La verdad de la señorita Harriet (35 page)

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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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—Bueno, si quiere, puede dejarla en la…

Señaló la cocina antes de alejarse por el pasillo. Dejé la tarta en la alacena y busqué a Ned. Estaba de pie frente a la chimenea del salón. Cuando entré, alzó la pipa.

—¿Tiene el… humm…?

—Sí, claro.

Dejé todos mis paquetes y, una vez tuve las manos libres, pude introducir una mano en el bolso y darle el tabaco. Puso el cucurucho en la repisa de la chimenea y empezó a desmenuzarlo sin decir una palabra. Me llevó un rato recorrer la habitación con la mirada. Aunque hacía mucho tiempo que se habían ido los periodistas, las cortinas de la parte delantera de la casa seguían en parte corridas, dando un aire fúnebre a la habitación. Todas las ventanas seguían fijadas con clavos y flotaba un olor viciado de ropa blanca no aireada, y algo más, un olor acre, como el del beicon rancio.

—¿Dónde está Annie?

—Se ha ido unos días a Aberdeen. Alguien vio a Rose allá. Ha ido a investigar.

—Espero que no se lleve una decepción.

Mi mirada se detuvo en uno de mis paquetes: un gran bulto de papel marrón rígido. Dentro estaba la jaula de madera de boj que había comprado esa misma mañana en la tienda de curiosidades
japonais
de Sauchiehall Street. Pensé que podría animarle ver lo que había comprado, de modo que rasgué el papel de envolver y dejé la jaula en la mesa, exclamando:

—¡Mire…, de la tienda japonesa! ¿No es preciosa?

—¿Qué es? —me preguntó él, mirando el reloj.

—Es esa jaula…, la que nos gustaba.

—No sabía que tenía pájaros, Harriet.

—No tengo…, pero quiero comprarme alguno. Pensaba poner la jaula en el estudio de Merlinsfield. Me he instalado allí, ¿sabe? —Me interrumpí, pero al ver que no respondía, continué—: ¿No sería estupendo… oír a una pareja de pájaros cantores en la esquina mientras uno pinta?

—Podría distraer un poco.

—Quizá no mientras uno pinta, sino por las tardes, en primavera y en verano, al ponerse el sol. Pero ¿qué clase de pájaro? ¿Qué compraría usted, Ned?

—Uf, no entiendo de pájaros. ¿Un verderón?

—¡Perfecto! Y dos mejor que uno, ¿no cree? Para que se hagan compañía, dos pequeños enamorados. ¿Verdad que hay un mercado de pájaros en la ciudad, cerca de la estación de bomberos?

—Creo que sí.

—Estupendo. Tendré que ir la semana que viene. Y tiene razón, sería una tontería tenerlos en el estudio…, aunque hace tiempo que no pinto. Me temo que no he vuelto a hacerlo desde que dejé sus clases. No me he visto con fuerzas de coger el pincel. ¿Y usted? ¿Ha podido trabajar?

—En realidad no.

Di un paso hacia él con la intención de darle unas palmaditas en el hombro o hacer algún otro gesto reconfortante, pero justo en ese momento él se volvió para dejar la pipa en la repisa y se dirigió a la puerta, con un brazo extendido para guiarme hacia ella.

—Gracias por la visita, Harriet.

—Es un placer.

Al llegar a la mesa me vi obligada a detenerme para coger la jaula. En ese momento se me ocurrió una idea. Sin saber cómo sacar el tema me aventuré a decir:

—¿No le parece que esto está muy fúnebre?

Por toda respuesta miró alrededor y se encogió de hombros.

—¿Cuándo va a volver al sanatorio, Ned, si no le importa que se lo pregunte?

—A finales de la semana que viene.

—Entonces tengo una idea maravillosa. ¿Por qué no se viene unos días a Bardowie? No puede ser bueno para usted estar aquí solo.

Vi que la idea le tentaba, pero respondió:

—No querría causarle molestias.

—No sería ninguna molestia. Debe salir de la ciudad. Puede que en unos días hasta recupere las ganas de pintar. El estudio está totalmente equipado, ya lo sabe.

Al referirme al trabajo, pareció tan desesperado que me apresuré a añadir:

—Pero no se preocupe por pintar… Venga a descansar. Le sentará bien distraerse con otra cosa. Verá, se me ha ocurrido que podríamos escribir un libro juntos, sobre su vida y su obra…

—¿Un libro?

—Algo que inspire a los jóvenes que provienen de su mismo entorno, artistas que se esfuerzan por abrirse camino, para demostrarles que, si trabajan duro, todo es posible. ¿Le interesaría? Podríamos trabajar en ello si viniera unos días.

Se frotó la cara cansinamente.

—Parece una buena idea. Tal vez, en otro momento. Por ahora necesito estar cerca de Sibyl, y se tarda horas en llegar a Bardowie.

—De horas nada. —Me reí—. En el tren se llega en un santiamén. Y lo crea o no, suele haber un coche esperando en la estación de Milngavie.

Ned frunció el entrecejo; recelaba de los coches de punto, una actitud que había heredado de su madre. No quise mencionar que el cochero de ese clarence en particular era un borracho huraño que conducía el caballo a una velocidad que ponía los pelos de punta y que a menudo se pasaba de largo la entrada de Merlinsfield.

—Podría quedarse hasta su próxima visita al sanatorio. Podríamos hablar del libro, de momento…, no hace falta que escribamos nada.

—Gracias, Harriet. Me encantaría…, pero ahora no puedo.

—¿Entonces dentro de unos días, o la semana que viene? Tráigase a Annie. Tráigase a quien quiera.

—Bueno, ya veremos. ¿Puede con esos paquetes?

Resultó que había estado mirando el reloj porque tenía una cita en la ciudad, y disponía de muy poco tiempo para cambiarse de ropa y prepararse. Al parecer, iba a ver a Horatio Hamilton. Aunque Ned se negó a revelar el propósito del encuentro, yo tenía el presentimiento de que el dueño de la galería estaba impaciente por saber cuándo tenía previsto volver a pintar su protegido, ya que había esperándole más de una docena de encargos que debería haber terminado hacía mucho. Hamilton se había mostrado comprensivo y solícito durante todas las dificultades del artista, pero también era un hombre de negocios. No me hubiera sorprendido que lo presionara para que reanudara su trabajo. En cualquier caso, como no quería que Ned llegara tarde a semejante cita, me apresuré en recoger mis paquetes. Ned me acompañó y abrió la puerta por mí.

—Seguramente estaré en Merlinsfield las próximas semanas —le dije mientras nos despedíamos en el rellano—. Si de repente decidiera venir, se acuerda de cómo llegar, ¿verdad?

—Creo que sí.

—Está en la Balmore Road, a medio camino de Bardowie, en el lado izquierdo. Verá una verja…, pero el cochero sabrá adónde ir si le indica que va a Merlinsfield.

—Bueno, espero que pueda.

En ese momento tuve una ocurrencia y le tendí la jaula.

—Tome. ¿Por qué no la guarda usted? Será algo bonito que contemplar si necesita animarse.

Se quedó mirando la jaula con tristeza y negó con la cabeza.

—No. Es demasiado bonita para estar aquí. Llévesela.

—¿Está seguro?

Asintió.

—Está bien, entonces la pondré en el estudio de Merlinsfield, así tendrá que venir para ver cómo queda.

—Quizá eso sea lo mejor. —Y por un momento sus ojos brillaron, y me pregunté si estaba a punto de llorar, pero luego añadió, con brusquedad—: Bueno, si me disculpa, Harriet…

Mientras bajaba las escaleras miré por encima del hombro. Alcancé a ver cómo cerraba la puerta del apartamento mirando al suelo, con una expresión preocupada. ¡Pobre Ned, cuántos problemas! Después de todo lo que había ocurrido, yo empezaba a creer en la inexorabilidad del destino. Ninguna de las recientes catástrofes podía haberse previsto, y por la misma razón me parecía que ninguna de ellas podía haberse evitado. Por mucho que lo intentemos, no podemos eludir lo ineludible; todos estamos condenados a vivir el destino que se nos ha trazado, como el sirviente de la fábula, que pretende burlar a la Muerte huyendo de Samarcanda, solo para descubrir, a su llegada a la ciudad, que la Muerte está esperándolo allí, después de todo.

Al salir de Stanley Street, pasé un momento por mi alojamiento para ver si tenía correspondencia. Esa misma tarde volví a Bardowie con la jaula y mis otras compras. Dadas las circunstancias, tal vez no era el momento apropiado para que Ned fuera a Merlinsfield. Pero esperaba que aceptara mi ofrecimiento en un par de días. Un nuevo proyecto, como un libro, lo distraería. Por encima de todo, estaba convencida de que le convenía alejarse un tiempo de ese lúgubre piso.

El sábado y el domingo Agnes Deuchars, el ama de casa, me ayudó a terminar de coser unas cortinas, y el lunes empecé a tapizar dos sillas viejas que había encontrado en la buhardilla. También escribí una carta a mi padrastro. Había prolongado su estancia en Suiza, pero, según su administrador, esperaba volver antes de Navidad. Yo misma había escrito a Ramsay unas cuantas veces, pero no había tenido noticias de él.

A ratos, mientras trabajaba, me sorprendía parada frente a la ventana del salón de las mañanas, mirando hacia la carretera. De vez en cuando subía las escaleras hasta el estudio de la torre. Había dejado la jaula en una mesa junto a la ventana recién agrandada, donde quedaba preciosa y donde permanecería de momento, hasta que comprara mis verderones.

De hecho, me hacía ilusión tener un par de pájaros que cuidar, e impaciente por ir al mercado de pájaros, decidí volver a Glasgow el martes. Se me ocurrió que podría pasar primero por Stanley Street, por si Ned quería acompañarme. Necesitaba alguna distracción y una escapada así alejaría las preocupaciones de su mente. Había una posibilidad de que me quedara unos días en la ciudad. Ahora que Annie se había ido, pensaba que tal vez Ned necesitara compañía. Había decidido sorprenderlo, pero me preocupaba que se le ocurriera venir a Bardowie el mismo día que yo iba a la ciudad. De hecho, esa noche tuve un sueño en el que él aparecía por el camino de entrada de Merlinsfield, después de haber rechazado el clarence de la estación y recorrido a pie todo el tramo de carretera (lo que habría sido típico de él). En el sueño, yo lo observaba desde la ventana del estudio mientras avanzaba pesadamente hacia la casa, alzando la vista hacia mí; en sus ojos, de un azul brillante, se reflejaba la luz del cielo.

A la mañana siguiente me despertaron el ruido de unos cascos en la grava y el tintineo de unos arneses. Me levanté y, con los ojos aún legañosos, fui a mirar por la ventana de mi dormitorio. A finales de otoño y principios de invierno, a veces resulta difícil saber qué hora del día es, ya que a menudo el cielo continúa estando gris mucho después de que haya salido el sol. Vi que había amanecido, pero era una mañana encapotada y la luz seguía siendo plomiza. Desde el dormitorio solo veía una parte del camino, pero pude distinguir las ruedas traseras de un viejo clarence frente a la puerta principal. Llegaban pocas visitas a Merlinsfield, y lo primero que pensé fue que Ned había aceptado mi invitación y había venido a visitarme. En cuanto tuve esa ocurrencia, oí un gran estruendo en la parte delantera de la casa ya que alguien empezó a golpear la aldaba de bronce. Normalmente Agnes no llegaba hasta las ocho, así que como no sabía si estaba en la casa o se hallaba disponible para abrir la puerta, me eché un chal sobre el camisón y me apresuré a bajar las escaleras, dando traspiés con las prisas, apremiada por los insistentes golpes de la aldaba. Descalza, crucé las losas del vestíbulo, gritando excitada:

—¡Un momento! ¡Ya voy!

Descorrí los cerrojos y abrí la puerta. En el umbral no estaba esperando Ned sino un desconocido, un hombre de mediana edad, vestido con una gabardina y un sombrero hongo. Tal vez era un poco más bajo que la media y bastante robusto; un tipo corriente, de aspecto vulgar, con un bigote negro y bien recortado.

—Buenos días —dijo, mirándome de arriba abajo.

Por un momento me quedé sin habla. El corazón me latía con fuerza en el pecho. Había bajado corriendo las escaleras al despertarme. Justo detrás del desconocido había tres hombres, de los cuales dos llevaban el uniforme de la policía, y en el fondo alcancé a ver al hosco chófer del coche de punto apoyado en su vehículo. Todos me miraban con abierta curiosidad. Reconocí a uno de los hombres uniformados como John Black: el agente de las pastillas de menta que me había entrevistado muchos meses atrás. El desconocido miró por encima de su hombro, como si esperase una confirmación, y cuando Black asintió, se volvió de nuevo hacia mí.

—¿Señorita Baxter?

—Sí —respondí, recobrándome—. Buenos días, caballeros.

—¿Es usted la señorita Harriet Baxter?

—Sí, soy yo. ¿Puedo preguntarle quién es usted?

—El subinspector Stirling, señorita.

—¡Ah! ¡Santo cielo! ¿Ha ocurrido algo? ¿Está bien Ned?

El detective me miró con la fijeza de una pistola.

—Todo lo bien que cabe esperar, señorita Baxter. Pero me temo que el señor Gillespie no es lo que nos concierne hoy. Es mi deber informarla… —se interrumpió y luego continuó—: que se ha ordenado su detención.

Me temo que, después de que mencionara la orden de detención, apenas oí una palabra de lo que dijo. En lugar de ello, fui muy consciente de cómo los otros hombres observaban el procedimiento con gran interés, con el vaho de sus alientos elevándose en el aire de la mañana. Las losas del suelo parecían metal helado bajo mis pies. Vi a Agnes acercarse corriendo por el camino, jadeando y resoplando mientras se ponía el delantal, alertada sin duda por el estruendo de la llegada del coche de punto.

—¡Señorita Baxter! —gritó alarmada, e intentó acercarse a la casa, tal vez para acudir en mi auxilio.

Pero los agentes uniformados se plantaron frente a ella, y el tercer hombre (que no vestía uniforme y que, por fin lo comprendí, también era policía), se la llevó aparte y empezó a hablar con ella en voz baja. Agnes lo escuchó unos momentos, luego me miró boquiabierta.

Stirling seguía hablando, con la cara muy cerca de la mía. Recuerdo que me fijé en lo poblado que era su bigote. Aunque sin duda lo formaban miles de pelos individuales, la construcción total subía y bajaba como un todo mientras hablaba. Me pregunté con qué frecuencia se recortaba los bordes. ¿No es curiosa la mente humana?, me dije. Me están arrestando y en lo único que puedo pensar es en bigotes.

Era tal mi desconcierto ante el inesperado giro de los acontecimientos que no pronuncié una palabra ni un sonido hasta que estuvimos dentro del clarence, dirigiéndonos a la ciudad a una velocidad constante aunque no vertiginosa. Mientras avanzábamos dando tumbos por Balmore Road, en dirección sur, los policías guardaron silencio. Black tiró de sus patillas pelirrojas mientras Stirling se cruzaba de brazos y me observaba con un interés poco disimulado. Los otros hombres eran, al parecer, de la comisaría de Milngavie, y se habían quedado en Merlinsfield para registrar la casa y el jardín. Me quedé mirando los prados invernales, paralizada por el absurdo rumbo que habían tomado los acontecimientos. Enseguida —tal vez en menos de unas horas—, se darían cuenta de que habían cometido un error colosal.

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