Read La velocidad de la oscuridad Online
Authors: Elizabeth Moon
Me preparo para la próxima pregunta, que siempre me enfurece. Mi vida sexual no es asunto suyo. Ella es la última persona a la que le hablaría de una novia o un novio. Pero no espera que tenga ninguno, sólo quiere asegurarse de que no lo tengo, y eso es peor.
Finalmente, se termina. Me verá en la próxima ocasión, dice, y yo respondo:
—Gracias, doctora Fornum.
—Muy bien —dice ella, como si yo fuera un perro entrenado.
Fuera, hace calor y el aire es seco, y tengo que entornar los ojos para protegerme de los destellos de los coches aparcados. Las personas que pasean por la acera son manchas oscuras a la luz del sol, difíciles de ver contra el resplandor de la luz hasta que mis ojos se acostumbran.
Estoy caminando demasiado rápido. Lo sé no solamente por el firme golpeteo de mis zapatos sobre el pavimento, sino porque la gente que viene hacia mí tiene la cara encogida de esa manera que creo que significa que está preocupada. ¿Por qué? No estoy intentando pegarles. Así que reduzco el paso y pienso en música.
La doctora Fornum dice que debería aprender a disfrutar de la música que gusta a los demás. Lo hago. Sé que a otras personas les gustan Bach y Schubert, y no todas son autistas. No hay suficientes autistas para mantener a todas esas orquestas y compañías de ópera. Pero para ella «otras personas» significa «la mayoría de la gente». Pienso en el
Trout Quintet
, y mientras la música fluye a través de mi mente siento que mi respiración se regulariza y que mis pasos se ralentizan para igualar su tempo.
Mis llaves entran con facilidad en la cerradura del coche, ahora que tengo la música adecuada. El asiento es cálido, cómodamente cálido, y el suave tapizado me reconforta. Antes era lana de hospital, pero con una de mis primeras nóminas compré piel de oveja de verdad. Me mezco un poquito siguiendo la música interna antes de poner en marcha el motor. A veces es difícil mantener la música cuando arranca el motor; me gusta esperar hasta que se anima.
De vuelta al trabajo, dejo que la música me tranquilice en los cruces, los semáforos, los semiatascos, y luego en las puertas del campus, como ellos lo llaman. Nuestro edificio está a la derecha; le muestro mi tarjeta de identidad al guardia del aparcamiento y encuentro mi plaza favorita. Oigo a la gente de otros edificios quejarse de que no consigue su plaza favorita, pero aquí siempre lo hacemos. Nadie ocupa mi lugar y yo no ocuparía nunca el de nadie. Dale a mi derecha y Linda a mi izquierda, frente a Cameron.
Camino hasta el edificio, siguiendo la última frase de mi parte favorita de la música, y dejo que se difumine mientras atravieso la puerta. Dale está allí, junto a la máquina de café. No habla, ni yo tampoco. La doctora Fornum querría que yo hablara, pero no hay ningún motivo. Me doy cuenta de que Dale está pensando intensamente y no hay que interrumpirlo. Estoy todavía molesto con la doctora Fornum, como lo estoy cada cuatrimestre, así que paso por delante de mi mesa y me dirijo al minigimnasio. Saltar me vendrá bien. Saltar siempre ayuda. No hay nadie más, así que cuelgo el cartel en la puerta y me dedico a saltar con la música arriba y abajo.
Nadie me interrumpe mientras salto; el fuerte impulso del trampolín seguido por la suspensión ingrávida hace que me sienta enorme y liviano. Noto mi mente estirándose, relajándose mientras sigo el compás de la música. Cuando siento que recupero la concentración y la curiosidad me impulsa una vez más hacia mi trabajo, reduzco los saltos a saltitos de bebé y me bajo del trampolín.
Nadie me interrumpe mientras me encamino hacia mi mesa. Creo que Linda está aquí, y Bailey, pero no importa. Más tarde tal vez vayamos a cenar, pero no ahora. Ahora estoy preparado para trabajar.
Los símbolos con los que trabajo carecen de sentido y son confusos para la mayoría de la gente. Es difícil explicar lo que hago, pero sé que es un trabajo valioso, porque me pagan lo suficiente para mantener el coche, el apartamento, el gimnasio y las visitas cuatrimestrales a la doctora Fornum. Básicamente, busco pautas. Algunas de las pautas tienen nombres curiosos y a otras personas les cuesta trabajo verlas, pero para mí siempre han sido fáciles. Todo lo que tuve que hacer fue aprender a describirlas para que los demás pudieran ver que tenía algo en mente.
Me pongo los auriculares y escojo una música. Para el proyecto en el que trabajo ahora, Schubert es demasiado ampuloso. Bach es perfecto, sus complejas pautas ejemplifican la que necesito. Dejo que el lugar de mi mente que encuentra y genera pautas se sumerja en el proyecto, y entonces es como contemplar cristales de hielo crecer en la superficie del agua quieta: una tras otra, las líneas de hielo crecen, se ramifican, vuelven a ramificarse, se entrelazan... Todo lo que tengo que hacer es prestar atención y asegurarme de que la pauta sigue siendo simétrica o asimétrica o lo que el proyecto concreto requiera. Esta vez es más recurrente que la mayoría, y me la imagino como haces de crecimiento fractal que forman una esfera espinosa.
Cuando los bordes se difuminan, me sacudo y me echo hacia atrás en el asiento. Han pasado cinco horas y no me he dado ni cuenta. Toda la agitación de la doctora Fornum ha desaparecido, dejándome despejado. A veces cuando regreso no puedo trabajar durante un día o así, pero esta vez he recobrado el equilibrio con los saltos. Por encima de mi puesto de trabajo, un volador gira perezosamente en la corriente de aire del sistema de ventilación. Soplo y, al cabo de un momento (1,3 segundos, en realidad), gira más rápido con destellos púrpura y plata. Decido encender mi ventilador para que todos los voladores y las espirales puedan girar juntos, llenando mi oficina de destellos de luz.
La función acaba de comenzar cuando oigo a Bailey llamar desde el pasillo.
—¿Alguien se apunta a una pizza?
Tengo hambre; mi estómago hace ruiditos y, de pronto, puedo oler todo lo que hay en la oficina: el papel, la mesa de trabajo, la alfombra, la solución limpiacristales/metales/plástico/polvo... a mí mismo. Apago el ventilador, dirijo una última mirada a la belleza que gira y centellea y salgo al pasillo. Una rápida ojeada a los rostros de mis amigos es todo lo que necesito para saber quién va a venir y quién no. No tenemos que decirlo; nos conocemos.
Llegamos a la pizzería a eso de las nueve. Linda, Bailey, Eric, Dale, Cameron y yo. Chuy también quería venir, pero en las mesas sólo caben seis. Lo comprende. Yo lo comprendería si él y los demás hubieran querido venir primero. No querría venir aquí y sentarme en otra mesa, así que sé que Chuy no vendrá y no tendremos que intentar apretujarnos para hacerle sitio. Un nuevo encargado, el año pasado, no entendía eso. Siempre intentaba celebrar grandes cenas para nosotros y mezclarnos en los asientos.
—No seáis tan quisquillosos —decía. Cuando no miraba, volvíamos a sentarnos donde nos gusta sentarnos. Dale tiene un tic en el ojo que le molesta a Linda, así que ella se sienta donde no puede verlo. A mí me parece divertido y me gusta mirarlo; me siento a la izquierda de Dale y parece que me esté haciendo guiños.
La gente que trabaja aquí nos conoce. A pesar de que la otra gente del restaurante nos mira demasiado y observa nuestros movimientos y la forma en que hablamos (o no hablamos), los de aquí no nos dirigen nunca esa mirada de largaos que a veces veo en otros sitios. Linda sólo señala lo que quiere o a veces lo escribe, y nunca la molestan con más preguntas.
Esta noche nuestra mesa favorita está sucia. Apenas puedo soportar mirar los cinco platos y la sartén de pizza sucia; pensar en las manchas de salsa y queso y migajas me revuelve el estómago, y el número impar lo empeora todavía más. Hay una mesa vacía a nuestra derecha, pero ésa no nos gusta. Está en el camino a los servicios y demasiada gente pasa por detrás de nosotros.
Esperamos, tratando de ser pacientes, mientras Hola-soy-Sylvia (lo lleva escrito en una chapita, como si fuera un producto a la venta y no una persona) indica a uno de los otros que limpie nuestra mesa. Me gusta y me acuerdo de llamarla Sylvia sin el Hola-soy mientras no mire la chapa. Hola-soy-Sylvia siempre nos sonríe y trata de ayudarnos; Hola-soy-Jean es el motivo por el que no venimos los jueves, cuando trabaja en este turno. Hola-soy-Jean no nos aprecia y murmura entre dientes si nos ve. A veces uno de nosotros viene a recoger un pedido para los demás; la última vez que yo lo hice, Hola-soy-Jean le dijo a uno de los cocineros cuando me daba la vuelta:
—Al menos no ha traído a todos los otros frikis.
Sabía que la estaba escuchando. Lo hizo para que la oyera. Es la única que nos causa problemas.
Pero esta noche están Hola-soy-Sylvia y Tyree, que recoge los platos y los cuchillos y tenedores sucios como si eso no le molestara. Tyree no lleva chapita con el nombre: sólo limpia las mesas. Sabemos que se llama Tyree porque oímos a los demás llamarlo así. La primera vez que lo llamé por su nombre pareció sobresaltado y un poco asustado, pero ahora nos conoce, aunque no utiliza nuestros nombres.
—Acabaré en un minuto —dice Tyree, y nos mira de reojo—. ¿Todo bien?
—Bien —responde Cameron. Da saltitos apoyando desde el talón hasta los dedos de los pies. Siempre lo hace un poco, pero me doy cuenta de que salta un poco más rápido que de costumbre.
Estoy contemplando el anuncio de cerveza que parpadea en el escaparate. Se enciende en tres secciones, rojo, verde y luego azul en medio, y luego se apagan todas a la vez. Parpadeo, rojo. Parpadeo, verde, parpadeo azul, y luego parpadeo rojo/verde/azul, se apaga entero, se enciende entero, se apaga entero, y empieza otra vez. La pauta es muy simple y los colores no son demasiado bonitos (el rojo es muy anaranjado para mi gusto y lo mismo pasa con el verde, el azul es un azul bonito), pero sigue siendo una pauta que observar.
—Su mesa está preparada —dice Hola-soy-Sylvia, e intento no sacudirme cuando dirijo mi atención del anuncio de cerveza a ella.
Nos colocamos alrededor de la mesa como de costumbre y nos sentamos. Vamos a tomar lo mismo que tomamos cada vez que venimos aquí, así que no tardamos mucho tiempo en pedir. Esperamos a que la comida llegue, sin hablar, porque cada uno está, a su modo, encajando en esta situación. A causa de la visita a la doctora Fornum, soy más consciente que de costumbre de los detalles del proceso: que Linda da golpecitos con los dedos en la cucharilla siguiendo una pauta compleja que encantaría tanto a un matemático como a ella. Yo miro el cartel de cerveza por el rabillo del ojo, igual que Dale. Cameron agita el diminuto dado de plástico que lleva en el bolsillo, lo bastante discretamente para que la gente que no lo conoce no se dé cuenta, pero veo el aleteo rítmico de su manga. Bailey también mira el cartel de cerveza. Eric ha sacado su boli multicolor y está dibujando diminutas pautas geométricas en el mantel de papel. Primero rojo, luego púrpura, después azul, luego verde, luego amarillo, luego naranja, después rojo otra vez. Le gusta que la comida llegue justo cuando termina una secuencia de colores.
Esta vez las bebidas llegan cuando va por el amarillo; la comida llega con el naranja que viene después. Su rostro se relaja.
Se supone que no debemos hablar sobre el proyecto fuera del campus. Pero cuando casi hemos terminado de comer Cameron sigue agitándose en su asiento, agobiado por la necesidad de hablarnos del problema que ha resuelto. Miro alrededor. No hay nadie cerca de nosotros, en ninguna mesa.
—Ezzer —digo.
Ezzer
significa «adelante» en nuestro lenguaje propio. Se supone que no tenemos un lenguaje secreto y nadie nos cree capaces de tener una cosa así, pero lo tenemos. Mucha gente tiene un lenguaje propio sin saberlo siquiera. Puede que lo llamen jerga o
slang
, pero en realidad es un lenguaje secreto, una forma de saber quién forma parte del grupo y quién no.
Cameron se saca un papel del bolsillo y lo extiende. Se supone que no podemos sacar papeles de la oficina, por si alguien se apodera de ellos, pero todos lo hacemos. Es difícil hablar, a veces, y resulta mucho más fácil anotar cosas o dibujarlas.
Reconozco los guardianes rizados que Cameron pone siempre en las esquinas de sus dibujos. Le gusta el
anime
. Reconozco también las pautas que ha enlazado a través de una recurrencia parcial: tiene la esbelta elegancia de la mayoría de sus soluciones. Todos miramos y asentimos.
—Bonito —dice Linda. Sus manos se estremecen un poco; estaría aleteando salvajemente si estuviéramos de vuelta en el campus, pero aquí intenta no hacerlo.
—Sí —dice Cameron, y vuelve a doblar el papel.
Sé que esta conversación no satisfaría a la doctora Fornum. Ella querría que Cameron explicara el dibujo, aunque está claro para todos nosotros. Ella querría que hiciéramos preguntas, comentarios, que discutiéramos. No hay nada de lo que discutir: para todos nosotros queda claro cuál era el problema y que la solución de Cameron es buena en todos los sentidos. Cualquier otra cosa sería solo cháchara. Entre nosotros no tenemos que hacer eso.
—Me estaba preguntando por la velocidad de la oscuridad —digo, bajando la cabeza. Ellos me mirarán, aunque sea brevemente, cuando hable, y no quiero enfrentarme a todas esas miradas.
—No tiene velocidad —dice Eric—. Es sólo el espacio donde no está la luz.
—¿Cómo sería si alguien comiera pizza en un mundo con más de una gravedad? —pregunta Linda.
—No sé —responde Cameron, parece preocupado.
—La velocidad de no saber —dice Linda.
Reflexiono un momento y lo averiguo.
—No saber se expande más rápido que saber —digo. Linda sonríe y agacha la cabeza—. Así que la velocidad de la oscuridad debería ser más rápida que la velocidad de la luz. Si siempre tiene que haber oscuridad alrededor de la luz, entonces tiene que ir por delante.
—Quiero irme a casa ya —dice Eric. La doctora Fornum querría que yo le preguntara si está molesto. Sé que no está molesto: si se marcha a casa ahora verá su programa de televisión favorito. Nos despedimos porque estamos en público y todos sabemos que hay que despedirse en público. Regreso al campus. Quiero ver mis voladores y espirales un rato antes de ir a casa a acostarme.
Cameron y yo estamos en el gimnasio, hablando a trompicones mientras saltamos en los trampolines. Los dos hemos trabajado un montón estos últimos días y nos estamos relajando.
Joe Lee entra y yo miro a Cameron. Joe Lee sólo tiene veinticuatro años. Sería uno de nosotros si no hubiera recibido todos los tratamientos que se desarrollaron demasiado tarde para nosotros. Cree que es uno de nosotros porque sabe que lo habría sido y tiene alguna de nuestras características. Es muy bueno en abstracciones y recurrencias, por ejemplo. Le gustan algunos de los mismos juegos; le gusta nuestro gimnasio. Pero es mucho más capaz (es normal, de hecho) de leer mentes y expresiones. Mentes y expresiones normales. Falla con nosotros, que somos sus parientes más cercanos, en ese aspecto.