La vida, el universo y todo lo demas (19 page)

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Authors: Douglas Adams

Tags: #ciencia ficción

BOOK: La vida, el universo y todo lo demas
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Estaban rodeados de pálidos krikkitenses que les bañaban con la luz oscilante de sus linternas.

Los cautivos miraron a sus captores, los captores miraron a sus cautivos.

- Hola - dijo uno de los captores -. Disculpadme, pero, ¿sois... extranjeros?

28

Entretanto, a una distancia de más millones de kilómetros de los que la imaginación puede cómodamente abarcar, Zaphod Beeblebrox se encontraba exultante de nuevo.

Había arreglado la nave; es decir, había mirado con gran interés mientras un robot de servicios la reparaba. Volvía a ser una de las naves más potentes y extraordinarias que existían. Podía dirigirse a cualquier parte, hacer lo que quisiera. Hojeó un libro y luego lo tiró. Era el que había leído antes.

Se acercó al banco de comunicaciones y abrió un canal conectado a todas las frecuencias.

- ¿Alguien quiere una copa? - preguntó.

- ¿Es una emergencia, tío? - crepitó una voz a medio camino del otro extremo de la Galaxia.

- ¿Tienes alguna coctelera? - dijo Zaphod.

- Vete a dar una vuelta en cometa.

- Vale, vale - concluyó Zaphod, volviendo a cerrar el canal.

Se levantó y se dirigió a la pantalla de un ordenador. Pulsó unos botones. Por la pantalla empezaron a correr unas burbujitas que se comían las unas a las otras.

- ¡Paf! - exclamó Zaphod -. ¡Aaauuuú! ¡Pa pa pá!

- Hola - dijo el ordenador en tono jovial al cabo de un minuto de lo mismo -, has marcado tres puntos. La mejor marca anterior es de siete millones quinientas noventa y siete mil doscientas...

- Muy bien, muy bien - dijo Zaphod apagando la pantalla de nuevo.

Volvió a sentarse. Jugueteó con un lápiz. Poco a poco, el lapicero también empezó a perder su encanto.

- De acuerdo, de acuerdo - dijo, introduciendo en el ordenador los datos de su tanteo y los de la mejor marca anterior.

La nave convertía el Universo en una mancha.

29

- Decidnos - ordenó el krikkitense delgado y pálido que se había destacado con aire incierto de entre las filas de sus compañeros hacia el círculo de luz de la linterna, empuñando la pistola como si estuviera sujetándosela a alguien que acabara de largarse a algún sitio pero que volvería en un momento -, ¿sabéis algo acerca de eso que llaman Equilibrio de la Naturaleza?

Los cautivos no le respondieron, o al menos no articularon nada más que gruñidos y murmullos confusos. La luz de las linternas seguía enfocándolos. Arriba, en el cielo, continuaba la actividad en las zonas de los Robots.

- Sólo es algo de lo que hemos oído hablar, y probablemente no tenga importancia - prosiguió el krikkitense con aire inquieto -. Bueno, entonces supongo que será mejor mataros.

Miró la pistola como si tratara de decidir qué programa iba a poner.

- Es decir - prosiguió, alzando la vista de nuevo -, a menos que queráis charlar de algo. Un pasmo lento y paralizante hizo presa en Slartibartfast, Ford y Arthur. Y pronto les llegaría al cerebro, que en aquel momento estaba exclusivamente ocupado en mover las mandíbulas de arriba abajo. Trillian meneaba la cabeza como si intentase terminar un rompecabezas sacudiendo la caja.

- Es que estábamos preocupados - dijo otro del grupo -, por ese plan de destrucción universal.

- Sí - añadió otro -, y el Equilibrio de la Naturaleza. Nos pareció que si todo el resto del Universo quedaba destruido, en cierto modo se rompería el Equilibrio de la Naturaleza.

Somos muy aficionados a la ecología.

Su voz se apagó insatisfecha.

- Y al deporte - dijo otro en voz muy alta.

Aquello provocó una aprobación apoteósica por parte de los demás. - Sí - convino el primero -, y al deporte...

Volvió la cabeza para mirar intranquilo a sus compañeros y se rascó la mejilla con aire confuso. Parecía luchar con alguna incertidumbre en lo más profundo de su ser, como si todo lo que quisiera decir y todo lo que pensara fuesen cosas completamente diferentes entre las cuales no viese ninguna relación posible.

- Mirad, algunos de nosotros... - masculló mirando otra vez a su alrededor como si esperase confirmación. Los otros hicieron ruidos de aprobación y él prosiguió -: Algunos de nosotros tenemos mucho interés en establecer vínculos deportivos con el resto de la Galaxia, y aunque entiendo el argumento de separar el deporte de la política, creo que si queremos tener relaciones deportivas con el resto de la Galaxia, que sí queremos, probablemente sería un error destruirlo. Y efectivamente, el resto del Universo... - su voz se apagó de nuevo -..., que es la idea que ahora parece...

- ¿Qu...? - dijo Slartibartfast -. ¿Qu...?

- ¿Ehhh...? - dijo Arthur.

- Ahh... - dijo Ford Prefect.

- Muy bien - dijo Trillian -. Hablemos de ello.

Se adelantó y cogió del brazo al pobre y confuso krikkitense. Parecía tener unos veinticinco años, lo que debido a las extrañas alteraciones de tiempo que se habían producido en aquella zona significaba que no habría tenido más de veinte cuando terminaron las Guerras de Krikkit, unos diez billones de años atrás.

Trillian le llevó a dar un corto paseo entre la luz de las linternas antes de decir algo más. El la siguió con aire vacilante. El círculo de luz de las linternas era ahora más reducido, como si se rindiera ante aquella muchacha extraña y tranquila que parecía ser la única en saber lo que hacía en aquel Universo de oscuridad y confusión.

Se dio la vuelta, le miró de frente y con suavidad puso las manos en sus brazos. El krikkitense parecía la encarnación del asombro y la desdicha.

- Cuéntame - dijo Trillian.

El no respondió de momento, limitándose a mirarla a los ojos, primero a uno y luego a otro.

- Nosotros... - dijo -, tenemos que estar solos..., me parece.

Torció el rostro y luego dejó caer la cabeza hacia adelante, sacudiéndola como alguien que tratara de sacar una moneda de una hucha. Volvió a alzar la vista.

- Ahora tenemos esa bomba, ¿sabes? Es pequeña.

- Lo sé - dijo Trillian.

La miró con los ojos en blanco como si hubiera dicho algo muy raro acerca de la remolacha.

- Sinceramente, es muy pequeñita.

- Lo se - repitió Trillian.

- Pero ellos dicen - su voz parecía apagarse -, dicen que puede destruir todo lo que existe. Y tenemos que hacerlo, ¿comprendes? Me parece. ¿Nos quedaremos solos después? No lo sé. Pero creo que es nuestro deber.

Al decir eso, dejó caer otra vez la cabeza.

- Sea lo que fuere lo que eso signifique - dijo una voz profunda entre el grupo.

Trillian rodeó poco a poco con sus brazos al joven krikkitense, confuso y asustado, le apoyó la cabeza contra su hombro y le dio unas palmaditas.

- Está bien - dijo en voz baja, pero en un tono lo suficientemente claro para que todo el grupo lo oyera en la sombra -, no tenéis que hacerlo.

Le acunó.

- No tenéis que hacerlo - repitió.

Le soltó y dio un paso atrás.

- Quiero que hagáis algo por mí - dijo, echándose a reír de repente. - Quiero - prosiguió, riendo de nuevo. Se puso la mano en la boca y continuó con expresión sobria -: Quiero que me llevéis ante vuestro jefe.

Señaló al cielo, a las Zonas de Guerra. De algún modo parecía saber que su jefe estaba allí.

Su risa pareció descargar algo en la atmósfera. En algún sitio detrás de la multitud una voz solista empezó a cantar una canción que, de haberla escrito él, habría puesto a Paul McCartney en condiciones de comprar el mundo entero.

30

Zaphod Beeblebrox se arrastraba valerosamente por un túnel como el tipo estupendo que era. Estaba muy confuso, pero de todos modos continuó arrastrándose tenazmente porque era así de valiente.

Estaba confundido por algo que acababa de ver, pero no tanto como iba a estarlo por algo que oiría en seguida, de manera que será mejor explicar dónde se encontraba exactamente.

Estaba en las Zonas de Guerra Robótica, a muchos kilómetros sobre la superficie del planeta Krikkit.

La atmósfera estaba enrarecida y relativamente poco protegida de los rayos o de cualquier otra cosa que al espacio se le ocurriera lanzar en su dirección.

Había aparcado el Corazón de Oro entre los enormes y oscuros cascos de otras naves apiñadas en el cielo de Krikkit y había entrado en lo que parecía ser el edificio más grande e importante armado únicamente con un rifle Mat-O-Mata y algo para los dolores de cabeza.

Se encontró en un pasillo largo, ancho y escasamente iluminado en el cual pudo ocultarse para pensar lo que haría a continuación. Se escondió porque de cuando en cuando pasaba por allí un robot de Krikkit, y aunque hasta el momento le habían dado una especie de vida encantadora, había resultado de todos modos sumamente dolorosa, y no tenía deseos de abusar de lo que sólo a medias se sentía inclinado a llamar buena suerte.

En cierto momento se agazapó en una habitación que daba al pasillo, encontrándose en una cámara enorme y, también, débilmente iluminada.

En realidad, se trataba de un museo que sólo exhibía un objeto: los restos de una nave espacial. Estaba horriblemente quemada y despedazada, y, ahora que había aprendido parte de la historia galáctica de la que no se enteró debido a sus intentos fallidos de acostarse con la chica que estaba en el cibercubículo vecino al suyo en el colegio, fue capaz de establecer la inteligente hipótesis de que se trataba de los restos de la nave que vagó por la Nube de Polvo todos esos billones de años atrás, y que provocó todo aquel asunto.

Pero había algo que no estaba bien en absoluto, y eso fue lo que le dejó confundido. La nave estaba verdaderamente destruida. Había ardido de veras, pero una inspección bastante breve realizada por un ojo experto revelaba que no se trataba de una astronave genuina. Parecía una maqueta a escala natural, un calco perfecto. En otras palabras, era un objeto muy útil si uno decidía de repente construir por sí mismo una nave espacial y no sabía cómo hacerlo. Pero no se trataba de algo que pudiera volar por sí solo a cualquier parte.

Seguía confuso sobre aquel tema - en realidad sólo había empezado a inquietarle -, cuando se dio cuenta de que en otra parte de la cámara se había abierto suavemente otra puerta por la que entraron dos robots de Krikkit con aire melancólico.

Zaphod no quería enredarse con ellos y, decidiendo que, como la discreción era el mejor componente del valor y la cobardía el mejor ingrediente de la discreción, se escondió valientemente en un armario.

El armario resultó ser efectivamente la parte superior de un conducto que a través de una escotilla de inspección daba a un túnel de ventilación bastante amplio. Se metió por él y empezó a arrastrarse, y así es como le hemos encontrado.

No le gustaba. Estaba oscuro, hacía frío, se hallaba muy incómodo y todo eso le asustaba. Salió de él a la primera oportunidad que se le presentó, por otro conducto que encontró cien metros más allá.

Esta vez apareció en una cámara más pequeña que tenía el aspecto de ser la sede del servicio de información de ordenadores. Se encontró en un espacio reducido y oscuro entre la pared y un ordenador voluminoso.

Pronto notó que no estaba solo en la habitación, y se disponía a marcharse de nuevo cuando llamó su atención lo que decían los otros ocupantes.

- Son los robots, señor - dijo una voz -. Algo malo les pasa.

- ¿Qué, exactamente?

Eran las voces de dos jefes de operaciones guerreras de Krikkit. Todos los jefes de operaciones vivían en el cielo, en las Zonas de Guerra Robótica, y eran ampliamente inmunes a las ridículas dudas e incertidumbres que afligían a sus compatriotas en la superficie del planeta.

- Pues, señor, me parece que se están desfasando por el esfuerzo de la guerra, ahora que estamos a punto de detonar la bomba supernova. En el brevísimo tiempo transcurrido desde que nos liberaron de la envoltura...

- Vaya al grano.

- A los robots no les gusta, señor.

- ¿Cómo?

- Parece, señor, que la guerra les está deprimiendo. Tienen cierto cansancio del mundo, o tal vez debería decir cansancio del Universo.

- Pues eso está bien, se pretende que nos ayuden a destruirlo.

- Sí, pero lo están encontrando difícil, señor. Padecen cierta fatiga. Les está resultando difícil cumplir con su trabajo. Les falta uumf.

- ¿Qué intenta decir?

- Bueno, creo que se encuentran muy deprimidos por algo, señor.

- ¿De qué diablos krikkitenses habla?

- Pues en las pocas escaramuzas que han librado últimamente, parece que al entrar en combate alzan las armas para disparar y de pronto piensan: ¿para qué molestarse? ¿Qué sentido tiene todo esto desde el punto de vista cósmico? Y se vuelven un poco tristes y cansados.

- ¿Y qué es lo que hacen entonces?

- Pues, principalmente ecuaciones de segundo grado, señor. Tremendamente difíciles en todos los sentidos. Y luego se enfurruñan.

- ¿Se enfurruñan?

- Sí, señor.

- ¿Cuándo se ha oído que un robot se enfurruñe?

- No sé, señor.

- ¿Qué ha sido ese ruido?

Era el ruido que Zaphod hacía al marcharse con las cabezas dándole vueltas.

31

En un pozo oscuro y profundo estaba sentado un robot cojo. Durante algún tiempo había permanecido en silencio en su metálica oscuridad. Era frío y húmedo, pero tratándose de un robot se suponía que no debía notar esas cosas. Sin embargo, con un enorme esfuerzo de voluntad consiguió percibirlas.

Su cerebro se había acoplado al núcleo de inteligencia central del Ordenador de Guerra de Krikkit. No disfrutaba de aquella experiencia, pero tampoco le gustaba al núcleo de inteligencia central del Ordenador de Guerra de Krikkit.

Los robots de Krikkit que habían salvado a aquella patética criatura de metal de los pantanos de Squornshellous Zeta, lo hicieron porque casi inmediatamente reconocieron su inteligencia gigantesca y el uso que podían hacer de ella.

No tuvieron en cuenta los desarreglos de personalidad concomitantes, que el frío, la oscuridad, la humedad, el confinamiento y la soledad no hacían nada por disminuir.

No estaba contento con su tarea.

Aparte de todo lo demás, la simple coordinación de toda la estrategia militar de un planeta sólo le ocupaba una parte diminuta de su formidable cerebro, y el resto se aburría extraordinariamente. Tras resolver todos los problemas más importantes (salvo el suyo), matemáticos, físicos, químicos, biológicos, sociológicos, filosóficos, etimológicos, metereológicos y psicológicos del Universo por tres veces, se encontró ante la imperiosa necesidad de hacer algo, y empezó a componer dolorosos sonsonetes sin ton ni son, o sin melodía. El último era una canción de cuna.

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