La velocidad de la oscuridad (16 page)

BOOK: La velocidad de la oscuridad
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Pone el motor en marcha. Doy un paso atrás.

Cuando vuelvo al patio, me siento junto a Lucía.

—Si una persona invita a otra persona a cenar —digo—, entonces si la persona invitada no quiere ir, ¿hay algún modo de decirlo antes de que la persona que invita invite?

Ella no responde durante lo que pienso que son más de cuarenta segundos. Entonces dice:

—Si una persona actúa de manera amistosa con otra persona, a esa persona no le importará que la inviten, pero tal vez no quiera ir. O puede tener otra cosa que hacer esa noche. —Hace una nueva pausa—. ¿Has invitado alguna vez a cenar a alguien, Lou?

—No —respondo—. No, excepto a la gente con la que trabajo. Eso es distinto.

—Sí que lo es. ¿Estás pensando en invitar a cenar a alguien?

Se me cierra la garganta. No puedo decir nada, pero Lucía no sigue preguntando. Espera.

—Estoy pensando en invitar a Marjory —digo por fin, en voz baja—. Pero no quiero molestarla.

—No creo que se moleste, Lou. No sé si iría, pero no creo que se moleste si se lo pides.

En casa, en la cama, pienso en Marjory sentada a una mesa frente a mí, comiendo. He visto cosas así en los vídeos. No me siento preparado para hacerlo todavía.

El jueves por la mañana salgo por la puerta de mi apartamento y busco mi coche en el aparcamiento. Los cuatro neumáticos están aplastados contra el pavimento. No comprendo. Los compré hace sólo unos meses. Siempre compruebo la presión del aire cuando echo gasolina, y eché gasolina hace tres días. No sé por qué están aplastados. Tengo sólo una rueda de repuesto, y aunque tengo un bombín en el coche, sé que no podré hinchar las cuatro ruedas lo bastante rápido. Llegaré tarde al trabajo. El señor Crenshaw se enfadará. El sudor me corre ya por las costillas.

—¿Qué pasa, amigo? —Es Danny Bryce, el policía que vive aquí.

—Mis neumáticos están aplastados —digo—. No sé por qué. Comprobé el aire ayer.

Se acerca. Va de uniforme; huele como a menta y limón, y su uniforme huele a lavandería. Sus zapatos son muy brillantes. Lleva una placa en la camisa del uniforme que dice DANNY BRYCE en pequeñas letras negras sobre plata.

—Alguien las ha rajado —me dice. Parece serio, pero no enfadado.

—¿Rajado? —He leído sobre eso, pero nunca me había sucedido—. ¿Por qué?

—Por fastidiar —dice él, agachándose a mirar—. Sí. Decididamente un vándalo.

Mira los otros coches. Yo miro también. Ninguno tiene las ruedas deshinchadas, excepto un neumático de la vieja furgoneta del dueño del edificio, que lleva así mucho tiempo. Está gris, no negra.

—Y el tuyo es el único. ¿Quién está enfadado contigo?

—Nadie está enfadado conmigo, todavía. Hoy todavía no he visto a nadie. El señor Crenshaw se va a enfadar conmigo —digo—. Voy a llegar tarde al trabajo.

—Dile lo que ha pasado.

El señor Crenshaw se enfadará de todas formas, pienso, pero no me atrevo a decirlo. No discutas con un policía.

—Me encargaré de esto —dice él—. Enviarán a alguien...

—Tengo que ir al trabajo.

Siento que sudo más y más. No sé qué hacer primero. No conozco el horario del transporte público, aunque sé dónde está la parada. Necesito encontrar un horario. Debería llamar a la oficina, pero no sé si habrá alguien ya.

—Deberías denunciar esto —dice él. Su cara se ha agriado, una expresión seria—. Puedes llamar a tu jefe y hacerle saber...

No sé cuál es la extensión del señor Crenshaw en el trabajo. Creo que si lo llamo me gritará.

—Lo llamaré después.

Pasan sólo dieciséis minutos hasta que llega un coche de la policía. Danny Bryce se queda conmigo en vez de ir a trabajar. No dice mucho, pero me siento mejor con él aquí. Cuando llega el coche de policía, un hombre con pantalones oscuros y camiseta marrón sale del coche. No lleva placa con su nombre. El señor Bryce se le acerca, y oigo al otro hombre llamarlo Dan.

El señor Bryce y el agente que ha venido están hablando: sus ojos me miran y luego se apartan. ¿Qué está diciendo de mí el señor Bryce? Siento frío; me cuesta enfocar la visión. Cuando empiezan a caminar hacia mí, parecen moverse a saltitos, como si la luz botara.

—Lou, éste es el agente Stacy —dice el señor Bryce, sonriéndome. Miro al otro hombre. Es más bajo que el señor Bryce y más delgado; tiene el pelo negro y brillante y huele a algo aceitoso y dulce.

—Me llamo Lou Arrendale —digo. Mi voz suena extraña, como suena cuando estoy asustado.

—¿Cuándo vio por última vez su coche antes de esta mañana? —pregunta.

—Anoche a las nueve cuarenta y siete —le respondo—. Estoy seguro porque miré el reloj.

Él me mira, y entonces introduce algo en su manordenador.

—¿Aparca en el mismo sitio todos los días?

—Habitualmente. Las plazas de aparcamiento no están numeradas y a veces hay otro coche aquí cuando vuelvo del trabajo.

—¿Volvió del trabajo a las nueve... —mira su manordenador—, cuarenta y siete anoche?

—No, señor. Volví del trabajo a las cinco cincuenta y dos, y luego fui...

No quiero decir «a mi clase de esgrima». ¿Y si piensa que hay algo de malo en la esgrima? ¿Con que yo practique esgrima?

—A casa de un amigo —digo en cambio.

—¿Es alguien a quien visita a menudo?

—Sí. Todas las semanas.

—¿Había otras personas allí?

Por supuesto que había otras personas allí. ¿Por qué iría a visitar a alguien si no hubiera nadie?

—Mis amigos que viven en esa casa estaban allí —digo—. Y algunas personas que no viven en esa casa.

Él parpadea y mira brevemente al señor Bryce. No sé qué significa esa mirada.

—Ah... ¿conoce a esas otras personas? ¿Las que no viven en la casa? ¿Se trataba de una fiesta?

Demasiadas preguntas. No sé a cuál contestar primero.
¿Esas otras personas?
¿Se refiere a la gente que había en la casa de Tom y Lucía que no eran Tom y Lucía?
¿Que no viven en la casa?
La mayoría de la gente no vive en esa casa... no vive en esa casa. De los miles de millones de personas que hay en el mundo, sólo dos personas viven en esa casa y eso es... menos de una millonésima del uno por ciento.

—No se trataba de una fiesta —digo, porque es la pregunta más fácil de responder.

—Sé que sales los miércoles por la noche —dice el señor Bryce—. A veces llevas una bolsa de lona... Creía que ibas a un gimnasio.

Si hablan con Tom o con Lucía, descubrirán lo de la esgrima. Tendré que decírselo ahora.

—Es... es una clase... una clase de esgrima —digo. Odio cuando tartamudeo o vacilo.

—¿Esgrima? Nunca te he visto con espadas —dice el señor Bryce. Parece sorprendido y también interesado.

—Yo... dejo mis cosas en su casa. Son mis instructores. No quiero tener cosas así en mi coche ni en mi apartamento.

—Entonces... fue usted a casa de un amigo para una clase de esgrima —dice el otro policía—. Y lleva haciéndolo... ¿cuánto tiempo?

—Cinco años.

—¿Y alguien que quisiera estropear su coche sabría eso? ¿Sabría dónde pasa usted los miércoles por la noche?

—Tal vez...

En realidad, no lo creo. Pienso que alguien que quisiera estropear mi coche sabría dónde vivo, no adónde voy cuando salgo.

—¿Se lleva bien con esa gente? —pregunta el agente.

—Sí.

Creo que es una pregunta tonta: no llevaría acudiendo cinco años si no pensara que son personas agradables.

—Necesitaremos un nombre y un número de contacto.

Le doy los nombres de Tom y Lucía y sus números de contacto principales. No comprendo por qué necesita eso, porque no han rajado el coche en casa de Tom y Lucía, pero bueno.

—Probablemente sólo son vándalos —dice el agente—. El barrio lleva una temporada tranquilo, pero al otro lado de Broadway han pinchado muchas ruedas y roto muchos parabrisas. Algún chaval habrá decidido que la cosa está que arde por allí y se ha venido para acá. Algo podría haberlo asustado antes de rajar otros coches después del suyo. —Se vuelve hacia el señor Bryce.— Infórmame si sucede algo más, ¿de acuerdo?

—Claro.

El manordenador del agente zumba y expulsa una tira de papel.

—Aquí tiene: informe, número del caso, agente encargado de la investigación, todo lo que necesita para la denuncia del seguro.

Me tiende el papel. Me siento estúpido. No tengo ni idea de qué hacer con eso. Él se da la vuelta.

El señor Bryce me mira.

—Lou, ¿sabes a quién llamar para los neumáticos?

—No...

Estoy más preocupado por el trabajo que por los neumáticos. Si no tengo coche, puedo viajar en transporte público, pero si pierdo el trabajo porque vuelvo a llegar tarde, no tendré nada.

—Tienes que contactar con tu compañía de seguros y llamar a alguien para que cambie esos neumáticos.

Cambiar los neumáticos será caro. No sé cómo voy a poder llevar el coche al taller con las cuatro ruedas pinchadas.

—¿Quieres que te ayude?

Quiero que el día sea cualquier otro día, cuando estoy en mi coche conduciendo al trabajo a tiempo. No sé qué decir; quiero ayuda solamente porque no sé qué hacer. Me gustaría saber qué hacer para no tener que necesitar ayuda.

—Si hasta ahora no has tenido que presentar una reclamación a la compañía de seguros, puede que te resulte complicado. Pero no quiero darte la lata, si no quieres.

La expresión del señor Bryce es algo que no comprendo del todo. Parte de su cara parece un poco triste y parte un poco enfadada.

—Nunca he presentado una reclamación —digo—. Tengo que aprender a hacerlo si tengo que presentar una.

—Vamos a tu apartamento y conecta el ordenador. Puedo guiarte paso a paso.

Durante un momento no puedo moverme ni hablar. ¿Alguien en mi apartamento? ¿En mi espacio privado? Pero necesito saber qué hay que hacer. Él lo sabe. Está intentando ayudar. No esperaba que lo hiciera.

Echo a andar hacia el edificio sin decir nada más. Cuando ya he dado unos pasos recuerdo que debería haber dicho algo. El señor Bryce sigue de pie junto a mi coche.

—Muy amable —digo. No creo que sea lo que hay que decir, pero el señor Bryce parece comprender, porque me sigue.

Me tiemblan las manos cuando abro la puerta del apartamento. Toda la serenidad que he creado desaparece en las paredes, por las ventanas, y el lugar se llena de tensión y miedo. Enciendo mi sistema y conecto rápidamente con la red de la compañía. El sonido anuncia el Mozart que dejé puesto anoche, y lo apago. Necesito la música, pero no sé qué pensará él de eso.

—Bonito lugar —dice el señor Bryce, detrás de mí. Doy un pequeño respingo, aunque sé que está allí. Se sitúa a un lado, donde puedo verlo. Eso está un poco mejor. Se inclina—. Ahora lo que tienes que hacer es...

—Decirle a mi supervisor que voy a llegar tarde. Tengo que hacer eso primero.

Tengo que buscar la dirección de correo electrónico del señor Aldrin en la página de la compañía. Nunca le he enviado ningún mensaje desde fuera. No sé cómo explicarlo, así que lo pongo muy sencillo:

Llego tarde porque me han rajado y pinchado todas las ruedas del coche esta mañana, y ha venido la policía. Iré en cuanto pueda.

El señor Bryce no mira la pantalla mientras tecleo; eso está bien. Vuelvo a la red pública.

—Ya se lo he dicho.

—Muy bien. Ahora, lo que tienes que hacer es conectar con tu compañía de seguros. Si tienes un agente local, empieza por ahí... puede que el agente o la compañía o ambos tengan una página en la red.

Me pongo a buscar. No tengo agente local. Aparece la página de la compañía y navego rápidamente por «servicios al cliente», «pólizas de automóviles» y «nuevas reclamaciones» hasta que sale un impreso en pantalla.

—Eres bueno con esto —dice el señor Bryce. Su voz tiene ese tono ascendente que indica que está sorprendido.

—Está muy claro —respondo. Introduzco mi nombre y dirección, saco el número de mi póliza de mis archivos personales, introduzco la fecha y marco la casilla «sí», que indica «¿incidente denunciado a la policía?».

No comprendo otros espacios en blanco.

—Eso es el número del informe policial —dice el señor Bryce, indicando una línea del papelito que me entregaron—. Y ése es el código del agente encargado de la investigación, que tienes que introducir
allí
y el nombre
aquí
.

Advierto que no me explica lo que ya he deducido por mi cuenta. Parece comprender lo que puedo y no puedo seguir. Escribo «en sus propias palabras» el relato de lo que ha pasado, aunque no lo he visto. Aparqué mi coche por la noche, y por la mañana los cuatro neumáticos estaban pinchados. El señor Bryce dice que eso es suficiente.

Después de cursar la reclamación, tengo que encontrar a alguien que se encargue de los neumáticos.

—No puedo decirte a quién llamar —dice el señor Bryce—. Tuvimos un lío el año pasado y la gente acusó a la policía de conseguir primas por recomendar servicios.

No sé lo que es una «prima». La señora Tomasz, la encargada del apartamento, me para cuando voy bajando las escaleras y me dice que conoce a alguien que puede hacerlo. Me da un número de contacto. No sé cómo sabe lo que ha pasado, pero el señor Bryce no parece ni siquiera sorprendido de que lo sepa. Actúa como si esto fuera normal. ¿Podría ser que nos haya oído hablando en el aparcamiento? Esa idea hace que me sienta incómodo.

—Te llevaré a la estación de transporte público —dice el señor Bryce—, o yo también llegaré tarde al trabajo.

No sabía que él tuviera que ir en coche al trabajo todos los días. Es muy amable al llevarme. Se comporta como un amigo.

—Gracias, señor Bryce —digo.

Él niega con la cabeza.

—Ya te lo he dicho: llámame Danny, Lou. Somos vecinos.

—Gracias, Danny.

Me sonríe, asiente rápidamente y abre las puertas de su coche. Está muy limpio por dentro, como el mío pero sin el vellón en los asientos. Conecta su sistema de sonido: está fuerte y retumba y hace que todo me vibre por dentro. No me gusta, pero no me gusta tener que ir caminando hasta la estación de transporte público.

La estación y la lanzadera están abarrotadas, llenas de ruido. Es difícil conservar la calma y concentrarse lo suficiente para leer los carteles que me indican qué billete comprar y en qué puerta hacer cola.

8

Me parece muy extraño ver el campus desde la estación de tránsito y no el camino y el aparcamiento. En vez de mostrar mi placa de identidad en la entrada para coches, la muestro a un guardia en la salida de la estación. La mayoría de la gente de este turno está ya trabajando; el guardia me mira de arriba abajo antes de sacudir la cabeza diciéndome que pase. Amplios senderos flanqueados por parterres de flores conducen al edificio de Administración. Las flores son naranja y amarillas con capullos hinchados; el color titila a la luz del sol. En el edificio de Administración, tengo que mostrar mi identificación a otro guardia.

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