Repentinamente exhausta, volví a Queen’s Crescent. El pequeño parque que había en el centro estaba tranquilo y silencioso bajo el manto de oscuridad. Me detuve un instante en los escalones de mi alojamiento. Los jardines estaban desolados y vacíos. ¿Dónde estaba la pequeña Rose? ¿Se hallaba fuera de peligro?
La señora Alexander aún no se había retirado a su habitación y por ella me enteré de pequeños retazos de información. Al parecer se había quedado en el salón de los Gillespie hasta bastante tarde, y estaba allí cuando, justo después de las seis de la tarde, Ned llegó a casa destrozado, porque las mujeres de abajo le habían dicho que su hija pequeña llevaba tres horas desaparecida. Él le preguntó a mi casera si podía quedarse un rato más, por si alguien regresaba mientras él acudía a la comisaría del oeste, en Cranston Street. Luego salió apresuradamente, muy confundido.
Poco después Sibyl había subido dando brincos las escaleras, seguida, a un paso más grave, por la madre de Ned, quien acababa de regresar de su visita a la cárcel y se había enterado por la doncella de lo de Rose. Elspeth estaba al borde de la histeria y, al parecer, la señora Alexander hizo todo lo que pudo para calmarla, temiendo (tal vez con razón) que su estado nervioso influyera de modo negativo en Sibyl.
Por lo visto en algún momento volvió Ned de la comisaría con instrucciones de esperar allí la llegada de la policía, que querría interrogar a su mujer en particular. Entonces la señora Alexander mandó a sus hijas a buscar a Annie, pero al salir se encontraron con que ella ya estaba entrando acompañada del subinspector Stirling y un agente pelirrojo, con quienes había coincidido en la calle. Un grupo de vecinas y golfillos entrometidos los siguieron hasta el piso de arriba, y el agente Black se vio obligado a cerrar la puerta del rellano para impedirles el paso y mantener cierto orden. Al final la señora Calthrop y la señora Alexander fueron las única vecinas a las que se les permitió quedarse.
—¿Se ha quedado la madre de Ned? —pregunté, y cuando mi casera asintió, comenté—: Me aterra pensar en qué ha hecho Annie al verla.
La señora Alexander meneó la cabeza con tristeza.
—Dudo que Annie se diera cuenta de nada, en el triste estado que estaba.
Al parecer, la policía realizó los interrogatorios en el comedor, y Annie fue la primera en entrar. Salió al cabo de unos minutos e hicieron pasar a Sibyl sola a la habitación. Sin la presencia inhibidora de su familia, y sometida a las inteligentes preguntas del subinspector Stirling, la niña al final admitió que había dejado a su hermana sola en los jardines esa tarde, pero solo unos minutos.
Ella y Rose habían estado jugando en distintas zonas del pequeño parque; Sibyl estuvo inspeccionando un pájaro muerto que había encontrado en el césped mientras su hermana escarbaba con un bastón debajo de los árboles. En algún momento, Sibyl levantó la mirada y vio a una mujer fuera de la reja, por el lado de West Prince’s Street, mirando los jardines. La niña estaba bastante segura de no haberla visto antes. Según su descripción, llevaba un vestido azul vivo y un sombrero negro, con un velo corto que le cubría la cara hasta la punta de la nariz. Antes de que Sibyl alzara de nuevo la vista, la mujer había desaparecido del lugar original, pero reapareció poco después en Queen’s Crescent, en la entrada de los jardines. Cuando su mirada se cruzó con la de Sibyl, le sonrió y le hizo señas con el dedo para que se acercara. Dejando a Rose jugando, la niña mayor se dirigió a la verja. La mujer le contó que acababa de mudarse a una casa cercana y necesitaba que alguien fuera a Dobie para comprar azúcar, porque esperaba a los transportistas y no podía ir personalmente. La tienda de comestibles Dobie estaba a la vuelta de la esquina, en Great Western Road, a unos minutos andando de los jardines. Sibyl conocía la tienda, pues había estado muchas veces con Annie y los demás. La mujer señaló a Rose, que todavía jugaba, a poca distancia, debajo de los árboles.
—¿Es tu hermana pequeña? —le preguntó.
Cuando Sibyl asintió, la mujer sacó dos peniques.
—Quédate uno y ve a comprarme azúcar con el otro. Yo cuidaré de tu hermana hasta que vuelvas.
Creyendo que no podía pasarle nada malo a Rose durante unos pocos minutos, en esas circunstancias, Sibyl echó a correr por Melrose Street y dobló la esquina. Compró el azúcar en Dobie, tal como le habían pedido, y se quedó sin duda muy satisfecha consigo misma, ya que nunca había ido sola a una tienda para comprar algo. Pero al regresar a Queen’s Crescent se sintió algo alarmada al ver que el pequeño parque estaba vacío y no había rastro de Rose ni de la mujer desconocida. Había unos pocos escondrijos y recovecos en los jardines, y Sibyl miró en todos ellos. Luego dio la vuelta completa al Crescent llamando a gritos a su hermana. Cuando se hizo evidente que ni Rose ni la mujer del velo iban a aparecer, dejó la bolsa de azúcar sobre un muro (donde Annie y yo la vimos más tarde) y regresó a Stanley Street, dando por sentado que Rose se habría aburrido sin ella y habría vuelto a casa. Al darse cuenta de que no había sido así, y viendo la preocupación de su madre, la niña había sido incapaz de confesar la verdad, temiendo que, una vez más, la reprendieran y castigaran por su mal comportamiento.
Como me contó la señora Alexander, cuando el subinspector dio esa explicación a la familia Gillespie y les enseñó el penique que la mujer le había dado a la niña, Sibyl pareció avergonzada. Mientras tanto, Elspeth se agitó mucho. Lanzó miradas escandalizadas a su nieta, pero no dijo una palabra hasta que los policías salieron para registrar Queen’s Crescent, dejando a las mujeres solas.
—Entonces ha sido cuando Elspeth se ha enfrentado con Sibyl —me contó mi casera—, diciéndole que todo era culpa suya, como siempre, y acusándola de ser mala y codiciosa.
La niña se quedó muy afectada y empezó a lloriquear, pero la viuda insistió, reprochándole que hubiera abandonado a Rose. A pesar de las súplicas de Annie para que desistiera, Elspeth continuó hasta que Sibyl se cayó al suelo, gritando y retorciendo su pequeño cuerpo en una y otra dirección, hasta que al parecer sufrió convulsiones.
—Annie ha palidecido de miedo —dijo la señora Alexander—. Se ha tumbado junto a Sibyl y la ha abrazado para tranquilizarla.
Mandaron a uno de los chicos del barrio a buscar a un médico de Woodside Place (una calle residencial cercana habitada casi en su totalidad por médicos). Cuando llegó el joven doctor Williams, Sibyl se había calmado un poco, pero la irrupción de un médico pareció alterarla de nuevo y este se vio obligado a sedarla ligeramente.
El doctor y Annie acostaron a Sibyl, y Ned y los policías regresaron por fin, después de haber registrado los jardines de Queen’s Crescent sin encontrar rastro de Rose (a esas alturas, había desaparecido hasta la bolsa de azúcar). A fin de descartar la posibilidad de que la niña estuviera escondida en alguna parte, los policías bajaron lámparas y, guiados por Ned, registraron todos los patios traseros que había a lo largo de la calle y buscaron en las carboneras del sótano del número 11. Luego anunciaron su intención de registrar el apartamento. Se pidió a todo el que no fuera miembro de la familia que se marchara, por lo que la señora Alexander, junto con la señora Calthrop, se excusó y regresó a su casa.
—No la encontrarán en ese piso —me aseguró—. He estado horas allí, y no crea que no he aprovechado para mirar, por si acaso. —Esa confesión me sorprendió, ya que mi casera era la persona menos curiosa que conocía. Debió de ver la sorpresa reflejada en mi rostro, porque añadió—: Bueno, ya sabe cómo son los niños. He pensado que tal vez Rose estaba jugando al escondite. He mirado en todas las habitaciones menos una en el piso de arriba, que estaba cerrada con llave, y no he visto ninguna niña, ni en los armarios ni en ninguna parte.
Yo ya me había adelantado mentalmente, pasando a otro asunto.
—¿Qué hay de la mujer que mandó a Sibyl a la tienda? ¿La ha encontrado la policía?
—Que yo sepa no —respondió la señora Alexander—. Es un misterio. Si sigue sin haber rastro de Rose mañana, formarán partidas de búsqueda.
—¡Partidas de búsqueda! —En mi estado de desconcierto, esas palabras me parecieron siniestras—. Esperemos que no sea necesario. ¿Cómo estaban Ned y Annie cuando se ha ido?
Mi casera meneó la cabeza con tristeza.
—Pobrecillos, tenían los nervios destrozados.
—Bueno, al menos se tienen el uno al otro.
—Ya, pero…
—¿Qué?
—Bueno, entre usted y yo, me pareció que no se dirigían la palabra. Unas cuantas veces ella le ha dicho algo y él no le ha hecho caso.
Poco después le di las buenas noches a la señora Alexander y subí a mi habitación. Durante todas las horas de oscuridad di vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño, muy angustiada por mis amigos. Estaba segura de que Annie no se podría liberar del sentimiento de culpa, como si de un dolor en el estómago se tratara. Aunque Ned nunca sería lo bastante cruel para verbalizar lo que pensaba, ella debía de saber que él la culpaba de la desaparición de Rose, ya que siempre había dejado claro que desaprobaba que las niñas salieran a jugar sin supervisión; yo misma se lo había oído decir en varias ocasiones. Suelo ser optimista, pero, por más que lo intenté, no estaba tan segura de que aquello fuera a acabar bien. Tenía la cabeza llena de terribles presentimientos y el corazón encogido de aprensión.
Aquella noche, la policía y el médico salieron de Stanley Street hacia las diez y media con la promesa de volver a la mañana siguiente. La madre de Ned creyó prudente irse al mismo tiempo que ellos, ya que, a raíz de su arrebato contra Sibyl, había percibido cierta animosidad por parte de Annie. Así, acompañó a los hombres abajo dejando a los padres de Rose solos con su angustia. El subinspector Stirling aconsejó a los Gillespie que se quedaran en casa por si Rose volvía e insistió en que no tenía sentido que salieran de nuevo a buscarla esa noche. De hecho, podía resultar peligroso vagar por lugares solitarios en la oscuridad.
En cuanto el piso se vació de gente, Annie fue totalmente consciente de la tensión que había entre su marido y ella, y (como me dijo más tarde) de que el ambiente era seco y extraño. Poco antes, mientras le contaba una vez más al subinspector que había dejado salir a las niñas solas, había notado que su marido la escudriñaba con una expresión adusta, pero cuando había tratado de atraer su mirada, buscando comprensión, él la había desviado. Desde entonces, si ella le hacía una pregunta o hablaba con él, él contestaba, pero sus respuestas eran frías y bruscas. Por lo tanto, fue casi un alivio cuando, después de dar vueltas durante cinco minutos en un silencio furioso, él se puso con brusquedad el abrigo y dijo que prefería arrancarse los ojos que quedarse allí de brazos cruzados; intentaría encontrar a Rose. Tras pedirle que encendiera una luz en el salón si había noticias, bajó corriendo las escaleras, sin despedirse, y sin ninguna demostración de ternura o afecto, ni ningún gesto tranquilizador que le hiciera saber a Annie que iban a afrontar esa dura situación juntos. Unos momentos después, cuando ella levantó la ventana de guillotina para mirar fuera, vio a su marido doblar la esquina de Carnarvon Street, donde fue engullido por la oscuridad.
Sola y profundamente desdichada, estuvo yendo de una habitación a otra hasta que amaneció, atisbando de vez en cuando en la tenebrosa noche, observando y esperando alguna señal de Rose, o alguna noticia…, pero no llegó ninguna.
Al amanecer regresó Ned. La puerta principal seguía entreabierta, tal como él la había dejado. Al empujarla, entró en el zaguán y se detuvo en seco. Allí, sobre las losas, había un sobre. En él estaba garabateado a lápiz el apellido Gillespie. Dentro encontró una sola hoja de papel, que había sido escrita con la misma letra tosca. Era un garabato tan sucio que tardó un rato en desentrañar el contenido.
EstimAdo sEñor
no tEngA miEdo su hijA EstA gut, prEpArE qiniEntAs librAs y lE dEcirEmos dondE EntrEgAr El dinro. ¡non AbisE A lA policíA o yA vErá! digAlE
A su mugEr quE lA niñA EstA En buEnAs mAnos.
Me enteré de la existencia de esa nota cuando Annie me la describió, palabra por palabra, unas horas después. No habría acudido a su casa tan temprano si mi casera no hubiera preparado unos panecillos para los Gillespie y me hubiese ofrecido a llevárselos mientras todavía estaban calientes. Esperando que me despidieran en la puerta, me sorprendí cuando Annie casi me suplicó que le hiciera compañía en la cocina. Sibyl seguía durmiendo en el piso de arriba bajo los efectos del sedante del doctor William, y Ned no había regresado de la comisaría, adonde había acudido para enseñar la nota al subinspector Stirling. Annie estaba pálida y demacrada, y no se había cambiado de ropa desde el día anterior. Cuando habló, su voz sonó extrañamente monótona, sin entonación.
—Es una carta horrible —me dijo—. Con grandes letras desiguales y un montón de faltas.
Se me erizó el vello de la nuca. Había algo siniestro en esa nota, con su caligrafía burda y las faltas de ortografía. Sin embargo, estaba resuelta a no agravar las penas de Annie.
—Suena a broma de mal gusto.
Por un momento se le iluminaron sus ojos cansados.
—¿Eso cree?
—¿Usted no? ¿La ha traído el cartero?
—No…, debieron de dejarla durante la noche.
—Pero nadie vio a ningún hombre acercarse al edificio.
Ella negó con la cabeza.
—¿Qué hay de Ned…, se lo ha tomado en serio?
—No lo sé —dijo Annie, casi en un susurro—. Le supliqué que no la llevara a la comisaría, pero…
Con el ceño fruncido, levantó el caballo balancín de Rose que estaba tumbado en la alfombra de la chimenea. Alguien había rascado la parte chamuscada del costado, lo que había dejado una extraña cavidad en el estómago de la bestia, como si lo hubieran vapuleado. Annie apretó el juguete destrozado contra su pecho. Debía de haberse pasado toda la noche mordiéndose las uñas, porque las tenía en carne viva. Se quedó mirando la chimenea con expresión dura y alerta. Se me ocurrió que, por una vez, aparentaba más años de los que tenía. Miré a través de la puerta de la cocina, hacia la puerta principal, que estaba abierta de par en par.
—¿Dónde está Elspeth?
—En la iglesia. —Annie suspiró—. Dijo que alguien tenía que rezar por Rose.
Tenía un aspecto tan desamparado que me moría por tranquilizarla.