La velocidad de la oscuridad (11 page)

BOOK: La velocidad de la oscuridad
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A veces me pregunto cómo son las personas normales, y sobre todo me lo pregunto en el supermercado. En nuestras clases de «Habilidades para la Vida Diaria» nos enseñaron a hacer una lista e ir directamente de un pasillo a otro, comprobando los artículos que teníamos escritos. Nuestro profesor nos aconsejó que averiguáramos los precios por adelantado, en el periódico, en vez de compararlos allí mismo en el pasillo. Yo pensaba (nos lo dijo) que nos estaba enseñando cómo compra la gente normal.

Pero el hombre que me bloquea el paso no asistió a esas clases. Parece normal, pero mira todos y cada uno de los frascos de salsa para espagueti, comparando precios, leyendo etiquetas. Tras él, una mujer baja y con el pelo gris y gafas gruesas intenta mirar los mismos estantes; creo que quiere una de las salsas que están a mi lado, pero el hombre está en medio y ella no quiere molestarlo. Ni yo tampoco. Los músculos de su cara están tensos y crean bultitos en su frente y sus mejillas y su barbilla. La piel le brilla un poco. Está enfadado. La mujer del pelo gris y yo sabemos que un hombre bien trajeado que parece furioso puede explotar si se le molesta.

De repente alza la cabeza y me mira a los ojos. Su cara se ruboriza, más roja y más brillante.

—¡Podría haber dicho algo! —dice, apartando su carrito a un lado, bloqueando aún más a la mujer del pelo gris. Yo le sonrío a la mujer y asiento; ella lo rodea con su carrito y luego paso yo.

—Es estúpido —lo oigo murmurar—. ¿Por qué no pueden ser todos del mismo tamaño?

Sé que no debo contestarle, aunque es tentador. Si la gente habla, espera que alguien escuche. Se supone que yo debo prestar atención y escuchar cuando habla la gente, y me he entrenado para hacerlo casi siempre. En el supermercado la gente en ocasiones no espera una respuesta y se enfada si le respondes. Este hombre está enfadado ya. Puedo sentir mi corazón latiendo.

Delante de mí hay dos niños que ríen, muy pequeños, mientras sacan de los estantes paquetes de condimentos. Una mujer joven con vaqueros se asoma al fondo del pasillo y grita:

—¡Jackson! ¡Misty! ¡Soltad eso!

Doy un respingo. Sé que no me lo ha dicho a mí, pero el tono me hace rechinar los dientes. Un niño suelta un gritito, justo a mi lado ahora, y el otro dice: «¡No!» La mujer, la cara retorcida de una manera extraña por la furia, pasa corriendo a mi lado. Oigo a un niño gritar y no me vuelvo. Quiero decir «tranquilos, tranquilos, tranquilos», pero no es asunto mío: no está bien decir a otras personas que se estén quietas si tú no eres su padre ni su jefe. Oigo otras voces ahora, voces de mujeres, alguien que reprende a la joven de los niños, y me vuelvo rápidamente hacia el pasillo siguiente. El corazón me golpea el pecho, más rápido y más fuerte que de costumbre.

La gente va a supermercados como éste para oír el ruido y ver a otras personas ser empujadas y enfadarse y molestarse. Pedir los productos desde casa fracasó porque la gente prefería ir y ver a otra gente que estar sentada a solas hasta que llegara el reparto. No en todas partes: en algunas ciudades, pedir desde casa ha tenido éxito. Pero aquí... Rodeo un expositor de vinos, me doy cuenta de que he dejado atrás el pasillo que quería y miro con cuidado en todas direcciones antes de retroceder.

Siempre paso por el pasillo de las especias, compre especias o no. Cuando no hay mucha gente (y hoy no la hay) me detengo y me permito oler las fragancias. Incluso con la cera del suelo, el líquido de limpieza y el olor del chicle de algún niño cercano detecto una leve mezcla de especias y hierbas. Canela, comino, clavo, mejorana, nuez moscada... incluso los nombres son interesantes. A mi madre le gustaba usar hierbas y especias en la cocina. Me dejaba olerlas todas. Algunas no me gustaban, pero la mayoría las sentía bien dentro de la cabeza. Hoy necesito chili. No tengo que pararme a mirar; sé dónde está en el estante, una caja roja y blanca.

De repente me noto empapado de sudor. Marjory se encuentra delante de mí, sin advertirme, porque está en modo ir de compras. Ha abierto un frasquito de especias. Cuál, me pregunto, hasta que la corriente de aire me trae la inconfundible fragancia del clavo. Mi favorito. Vuelvo la cabeza rápidamente y trato de concentrarme en el estante de colorantes alimentarios, fruta escarchada y adornos para tartas. No comprendo por qué están en el mismo pasillo que las hierbas y especias, pero están.

¿Me verá ella? Si me ve, ¿me hablará? ¿Debería hablarle yo? Siento la lengua como un gran pepino. Noto movimiento acercándose. ¿Es ella o es otra persona? Si yo estuviera comprando de verdad, no miraría. No quiero adornos para pasteles ni cerezas escarchadas.

—Hola, Lou —dice ella—. ¿Preparando un pastel?

Me vuelvo para mirarla. No la he visto excepto en casa de Tom y Lucía o en coche camino del aeropuerto y vuelta. Nunca la había visto en este supermercado. No es su ambiente habitual... o tal vez lo es, pero yo no lo sabía.

—Y-yo... sólo estoy mirando —respondo. Me cuesta hablar. Odio hacerlo cuando estoy sudando.

—Son colores bonitos —dice ella, en un tono que no parece contener más que un interés moderado. Al menos no se ríe en voz alta—. ¿Te gustan los pasteles de frutas?

—N-no —digo, tragando el gran nudo que tengo en la garganta—. Creo... creo que los colores son más bonitos que el sabor.

Eso es un error: los sabores no son feos ni bonitos, pero es demasiado tarde para cambiar.

Ella asiente, la expresión seria.

—A mí me pasa lo mismo —dice—. La primera vez que probé un pastel de fruta, cuando era pequeña, esperaba que supiera bueno porque era muy bonito. Y entonces... no me gustó.

—¿Com... compras aquí a menudo?

—Normalmente no —dice ella—. Voy a casa de una amiga y me ha pedido que le compre algunas cosas.

Me mira, y una vez más soy consciente de lo difícil que es hablar. Es aún más difícil respirar, y me siento pegajoso con el sudor corriéndome por la espalda.

—¿Sueles comprar aquí?

—Sí —digo.

—Entonces tal vez puedas indicarme dónde encontrar arroz y papel de aluminio.

Mi mente se queda en blanco un momento antes de lograr recordar; entonces vuelvo a saberlo.

—El arroz está en el tercer pasillo, hacia la mitad —digo—. Y el papel de aluminio está en el dieciocho...

—Oh, por favor —dice ella, y parece feliz—. Enséñamelo. Llevo dando vueltas y más vueltas desde hace lo menos una hora.

—¿Enseñarte... que te lleve? —Me siento instantáneamente estúpido: ella se refería a eso, por supuesto—. Ven —digo, haciendo girar mi carrito y ganándome una mirada de reproche de una mujer grandota con un carro lleno hasta los topes—. Lo siento —le digo; ella pasa de largo sin responder.

—Te sigo —dice Marjory—. No quiero molestar a nadie...

Yo asiento y voy primero por el arroz, ya que estamos en el pasillo siete y queda más cerca. Sé que Marjory está detrás de mí; saberlo hace que sienta calor en la espalda, como un rayo de sol. Me alegro de que no pueda verme la cara: siento el calor allí también.

Mientras Marjory mira los estantes de arroz (arroz en bolsas, arroz en cajas, grano largo y grano corto y marrón, y arroz combinado con otras cosas, y ella no sabe dónde está el tipo de arroz que quiere), yo la miro. Una de sus pestañas es más larga que las otras y de un marrón más oscuro. Sus ojos tienen más de un color, como motas en el iris, que los hacen más interesantes.

La mayoría de los ojos tienen más de un color, pero normalmente están relacionados. Los ojos azules pueden tener dos tonos de azul, o azul y gris, o azul y verde, o incluso una mota o dos de marrón. La mayoría de la gente no lo advierte. Cuando solicité por primera vez mi carnet de identidad, el impreso me preguntaba por el color de ojos. Intenté escribir todos los colores de mis ojos, pero el espacio no era suficiente. Me dijeron que pusiera «marrones». Puse «marrones», pero ése no es el único color que hay en mis ojos. Es sólo el color que ve la gente porque no mira de verdad a los ojos de los demás.

Me gusta el color de los ojos de Marjory porque son sus ojos y porque me gustan todos los colores que hay en ellos. Me gustan también todos los colores de su pelo. Ella probablemente escribe «castaño» en los impresos que preguntan por el color de su pelo, pero su pelo tiene muchos colores diferentes, más que sus ojos. A la luz del supermercado parece más oscuro que afuera, sin ningún reflejo anaranjado, pero sé que está ahí.

—Aquí está —dice. En la mano sostiene una caja de arroz blanco, de grano largo y cocción rápida—. ¡Ahora, al ataque! —Sonríe—. Quiero decir que a cocinar, no a practicar esgrima.

Le devuelvo la sonrisa, sintiendo que los músculos de mis mejillas se tensan. Sabía a qué se refería. ¿Pensaba que no lo sabía o sólo estaba bromeando? La llevo hasta el pasillo central del supermercado, hasta donde están las bolsas de plástico y los platos de plástico y los rollos de película de plástico y el papel de aluminio.

—Esto ha sido rápido —dice ella. Es más rápida en encontrar el papel que quiere que el arroz—. Gracias, Lou. Has sido una gran ayuda.

Me pregunto si debería decirle que hay una caja rápida en este supermercado. ¿Se molestará? Pero ha dicho que tenía prisa.

—La caja rápida —digo. Mi mente se queda en blanco de repente y oigo mi voz que se vuelve átona y sombría—. A esta hora, la gente entra y compra más de lo que dice el letrero para la caja rápida...

—Qué mala pata —dice ella—. ¿Hay alguna cola más rápida que otra?

Al principio no estoy seguro de lo que quiere decir. Las dos colas van a la misma velocidad, una persona llega y otra se marcha. La caja rápida está en el centro, puede ser lenta o rápida. Marjory espera, sin meterme prisa. Tal vez se refiere a qué cola es más rápida. Sé cuál: la que está más cerca de las taquillas de servicio al cliente. Se lo digo, y ella asiente.

—Lo siento, Lou, pero tengo que darme prisa —dice ella—. He quedado con Pam a las seis y cuarto.

Son las seis y siete. Si Pam vive muy lejos no llegará a tiempo.

—Buena suerte —digo. La veo recorrer rápidamente el pasillo, y esquivar limpiamente a los otros clientes.

—Así que ése es el aspecto que tiene —dice alguien detrás de mí. Me doy la vuelta. Es Emmy. Como de costumbre, parece enfadada—. No es tan guapa.

—A mí me parece guapa.

—Ya lo veo. Te has ruborizado.

Noto la cara caliente. Puede que me haya ruborizado, pero Emmy no tenía por qué decirlo. No es educado hacer comentarios en público sobre la expresión de los demás. No digo nada.

—Supongo que crees que está enamorada de ti —dice Emmy. Su voz es hostil. Me doy cuenta de que cree que eso es lo que pienso y que cree que estoy equivocado, que Marjory no está enamorada de mí. Me entristece que Emmy piense estas cosas pero me alegro de poder comprender todo eso en lo que dice y en cómo lo dice. Hace años no lo hubiese comprendido.

—No sé —digo, manteniendo la voz baja y tranquila. Al fondo del pasillo, una mujer se detiene a mirarnos, la mano posada en un paquete de bolsas de plástico—. No sabes lo que pienso yo —le digo a Emmy—. Y no sabes lo que piensa ella. Estás tratando de leer mentes: eso es un error.

—Te las das de listo —dice Emmy—. Sólo porque trabajas con ordenadores y números. No sabes nada de la gente.

Sé que la mujer del pasillo se está acercando para escucharnos. Me asusto. No deberíamos estar hablando así en público. No deberían fijarse en nosotros. Deberíamos mezclarnos: deberíamos parecer normales y actuar como si lo fuéramos. Si intento decírselo a Emmy, ella se enfadará más. Podría decir algo en voz alta.

—Tengo que irme —le digo—. Es tarde.

—¿Para qué, para una cita? —pregunta ella. Dice la palabra
cita
más fuerte que las otras palabras y con un movimiento ascendente que significa que está siendo sarcástica.

—No —respondo con voz tranquila. Si conservo la calma tal vez me deje en paz—. Voy a ver la tele. Siempre veo la tele los...

De repente no sé a qué día de la semana estamos: mi mente se queda en blanco. Me doy la vuelta, como si hubiera dicho la frase entera. Emmy se ríe, un sonido áspero, pero no dice nada más que yo pueda oír. Vuelvo corriendo al pasillo de las especias y escojo mi caja de chili y me dirijo a las cajas. En todas hay cola.

En mi cola hay cinco personas por delante. Tres mujeres y dos hombres. Una de pelo claro, cuatro de pelo oscuro. Un hombre lleva un jersey celeste casi del mismo tono que una caja que lleva en el carrito. Intento pensar sólo en colores, pero hay mucho ruido y las luces de la tienda hacen que los colores parezcan distintos de lo que realmente son. De como son a la luz del día, quiero decir. El supermercado es también la realidad. Las cosas que no me gustan son tan realidad como las cosas que me gustan.

Incluso así, es más fácil si pienso en las cosas que me gustan y no en las que no me gustan. Pensar en Marjory y el
Te Deum
de Haydn me hace muy feliz; si me permito pensar en Emmy, aunque sea un momento, la música se vuelve amarga y oscura y quiero escapar. Fijo mi mente en Marjory, como si ella fuera un encargo del trabajo, y la música danza, más y más feliz.

—¿Es su novia?

Me envaro y medio me doy la vuelta. Es la mujer que nos estaba mirando a Emmy y a mí: está detrás de mí en la cola. Sus ojos brillan con la luz del supermercado; el lápiz de labios se le ha secado en las comisuras de la boca, hasta convertirse en un naranja chillón. Me sonríe, pero la suya no es una sonrisa suave. Es una sonrisa dura, de la boca solamente. Yo no digo nada, y ella vuelve a hablar.

—No he podido evitar darme cuenta —dice—. Su amiga estaba tan molesta. Es un poco... diferente, ¿no? —Muestra más dientes.

No sé qué decir. Tengo que decir algo: las otras personas de la cola están mirando.

—No pretendo ser grosera —dice la mujer. Los músculos alrededor de sus ojos están tensos—. Es que... me he dado cuenta de su manera de hablar.

La vida de Emmy es la vida de Emmy. No es la vida de esta mujer; ella no tiene ningún derecho a saber qué va mal con Emmy. Si es que algo va mal.

—Debe de ser duro para personas como ustedes —dice la mujer. Vuelve la cabeza, mirando a la gente en la cola que nos está observando, y deja escapar una risita. No sé qué le parece gracioso. No creo que nada de esto lo sea—. Las relaciones ya son lo bastante duras para el resto de nosotros —dice. Ahora ya no sonríe. Tiene la misma expresión que la doctora Fornum cuando explica algo que quiere que haga—. Debe de ser aún peor para ustedes.

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