La verdad de la señorita Harriet (34 page)

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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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El momento que todos habíamos temido en silencio llegó el 17 de septiembre, cuando el subinspector Stirling acudió a Stanley Street sin anunciarse para informar a los Gillespie de que tenía instrucciones de su superior, el inspector Grant, de cerrar el caso.

Al parecer Sibyl se encontraba en el fondo del salón cuando llegó Stirling, de modo que estuvo presente cuando él empezó a explicar la razón de su visita. La niña debió de salir en algún momento, pero Annie no se dio cuenta hasta una media hora después, cuando el subinspector se levantó para irse. Stirling se había deshecho en disculpas y había insistido en que, si de él dependiera, el caso de Rose seguiría abierto. Como es natural, Ned y Annie se sintieron decepcionados porque la policía desistiera de seguir investigando, pero el anuncio de Stirling no nos cogió de sorpresa: por alguna razón todos habíamos temido que se abandonara la investigación debido a la evidente falta de progresos. De cualquier modo, es posible que Ned y Annie estuvieran preparados para tal eventualidad de un modo en que Sibyl, al ser una niña, no lo estaba.

En cuanto se marchó Stirling, Ned desapareció en su estudio sin decir una palabra. Annie fue a buscar a Sibyl y la encontró acurrucada en la cama de su habitación de la buhardilla. Al parecer, el hecho de que la policía hubiera perdido las esperanzas había dejado a la niña en un estado de shock. Cuando Annie se sentó en la cama, Sibyl se arrojó a los brazos de su madre con un grito quejumbroso.

—¿Ahora nunca encontraremos a Rose?

—Estoy segura de que sí —respondió Annie. Acarició el pelo de su hija, que estaba húmedo de lágrimas—. Chist… Cálmate.

—¡Pero ha dicho que ellos ya no la van a buscar más!

—No, cariño, tienen que trabajar en otros casos.

Al oír esto Sibyl lloró como si se le fuera a romper el corazón. Imagino que, en los brazos de Annie, la niña no pesaba nada, con la ropa colgándole de su cuerpo diminuto como el de un pajarillo. Cuando por fin cesó el llanto, Annie la arropó y se quedó sentada sosteniéndole la mano hasta que se sumió en un sueño agitado e intranquilo.

Unas horas después Sibyl bajó con aire lloroso y apesadumbrado, pero insistió en que estaba en condiciones para pasar la tarde en el número 14, y Annie, viéndola más animada, la llevó al otro lado de la calle. Encontró a Elspeth en el sótano, fregando el suelo, después de haber mandado a Jean, la doncella, a la oficina de correos. Jean era quien solía vigilar a Sibyl, ya que la madre de Ned a menudo estaba ocupada en asuntos divinos. Pero ese día en particular Annie dejó a la niña a cargo de su suegra y se fue a la Gallowgate con un montón de octavillas.

Como hacía una bonita tarde, Elspeth abrió la puerta trasera y, después de asegurarse de que la verja que daba al callejón estaba cerrada con llave, informó a Sibyl de que podía jugar en el césped, siempre que se quedara donde ella pudiera verla. Pero la niña expresó su deseo de quedarse en el interior y ayudarla en sus quehaceres, de modo que fueron juntas a la cocina y se sentaron a la mesa.

Quiso el destino que aquel día la madre de Ned decidiera limpiar las luces del salón: un par de lámparas de queroseno con tubo de vidrio que reservaba para las ocasiones especiales, ya que prefería su tradicional resplandor al de las nuevas arañas de gas. Para empezar, vació el petróleo viejo en un tarro. Luego le pidió a Sibyl que le pasara un trapo de polvo. Elspeth no podía saber qué iba a pasar, pero, de algún modo, cuando cogió el trapo de las manos de su nieta el tarro se volcó y el petróleo viejo se derramó por la mesa. Como no quería manchar el trapo de polvo, la viuda fue a buscar paños, y al regresar vio a Sibyl con las manos extendidas encima del charco de petróleo, como si quisiera tocarlo. Sin embargo, al oír a su abuela acercarse, dobló los dedos y los apartó. Elspeth encontró solo un pequeño charco en la mesa, lo que era sorprendente, ya que el tarro estaba lleno hasta la mitad. Pero, sin pararse a pensar, la limpió y se puso a pulir los tubos de vidrio. Mientras, Sibyl había estado yendo y viniendo por la cocina, del fregadero a la chimenea y de la chimenea a la estantería, hasta que finalmente salió al pasillo.

—¿Puedo salir ahora?

—Siempre que pueda verte desde aquí.

Con esas palabras, Sibyl salió y empezó a dar saltos por el césped trasero, cantando para sí. Al ver que se entretenía, la madre de Ned volvió a su trabajo, segura de que podía oír a la niña, lo que significaba que estaba cerca. Pero de pronto el canto se detuvo. Al mirar por la ventana, Elspeth vio que su nieta estaba agachada, examinando algo en el suelo. Satisfecha al verla ocupada en alguna actividad inofensiva, la viuda se dispuso a llenar de nuevo las lámparas. En ese momento Jean volvió de sus recados. Elspeth la oyó bajar las escaleras del sótano y pasar por delante de la cocina en dirección a la puerta trasera, donde solía colgar su prenda de abrigo, una vieja capa de estambre.

Luego, según la madre de Ned, todo pareció suceder de golpe. Algo en el exterior atrajo su atención: una luz brillante, o un destello, que hizo que levantara la vista. Al mismo tiempo, oyó a Jean soltar una palabrota inusitadamente ofensiva. En otras circunstancias Elspeth habría tenido unas palabras con ella, pero entonces estaba mirando por la ventana, y lo que vio en el patio trasero le pareció, al principio, imposible.

Sibyl estaba envuelta en llamas. O al menos lo estaba en parte: las mangas de su vestido ardían feroz e intensamente, como si fueran hogueras. Aun así, a pesar de que tenía la ropa en llamas, caminaba con calma por el patio, con la vista levantada al cielo y los brazos abiertos, como el mismo Señor en la cruz (así describiría la escena Elspeth). La niña no gritó ni dijo una palabra, no emitió sonido alguno. Al cabo de unos segundos, las llamas parecieron extenderse a sus faldas y elevarse más. De pronto la madre de Ned percibió algo borroso con el rabillo del ojo, otra figura que se movía a toda velocidad: era Jean, que cruzaba el césped con su vieja capa gris en las manos, al estilo de un matador. Corrió hacia Sibyl y, con un solo movimiento, envolvió a la niña en la prenda y la tiró al suelo. Luego hizo rodar a la pequeña figura hacia un lado y otro, tratando de apagar las llamas.

En ese preciso instante la madre de Ned cogió el cubo de agua que había dejado allí al fregar el suelo y salió al patio todo lo deprisa que sus piernas se lo permitieron. El aire olía a quemado. La doncella levantaba a la niña, envuelta todavía en la capa, y de la tela chamuscada se elevaba humo. La cabeza de Sibyl colgaba hacia atrás; movió los párpados, luego los cerró. En el césped había una lata llena de cerillas de cocina. Jean estaba lívida. Se volvió hacia su señora sin decir una palabra. Movió los labios, pero la viuda no oyó nada, porque un extraño sonido como de ráfaga le llenaba los oídos. Arrojó el agua sobre Sibyl, apagando así las últimas llamas. Luego el cubo se le escurrió de las manos y sonó al estrellarse contra el suelo. Tal vez fuera el shock, o la poco habitual actividad física, o una combinación de los dos, pero el campo visual de Elspeth fue reduciéndose a medida que la oscuridad la rodeaba. Entonces cayó de rodillas y se desplomó hacia delante en mitad del césped.

Todo eso sucedió el martes. Yo no me encontraba en Glasgow esa tarde en particular. Había ido a Bardowie para supervisar la colocación de unos muebles y otros artículos del hogar que hacía unas semanas habían llevado en carro hasta allí. Sin embargo, al regresar a la ciudad no tardé en enterarme de lo que había sucedido en mi ausencia. Habían llevado a Sibyl al Royal Infirmary, donde yacía en la cama, envuelta en vendajes, y durante los días que siguieron los médicos parecieron tener dudas sobre si sobreviviría a las heridas y la neumonía que había contraído como consecuencia del accidente. Todos nos quedamos muy aliviados cuando abrió los ojos un rato el viernes y volvió a hacerlo al día siguiente. Durante una semana entró y salió de la inconsciencia, pero por fortuna no hubo más complicaciones. Después de otros quince días, los pulmones empezaron a sanar por sí solos y, poco a poco, fue recobrándose. Las rápidas reacciones de Elspeth y Jean habían salvado milagrosamente a la niña. Por desgracia, las quemaduras de Sibyl eran extensas, sobre todo en los brazos y los hombros, y los médicos coincidieron en que las cicatrices le quedarían para el resto de su vida.

Por si no fuera suficiente tragedia, en cuanto estuvo lo bastante recuperada la llevaron a la sección de mujeres del Sanatorio Real de Kelvinside, donde la ingresaron de forma indefinida. Esta vez su comportamiento había sido tan extremo que Ned no pudo negar la verdad: la pobrecilla había perdido el juicio por completo.

En tales circunstancias, forma parte de la naturaleza humana pensar en lo que podría haber sucedido si… Si Annie no hubiera llevado a Sibyl al número 14. Si la madre de Ned no hubiera escogido justo esa tarde para limpiar sus lámparas de aceite. Si hubiera vigilado más de cerca a su nieta. Si la niña no hubiera estado tan consentida por todos. Y así un largo etcétera. Algunos pensamientos son inútiles e infructuosos; por más vueltas que se les dé, ya es demasiado tarde. Sibyl siempre había sido una niña inestable y vulnerable, cuyas peculiaridades exigían demasiado de sus padres, y últimamente se había sumido en un estado de desesperación y odio a sí misma. Sin embargo, pese a sus problemas mentales, era imposible prever que llevaría a cabo semejante acto de locura. En definitiva, no se puede responsabilizar a nadie de lo que le sucedió.

15

Fue una suerte que la última tragedia de la familia no despertara un gran interés en la opinión pública, ya que a esas alturas toda Escocia estaba obsesionada con el inminente juicio del asesino de Arran. En la prensa solo aparecieron unos pocos artículos y estos atribuían las heridas de Sibyl a un sencillo pero desafortunado accidente doméstico. Unas semanas después, cuando la niña se hubo recobrado lo suficiente de sus quemaduras y llegó el momento de trasladarla a la sección de mujeres del sanatorio, se hizo discretamente, en mitad de la noche, a fin de no atraer una atención no deseada. Que yo sepa, ninguno de los periódicos informó de su ingreso en el sanatorio hasta que este se hizo público, meses después, durante el juicio.

Una vez ingresada, Sibyl empezó, una vez más, a negarse a comer, y creo que a los cuidadores les fue imposible persuadirla para que lo hiciera. También se volvió cada vez más sensible a cualquier estímulo externo: el sonido de una voz hacía que se estremeciera; con el tintineo de una taza de té se tapaba los oídos; al notar un rayo de sol en la cara ponía los ojos en blanco a causa del dolor. Cualquier emoción extrema le provocaba tal agitación que los cuidadores tardaban horas en tranquilizarla. Hasta la espera de la visita de sus padres la sumía en un estado de ansiedad, y se quedaba tan alterada después de verlos que los médicos restringieron sus visitas. Ned y Annie recibieron instrucciones de ir a verla solo una vez cada dos semanas, y de que cada visita durara menos de una hora.

De momento recomendaron que no recibiera otras visitas. Sospecho que la madre de Ned se sintió aliviada en su fuero interno. Aunque nunca admitió su culpabilidad en la situación de Sibyl, creo que en el fondo le remordía la conciencia. Me imagino lo destrozada que debía de sentirse: las punzadas de terror, el estómago revuelto, el dolor físico real en la zona del corazón, un temblor en las manos, el sabor amargo en la pared posterior de la garganta y una omnipresente sensación de náuseas. Me imagino que debieron de atormentarle esta clase de síntomas.

Sé que Ned y Annie todavía no se habían recuperado del encierro de Sibyl en el sanatorio; fue un golpe devastador, asestado muy poco después de la desaparición de Rose. Visto en retrospectiva, creo que yo misma caí en una especie de depresión en esa época. Suelo tener vívidos recuerdos del pasado, pero las semanas que siguieron no están tan claras en mi memoria como otros períodos en mi vida. Sin duda el shock por la desaparición de Rose, los intentos terribles e inesperados de Sibyl de quitarse la vida, y las inevitables consecuencias que tuvo en mis amigos los Gillespie, todo ello afectó mi propio estado de ánimo.

El primer episodio de ese otoño que recuerdo con cierta claridad se remonta a un viernes por la tarde de mediados de noviembre en que fui a ver a los Gillespie. Sabía que habían estado en el sanatorio el día anterior y quería tener noticias de Sibyl. Esa mañana había adquirido en la ciudad un par de cosas para Merlinsfield, y como no quería llegar a Stanley Street con las manos vacías compré también una tarta de manzana en la panadería.

La entrada del número 11 volvía a estar cerrada con llave, como en el pasado, desde que había prevalecido el temor de sus residentes a los ladrones, y hacía tiempo que habían quitado la piedra que mantenía la puerta abierta las semanas posteriores a la desaparición de Rose. Por casualidad, esa tarde llegué a la vez que la señora Calthrop, que me dejó entrar en el edificio. Nos pusimos a charlar, y resultó que había ido de compras y llevaba tabaco para Ned. Me ofrecí a ahorrarle subir las escaleras y, al ver que yo iba cargada de paquetes, ella dejó caer el cucurucho de tabaco en mi bolso.

En el rellano de arriba todo estaba silencioso. Llamé con timidez y me sorprendió ver que la puerta se abría casi de inmediato y aparecía Ned. Desde que lo conocía él nunca había abierto la puerta. Debo admitir que su aspecto era sorprendente, hasta conmovedor. El pobrecillo iba sin afeitar y el cabello le salía disparado alrededor de la cabeza, en todas direcciones. Estaba demacrado, y por primera vez advertí profundas arrugas alrededor de sus ojos.

—Oh —dijo, inclinándose para asomarse a la barandilla—, creía que era…

—Lo siento mucho…, ¿esperaba a alguien?

—No, solo… —Retrocedió hasta la puerta—. Annie no está.

—Qué lástima. Les he traído una tarta de manzana. Ah, y en el fondo de mi bolso está su tabaco. Verá, me he encontrado con su vecina. Lo sacaría si no…

Tenía las manos llenas, pero no quería dejar mis compras en el suelo, ya que parecía que hacía bastante tiempo que no barrían el rellano. Ned mostró tan poco interés en la tarta que me pregunté si me había equivocado al creer que la de manzana era su favorita. Pero quizá no tenía apetito. Por lo general era extremadamente caballeroso, si bien las recientes calamidades debían de haberlo sumido en alguna clase de shock prolongado, porque no se ofreció siquiera a coger la tarta de mis manos. Se limitó a retroceder en el interior del apartamento, diciendo:

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