odiaba que ella dijera lo que él estaba pensando y luego él tuviera que apechugar con las consecuencias sabiendo que ella había expresado lo que él intentaba ocultar. Ahora, como era de esperar, Don le dirigía una mirada cómplice de hombre a hombre que invitaba a una visión compartida de las mujeres que él no compartía.

—¿Está llegando... ya sabes... a la edad madura? —preguntó Don.

—No —respondió Tom—. Está expresando una opinión.

Que casualmente él compartía, pero ¿debía decirlo? ¿Por qué no podía Don crecer y dejar de causar estos problemas?

—Mira... estoy cansado y tengo clase mañana temprano.

—Vale, vale, sé captar una indirecta —dijo Don, levantándose con un gemido dramático, la mano en la espalda.

El problema era que no sabía captar una indirecta. Pasaron otros quince minutos antes de que por fin se marchara; Tom echó la llave a la puerta y apagó las luces antes de que a Don se le ocurriera alguna otra cosa y volviera, como a menudo hacía. Tom se sintió mal; Don era un muchacho encantador y entusiasta hacía años, y seguramente él hubiese tenido que ayudarlo a convertirse en un hombre más maduro de lo que era. ¿Para qué, si no, estaban los amigos?

—No es culpa tuya —dijo Lucía desde el pasillo. Su voz era más suave ahora y él se relajó un poquito: no tenía ganas de aplacar a una Lucía furiosa—. Sería peor si no lo hubieras tratado.

—No sé —dijo Tom—. Sigo pensando...

—Maestro nato como eres, Tom, sigues creyendo que deberías poder salvarlos a todos de sí mismos. Piensa: Marcus en Columbia y Grayson en Michigan y Vladianoff en Berlín... todos fueron tus chicos una vez y ahora son hombres mejores por haberte conocido. Lo de Don no es culpa tuya.

—Esta noche me lo creeré —dijo Tom. Lucía, recortada por la luz de su dormitorio, tenía una cualidad casi mágica.

—No es eso lo que estoy diciendo —contestó ella, burlona, y se quitó la bata.

Para mí no tiene sentido que Tom me pida que participe en un torneo de esgrima cuando estaba pensando en un tratamiento experimental para el autismo. Pienso en eso mientras regreso a casa. Está claro que estoy mejorando mi esgrima y que puedo enfrentarme a los mejores del grupo. Pero ¿qué tiene eso que ver con el tratamiento o con los derechos legales?

Los que participan en los torneos se lo toman en serio. Han practicado. Tienen su propio equipo. Quieren ganar. Yo no estoy seguro de querer ganar, aunque me gusta descifrar las pautas y encontrar su forma. ¿Piensa Tom que debiera querer ganar? ¿Piensa que necesito querer ganar en esgrima para querer ganar en los tribunales?

Estas dos cosas no tienen relación. Alguien puede querer ganar un juego o querer ganar un caso en los tribunales sin querer ganar en ambas cosas.

¿En qué se parecen? Ambas cosas son competiciones. Alguien gana y alguien pierde. Mis padres me recalcaron que no todo en la vida es una competición, que la gente puede trabajar junta, que todo el mundo gana si así lo hace. La esgrima es más divertida cuando la gente coopera, intentando disfrutar con el otro. Yo no pienso tanto en tocar al adversario ni en ganar, sino en jugar bien.

¿Ambas cosas requieren preparación? Todo requiere preparación. Ambas requieren... Doy un volantazo para evitar a un ciclista que no lleva luces. Apenas lo he visto.

Previsión. Atención. Comprensión. Pautas. Los pensamientos fluctúan en mi cabeza como tarjetas veloces, cada una con sus conceptos adjuntos rematados por una palabra clara que no puede decirlo todo.

Me gustaría complacer a Tom. Cuando le ayudé con la pista de esgrima y los estantes para el equipo, se alegró. Fue como tener de nuevo a mi padre, en sus buenos tiempos. Me gustaría volver a complacer a Tom, pero no sé si participar en este torneo lo complacerá. ¿Y si combato mal y pierdo? ¿Se sentirá decepcionado? ¿Qué es lo que espera?

Sería divertido tirar con gente a quien no haya visto antes. Gente cuyas pautas desconozco. Gente normal y que no sabrá que yo no soy normal. ¿O se lo dirá Tom? No lo creo.

El sábado que viene voy a ir al planetario con Eric y Linda. El próximo sábado, es el tercero del mes, y siempre dedico un tiempo extra a limpiar mi apartamento el tercer sábado de cada mes. El torneo es el sábado siguiente. No tengo nada planeado para entonces.

Cuando llego a casa anoto a lápiz «torneo de esgrima» en el cuarto sábado del mes. Pienso en llamar a Tom, pero es tarde y, además, me ha dicho que se lo comunicara la semana que viene. Pongo una pegatina en el calendario: «Decirle a Tom que sí.»

5

El viernes por la tarde el señor Crenshaw todavía no nos ha dicho nada sobre el tratamiento experimental. Tal vez el señor Aldrin estaba equivocado. Tal vez lo convenció de lo contrario. On-line hay un atisbo de discusión, sobre todo en los grupos de noticias privados, pero nadie parece saber dónde o cuándo están previstas las pruebas con humanos.

Yo no digo nada on-line sobre lo que nos dijo el señor Aldrin. No nos dijo que no lo dijéramos, pero no me parece bien. Si el señor Crenshaw ha cambiado de opinión y todo el mundo se molesta, entonces se enfadará. Ya parece enfadado gran parte del tiempo cuando viene a comprobar cómo estamos.

La proyección del planetario es «Explorar los planetas exteriores y sus satélites». La inauguraron el Día del Trabajo, lo que significa que no va demasiada gente ya, ni siquiera por ser sábado. Voy al primer pase, también menos concurrido incluso en días en que está abarrotado. Sólo un tercio de los asientos están ocupados, así que Eric y Linda y yo tenemos una fila entera para nosotros sin nadie demasiado cerca.

El anfiteatro huele raro, pero siempre es así. Cuando las luces se atenúan y el cielo artificial se oscurece, siento la misma vieja excitación. Aunque estos puntitos de luz que empiezan a aparecer en la cúpula no son estrellas de verdad, todo trata de estrellas. La luz no es tan antigua: no se ha agotado por el paso de miles de millones y miles de millones de kilómetros: viene de un proyector que está a menos de una diezmilésima de segundo-luz, pero me gusta de todas formas.

Lo que no me gusta es la larga introducción que habla sobre lo que sabíamos hace cien años, y cincuenta, y todo eso. Quiero saber lo que sabemos ahora, no lo que mis padres podrían haber oído cuando eran niños. ¿Qué importancia tiene si alguien en el lejano pasado creía que había canales en Marte?

El tapizado de mi asiento tiene un punto duro y áspero. Lo palpo con los dedos: alguien ha pegado un chicle o un caramelo y no lo han limpiado. Una vez que me he dado cuenta, no puedo dejar de notarlo. Coloco el programa entre el punto duro y yo.

Finalmente la proyección deja atrás la historia y llega al presente. Las últimas fotografías tomadas por las sondas robot de los planetas exteriores son espectaculares; las tomas simuladas casi me hacen sentir que podría caerme del asiento en el pozo de gravedad de un planeta tras otro. Cuando era pequeño y vi los primeros noticiarios de la gente en el espacio quise ser astronauta, pero sé que eso es imposible. Aunque recibiera el tratamiento de la nueva TodaUnaVida para poder vivir lo suficiente, seguiría siendo autista. No llores por lo que no puedes cambiar, decía mi madre.

No aprendo nada que no supiera ya, pero disfruto del espectáculo de todas formas. Después, tengo hambre. Ya ha pasado mi hora habitual de almorzar.

—Podríamos tomar algo —dice Eric.

—Me voy a casa —digo yo. Tengo buena carne mechada en casa, y manzanas que no estarán crujientes mucho más tiempo.

Eric asiente y se da la vuelta.

El domingo voy a la iglesia. La organista toca a Mozart antes de que empiece la misa. La música es apropiada para la solemnidad de la ceremonia. Todo encaja, como deben encajar camisa y corbata y chaqueta: no iguales pero en armónica combinación. El coro canta un agradable himno de Rutter. No me gusta Rutter tanto como Mozart, pero no me lastima la cabeza.

El lunes hace más fresco, con una brisa húmeda y fría del noreste. No hace suficiente frío para llevar chaqueta o jersey, pero es más agradable. Sé que lo peor del verano se ha acabado.

El martes vuelve a hacer calor. Los martes hago la compra. Las tiendas están menos abarrotadas los martes, incluso cuando primero de mes cae en martes.

Observo a la gente en el supermercado. Cuando era niño, nos dijeron que pronto no habría supermercados. Todo el mundo pediría la comida por Internet y se la llevarían hasta su puerta. La familia de al lado lo hizo durante un tiempo y mi madre opinaba que era una tontería. La señora Taylor y ella solían discutir al respecto. Sus caras se ponían brillantes y sus voces sonaban como cuchillos al rozarse. Cuando era pequeño creía que se odiaban, antes de aprender que los adultos (las personas) podían estar en desacuerdo y discutir sin repelerse.

Todavía quedan sitios donde pedir que te manden la compra, pero por aquí los que lo intentaron se quedaron sin negocio. Lo que puedes hacer ahora es pedir que te mantengan los alimentos en la sección de «Recogida rápida». Allí una cinta continua lleva una caja al carril de recogida. Yo lo hago a veces, pero no a menudo. Cuesta un diez por ciento más, y para mí es importante vivir la experiencia de la compra. Eso es lo que decía mi madre. La señora Taylor decía que tal vez yo ya tenía suficiente estrés sin eso, pero mi madre decía que la señora Taylor era demasiado sensible. A veces yo deseaba que la señora Taylor fuera mi madre en vez de mi madre, pero entonces me sentía mal también por eso.

Cuando la gente del supermercado compra sola, a menudo parece preocupada y concentrada e ignora a los demás. Mamá me instruyó en la etiqueta social de los supermercados, y un montón de cosas me resultaron fáciles, a pesar del ruido y la confusión. Como nadie espera pararse a charlar con desconocidos, todos evitan mirar a los ojos, lo cual me facilita mirarlos a hurtadillas sin molestarlos. A ellos no les importa que yo no los mire a los ojos, aunque es educado mirar directamente a la persona que acepta tu tarjeta o tu dinero, sólo un momento. Es educado decir algo sobre el tiempo, aunque la persona que tienes delante de la cola dijera casi lo mismo, pero no hay por qué hacerlo.

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