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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

La vida exagerada de Martín Romaña (52 page)

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
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Bajé al segundo piso, me senté en el descanso de la escalera, y ahí estuve esperando tranquilamente que bajara el subdesarrollado de turno. Digo tranquilamente, porque al principio pensé que podría ser Mocasines, puesto que mi álbum de recuerdos es tan enorme que requiere siempre de instantáneas agrandadísimas de la vida, pero después escuché un acento mexicano y ya con ese dato me calmé bastante. Pasó una hora, subí, y nuevamente estaban haciendo el amor. Maldije lo bruto que había sido al darles tiempo para volver a empezar, bajé tranquilito a mi segundo piso, y al cabo de un cuarto de hora subí otra vez, toqué y dije que era yo. La respuesta fue, por supuesto, por favor no te vayas, Martín, espérate un momentito, Martín, por favor, Martín. O sea que escaleras abajo, según la vieja costumbre, y a sentarme de lluevo en el descanso. No sé por qué a un piso de distancia me sentía algo menos imbécil.

Pasó el mexicano, me preguntó si era Martín Romaña, se dio cuenta de que con esa cara no podía ser
más
que Martín Romaña, y me dijo que ya podía subir. Casi le digo gracias y subo corriendo, no vaya a ser que llegue otro más, pero un instante me bastó para captar que el tipo era de sonrisa entre difícil e imposible, y muchísimo más grande, fuerte, macizo y todo que yo. Conté obedientísimo los escalones que llevaban al tercer piso, y tras haber tocado una puerta entreabierta, aparecí en una habitación donde nuevamente una chica que a mí me enternecía muchísimo, vaya usted a saber por qué, a estas alturas, me recibía de espaldas, se seguía lavando de espaldas, y probablemente también estaba llorando de espaldas. Lo que es seguro, pensé, es que está esperando que la acaricie mientras permanece siempre de espaldas. Manos a la obra, Martín Romaña…

—¡Oh, Martín! ¡Oh, Martín! ¡Oh, Martín!

—Pero si

me has pedido que venga, Sandra.

has venido hasta mi departamento,

has dejado un papel clavado con un chinche —ya en otra oportunidad le pregunto si es o no simbólico… Me desarmaría tanto saber que sí…—,

has escrito en ese papel que le tienes miedo a todo sin mí.

—Es verdad, Martín, te juro que es verdad. Lo que pasa es que no esperaba que vinieras tan rápido.

—¡La próxima vez dame turno! —grité, pero sin lograr añadir, también a gritos, que al pobre Carlos lo había hecho atragantarse el café, lavar o romper dos tazas, que lo había dejado solo y sin lectura, siquiera: una bofetada me tapó el hocico en la palabra
turno
.

Después Sandra lloró a mares en mis brazos, me dijo que creía estar realmente enamorada de mí, que si tan sólo le dejara un poco de libertad. Yo, ni pío: escucha y escucha tendido a su lado en la cama, quería que lo soltara todo de una vez, que llegara al fondo de las cosas, desahógate, Sandra, desahógate al máximo. Lloró una hora más, y al final era yo el que se estaba ahogando en ese mar de palabras, en esa historia imposible, triste triste triste, pero que me sentía totalmente incapaz de controlar o de juzgar. Besar y besar a Sandra fue lo único que se me ocurrió, y ahí la estuve besando mucho rato antes de que ella empezara a responder a la búsqueda de mis labios, pero cuando quise abrirle la blusa para acariciarle los senos, Sandra abandonó todo, se hizo a un lado, y empezó a llorar nuevamente.

—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

—Porque contigo no puedo, no puedo contigo, Martín.

Me largué diciéndome esta gringa está más loca que una cabra, yo aquí no vuelvo más, me fui corriendo por las escaleras pensando así, pero maldita sea, pensando también que tenía que haber algo además de eso y que qué era eso que yo llamaba
eso
y que en el fondo tampoco estaba convencido de que fuera loca, otro papelito más con su chinche y vuelvo, estoy seguro. Temblaba de espanto cuando llegué a la calle.

No voy a decir que guardo los chinches de recuerdo, porque eso no me lo creería nadie, pero sí que soporté varios sentones más en el descanso de la escalera, segundo piso, que me largué varias veces más, y que regresé igual cantidad de veces llamado por un papelito con su chinche. Diré, ahora, que, cuando le pregunté a Sandra si éstos ocultaban algún tierno simbolismo, ella me miró con una asombrosa sonrisa. Deducción: mi eterno sentimentalismo, y la total ausencia de humor, agilidad mental, o lo que sea, en ella, para asociar un bicho chinche con un clavito chinche y luego hundirlo en la puerta de Martín Romaña, a quien, dicho sea de paso, cualquiera que lo conoce sabe perfectamente que trayéndole un chinchecito-souvenir de pocilga andina se lo mete en el bolsillo. Pero no, Sandra no parecía captar nada de nada, y fue más bien una gran indiscreción de mi parte la que me hizo comprender a fondo que su problema era pura culpabilidad, que de ninfómana no tenía una pizca, y que sólo me quedaba un recurso para metérmela a ella en el bolsillo, lo cual en resumidas cuentas significaba meterme yo del todo en la cama de Sandra. Ella anotaba paso a paso su vida en un diario íntimo. Una noche, por descuido, lo había olvidado sobre la cama. Yo andaba furioso porque acababa de soplarme, una vez más, toda la incultura política, muy bien sazonada con presencia activa en las barricadas del día anterior, de tres muchachos que tarde o temprano harían lo que yo no lograba hacer con alguien que me seguía reclamando a gritos con papelitos y chinches. No había tenido derecho a la palabra, porque en vez de acudir al frente de batalla, opté por quedarme en la retaguardísima acompañando a Carlos Salaverry, que había decidido abandonar definitivamente París dentro de poco, y que deseaba hablar de ciertos asuntos a solas conmigo. Por fin, se largaron los primaverales, y quedamos Sandra y yo enfrentados al abismo que nos separaba después de cada una de esas aburridísimas sesiones de quién grita más fuerte, y el que grita más fuerte y cuenta más aventuras se tira a la gringuita. Pensé que la gente del barrio ya debía estarse pasando la voz, hay una gringa maravillosa que con todo el mundo, viejo, y enfurecí más todavía. A Sandra le dolía el estómago, y como en el lavatorio sólo hacíamos el número uno, bajó a hacer el dos al wáter común. Yo aproveché, agarré el diario, busqué las páginas que correspondían a aquellos días. Me bastó con lo que pude leer antes de su regreso.

3 de mayo

Hoy he vuelto a cruzarme por la calle con esa muchacha tan alta y tan bonita. No sé cómo decirlo: lo más hermoso que tiene es el cuello tan largo y distinguido como el de una reina, o lo que uno imagina que es una reina. Pero esa muchacha simplemente «no sabe hacer uso» de su cuello. A su lado, como siempre, iba él, aunque más bien parecía que cada uno caminaba solo y que él le tuviera un poco de miedo. Él camina con aire ausente, y al mismo tiempo como si estuviera arrepentido de algo. O como si alguien le acabara de pegar un buen jalón de orejas. Parece sudamericano. Ella, no sé, más parece italiana que otra cosa. Tiene una cara muy seria. A él, en cambio, lo encuentro cada día más divertido.

Escribiendo estas líneas me he dado cuenta de que me gustaría saber el nombre de él, qué hace, etc. Me he dado cuenta de que me molesta llamarlo siempre «él». Hoy iba más divertido que nunca.

14 de mayo

Lo he conocido. Me ha dado miedo conocerlo, a pesar de que es en efecto un tipo divertido. Estoy contenta de saber su nombre. Me gusta que se llame Martín Romaña y poder escribir desde ahora Martín en vez de «él». Le dije que no me gustaban las parejas que tienen problemas conyugales, pero ahora que lo pienso bien, recuerdo que me produjo cierta alegría saber que él y su esposa tenían «todos» los problemas de este tipo que existen. Así dijo Martín al despedirse, y yo lo encontré muy divertido y me dio cierta alegría saberlo.

16 de mayo

Me avergüenza leer la mayor parte de las cosas que he escrito en estas páginas. Y al mismo tiempo me hace preguntarme si no soy todavía una niña. Pero de ser así, estoy segura de que habré dejado de serlo cuando termine con estas experiencias.

23 de mayo

Me he vuelto a acostar con un hombre sin desearlo. Por darle algo que en el fondo sólo desearía darle a Martín. No, no es ninfomanía. Esto empezó entregándole mi virginidad a un dominicano que me agredía por lo que mi país le había hecho al suyo. Y desde entonces me he sentido siempre indefensa ante los hombres que vienen de regiones que son víctimas de mi país. Me defiendo perfectamente de un francés pero no puedo hacer absolutamente nada ante un peruano, por ejemplo. Y Martín, por más que lo diga a gritos, a mí no me parece sudamericano. ¡Maldita sea!

25 de mayo

Hoy lloré otra vez y esto hizo que Martín volviera a temblar, a sentirse muy mal a causa mía. Me ha estado hablando de unos jebecitos muy extraños, de insomnio y de una extraña tristeza. Se le ve en la mirada. ¿Lo amo? Sí, pero no quiero darle el placer que les doy a los demás. No, eso no. Voy a escuchar a mi corazón y a mi cuerpo, porque quiero que ambos me lo exijan en un mismo instante. Ellos me van a indicar que estoy hecha para un hombre como Martín. Y cuando eso suceda, voy a abrirle las piernas porque soy yo la que lo desea, porque quiero que todo en mí le guste, y porque quiero que también él me dé mucho placer a mí. En todo caso, jamás lo haré «porque quiero quedar bien», como con los demás.

Actuando de esta manera, habré sido honesta conmigo misma y con Martín, aunque tal vez entonces sea ya demasiado tarde para encontrar a ese hombre «alto, tierno y español» con el que soñé siempre, que se parece tanto a Martín, cuyo cuerpo he deseado siempre tocar, y en cuyo corazón quisiera esconderme para siempre.

27 de mayo

Creo que podría ser muy feliz con Martín si él lograra otorgarme, en el fondo de su corazón, la libertad que necesito, a causa de esta estúpida deformación de mi actitud ante los males de mi país y ante cierto tipo de hombres. Creo que es pedirle demasiado. Creo que sería pedirle demasiado a cualquiera. Pero, confío en su honestidad para decírmelo, para decirme y mostrarme qué podemos hacer juntos y cómo.

A veces me parece que soy yo la que habla siempre de sus problemas. Escribiendo estas líneas acabo de darme cuenta de que ni siquiera le pregunto por su esposa, por sus amigos, y por la vida de ese Carlos al que quiere tanto y que me resulta también tan divertido. Carlos me ha tratado como en un sueño. Mejor todavía.

Pasos de Sandra en la escalera. Dejé el diario donde lo había encontrado, me estiré en la cama como quien ha estado dejándose comer vivo por los chinches, y esperé que entrara para decirle que deseaba irme a ver a Carlos. Me miró sorprendida, pues ignoraba por completo las mil ideas que empezaban a ponerse en funcionamiento en el cerebro de un hombre que, aunque sea por un breve período de tiempo, había decidido juzgar a la historia. Seguía mirándome sorprendida, como si las decisiones las hubiese tomado siempre ella, como si necesitase un mínimo de explicaciones para salir de su desconcierto. ¿Por qué me iba ahora que estábamos al fin solos? ¿Acaso no íbamos a salir juntos a ver qué pasaba esa noche en París? ¿Normalmente no habría deseado quedarme ahora que ya nadie discutía y gritaba?

—Pensé que te ibas a quedar, Martín.

—Yo también, Sandra. Pero acabo de cambiar de idea. Acabo de decidir que estoy harto de estas discusiones absurdas, que estoy harto de tanta teoría barata, que tengo cosas mucho más graves y arriesgadas que hacer, que mañana para mí es un día cargado de peligros e incertidumbres, que necesito horas de silencio y reflexión antes de llevar a cabo las consignas…

—¿Las qué?

—Las consignas: aquello que le da razón a mi estadía en esta ciudad, aquellas actividades que cumplo en silencio, con seriedad y humildad, y que no son juegos de niños que pueden contarse a gritos y en la habitación de una amiga como tú, donde pueden haber infiltrados, policías vestidos de civil, en fin…

—Pero tú me has contado que renunciaste…

—¿Al Grupo? No me hagas reír. Eso era juego de niños, un pasatiempo para mantenerse en forma. No renuncié. Tuve que irme hacia cosas más importantes… Hacia consignas… Chau, Sandra.

—Martín…

—Deséame suerte, linda.

En la calle estuve haciendo ejercicios respiratorios, evitando encontrarme un jebecito constante, buscándolo estiradísimo porque el asunto era más fuerte que yo, y pensando en la bomba que me tocaba poner de madrugada en la fábrica N, de acuerdo al operativo 007… Pelotudo, ¿no se te ocurre nada mejor que el 007 de James Bond? Bah, ya encontrarás algo, X 023, por ejemplo. Ay gringa tonta, suspiré, las cosas que uno tiene que hacer por ti. Y también por mí, claro…

Una larga carta de Carlos me esperaba en el departamento.

Mi querido Martín,

Acabo de comprarme toneladas de jamón y de queso. Pan no me va a faltar. He comprado también toneladas de cajas de cartón y me voy a encerrar a empacar libros en mi departamento. Acabo de vender el automóvil. Por supuesto que me hicieron cholito, peor que cholito, pero con ese dinero parto a Alemania (al Baile de los corazones solitarios, a la mierda, o a lo que sea, aunque ya tengo un saco de fumar y tal vez la suerte haga que encuentre una chimenea apropiada…), en el rimer tren después de las huelgas o en el primer tren rompehuelgas o como diablos sea. Por favor, no vengas a verme, Martín. Tu amistad ha sido para mí siempre sagrada, y como sé que algún día, a pesar de los sindicatos pesqueros, de Mocasines y de Inés (perdóname, Martín), escribirás a tus anchas y contarás tal vez estas cosas, no quiero que digas que además de alimentarme, comprarme servilletas, lavar todos los platos y tazas (menos las dos que yo rompí. Te dejo el importe sobre el tocadiscos), me ayudaste también a mudarme, cuando en realidad lo único que deseabas era paz para olvidar a Inés, en los brazos de una norteamericana cuyo inglés es peor que el del Indio Bedoya en
El tesoro de la Sierra Madre, o
que el de cualquier otro mexicano imaginado por Hollywood. Aparte de eso, Sandra es encantadora, hermosísima y está completamente loca. Prefiero estar en los brazos del aburridísimo Heidegger (creo que ya te he contado que su hermano es empleado bancario, aficionado al fútbol, y algo así como cien veces más inteligente, entretenido y simpático que mi genial maestro), cuando ella te mate a balazos por no ser diferente, para poder amar a otro hombre que se parezca al que tú eres, si es que esto quiere decir algo, y yo creo que sí. En todo caso, tú no la matarás, o sea que trata de darle un cariño mejor que el que me darán a mí las gordas del Baile para corazones solitarios, en un sórdido local cuya única iluminación ha debido ser la dentadura de oro del inmortal Piolín. Ten la seguridad, Martín, de que cuando no esté con Heidegger, con su hermano, o en los brazos de una mamapancha bávara apachurrando a la miseria de la filosofía (yo), mientras ésta gira pensando en su infame adolescencia, o leyendo y leyendo y leyendo, para que después Lagrimón sea el que publique erratas llenas de libros (te juro que no he bebido una gota de nada desde el infame Valparaíso, en el que comprendí que hasta mi niñez me aburría ya), estaré escribiéndote las cartas que serán, gracias a tus respuestas, aquella hermosísima correspondencia entre dos amigos que nada podrá separar. Ni siquiera tus opiniones sobre Hemingway, que siempre encontré algo exageradas, y no necesariamente producto de una atenta relectura de la obra de ese hombre que, a mi entender, nunca supo nada de toros. Perdóname, Martín, si hay en esta carta de despedida alguna que otra frase muy dura. Me conoces: después me habría odiado por no haberla dicho. En efecto, de toda la obra de Henry de Montherlant, aparte de una que otra escena de
La Reina muerta
y de
Malatesta
, sólo se salva una frase: «Si no somos duros con los seres que queremos, con quién vamos a serlo entonces». No te doy noticias de Teresa y Marisa, por la simple razón de que ellas no me las han dado a mí, y porque a causa de los gases lacrimógenos no me he atrevido a ir a ver si están trepadas en la torre de la Sorbona, donde parece que hoy hasta se hacen picnics. Esto me apena por los excelentes cursos que dictaba Etiemble sobre «El mito de Rimbaud en los países eslavos y comunistas», pero me alegra y reconforta por casi todo lo demás. Mi dirección en Alemania te llegará con mi primera carta. La botella de champán que te dejo es para que la bebas con quien te dé la gana, pero no solo, por favor. Habría sido hermoso bebería con Inés, lo confieso. Y también con Sandra, lo confieso también. Y con cualquiera que te dé la alegría y serenidad que te desea con todo cariño tu amigo de siempre,

Carlos Salaverry

P.S.: No deja de preocuparme tu problema con «los jebecitos constantes». Hay algo muy depresivo en ello. Trata de consultarlo con un médico serio. Evita, de preferencia, que ese médico serio sea Lagrimón.

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