—Annie, querida, si alguien se tomara la molestia de secuestrar a una niña por dinero, estoy segura de que, antes que nada, se aseguraría de que los padres fueran ricos. Esa nota es probablemente una broma horrible. Rose volverá antes de lo que se imagina.
Ella asintió con aire desdichado.
—Eso es lo que dice Ned. Volverá y… —Dejó la frase inacabada.
Tal vez debería señalar que, en circunstancias normales, no soy muy dada al llanto. Las mujeres adultas no lloramos tan a menudo como te hacen creer las novelas rosas; no solemos ser tan blandengues. Aun así, esa fue una de esas pocas ocasiones en que me descubrí poniéndome muy sentimental. Tal vez solo fuera la ansiedad acumulada el día anterior, pero no tenía ganas de venirme abajo delante de Annie. Allí estaba ella, tal vez muerta de miedo, y sin embargo con los ojos secos, mientras yo, como una tonta redomada, estaba al borde de las lágrimas. Me disculpé y traté de recuperar la compostura en el cuarto de baño, arrojándome agua a la cara. Pero en cuanto regresé a la cocina, volvieron a asaltarme las ganas de llorar, de modo que decidí desaparecer hasta que hubiera recobrado la calma. Sabía que Annie no estaría sola, porque mientras me disculpaba se presentó la señora Calthrop para devolver un huevo que aquella le había prestado; una mala excusa, ya que saltaba a la vista que solo se moría por saber si había noticias.
Más tarde ese día, cuando me recobré lo suficiente para dejarme ver por Stanley Street una vez más, se habían producido novedades. Durante mi ausencia Ned había regresado junto con el subinspector Stirling, y habían acompañado a Sibyl a la esquina de Queen’s Crescent, donde esperaban que pudiera señalar la casa de la desconocida del velo. Pero al parecer la mujer solo había señalado vagamente hacia West Prince’s Street y Sibyl no fue capaz de identificar una residencia en particular. Al ver que no podía ser de ayuda, la niña se quedó afectada, temiendo una vez más haberlos decepcionado. ¡Pobre Sibyl! A esas alturas debía de haber comprendido que a la larga la culpa de la desaparición de su hermana recaería sobre ella.
A decir de todos estaba desconsolada por completo cuando Ned la llevó a casa, y aunque no había probado bocado desde el mediodía anterior, no mostró ningún interés por la comida que le pusieron delante. El corazón le latía con fuerza; temblaba y sudaba, y dijo que le faltaba el aire, aun cuando su padre hizo que se sentara junto a una ventana abierta y le frotó la espalda.
—No es culpa tuya, pequeña —no paraba de repetir él—. No tiene nada que ver contigo.
El día siguiente a la desaparición de Rose, a media mañana, dos agentes empezaron a indagar de puerta en puerta en Woodside. El subinspector Stirling no tardó en organizar una partida de voluntarios para registrar el barrio. Lo normal hubiera sido que la policía esperara unos días más para realizar una búsqueda oficial, pero el subinspector quería aprovechar que era domingo, día de descanso, ya que habría más hombres disponibles que durante la semana. Lamentablemente, el tiempo resultó ser lluvioso y brumoso, y cualquiera de los participantes estaba condenado a tener una experiencia de lo más desagradable y penosa. Además, habían organizado con tan poco tiempo la búsqueda que no habían puesto ningún anuncio en el periódico, y solo se pudo reclutar a los voluntarios por medio del boca a boca. En consecuencia, al mediodía habían acudido menos de treinta hombres al punto de reunión: la fuente Stewart Memorial, en el West End Park. A las pocas mujeres y niños que quisieron participar se les mandó de vuelta a casa, ya que, con una niña perdida o desaparecida, resultaba poco seguro que deambularan por la periferia del oeste de la ciudad en medio de la niebla, sobre todo por aquellas zonas donde habría que concentrar los esfuerzos: las orillas del río, los parques, los canales y los descampados.
Para cubrir el máximo terreno posible los hombres se dividieron en tres grupos. El primero, encabezado por el vigilante del parque, el señor Jamieson, se concentró en Kelvingrove y los jardines de la universidad; el segundo, al mando del subinspector Stirling, y en el que participaba Ned, se dirigió al norte a través del valle Kelvin, pasando por delante del viejo molino de pedernal hasta el acueducto; el tercero, dirigido por el sargento McColl, fue hacia el este, tomando las calles y callejuelas de Garnethill, y luego hacia el norte, a través de los almacenes y las obras, en dirección a los muelles de Port Dundas.
Por si Rose volvía, Annie se quedó en casa acompañada de varios vecinos y amigos, así como de Elspeth y sus amigos, muchos de los cuales pasaron la tarde yendo y viniendo de la iglesia para asistir a algún servicio religioso. Era un día lluvioso, pero no hacía mucho frío, lo que fue una suerte porque la entrada del número 11 llevaba todo el día entornada, y la puerta del piso estuvo abierta de par en par. Cuando llegué, a las cuatro de la tarde, había alrededor de una docena de mujeres en el salón rodeando a la madre de Ned, quien, reinstalada en su vieja mecedora, era el centro de compasión ahora que su nieta había desaparecido.
—¡Herriet! —fue su saludo—. ¿Qué he hecho yo para merecer esto? Qué año más horrible.
A Annie no se la veía en ninguna parte, lo que me hizo suponer que en algún momento había subido para acostar un rato a Sibyl, y que no se había unido de nuevo al grupo; en mi opinión, una decisión razonable. Yo misma no estaba de humor para seguir la cuerda a Elspeth. No me sorprendió que se considerara la víctima principal de la desaparición de Rose, pero admito que me exasperó. Así pues, me disculpé y entré en la cocina, que nadie había limpiado ni recogido desde el día anterior, y para pasar el rato mientras esperábamos noticias traté de poner un poco de orden.
Finalmente oí crujir la escalera de la buhardilla y, al volverme hacia el vestíbulo, vi a Annie bajar los últimos peldaños. Estaba muy pálida, y desde la última vez que la había visto, habían aparecido dos arrugas verticales de preocupación entre sus cejas. Tras un inicial revuelo de saludos por parte de Elspeth y de las otras mujeres, la dejaron tranquila. La siguiente vez que la vi, estaba sentada junto a la ventana, algo apartada de los demás.
De un modo u otro el día transcurrió. Se preparó y bebió té, y se untaron tostadas con mantequilla que en su mayoría no se tocaron. De vez en cuando nos llegaban noticias a través de alguno de los hijos mayores de los vecinos, que se encargaban de correr de aquí para allá entre las partidas de rescate para obtener información. En algún momento apareció Sibyl, pero estaba tan exaltada que Annie se vio obligada a llevarla de nuevo al piso de arriba. En el transcurso de la tarde, algunas de las mujeres se fueron para asistir a un servicio religioso vespertino o cenar con su familia.
Poco después del anochecer un gran estruendo en las escaleras anunció la llegada de los hijos de los vecinos. Esta vez aparecieron los cinco a la vez. Algunos salimos corriendo al vestíbulo, encabezados por Annie, para recibirlos. Estaban empapados y sin resuello, y hablaban todos a la vez, gritando, pero el mensaje era lo bastante simple para comprenderlo: no había rastro de Rose, y los voluntarios de las tres partidas regresaban al punto de encuentro en el parque, desanimados y deprimidos.
Me volví hacia Annie. Se había quedado inmóvil. En cuanto a mí, me sentía bastante confusa. Lo mejor que se podía esperar era que Rose apareciera ilesa, después de haberse refugiado en alguna parte. Por supuesto, era una lástima que no la hubieran encontrado aún en esas circunstancias, pero al menos no había salido a la luz nada espantoso.
—Gracias por vuestra ayuda, chicos —dijo Annie.
Luego, de forma repentina, dio media vuelta y se metió en su dormitorio, cerrando la puerta detrás de ella sin volverse una sola vez, con lo que nos quedó claro que no quería que la molestáramos.
Acto seguido Elspeth hizo pasar a los mensajeros al salón, donde les hizo preguntas y reaccionó con excitadas exclamaciones ante sus respuestas. Tan ocupada estaba interrogando a los muchachos, y examinando en voz alta todos los detalles para que todos la oyeran, que no reparó en que su hijo había vuelto. Pero yo lo vi por puro azar. Dio la casualidad de que no acompañé a los demás cuando volvieron a ocupar sus asientos. En lugar de ello me entretuve en el pasillo, sin saber muy bien qué hacer. Era evidente que Annie quería estar sola, y habría dado ejemplo a los demás si me hubiera retirado con discreción, pero era reacia a abandonarla y dejarla a merced de los que quedaban. En cualquier caso, me había detenido en el umbral del salón, indecisa, cuando oí unas pisadas suaves en el rellano. Me volví y, justo cuando daba un paso para mirar en el zaguán, Ned apareció en el pasillo. Debía de haber subido las escaleras sin hacer ruido porque no oí nada hasta que estuvo arriba.
De pronto caí en la cuenta de que hacía varios días que no lo veía, desde nuestra clase de pintura a comienzos de la semana. Había esperado verlo pálido, como Annie, pero, tal vez debido a la penumbra del pasillo, le vi la cara oscura; de hecho, todo él tenía un aspecto lúgubre, siniestro. Su sombrero estaba empapado y brillaba como pelo de marta; hasta la gabardina se veía negra por la lluvia. Por un momento se quedó inmóvil en el umbral, escuchando la voz de su madre mientras esta criticaba al subinspector Stirling. Instintivamente no dije nada. Una vez que me aparté de la puerta del salón, las demás mujeres ya no podían verme, por lo que mis movimientos no delatarían la presencia de Ned. En lugar de ello, junté las manos y lo miré con lo que esperaba que fuera una expresión de profunda compasión. Al principio no reaccionó. Cuando por fin me miró, lo hizo como si acabara de reparar en mi presencia. Vi de pronto lo demacrado, arrugado y agotado que estaba. Me quedé mirando sus ojos atormentados. Se veían plateados, anegados en lágrimas. Mientras lo observaba, se llevó un dedo a los labios, luego se volvió en silencio y desapareció en la cocina. Yo estaba a punto de seguirlo de puntillas, alegrándome de que pudiéramos estar al menos unos minutos a solas, cuando él cerró la puerta detrás de sí sin hacer ni un solo ruido.
De pronto me sentí ridícula. Una vez que me recobré, di las buenas noches a las señoras y cogí mi abrigo. Para irme tenía que pasar por delante de la cocina. En su interior todo estaba silencioso. Supuse que si pegaba la oreja a la puerta alcanzaría a oír algún sonido: una respiración, un sollozo contenido, el chirrido de la pata de una silla al deslizarse por el suelo. O tal vez nada. Sabe Dios qué habría oído. Pero me limité a mirar pesarosa la puerta al pasar y regresé a mi apartamento.
El lunes 6 de mayo,
The Glasgow Evening Citizen
publicó un párrafo en la página 6 titulado: «Sospechosa desaparición de la hija de un artista». Tras un breve resumen de los hechos conocidos sobre el caso, el periódico preguntaba: «¿Qué ha sido de la pequeña Gillespie? No se la ha visto desde el sábado por la tarde, y aumentan las sospechas de que podrían haberla secuestrado. Su familia y sus vecinos está llevando a cabo una ansiosa búsqueda por el barrio y se espera que esta gane fuerza entrada la semana, si la niña sigue sin aparecer».
Fueron días llenos de incidentes, como ya deben saber si alguna vez se enteraron del caso. El misterio de la desaparición de Rose se vio agravado por otros factores: los rumores sobre un hombre al que habían visto alejarse corriendo con un niño, la enigmática mujer del velo y la nota del rescate. Mientras tanto, se estaba llevando a cabo una investigación y me mantuve al corriente de lo ocurrido durante mis visitas a Stanley Street, donde el ambiente era lúgubre y al mismo tiempo caótico. Me habría encantado tener una conversación como es debido con Ned o con Annie, pero no se presentó la oportunidad porque siempre había presente como mínimo una persona; cuando no era Elspeth, que parecía haberse instalado de nuevo en el salón, era un agente de policía o uno de los vecinos.
Poco a poco, a raíz de los interrogatorios llevados a cabo de casa en casa, empezó a cuajar una idea más clara de lo ocurrido el sábado por la tarde. Pero no se halló ninguna pista de alguien que respondiera a la descripción que había dado Sibyl de la desconocida del velo. Sin embargo, la policía logró localizar a la criada que había hablado con la joven Lily Alexander esa tarde. Martha Scott trabajaba en una de las casas con portal de Queen’s Terrace, el tramo de West Prince’s Street situado justo enfrente de los jardines. Repitió su testimonio sobre el hombre que había visto corriendo con una criatura. En ese momento regresaba a la casa de sus empleadores, de la que había salido para comprar un periódico a la señora. Estaba en mitad de West Prince’s Street cuando reparó en un hombre en la acera de enfrente, caminando hacia Saint George’s Road. Quizá había bebido (pensó Martha), porque se tambaleaba al andar. En los brazos llevaba a una niña, o eso le pareció, porque entrevió una melena rubia y tirando a larga. Lamentablemente no se fijó en qué dirección tomaba el hombre al llegar al final de la calle.
Encontraron otro testigo que aseguraba haber visto algo parecido. En el primer piso del número 21 de West Prince’s Street, la señora Mary Arthur, la casera, estaba esperando un paquete, por lo que a lo largo de la tarde se acercó una y otra vez a la ventana de su salón para ver si veía el cartero. En una de esas ocasiones reparó en un hombre alto y fornido que llevaba una niña en brazos. La versión de la señora Arthur coincidía con la de Martha Scott en varios aspectos. Dijo que el hombre se dirigía hacia el este, y que por el modo en que cruzó la calle le pareció que tenía intención de girar a la derecha en Saint George’s Road. Llevaba un gorro y parecía estar borracho. La niña extendía los brazos detrás de «su padre», y daba la impresión de que quería volver en la dirección de la que venían. El vestido de la niña era de un tejido azul con estampado de rombos. Esa descripción de la prenda era particularmente escalofriante, ya que el vestido que llevaba Rose aquella tarde era uno que se ponía a menudo y tenía un estampado de rombos.
Seguían presentándose testigos. El miércoles por la noche Peter Kerr, un cochero de punto, acudió a la comisaría de Maitland Street y declaró que ese sábado por la tarde había recogido a un hombre extranjero en Cambridge Street. El hombre iba en mangas de camisa y llevaba a una niña envuelta en su chaqueta. Le había pedido que lo llevara al otro lado de la ciudad, y no había hablado salvo para indicarle su destino. Debido al flujo de turistas por la Exposición Internacional el año anterior, el cochero estaba acostumbrado a oír distintos acentos extranjeros, y dedujo que el hombre era austríaco o alemán, tal vez un inmigrante más que un turista. La niña había gimoteado durante todo el trayecto, y algo en ese desconocido borracho había inquietado a Kerr, que los había llevado a Gallowgate, hasta la fábrica de aceros, donde el pasajero le había pedido que se detuviera. Al parecer, pagó al contado la totalidad del importe y, acarreando a la criatura soñolienta, se alejó en dirección a Vinegarhill: un recinto ferial lodoso e insalubre, situado en un lugar singularmente hediondo entre curtidurías, desguazaderos y estercoleros.